EN BUSCA DE UNA NOVIA

Nico se puso muy guapo. Llevaba el cabello largo como un apóstol y se le habían acentuado las facciones de su abuelo, ojos grandes de párpados lánguidos, nariz aristocrática, mandíbula cuadrada, manos elegantes. Era inexplicable que no hubiese una docena de mujeres arremolinadas en la puerta de su casa. A espaldas de Willie, que no entiende nada de estos asuntos, Tabra y yo decidimos buscarle novia, que es exactamente lo que hubieras hecho tú en esas circunstancias, hija, así es que no me riñas.

—En la India y muchos otros lugares del mundo los matrimonios son arreglados. Hay menos divorcios que en el mundo occidental —me explicó Tabra.

—Eso no prueba que sean felices, sino que tienen más aguante —alegué.

—El sistema funciona. Casarse por amor trae muchos problemas, es más seguro juntar a dos personas compatibles, que con el tiempo aprenden a quererse.

—Es un poco arriesgado, pero no se me ocurre una idea mejor —admití.

No es fácil hacer estos arreglos en California, como ella misma había comprobado durante años, ya que ninguna de las agencias casamenteras le consiguió un hombre que valiese la pena. El mejor había sido Lagarto Emplumado, pero seguía sin dar noticias. Revisábamos la prensa con regularidad para averiguar si la corona de Moctezuma había sido devuelta a México, pero nada. En vista de los nulos resultados obtenidos por Tabra, no quise recurrir a avisos en los periódicos ni a agencias; además, habría sido una indiscreción, ya que no lo había consultado con Nico. Mis amistades no servían porque ya no eran jóvenes y ninguna mujer en la menopausia se haría cargo de mis tres nietos, por muy majo que fuese Nico.

Me dediqué a buscar una novia por todos los rincones, y en el proceso se me afinó el ojo. Indagaba entre amigos y conocidos, escudriñaba a las jóvenes que solicitaban mi firma en las librerías, incluso abordé con desparpajo a un par de muchachas en la calle, pero ese método resultó poco eficiente y muy lento. A ese paso tu hermano cumpliría setenta años soltero. Yo estudiaba a las mujeres y al final las iba descartando por diversos motivos: serias o chinchosas, parlanchinas o tímidas, fumadoras o macrobióticas, vestidas como sus madres o con un tatuaje de la Virgen de Guadalupe en la espalda. Se trataba de mi hijo, la elección no podía tomarse a la ligera. Empezaba a desesperar, cuando Tabra me presentó a Amanda, fotógrafa y escritora, que deseaba hacer un reportaje conmigo en el Amazonas para una revista de viajes. Amanda era muy interesante y bella, pero estaba casada y pensaba tener hijos pronto, así es que no servía para mis designios sentimentales. Sin embargo, en la conversación con ella salió el tema de mi hijo y le conté el drama completo, porque ya no era ningún secreto lo que había sucedido con Celia; ella misma lo había ventilado a diestra y siniestra. Amanda me anunció que conocía a la chica ideal: Lori Barra. Era su mejor amiga, de corazón generoso, sin hijos, bonita, refinada, diseñadora gráfica de Nueva York, instalada en San Francisco. Tenía un pretendiente detestable, según ella, pero ya veríamos la forma de deshacernos de él y así Lori quedaría disponible para presentársela a Nico. No tan deprisa, le dije, primero yo debía conocerla a fondo. Amanda organizó un almuerzo y yo llevé a Andrea, porque me pareció que la joven diseñadora debía tener una idea aproximada de lo que se le vendría encima. De los tres, Andrea era sin duda la más peculiar. Mi nieta apareció vestida de mendiga, con trapos rosados amarrados en diversas partes del cuerpo, un sombrero de paja con flores mustias y su muñeco Salve-el-Atún. Estuve a punto de llevarla a la rastra a comprar un atuendo más presentable, pero luego decidí que era preferible que Lori la conociera en su estado natural.

Amanda nada le dijo de nuestros planes a su amiga, ni yo a Nico, para no alarmarlos. El almuerzo en un restaurante japonés fue una buena artimaña que no levantó sospechas en Lori, quien sólo deseaba conocernos porque le gustaban las joyas de Tabra y había leído un par de mis libros, dos puntos a su favor. Tabra y yo quedamos bien impresionadas con ella, era un remanso de sencillez y encanto. Andrea la observó sin decir palabra mientras procuraba en vano echarse a la boca trozos de pescado crudo con dos palitos.

—En una hora no se conoce a una persona —me advirtió Tabra después.

—¡Es perfecta! Hasta se parece a Nico, los dos son altos, delgados, guapos, de huesos nobles y se visten de negro: parecen mellizos.

—Ésa no es la base de un buen matrimonio.

—En la India son los horóscopos, que tampoco es muy científico que digamos. Todo es cuestión de suerte, Tabra —repliqué.

—Debemos saber más de ella. Hay que verla en circunstancias difíciles.

—¿Como una guerra, dices tú?

—Eso sería ideal, pero no hay una cerca. ¿Qué te parece que la invitemos al Amazonas? —sugirió Tabra.

Y así fue como Lori, que nos había visto una sola vez por encima de un plato de sushi, terminó con nosotras volando al Brasil en calidad de ayudante de Amanda, la fotógrafa.

Al planear la odisea en el Amazonas imaginé que iríamos a un sitio muy primitivo, donde quedaría en evidencia el carácter de Lori y de las demás expedicionarias, pero por desgracia el viaje resultó mucho menos peligroso de lo esperado. Amanda y Lori habían previsto hasta el menor detalle y llegamos sin inconvenientes a Manaos, después de unos días en Bahía, donde hicimos un alto para conocer a Jorge Amado. Tabra y yo habíamos leído su obra completa y queríamos averiguar si el hombre era tan extraordinario como el escritor.

Amado nos recibió con su esposa, Zélia Gattai, en su casa, sentado en una poltrona, amable y hospitalario. A los ochenta y cuatro años, medio ciego y bastante enfermo, todavía era dueño del humor y la inteligencia que caracterizan sus novelas. Era el padre espiritual de Bahía, había citas de sus libros en todas partes: grabadas en piedra, adornando las fachadas de los edificios municipales, en graffiti y en pinturas primitivas en las chozas de los pobres. Plazas y calles llevaban orgullosas los nombres de sus libros y personajes. Amado nos invitó a probar las delicias culinarias de su tierra en el restaurante de Dadá, una negra hermosa que no inspiró su célebre novela Doña Flor y sus dos maridos, porque era una niña cuando él la escribió, pero calzaba con la descripción del personaje: bonita, pequeña y agradablemente carnosa sin ser gorda. Esta réplica de Doña Flor nos agasajó con más de veinte suculentos platos y una muestra de sus postres, que culminó con pastelitos de punhetinha, que en la jerga local quiere decir «masturbación». ¡Ni que decir cómo me sirvió todo esto para mi libro Afrodita!

El viejo escritor también nos llevó a un terreiro o templo, del que era padre protector, para presenciar una ceremonia de candomblé, religión llevada por los esclavos africanos al Brasil hace varios siglos y que hoy cuenta con más de dos millones de adeptos en ese país, incluso blancos urbanos de clase media. Los oficios divinos habían comenzado temprano con el sacrificio de algunos animales a los dioses (orishas), pero esa parte no la vimos. La ceremonia se hizo en una construcción que parecía una modesta escuela, adornada con papel crepé y fotografías de las madres (maes) ya fallecidas. Nos sentamos en duros bancos de madera y pronto llegaron los músicos y empezaron a golpear sus tambores con un ritmo irresistible. Entró una larga fila de mujeres vestidas de blanco, girando con los brazos en alto en torno a un poste sagrado, llamando a los orishas. Una a una fueron cayendo en trance. Nada de espumarajos por la boca ni violentas convulsiones, nada de velas negras ni serpientes, nada de máscaras terroríficas ni sangrientas cabezas de gallo. Las mujeres mayores se llevaban a otra pieza a las que caían «montadas» por los dioses y luego las traían de regreso, ataviadas con los coloridos atributos de sus orishas, para que siguieran danzando hasta el amanecer, cuando la liturgia concluía con una abundante comida de carne asada de los animales sacrificados, mandioca y dulces.

Me explicaron que cada persona pertenece a un orisha —a veces a más de uno— y en cualquier momento de la vida puede ser reclamado y tiene que ponerse al servicio de su deidad. Quise descubrir cuál era la mía. Años antes, cuando leí el libro de Jean Shinoda Bolen, mi hermana del desorden, sobre las diosas que supuestamente hay en cada mujer, quedé algo confundida. Tal vez el candomblé era más preciso. Una mae de santo, mujer enorme, vestida con una carpa de vuelos y encajes, con un turbante de varios pañuelos y una chorrera de collares y pulseras, nos «echó las conchas», que allá se llama jogo de búzios. Empujé a Lori para que se viera la suerte primero y las conchas le anunciaron un críptico nuevo amor, «alguien que conocía, pero que aún no había visto». Tabra y yo habíamos hablado mucho de Nico, aunque procurando que no se notaran nuestras intenciones; si para entonces Lori no lo conocía, es que había estado en la luna. «¿Tendré hijos?», preguntó Lori. Tres, respondieron las conchitas. «¡Ajá!», exclamé encantada, pero una mirada de Tabra me devolvió a la racionalidad. Después me tocó a mí. La mae de santo frotó largamente un puñado de conchitas, me hizo acariciarlas a mi vez y luego las tiró sobre un paño negro. «Perteneces a Yemayá, la diosa de los océanos, madre de todo. Con Yemayá comienza la vida. Es fuerte, protectora, cuida a sus hijos, los conforta y los ayuda en el dolor. Puede curar la infertilidad en las mujeres. Yemayá es compasiva, pero cuando se enoja es terrible, como una tormenta en el océano». Agregó que yo había pasado por un gran sufrimiento, que me había paralizado por un tiempo, pero que ya empezaba a disiparse. Tabra, que no cree en estas cosas, debió admitir que por lo menos la parte de la maternidad me calzaba. «Le apuntó por casualidad», fue su conclusión.

Visto desde el avión, el Amazonas es una mancha verde, interminable. Desde abajo es la patria del agua: vapor, lluvia, ríos anchos como mares, sudor. El territorio amazónico ocupa el sesenta por ciento de la superficie del Brasil, un área mayor que la India, y forma parte de Venezuela, Colombia, Perú y Ecuador. En algunas regiones impera todavía la «ley de la selva» entre bandidos y traficantes de oro, drogas, madera y animales, que se matan entre ellos y, si no pueden exterminar a los indios con impunidad, se las arreglan para expulsarlos de sus tierras. Es un continente en sí mismo, un mundo misterioso y fascinante. Me pareció tan incomprensible en su inmensidad, que no imaginé que podría servirme de inspiración, pero varios años más tarde usé mucho de lo que vi para mi primera novela juvenil.

Como resumen del viaje, ya que los detalles no caben en este relato, puedo decir que fue mucho más seguro de lo deseado, porque íbamos preparadas para una dramática aventura de Tarzán. Lo más cercano a Tarzán fue que una pulguienta mona negra se prendó de mí y me esperaba desde el amanecer en la puerta de mi pieza para instalarse sobre mis hombros, con la cola enrollada en mi cuello, a buscar piojos en mi cabeza con sus deditos de duende. Fue un romance delicado. Lo demás fue un paseo ecoturístico: los mosquitos resultaron soportables, las pirañas no nos arrancaron pedazos y no tuvimos que esquivar flechas emponzoñadas; contrabandistas, soldados, bandoleros y traficantes pasaron por nuestro lado sin vernos; no contrajimos la malaria; no se nos introdujeron gusanos bajo la piel ni peces como agujas por las vías urinarias. Las cuatro expedicionarias salimos sanas y salvas. Sin embargo, esta pequeña aventura cumplió ampliamente su propósito, ya que llegué a conocer a Lori.