RITOS DE INICIACIÓN

En el verano de 2005 terminé de escribir Inés del alma mía, y mandé el manuscrito a Carmen Balcells con un suspiro de alivio, porque fue un proyecto pesado, y luego nos fuimos con Nico, Lori y los niños a un safari en Kenia. Durante varias semanas acampamos con los samburu y los masai para presenciar la migración de los ñúes, millones de bestias con aspecto de vacas negras corriendo despavoridas del Serengueti a Masai Mara, época de orgía para los demás animales, que acuden a devorar a los rezagados. En una semana nacen a la carrera cerca de un millón de terneros. Desde las frágiles avionetas veíamos la migración como una gigantesca sombra extendiéndose por las planicies africanas. Lori concibió el plan de que cada año llevemos a los niños a un lugar inolvidable que les pique la curiosidad y les demuestre que, a pesar de las distancias, la gente es parecida en todos lados. Las similitudes que nos unen son mucho más que las diferencias que nos separan. El año anterior habíamos ido a las islas Galápagos, donde los chiquillos pudieron jugar con lobos de mar, tortugas y mantarrayas, y donde Nico nadaba por horas mar adentro detrás de tiburones y orcas mientras Lori y yo corríamos por los islotes buscando un bote para ir a salvarlo de una muerte segura. Cuando lo conseguimos, ya Nico venía de vuelta a grandes brazadas. A Kenia debimos acarrear, como siempre, con la maleta del equipo fotográfico de Willie, los trípodes y el lente gigante, que nunca sirvió para sorprender a una fiera africana porque era demasiado engorroso. La mejor fotografía del viaje la tomó Nicole con una cámara desechable: el beso que me dio una jirafa en la cara con su lengua azul de cuarenta y cinco centímetros de largo. El pesado lente de Willie terminó abandonado en la carpa mientras usaba otros más modestos para inmortalizar la risa siempre pronta de los africanos, los polvorientos mercados, los niños de cinco años cuidando el ganado familiar solos en medio de la nada, a tres horas de marcha de la aldea más próxima, los cachorros de león y las esbeltas jirafas. En un jeep abierto paseamos entre manadas de elefantes y búfalos, nos acercamos a los ríos de lodo donde retozaban familias completas de hipopótamos y seguimos a los ñúes en su inexplicable carrera.

Uno de nuestros guías, Lidilia, un samburu simpático con dientes albos y tres plumas altas coronando el adorno de cuentas que llevaba en la cabeza, se hizo amigo de Alejandro. Le propuso que se quedara con él para ser circuncidado por un hechicero de la tribu, como primer paso en su rito de iniciación. Luego tendría que pasar un mes solo en la naturaleza, cazando con una lanza. Si lograba matar a un león, podría escoger a la chica más apetecible de la aldea y su nombre sería recordado junto al de otros grandes guerreros. Mi nieto, aterrado, contaba los días para escapar hacia California. A Lidilia le tocó traducir cuando un guerrero de ciertos años quiso comprar a Andrea como esposa. Nos ofreció varias vacas por ella y, como rehusamos, agregó otras tantas ovejas. Nicole se entendía telepáticamente con los guías y los animales, y tenía una encomiable memoria para los detalles, así nos mantenía informados: que los elefantes cambian la dentadura completa cada diez años, hasta los sesenta, cuando ya no les salen nuevos y están condenados a perecer de hambre; que un macho de jirafa mide seis metros de altura, su corazón pesa seis kilos y come sesenta kilos de hojas al día; que entre los antílopes, el macho alfa debe defender su harén de sus rivales y aparearse con las hembras. Eso le deja poco tiempo para comer y se debilita, y entonces otro macho lo vence en combate y lo expulsa. El puesto de jefe alfa dura más o menos diez días. Para entonces Nicole sabía lo que era aparearse. A pesar de que no estoy hecha para la vida agreste y nada hace que me sienta tan insegura como la falta de un espejo, no pude quejarme de las comodidades del viaje. Las carpas eran de lujo, y gracias a Lori, que prevé hasta el último detalle, teníamos bolsas de agua caliente en la cama, lámparas de minero para leer en las noches cerradas, loción contra los mosquitos, antídoto para la mordedura de serpiente y, por las tardes, té inglés servido en tetera de porcelana mientras observábamos a un par de cocodrilos devorar una gacela desamparada.

De regreso en California, antes de que terminara el verano, Alejandro pasó por su rito de iniciación, aunque algo diferente al que proponía el samburu Lidilia. Se inscribió en un programa que Lori y Nico descubrieron en la internet y, una vez que los cuatro padres se convencieron de que no era una martingala de pedófilos y sodomitas, le dejaron ir. Tal como había explicado Lidilia, una ceremonia debe marcar el paso de los varones de la infancia a la edad adulta. A falta de tradición, varios instructores organizaron un retiro de tres días al bosque con un grupo de muchachos para reforzarles los conceptos de respeto, honor, coraje, responsabilidad, la obligación de proteger a los débiles y otras normas elementales que en nuestra cultura suelen quedar relegadas a las novelas de caballería medieval. Alejandro era el más joven del grupo. Esa noche tuve un sueño aterrador: mi nieto estaba junto a una fogata con un montón de huérfanos hambrientos y tiritando de frío, como en los cuentos de Dickens. Le imploré a Nico que recuperara a su hijo antes de que ocurriera una desgracia en aquella siniestra espesura donde el chico había ido a parar con unos desconocidos, pero no me hizo caso. Al cumplirse el plazo lo fue a buscar y regresaron a tiempo para la cena del domingo en la mesa familiar. Habíamos preparado frijoles con una receta chilena y la casa olía a maíz y albahaca.

La familia en masa estaba esperando al iniciado, que llegó inmundo y hambriento. Alejandro, quien por años había dicho que no quería crecer, parecía mayor. Lo abracé con frenético amor de abuela, le conté mi sueño y resultó que su experiencia no fue exactamente así, aunque había una fogata y algunos huérfanos entre los muchachos. También había unos cuantos delincuentes que, según mi nieto, «eran chicos buenos, pero habían hecho tonterías porque no tenían familia». Contó que se sentaron en círculo en torno al fuego y cada uno habló de lo que le causaba dolor. Propuse que hiciéramos otro tanto, ya que estábamos en el círculo tribal, y fuimos uno a uno respondiendo a la pregunta de Alejandro; Willie dijo que lo angustiaba la situación de sus hijos: Jennifer perdida y los otros dos consumiendo drogas; yo hablé de tu ausencia; Lori de su infertilidad, y así cada uno expuso lo suyo.

—¿Y qué te da pena a ti, Alejandro? —le pregunté.

—Mis peleas con Andrea. Pero me he propuesto mejorar mi relación con ella y lo haré, porque aprendí que uno es responsable de su dolor.

—Eso no siempre es verdad. Yo no soy responsable de la muerte de Paula o Lori de su infertilidad —le rebatí.

—A veces no podemos evitar el dolor, pero podemos controlar nuestra reacción. Willie tiene a Jason. A ti, la muerte de Paula te hizo crear una fundación y has conseguido mantener su recuerdo vivo entre nosotros. Lori no pudo tener sus propios hijos, pero nos tiene a nosotros tres —dijo.