VIDA EN FAMILIA

En 1994, Ruanda aparecía con frecuencia en la prensa. Las noticias del genocidio eran tan horrorosas que costaba creerlas: niños asesinados, mujeres embarazadas abiertas a cuchilladas para arrancarles el feto del vientre, familias enteras asesinadas, centenares de huérfanos hambrientos deambulando por los caminos, aldeas quemadas con todos sus habitantes.

—¿Qué le importa al mundo lo que pasa en África? Los que mueren son unos pobres negros —comentaba Celia, indignada, con esa pasión incendiaria que empleaba para todo.

—Es terrible, Celia, pero creo que no estás deprimida sólo por eso. Dime qué te pasa en realidad… —la sondeaba yo.

—¡Imagínate que destrozaran a machetazos a mis niños! —Y se echaba a llorar.

Algo se estaba gestando en el alma de mi nuera. No tenía ni un momento de paz, corría cumpliendo mil tareas, creo que lloraba a escondidas y estaba cada día más flaca y demacrada, pero mantenía una postura de desfachatada alegría. Había desarrollado una verdadera obsesión por las malas noticias de la prensa, que comentaba con Jason, el único en la familia que leía todos los periódicos y era capaz de analizar los hechos con instinto de periodista. Él fue la primera persona a quien le oí relacionar la religión con el terror, mucho antes de que fundamentalismo y terrorismo fuesen prácticamente sinónimos. Nos explicó que la violencia en Bosnia, Oriente Próximo y África, los excesos de los talibanes en Afganistán y otros hechos desconectados eran causados por un odio tanto racial como religioso.

Jason y Sally hablaban de mudarse apenas pudieran conseguir un piso en alguna parte, pero habían buscado en vano algo al alcance de su magro presupuesto. Les ofrecimos ayuda, pero sin insistir demasiado, para no darles la impresión de que los estábamos echando. Nos gustaba tenerlos con nosotros, eran entretenidos y suavizaban el ambiente. Era conmovedor ver a Jason enamorado por primera vez y hablando de casarse, aunque Willie estaba convencido de que no hacía buena pareja con Sally. No sé por qué se le metió esa idea en la cabeza; parecían llevarse muy bien.

La Abuela Hilda pasaba largas temporadas en California y bajo su influencia la casa se convertía en un garito de juego. Hasta mis nietos, unos inocentes que todavía andaban con chupete, aprendieron a hacer trampas con los naipes. Les enseñó a jugar con tal habilidad que más tarde Alejandro, cuando ya tenía diez años, habría podido ganarse la vida con un mazo de naipes. En una ocasión, cuando el mocoso era un alfeñique con lentes redondos y dientes de castor, se metió en un campamento de tipos patibularios, que estaban con sus carromatos y sus motos en una playa. El aspecto de aquellos hombres, con camisetas sin mangas, tatuajes, botas de mercenarios y las inevitables barrigas de los buenos bebedores de cerveza, no espantó a Alejandro, porque vio que estaban jugando a las cartas. Se acercó muy seguro de sí mismo y pidió permiso para participar. Le contestó un coro de risotadas, pero él insistió. «Aquí apostamos dinero, chiquillo», le advirtieron. Alejandro asintió; se sentía seguro porque ya podía ganarle a la Abuela Hilda y rico porque tenía cinco dólares monedas chicas. Lo invitaron a sentarse y le ofrecieron cerveza, que él rechazó amablemente, más interesado en los naipes. A los veinte minutos mi nieto había esquilado a los siete matones y se alejaba del lugar con los bolsillos llenos de billetes, bajo una granizada de maldiciones y palabrotas.

Vivíamos en tribu, al estilo chileno, siempre estábamos juntos. La Abuela se divertía mucho con Celia, Nico y los niños; prefería mil veces su compañía a la nuestra, y pasaba mucho tiempo en la casa de ellos. Le habíamos explicado a la Abuela que las madres de Sabrina eran lesbianas, budistas y vegetarianas, tres palabras que no conocía. Lo de vegetarianas fue lo único que le pareció inaceptable, pero de todos modos se hizo amiga de ellas. Más de una vez las visitó en el Centro de Budismo Zen, donde las incitaba a comer hamburguesas, beber margaritas y apostar al póquer. Mi madre y el tío Ramón, mi inefable padrastro, venían a menudo de Chile; a veces se sumaba mi hermano Juan, quien llegaba de Atlanta con la cabeza ladeada y la expresión grave de un obispo, pues estaba estudiando teología. Después de cuatro años dedicado a lo divino, Juan se graduó con honores; entonces decidió que no tenía pasta de predicador y volvió a su empleo, que tiene hasta hoy, de profesor de ciencias políticas en una universidad. Willie compraba alimentos al por mayor y cocinaba para aquel campamento de refugiados. Lo veo en la cocina, atacando con cuchillos ensangrentados un cuarto de vaca, friendo sacos de papas y picando toneladas de lechuga. En los momentos de inspiración hacía unos tacos mexicanos picantes y mortales al son de sus discos de rancheras. La cocina quedaba como madrugada de carnaval y los comensales se relamían, aunque después pagaban las consecuencias del exceso de grasa y chiles.

La casa era mágica: se estiraba y se encogía según las necesidades. Encaramada a media altura de un cerro, tenía una vista panorámica de la bahía, cuatro habitaciones en el piso principal y un apartamento abajo. Allí instalamos en 1992 la sala de hospital donde tú pasaste varios meses sin alterar el ritmo de la familia. Algunas noches me despertaba con el murmullo de mis propios recuerdos y de los personajes escapados de los sueños ajenos, me levantaba en silencio y recorría los cuartos, agradecida por la quietud y tibieza de esa casa. «Nada malo puede ocurrir aquí —pensaba—, el mal ha sido expulsado para siempre, el espíritu de Paula nos cuida». A veces me sorprendía el alba con sus caprichosos colores de sandía y durazno y me asomaba a ver el paisaje tendido a los pies del cerro, con la bruma que se desprendía de la laguna y los gansos salvajes volando hacia el sur.

Celia empezaba a reponerse del desgaste de los tres embarazos cuando debió ir a Venezuela a la boda de su hermana. Para entonces contaba con una visa de residente que le permitía viajar al extranjero y volver a Estados Unidos. Nico y los niños se trasladaron temporalmente a nuestra casa, una solución que a la Abuela le pareció ideal: «¿Por qué no vivimos todos juntos, como se debe?», preguntó. Entretanto, en Caracas, Celia se enfrentó con aquello que quiso dejar atrás al casarse con Nico, y se me ocurre que no debió de ser agradable, porque regresó con el ánimo por el suelo, decidida a cortar el contacto con una parte de su parentela. Se pegó a mí y me dispuse a defenderla contra todo, incluso contra sí misma. Volvió a perder peso y entonces le hicimos una encerrona familiar y la obligamos a consultar a un especialista, quien le recetó terapia y antidepresivos.«Yo no creo en nada de esto», me decía, pero el tratamiento la ayudó y pronto empezó de nuevo a rasgar la guitarra y a hacernos reír y rabiar con sus ocurrencias. A pesar de los inexplicables arranques de tristeza, la maternidad la hizo florecer.

Los niños eran un circo permanente y la Abuela nos recordaba a diario que debíamos gozarlos, porque crecen y se van demasiado pronto. Los niños, más que las recetas médicas, ayudaron a Celia en ese tiempo. Alejandro, que era más bien tímido pero muy avispado, tartamudeaba frases sabias con la misma voz ronca de su madre. Ese año, para la Pascua, antes de salir con su canasto a cosechar los huevos: pintados entre las matas del jardín, me susurró al oído que los conejos no ponen huevos, porque son mamíferos. «Y entonces, ¿quién deja los huevos de Pascua?», le pregunté, como una estúpida. «Tú», me contestó. Nicole, la menor, debió defenderse de sus hermanos desde que pudo tenerse de pie. Para un cumpleaños tuve la mala idea de regalarle a Alejandro, quien me lo había pedido de rodillas batiendo sus pestañas de jirafa, un juego de puñales Ninja de plástico. Primero obtuve autorización especial de los padres —que no permitían armas, igual que se oponían a la televisión, dos tabúes de la Nueva Era en California—, porque no se puede criar a los chiquillos en una burbuja; más vale que se contaminen desde pequeños, así se inmunizan. Enseguida le advertí a mi nieto que no podía atacar a sus hermanas, pero fue como darle un dulce y decirle que no lo chupara. A los cinco minutos le mandó un cuchillazo a Andrea, quien se lo devolvió de inmediato, y luego los dos se enfrentaron con Nicole. Vimos pasar a Alejandro y Andrea corriendo despavoridos y Nicole detrás, con un puñal en cada mano, aullando como apache de película. Todavía usaba pañales. Andrea era la más pintoresca, vestía entera de rosado, salvo las chancletas verde limón, le asomaban unos crespos dorados entre los adornos que se ponía en la cabeza —tiaras, cintas de paquete, flores de papel— y vivía perdida en su mundo imaginario. Además tenía Poder Rosado, un anillo mágico con una piedra de ese color, regalo de Tabra, que podía transformar el brécol en helado de fresa y mandarle una patada a distancia al chico que se había burlado de ella en el recreo. Una vez su maestra le alzó la voz y ella se le plantó al frente, apuntándola con el dedo del poderoso anillo: «¡Tú no te atrevas a hablarme así! ¡Yo soy Andrea!». En otra ocasión regresó muy alterada del colegio y se abrazó a mí.

—¡He tenido un día muy desgraciado! —me confesó, sollozando.

—¿No hubo un solo momento bueno en el día, Andrea?

—Sí. Una niña se cayó y se partió los dientes.

—¡Pero qué tiene eso de bueno, Andrea, por Dios!

—Que no fui yo.