TIEMPOS DE TORMENTA

Me dispuse a disfrutar unas semanas de soledad, que pensaba emplear en el libro que por fin estaba escribiendo sobre California en tiempos de la fiebre del oro. Llevaba cuatro años postergándolo. Ya tenía título, Hija de la fortuna, una montaña de investigación histórica hasta la imagen de la tapa. La protagonista es una joven chilena, Eliza Sommers, nacida alrededor de 1833, que decide seguir a su amante, quien ha partido a la locura del oro. Para una señorita de entonces, una aventura de tal magnitud era impensable, pero creo que las mujeres son capaces de hacer proezas por amor. A Eliza jamás se le hubiese ocurrido cruzar medio mundo por el incentivo del oro, pero no dudó en hacerlo por un hombre. Sin embargo, mis planes de escribir en paz no me resultaron, porque Nico se enfermó. Para extraerle un par de muelas del juicio fue necesario darle anestesia general por unos minutos, lo que suele ser peligroso para los porfíricos. Se levantó de la silla del dentista, caminó hasta la recepción, donde lo esperaba Lori, y sintió que el mundo se volvía negro; se le trabaron las rodillas, cayó hacia atrás tieso como un tronco y se golpeó la nuca y la espalda contra la pared. Quedó desmayado en el suelo. Fue el comienzo de muchos meses de sufrimiento por su parte y de angustia para los demás en la familia, sobre todo para Lori, que no sabía lo que le ocurría, y para mí, que lo sabía demasiado bien.

Mis más trágicos recuerdos se levantaron en furioso oleaje. Creía que después de pasar por la experiencia de perderte ya nada podía afectarme demasiado, pero la mínima posibilidad de que algo semejante le ocurriera al hijo que me quedaba, me volteó. Tenía un peso en el pecho, como una roca aplastándome, que me cortaba la respiración. Me sentía vulnerable, en carne viva, a punto de llorar en cualquier instante. En la noche, cuando todos descansaban, oía un rumor entre las paredes, había quejidos atascados en los umbrales, suspiros en los cuartos desocupados. Era mi propio miedo, supongo. El dolor acumulado en ese largo año de tu agonía estaba agazapado en la casa. Tengo una escena grabada en la memoria para siempre. Entré un día a tu habitación y vi a tu hermano, de espaldas a la puerta, cambiándote el pañal con la misma naturalidad con que lo hacía con sus hijos. Te hablaba, como si pudieras entenderle, de los tiempos de Venezuela, cuando los dos eran adolescentes y te las arreglabas para encubrirle las travesuras y salvarle el pellejo si se metía en líos. Nico no me vio. Salí y cerré calladamente la puerta. Este hijo mío ha estado siempre conmigo, hemos compartido penas primordiales, fracasos deslumbrantes, éxitos efímeros; hemos dejado todo atrás y hemos vuelto a empezar en otra parte; hemos peleado y nos hemos ayudado; en pocas palabras: creo que somos inseparables.

Semanas antes del accidente en el dentista, Nico se había hecho los exámenes anuales de porfiria y los resultados no fueron buenos, sus niveles se habían duplicado desde el año anterior. Después del golpe siguieron subiendo de forma alarmante, y Cheri Forrester, que no lo perdía de vista, estaba preocupada. Al dolor constante en la espalda, que le impedía levantar los brazos o doblarse, se añadió la presión del trabajo, su relación con Celia, que pasaba por una etapa pésima, los altibajos conmigo, que fallaba con mucha frecuencia en mi propósito de dejarlo en paz, y un cansancio tan profundo que se dormía de pie. Hasta la voz le salía en un murmullo, como si el esfuerzo de exhalar el aire fuese demasiado. A veces las crisis de porfiria van acompañadas de trastornos mentales que alteran la personalidad. Nico, quien en tiempos normales hace gala de la misma calma alegre del Dalay Lama, solía hervir de ira, pero lo disimulaba gracias al insólito control que ejerce sobre sí mismo. Se negaba a mencionar su condición, no quería que lo trataran con consideraciones especiales. Lori y yo nos limitábamos a observarlo, sin hacerle preguntas, para no fastidiarlo más de lo que ya estaba, pero le sugerimos que al menos dejara su empleo, que quedaba muy lejos y no le aportaba satisfacción ni desafíos. Pensábamos que con su temperamento tranquilo, intuición y conocimiento matemático, podría dedicarse a transacciones en el mercado de valores, pero a él le pareció muy arriesgado. Le conté el sueño de los caballos, para ilustrarle que uno puede caerse y volver a levantarse y replicó que era muy interesante, pero que no lo había soñado él.

Lori no podía ayudarlo con su salud, pero lo sostuvo y lo acompañó sin flaquear ni un instante, aunque ella misma estaba sufriendo, porque deseaba con ansias ser madre y para ello se sometió a la paliza de un tratamiento de fertilidad. Al juntarse con Nico habían hablado de hijos, por supuesto. Ella no podía renunciar a la maternidad, ya la había postergado demasiado a la espera de un amor verdadero, pero desde un principio él manifestó que no iba a tener más niños, no sólo porque podía transmitirles porfiria, sino también porque ya tenía tres. Se convirtió en padre muy joven, no alcanzó a experimentar la libertad y las aventuras que llenaron los primeros treinta y cinco años de Lori y pretendía gozar el amor que le había caído en la vida, ser camarada, amante, amigo y marido. Durante las semanas en que los niños vivían con Celia y Sally, ellos eran novios, pero el resto del tiempo sólo podían ser padres.

Ella decía que Nico no podía comprender su vacío y creía, tal vez con razón, que nadie estaba dispuesto a mover ni una pieza del puzzle familiar para darle cabida a ella; se sentía como una extraña. Percibía algo negativo en el aire cuando se mencionaba la posibilidad de otro niño, y yo tuve mucha culpa en eso, porque al principio no la apoyé: me costó más de un año darme cuenta de lo importante que era la maternidad para ella. Procuré no interferir, para no herirla, pero mi silencio era elocuente: pensaba que un bebé les quitaría la poca libertad que tenían; también temía que desplazara a mis nietos. Para colmo, el día de la Madre, una de las niñas dibujó una tarjeta cariñosa, se la dio a Lori y un rato después se la pidió de vuelta, porque quería dársela a Celia. Para Lori eso fue como un cuchillo en el pecho, a pesar de que Nico le explicó una y otra vez que la chiquilla era demasiado joven para darse cuenta de lo que había hecho. Su sentido del deber llegó a ser casi un castigo; cuidaba y servía a los niños con una especie de desesperación, como si quisiera compensar el hecho de no sentirlos como propios. Y no lo eran, tenían madre, pero si adoptaron a Sally, con igual prisa estarían dispuestos a quererla a ella.

En ese tiempo varias amigas de Lori quedaron encinta; estaba rodeada de media docena de mujeres que se jactaban de sus barrigas, no se hablaba de otra cosa, el aire olía a infante, mientras la presión aumentaba para ella porque sus posibilidades de ser madre disminuían mes a mes, como le explicó el especialista que la trataba. A Lori nunca se le pasó por la mente sentir celos de sus amigas, todo lo contrario, se dedicaba a retratarlas y así formó una colección de imágenes extraordinarias, con el tema del embarazo, que espero que un día se convierta en un libro.

La pareja iba a terapia, donde supongo que discutieron este asunto hasta la saciedad. En un impulso, Nico llamó a Chile al tío Ramón, en cuyo criterio confía a ciegas. «¿Cómo pretendes que Lori sea madre de tus hijos si tú no quieres ser padre de los suyos?», fue su respuesta. Era un argumento de justicia prístina. Nico no sólo cedió, sino que se entusiasmó con la idea; sin embargo, el peso entero de aquella decisión recayó en Lori. Se sometió callada y sola a los tratamientos de fertilidad, que causaban estragos en su cuerpo y su ánimo. Ella, que tanto se preocupaba por comer bien, hacer ejercicio y llevar una vida sana, se sintió envenenada por ese bombardeo de drogas y hormonas.

Sus intentos fallaron una y otra vez. «Si la ciencia no sirve, hay que ponerlo a Nico en manos del padre Hurtado», dijo Pía, mi leal amiga, desde Chile. pero ni sus oraciones, ni las cábalas de mis hermanas del desorden, ni las invocaciones a ti, Paula, dieron resultados. Y así se fue un año completo.