UN ALMA ANTIGUA VIENE DE VISITA

En mayo Willie me llamó a Nueva York para contarme que, desafiando los pronósticos de la ciencia y la ley de probabilidades, Jennifer había dado a luz a una niña. Una dosis doble de narcóticos precipitó el parto, y Sabrina nació dos meses antes de lo que le correspondía. Alguien llamó a una ambulancia, que la condujo al servicio de urgencias más cercano, un hospital católico privado donde nunca habían visto a nadie en aquel estado de intoxicación. Gracias a eso se salvó Sabrina, porque si hubiese nacido en el hospital público del barrio humilde de Oakland donde Jennifer vivía, habría sido uno más de los cientos de bebés que nacen para morir, condenados por las drogas en el vientre materno; nadie habría reparado en ella y su minúscula persona se habría perdido en las rendijas del recargado sistema de medicina social. Ella, en cambio, cayó en las hábiles manos del médico de turno, quien alcanzó a interceptarla cuando fue escupida al mundo y se convirtió en el primer seducido por los ojos hipnóticos de la pequeña. «Esta niña tiene pocas posibilidades de sobrevivir», opinó al examinarla, pero quedó enredado en su mirada oscura y esa tarde no se fue a su casa cuando terminó la guardia. Para entonces había llegado una pediatra y los dos permanecieron parte de la noche vigilando la incubadora y calculando cómo desintoxicarían a la recién nacida sin dañarla más de lo que estaba y cómo la alimentarían, ya que no tragaba. De la madre no se preocuparon, pues había abandonado el hospital apenas pudo levantarse de la camilla. A Jennifer, un dolor sordo le partía las caderas y no recordaba bien lo ocurrido, sólo la angustiosa sirena de la ambulancia, un largo pasillo con luces blancas y unos rostros que le gritaban órdenes. Creía que había dado a luz a una niña, pero no podía quedarse para confirmarlo. La habían dejado descansando en un cuarto, pero al cabo de un rato sintió el síndrome de abstinencia y comenzó a temblar de náuseas, cubierta de sudor, con los nervios electrizados; se vistió como pudo y escapó por una puerta de servicio. Un par de días más tarde, algo más repuesta del parto y tranquilizada por las drogas, pensó en la criatura que había dejado atrás y regresó a buscarla, pero ya no le pertenecía. Los Servicios de Menores habían intervenido y habían colocado en el brazo de la niña un dispositivo de seguridad, que activaba una alarma si alguien intentaba sacarla de la sala.

Interrumpí mi gira en Nueva York y volví en el primer vuelo disponible a California. Willie me recogió en el aeropuerto y me condujo directamente a la clínica; por el camino me explicó que su nieta estaba muy débil. Jennifer, perdida en su propio purgatorio, no podía cuidarse a sí misma y menos aún podía hacerse cargo de su hija. Vivía con un tipo que le doblaba la edad, que se ganaba la vida con tráficos sospechosos y había estado preso en más de una ocasión. «Seguro que explota a Jennifer y le facilita las drogas», fue lo primero que se me ocurrió, pero Willie, mucho más noble que yo, le estaba agradecido de que al menos le diera un techo.

Corrimos por los pasillos de la clínica hasta la sala de los bebés prematuros. La enfermera ya conocía a Willie y nos llevó a una cunita en un rincón. Tomé en brazos a Sabrina por primera vez un día tibio de mayo, arropada en una mantilla de algodón, como un paquete. Abrí el bulto pliegue a pliegue y encontré en el fondo a la niña, como un caracol enrollado, con un pañal demasiado grande cubriéndola desde los tobillos hasta el cuello, y un gorro de lana en la cabeza. Del pañal salían dos patitas arrugadas, unos brazos como palillos y una cabeza perfecta, de facciones finas y ojos grandes, almendrados y oscuros, que me miraron con la determinación de un guerrero. No pesaba nada, tenía la piel seca y olía a medicamentos, era blanda, pura espuma. «Nació con los ojos abiertos», dijo la enfermera. Sabrina y yo nos observamos durante un par de largos minutos, conociéndonos. Dicen que a esa edad los niños son casi ciegos, pero ella tenía la misma expresión intensa que la caracteriza hoy. Estiré un dedo para acariciarle la mejilla y su puño diminuto se aferró a mí con fuerza. Noté que tiritaba y la arropé con la mantilla, apretándola en mi pecho.

—¿Cuál es su relación con la niña? —preguntó una mujer joven que antes se había presentado como la pediatra.

—Él es su abuelo —respondí, señalando a mi marido, que estaba junto a la puerta, tímido o demasiado emocionado para hablar.

—Los exámenes revelan la presencia de varias sustancias tóxicas en el sistema de la niña. También es prematura; calculo que tiene siete meses de desarrollo, pesa kilo y medio y su aparato digestivo no está totalmente formado.

—¿No debería estar en una incubadora? —sugirió Willie.

—La sacamos hoy de la incubadora porque su respiración es normal, pero no se hagan ilusiones. Me temo que el pronóstico no es bueno…

—¡Vivirá! —la interrumpió enfática la enfermera, una negra majestuosa con una torre de trencitas en la cabeza, arrebatándome a la criatura, que desapareció en sus gruesos brazos.

—¡Odilia, por favor! —exclamó la pediatra, incrédula ante ese exabrupto tan poco profesional.

—Está bien, doctora, entendemos la situación —le dije, con un suspiro de cansancio.

No había tenido tiempo de cambiarme el vestido que había usado durante semanas en el viaje. Había recorrido quince ciudades en veintiún días, con una bolsa de mano donde llevaba lo indispensable, que en mi experiencia es muy poco. Tomaba un avión a primera hora de la mañana, llegaba a la ciudad de turno, donde me aguardaba una acompañante —casi siempre una señora tan fatigada como yo— para llevarme a las citas con la prensa. Comía un emparedado a mediodía, hacía un par de entrevistas más y me iba al hotel a darme una ducha antes de la presentación de la noche, en que me enfrentaba al público con los pies hinchados y una sonrisa forzada para leer algunas páginas de mi novela en inglés. Llevaba una foto tuya enmarcada, para que me acompañara en los hoteles. Quería recordarte así, con tu sonrisa espléndida, tu pelo largo y tu blusa verde, pero al pensar en ti las imágenes que me asaltaban eran otras: tu cuerpo rígido, tus ojos vacíos, tu silencio absoluto. En esas maratones de publicidad, capaces de moler los huesos del más fuerte, me desprendía del cuerpo, como en un viaje astral, y cumplía las etapas de la gira con el peso de una roca en el pecho, confiando en que las acompañantes me llevarían de la mano durante el día, me escoltarían en la lectura de la noche y me dejarían en el aeropuerto al amanecer siguiente. Durante las muchas horas de viaje desde Nueva York a San Francisco dispuse de tiempo para pensar en Sabrina, pero nunca imaginé la forma en que esa nieta cambiaría las vidas de varias personas.

—Es un alma muy antigua —dijo Odilia, la enfermera, después de que la pediatra se hubiera ido—. He visto a muchos recién nacidos en los veintidós años que llevo trabajando aquí, pero como Sabrina, ninguno. Se da cuenta de todo. Me quedo con ella incluso después de que termina mi turno, y hasta vine el domingo a verla, porque no me la puedo quitar de la cabeza.

—¿Usted cree que se puede morir? —la interrumpí, ahogada.

—Eso dicen los médicos. Ya oyeron a la doctora. Pero yo sé que vivirá. Ha venido para quedarse, tiene buen karma.

Karma. Otra vez karma. ¿Cuántas veces he oído ese término en California? Me revienta la idea del karma. Creer en el destino ya es bastante limitante, pero el karma es mucho peor, porque se remonta a mil vidas anteriores, y a veces uno tiene que cargar también con las fechorías de los antepasados. El destino se puede cambiar, pero para limpiar el karma se requiere toda una vida, y tal vez eso no alcance. Pero no era el momento de filosofar con Odilia. Sentía una ternura infinita por la niña y agradecimiento a esa enfermera que le había tomado cariño. Hundí la cara en el pañal, alegre porque Sabrina estaba en el mundo.

Willie y yo salimos de la sala sosteniéndonos mutuamente. Recorrimos idénticos pasillos buscando la salida, hasta que dimos con un ascensor. Un espejo en el interior nos devolvió nuestras imágenes. Me pareció que Willie había envejecido un siglo. Sus hombros, antes arrogantes, ahora se curvaban derrotados; noté las arrugas en torno a sus ojos, la línea del mentón, menos atrevida que antes, y el poco cabello que le quedaba, completamente blanco. Los días pasan muy rápido. No me había fijado en los cambios de su cuerpo y no lo veía como era, sino como lo recordaba. Para mí seguía siendo el hombre de quien me había enamorado a primera vista seis años antes, apuesto, atlético, con un traje oscuro que le quedaba un poco estrecho, como si las espaldas desafiaran las costuras. Me gustó su risa espontánea, su actitud segura, sus manos elegantes. Se tragaba todo el aire, ocupaba todo el espacio. Se notaba que había vivido y sufrido, pero parecía invulnerable. ¿Y yo? ¿Qué vio él en mí cuando nos conocimos? ¿Cuánto había cambiado yo en esos seis años, especialmente durante los últimos meses? También yo me miraba con el filtro compasivo de la costumbre, sin fijarme en el inevitable deterioro físico: los senos más flojos, la cintura más ancha, los ojos más tristes. El espejo del ascensor me reveló el cansancio que los dos teníamos, más profundo que el de mi viaje o el de su trabajo. Dicen los budistas que la vida es un río, que navegamos en una balsa hacia el destino final. El río tiene su corriente, velocidad, escollos, remolinos y otros obstáculos que no podemos controlar, pero contamos con un remo para dirigir la embarcación sobre el agua. De nuestra destreza depende la calidad del viaje, pero el curso no puede cambiarse, porque el río desemboca siempre en la muerte. A veces no hay más remedio que abandonarse a la corriente, pero éste no era el caso. Respiré a fondo, me estiré en mi escasa estatura y le di una palmada en la espalda a mi marido.

—Enderézate, Willie. Tenemos que remar.

Me miró con esa expresión confundida que suele tener cuando cree que el inglés me falla.