XXXIV
CON EL RESTREGAR de los primeros rumores de la masía sobre sus sentidos sintió el ruido del motor del coche que entraba en el patio y que hacía sonar su bocina. Ese ruido extemporáneo se mezcló al canto de los gallos, de pronto desvelados por las explosiones del motor. Era noche cerrada aún y desde la cama Desiderio oyó la voz del chófer. Por la ventana se filtró la luz de los faros. Otros gallos, muy lejos, respondieron a los más próximos. Pensó al instante que aquel era el día de su boda. Y se extrañó al sentir el chasquido de una lluvia recia contra los cristales, con leves ráfagas de viento.
A las siete en punto estaba en el patio, donde le aguardaban ya su padre y el señor Llobet. Después de saludar al contable se metió en el interior, en la cocina, para ir al encuentro de Josefina, que había llegado con el apoderado. La sirvienta le abrazó y le besó tumultuosamente. No le extrañaba lo más mínimo las prisas con que se había llevado el acontecimiento, y consideraba natural que Desiderio lo hiciera de este modo. Josefina era casamentera por naturaleza, como casi todas las solteras.
Había cesado de llover, pero toda la tierra estaba empapada y los charcos ponían vislumbres de charol en el piso del patio. Un viento fuerte estaba barriendo de nubes la gran techumbre. Después de charlar un rato con Josefina, a las siete y media Desiderio se fue con los dos hombres. Llobet, a quien el madrugón y el viaje habían provocado un enfriamiento, aguardaba ya metido en el coche, con una bufanda bien anudada al cuello y un rostro severo, infranqueable; un verdadero rostro de día de labor. Poco después llegó su padre, que había ido a buscar algo en la casa, y entró en el coche. Y el gran «Hotschkiss» se ponía en marcha poco después.
Desiderio se sentía incómodo en sus prendas ciudadanas. Había perdido la costumbre del cuello abrochado y de la corbata. Su padre le miró. Sobre esta prenda, de un color granate, las dos perlas de Mariona enredaron un breve instante las miradas de padre e hijo.
Salieron hacia el camino de los avellanos, doblaron en el «Puntazgo» y entraron en la carretera de Sabadell. Luego doblaron por la carretera que llevaba a «Las Casetas», sobre el río. Pararon en la entrada de la aldea. A pie, subieron por la cuestecilla, entre los pajares y los gallineros. Los conejos domésticos, en sus jaulas, hacían mil visajes regocijantes al verles pasar, mientras masticaban escarola.
Por mucho que lo intentara no podía Desiderio habituarse a la idea de que iba a una boda; y mucho menos aún a la idea de que aquella boda fuera la suya. Los pies de los tres hombres se metían en el barro del empinado sendero, por el que pequeños hilillos de agua seguían discurriendo. Por ello el lustre de los zapatos de la ciudad desaparecía, emborronado por masas de fango. Aumentaba su extrañeza íntima la compañía de esos dos heraldos severos y enlutados de la ciudad y de sus quehaceres, la tez oficinesca, macilenta y sombría de su padre y del apoderado. El resuello de los dos hombres se entendía en la trabajosa ascensión de la cuestecilla y al llegar a lo alto tuvieron que pararse unos instantes a recobrar aliento. Al pie, límpida, vertical, como una clueca campesina tranquila en sus feudos, la pequeña iglesia acusaba sus perfiles en el aire matinal, que se había despejado enteramente y que mostraba todos los azules, los verdes, los amarillos más claros bajo un sol que ya se elevaba con pausa en oriente.
Cruzaron los campos de remolacha y descendieron hasta la iglesia. Más lejos del bosque se removía una leve brisa y llegaba hasta ellos el perfume de las encinas y de los brezos. Ya frente al frontis elegante y rural de aquella pequeña iglesia advirtió Desiderio la realidad; pero no la de una boda como las que había prefigurado en sus imaginaciones, sino de una ceremonia muy antigua, muy legendaria; un acto trascendente y ritual que tendría un regusto arcaico, y que estaba saturado por las emanaciones de tomillo campestre, del vaho del romero que penetraba e impregnaba el aire que se metía por la puerta abierta de la vieja iglesiola, ante la cual llegaban en días como aquel las raudas liebres del bosque. Y suscitaba en sus presunciones, en cierto modo, el eco de flautas muy antiguas, melodías sonadas por hombres pretéritos que las hubieran empezado a desgranar años atrás, cuando la tierra en que estaban olía a pólvora de trabuco, a ventolera de guerra civil. Le parecía que iba a llegar de un momento a otro, montada en un jumento gris y apacible, una novia silvestre que no era Crista, una novia vestida con blondas sacadas de alguna arca historiada en la que contuvieran la fuerza y la historia de una estirpe; una novia con las manos blancas y firmes, dominantes y seguras, hechas, más que para la caricia, para la labor; una novia que hablaba el lenguaje breve, hondo y musical de las campesinas de la comarca, de tez tostada por el sol del campo que encendía las mieses y elevaba un vaho ardiente en el horizonte.
Pero no iba a ser así. Su padre y el apoderado estaban a su lado, emisarios y productos de una realidad muy distinta. La fábrica parecía envolverles con su aire, transitar y trasladarse con ellos dondequiera que fuera. La bufanda de Llobet era el indicio de su indigencia vital en la naturaleza y en la campiña. Si se le arrancara impensadamente de los aires impregnados de apresto, pensó, Llobet podría morir, extinguirse repentinamente. Y el ademán con que su padre se pasaba la mano bruscamente por el mentón, cepillándose, revolviéndose o rascándose la barba, era un signo de impaciencia, de inadaptación absoluta.
Don Francisco, que ya les esperaba, salió de la iglesia en cuanto les oyó llegar y saludó efusivamente a don Joaquín. Este le presentó a Llobet. Luego abrazó al novio. Charlaron unos momentos los cuatro y luego entraron en el recinto.
En aquella iglesia había sido bautizado Desiderio hacía casi veintitrés años. La nave no era mayor que el largo corredor de «Las Torres». En el altar una imagen de san Cristóbal, con el Niño a cuestas y unos ojos cándidos, arrobados, daba un paso adelante, en ilusorio vadeo de un río inexistente. Antes de subir al presbiterio, Desiderio se arrodilló como con una súplica de protección. Le parecía que aquel Niño quizás era una figuración de todos los hombres; que aquel mismo san Cristóbal que le había visto a él en pañales, aquel san Cristóbal fornido y amigo de los débiles, le estaba llevando y le haría cruzar en sus hombros el río proceloso. Empezó a invocarle, cuando sintió a su lado un leve chirrido y el paso de unas ruedas. Se volvió y vio que entraba don Sebastián en su carromato, seguido por su mujer, Matilde. Se acercaba por el pasillo, en la luz gris, azulada, del recinto. Su tez roja contrastaba en la mañana fresca. Al llegar a su lado le sonrió y apretó sus manos con fuerza. Matilde vestía de oscuro y brillaban en su cuello, en sus orejas y en sus dedos, con un destello incólume, las joyas heredadas de generación en generación, sacadas de los cofres en las grandes ocasiones y lucidas solo en las bodas, en los bautizos y en la Fiesta Mayor.
Desiderio se levantó entonces y se dirigió con ellos al lugar que ocupaban su padre y el apoderado, para presentarles. Luego los dejó juntos y subió al presbiterio. Aguardó allí largo rato.
Un gran ruido de voces se oyó de pronto. Todo estaba a punto. Ya acababan de llegar los elementos que faltaban para aquella boda singular. Se oyó en el exterior la voz de Evelina. Desiderio se volvió y vio entrar a Crista del brazo del doctor Duró. Seguía su madre, del brazo de Javier de Castro.
Ni marcha nupcial ni emoción, ni expectación; nada más que el paso silencioso de Crista hacia el altar, que avanzaba con los ojos bajos, vestida de gris, con un traje holgado bajo el cual una mirada maliciosa hubiera descubierto ya los primeros signos de una alteración. Pero no todo era usual y clandestino. Evelina se había trocado casi como si aquella boda se celebrara a los grandes acordes del órgano en la catedral. Su sombrero rosado, del que pendía como una gran aureola una gasa de tul; los guantes, las joyas, los andares de las grandes ceremonias. No estaba dispuesta a transigir del todo y había organizado incluso un simulacro de pasacalle, en el que pudiera figurar debidamente con su pareja, el barbado Javier, para no traicionar del todo a los cánones, haciendo caso omiso de la intromisión en sus planes del azorante percance biológico de Crista.
Desiderio evocó al trasluz de una imagen un pasado remoto. Todo había sido consecuencia de la manera como se miraron las primeras veces que Desiderio puso pie en el principal del Paseo de Gracia, dando a entender ya entonces, en la atmósfera de juegos y emparejamientos precoces, que habían nacido el uno para el otro. Y aquí estaban. A partir de entonces estaban «comprometidos». Había un lenguaje singular entre ellos. Había ciertas cosas que, dichas a medias, no podían entender más que ellos dos. Era una clave tácita y no propuesta de antemano, que les hacía cómplices sin saber por qué y que establecía una frontera entre ellos y los demás. Si pensaba Desiderio ahora en cómo había llegado a la boda, se acordaba de aquella tarde en que, mientras bailaban a los sones de unos violines de fonógrafo, en los pasos del baile sus piernas y su alma tropezaron con algo que ya no era exactamente Crista, sino su femineidad exultante, prieta y púber. A partir de aquel momento la mirada de ella ya no fue tenaz e inexpresiva, sino llena de ardides, de intenciones. Y ahí estaban los dos al término de tanto juego infantil, sin buscarlo y sin pensarlo. ¡Qué extraño había sido todo!
Y recordó unos versos que estaban prendidos en su memoria, unos versos de Maragall:
La missa matinal
la diuen allí dalt
així que es fa de dia;
la missa de l’estiu
el capellà la diu,
amb les portes obertes.
La comitiva se quedó en los bancos, salvo Crista, que subió al presbiterio. Los dos novios quedaron lado a lado, ante unos reclinatorios de boga, frente al ara del altar. Entonces, revestido de alba y estola, salió el sacerdote, se paró ante el altar, hizo su genuflexión y se volvió hacia ellos. Una gran emoción flotaba en el solitario recinto. Se volvió Desiderio un instante y pudo ver a Josefina que empezaba a hacer pucheros en un rincón.
Don Francisco, ayudado por un sacristán de gestos toscos que se trocaba irónicamente con roquete impoluto, se acercó a ellos dos. Abrió un breviario negro; los bendijo. Y habló:
—Desiderio Rius y Rebull, ¿quieres recibir a María Cristina Fernández y Torra, aquí presente, por tu legítima esposa, siguiendo el rito de la Santa Madre Iglesia?».
Desiderio respondió:
—Quiero.
—»María Cristina Fernández y Torra, ¿quieres recibir a Desiderio Rius y Rebull, aquí presente, por tu legítimo esposo, siguiendo el rito de la Santa Madre Iglesia?».
—Quiero —respondió ella.
El sacerdote miró a los dos. Luego bendijo los anillos. «Nuestro auxilio está en el nombre del Señor». Desiderio colocó la sortija con nerviosidad en el anular tembloroso de Crista. Luego ella hizo lo mismo en la mano de él.
—«Yo os uno en matrimonio en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» —dijo con voz tranquila, al tiempo que con la diestra trazaba en el aire una gran cruz.
Bajo el velo rosado que cubría enteramente su rostro, Evelina no perdía detalle. La tosquedad del sacristán la azaraba un poco, como si cualquier tropelía fortuita de ese gañán de campo pudiera echarlo todo a perder en el último minuto. La voz honda y sobria del sacerdote, en cambio, la colmaba de sosiego; la plasticidad elemental de aquel rito, la magnitud de las palabras que el sacerdote había pronunciado, levantando un poco la voz, después de bendecir los anillos: «… a fin de que lo lleve, conservando a su esposo una fidelidad íntegra, permanezca en tu paz y voluntad y viva siempre con él en una mutua afección…», la llenaba de gozo. Y al oír unas palabras en latín: «A templo sancto tuo quod est in Jerusalem», sintió que todo estaba consumado.
Era incapaz de moderarse ya, incapaz de obligarse a la compostura que se había exigido hasta el término de la ceremonia, solo hasta aquel momento y no más. Bajo el tul, su boca permanecía abierta y pugnaba por expeler el resto del aire sustraído desordenadamente al frescor del templo, al rigor de la ceremonia, al respeto a Dios y a los demás. Al fin logró respirar, lenta, furtivamente, mientras en sus sienes se movía bajo el sombrero la vena delatora de su inquietud y un sudor frío resbalaba cuello abajo, hacia el seno apretado, que palpitaba todo a los embates de un misterioso corazón, diminuto y potente.
—¡Santo Dios! ¡Santo Dios! Ya está hecho —exclamaba.
Unas gallinas cacareaban en el exterior y una de ellas había traspuesto el umbral del templo y picoteaba en las losas, sobre una lápida en la que el tiempo había borrado una inscripción mortuoria. Todo la impedía concentrarse y meditar. Crista se volvió un instante hacia ella. Los ojos de madre e hija cruzaron su destello un momento y debajo del velo Evelina dejó ver una sonrisa radiante.
¡Crista ya era feliz! Era su propia experiencia la que le autorizaba a ver las cosas de ese modo. Evelina podía jactarse de conocer las incertidumbres, los peligros del corazón. Cuando su marido pidió su mano creyó sinceramente que le amaba. «Disculpe mi osadía, Evelina. Ya sé que no lo merezco y que es una insensatez. Pero no me perdonaría nunca el haberlo callado». ¡Pobre Arístides! ¡Cuánto sufrió por mi causa! —se dijo en aquel instante. En aquel momento Evelina sintió que brotaba en ella el sentimiento de contrición que había estado buscando denodadamente durante años. Tenía razón Carmen, su hijastra. Todos los odios, todas las protestas de su hijastra habían sido justificados. Ella, Evelina, no había sabido «hacer» a su marido. Fue egoísta con él, malévola, caprichosa… Se aburrió en Lyon, donde les destinaron y donde nacieron de un solo parto sus dos hijos, como una entrega sumaria de la vida al sesentón que revalidaba de un golpe tantos años de triste viudez. Se aburrió en La Haya y en Cristianía, incapaz de soportar las veladas benéficas, las docenas de funerales patrióticos y de tómbolas que son la vida de una diplomática en ejercicio. ¿Por qué trató a los cancilleres y empleados de los lugares de su paso como si fueran criados suyos, destruyendo la autoridad y el sistema de su marido, el diplomático? Se aburrió soberanamente en todos lados y lo pagó él con su carrera. Ella era culpable.
«Pero ahora, Arístides, ¿qué me dices? Mira eso. ¿Acaso no he borrado de golpe todas mis culpas? Yo sola, con tenacidad, con buenos oficios, con paciencia de santo, he llegado a poner a mi hija en manos de un hombre que la respetará y amará como tú me respetaste y amaste, solo que… él es un poco más joven que tú, las cosas claras… ¿No te parece que puedes perdonarme?», y Evelina estaba persuadida de que en su magnánima comprensión paradisíaca, el difunto la absolvía de una vez para todas.
«Después de esto, ya puedo morir tranquila», pensó a continuación Evelina. Y en su ilusoria ensoñación se trasladó de un golpe al momento del tránsito. ¡Cuántas mujeres quisieran presentarse a Dios con la conciencia tan limpia como ella sentía la suya en aquel momento! Y la idea de una concentración, de una muchedumbre de espíritus en la espera de ser juzgados aleteó vívidamente a su lado, en los aires severos de la capilla. Pero ¡cuánta humildad le faltaba todavía? Porque, ¿se resignaría ella a compartir, en aquella ocasión de la cólera y el juicio, a compañía de almas que en la vida no se veía con fuerzas para tratar? Josefina misma, la doncella de los Rius, que lloriqueaba bajo el altar, esa mujer de cuerpo descuidado, sin ningún cuidado de sí misma, ¿comprendería siquiera la misión a que había sido destinada? Esa mujer de andares indecisos que parecían los de un polluelo o una oca, ¿estaría a su lado en el juicio? ¿No era lógico que hubiera también allí ciertas clases, distintos anfiteatros y proscenios, como en el Liceo, que marcaran una divisoria entre los distintos grupos? Y luego, ¿no habría una entrada de favor para Duró, aunque por razones científicas no creyera en los milagros de Lourdes? No hay duda de que habría allí también sus más y sus menos. Era natural que su hija Carmen, la monja, estuviera mucho más alta, en una zona de luz que la vista no alcanzaba en un lugar que irradiaría un eco de violas y cánticos hasta el lugar que a ella le designaran. No es que quisiera ocupar el sitio de otras. Únicamente que, si el Señor quisiera arreglarle un rincón para ella sola…
«¡Arístides! —murmuró, suplicó con vehemencia—. Ya ves cómo he logrado la felicidad de mi hija. En adelante procuraré que no se pueda producir entre nuestros hijos una pugna de caracteres como la que nosotros tuvimos que sufrir con la mejor voluntad. Descuida, que procuraré evitar a Desiderio y a Crista, a los dos juntos y a la vez, los errores que nubarrón nuestra felicidad. Es mi juramento, Arístides querido. Después de eso, te prometo que iré a tu encuentro, en el cielo, a pasar contigo el resto de la eternidad».
Y la voz sufrida de Arístides pareció quebrar el aire físico y fresco de la capilla para responder con sigilo:
«Querida, no tengas prisa. Hay tiempo para todo…».
De una manera póstuma, la voz conciliadora del diplomático no quería comprometerse.
«Arístides, quisiera estar a tu lado», insistía ella en sus deseos y efusiones repentinas, arrolladoras.
«Pero, querida… Un poco de paciencia. Déjame solo unos años más, porque, si quieres la verdad… aún no me he repuesto del todo. No tengas prisa, no tengas prisa…», barbullaba el espectro.
La misa había empezado y estaba ya en su mitad. Desiderio y Crista, arrodillados uno al lado del otro, a seguían con la cabeza gacha. Se oía el piar de unos pájaros en el exterior.
Notó entonces Evelina toda la fuerza de su sollozo errante. Sentía una infinita piedad hacia sí misma y que amaba desoladamente a aquel hombre que había sido su marido y con el que dialogaba frente a Dios, testigo de todo.
Sonrojada e insegura, un ramo de flor de almendro en la mano, con los ojos bajos, la novia dio su brazo a Desiderio y ambos bajaron del presbiterio.
Algunas gentes de «Las Casetas» y los colonos de «Las Torres», enterados del acontecimiento, habían ido a la iglesia; se aglomeraban en torno a ellos, dejándoles un ancho espacio libre.
Los labios de Crista, bajo la rutilante luz de la mañana, en la plazoleta de la iglesia, iban a pronunciar una palabra que no hallaban; temblorosos, aspiraron al fin una gran bocanada del aire matinal. Los ojos parecían querer evadirse del contorno. Empezó a dar la mano a todos. Duró, Llobet, Javier de Castro y, sobre todo, su suegro, la azaraban terriblemente. Cuando el viejo se acercó y puso su barba sobre las ardientes mejillas de Crista, esta se sintió desvanecer de miedo, de angustia, de rubor…
—Ten confianza en mí —le dijo entonces Desiderio, apretando su brazo con su pecho— No temas nada.
—Estoy… —comenzó a decir; pero pasó la mano por su frente—. Me da vueltas la cabeza — aclaró al fin. Y se apoyó en él.
La llevó con cuidado al banco de piedra que limitaba la plazoleta. Desde él se veía el interior de la iglesia en el qué acababan de casarse; el sacristán apagaba uno por uno los seis cirios. Los payeses pululaban por su alrededor, curiosos y excitados.
Evelina abordó a los novios. Las palabras no le salían de la boca. Se acercó a los dos y para ganar tiempo los apretó en un mismo y sólido abrazo que les estrechó como una tenaza.
—¡Hijos míos! —balbucía.
Don Joaquín quedó un poco alejado. También Arturo andaba metido en sí. Por rutina, al separar las gafas de su nariz —y sus dedos en pinza realizaron esta operación docenas de veces en el curso de la misa— descubrían unos ojos vagos, perdidos en lucubraciones lejanas. En plena misa se había sacado un lapicero del bolsillo y había anotado unos datos rápidos.
Josefina se acercó a Crista, con un tazón en la mano. Había hecho preparar para ella un par de huevos crudos batidos con jerez. Crista se resistía a beberlos, pero esta fue la primera orden que Desiderio le dio como marido. Después de haberlos tomado se sintió renacer.
En su silla de ruedas, a la que movía entre los grupos, don Sebastián parecía un trasgo extraño de la tierra. Detrás de él, Matilde, su mujer, procuraba que no cometiera ningún exceso de franqueza con alguno de los finos parientes de los novios, principalmente con Javier de Castro, cuya arrogancia creyó que no iba a pasar inadvertida al vehemente escultor campesino.
Salió don Francisco y saludó a todos. Era hora de volver a casa y echaron a andar. Evelina subía la cuesta con mucha dificultad, pero estaba tan satisfecha que no se quejaba. Se limitaba a agarrarse, con los dos brazos en jarras, a Duró y De Castro, que la llevaban como si fuera un ánfora, sin casi dejar que rozara con los pies al suelo. A don Sebastián lo llevaban también en andas dos mozos de su casa, haciendo un asiento de sus fuertes manos entrelazadas, mientras Matilde empujaba con habilidad la silla de ruedas por la cuesta. Los demás seguían con buen ánimo. Desiderio sostenía por la cintura a Crista y caminaban despacio, detrás de todos. Llegaron a la cima del montículo y comenzaron a bajar del mismo modo hasta «Las Casetas».
En la carretera esperaban los carruajes.
Desiderio meditaba sobre su porvenir, su vocación y su destino; precisaba de ese soporte de la tierra para defenderse a sí mismo —no podía definir qué, de sí mismo, se proponía defender—, algo de sí mismo que consideraba su patrimonio no solo real sino espiritual. Y miró a Crista, que estaba sentada a su lado en el coche de los Fernández. Iban solos en él, puesto que Evelina había tomado asiento en el del doctor Duró, una elegante carroza. Le preguntó si estaba cansada y si estaba contenta. Ella contestó que sí y le miró después con un gran amor, con una ternura ilimitada.
Le había hablado algunas veces de la tierra, de la finca, pero eso había sido muchos años atrás, cuando iba al colegio. Y Crista tenía de Santa María la idea del lugar en que Desiderio se había perseguido, zurrado y luchado con otros muchachos, nada más. Ahora le habló de a casa, del lugar que iba a ocupar; del gran armario que abrió de pronto de pequeño, en el que se habían guardado los vestidos de su madre y que ahora guardaría los suyos. Ella le escuchaba accediendo a todo, sometida a todo. Y veía en él no solo a un gran señor de la tierra, sino también a un señor personal, privativo de ella para siempre, al que habría que obedecer y al que habría que agradar, para mantener en vilo la pasión que les había unido a trompicones, desde que eran niños.
Cruzaron el llano por la carretera de Sabadell y entraron en el camino de los avellanos. Al término apareció la gran casa.
Al descender del coche oyeron el bullicio de la cocina de los colonos, como de Fiesta Mayor, y el cacareo de unos pollos. Un cacareo más agudo vino a ilustrarle sobre la celebración que los colonos iban a hacer por su cuenta del acontecimiento. Esta imprevista orla de alegría a su entorno reavivó una emoción que no había sentido siquiera en el momento de consumarse la ceremonia. Todo lo que entre las gentes que habían bajado de la ciudad para la boda era continencia y discreción, estallaba en casa de los colonos ruidosamente. Salieron Juan y Filomena, Encarnación, Moisés y Jaime. Un enjambre de chiquillos se pegó a sus pantalones. Todo eran risas francas y exclamaciones, insinuaciones maliciosas, alegría a raudales. Nadie en la casa había ido aquel día a trabajar. Y «Colom», el perro, y «Clavel», su hijo, el perdiguero, se acercaron, moviendo sus colas agitadamente, también enterados de la gran noticia que acababan de recibir.
—Que sea por muchos años, señorita —decía Juan, con unos ojos húmedos, a los que las cataratas volvían opacos—. No veo muy bien, pero me parece que tenemos una señorita muy guapa.
Don Joaquín y Evelina charlaban en uno de los extremos del gran patio, junto a los gallineros.
—Descuide, por Dios, Joaquín —decía ella, tranquilizándole—. Eso son inclinaciones pasajeras, ya lo verá. Dice mucho en favor suyo que quiera a la tierra en que ha nacido. Pero en cuanto nazca el chico, ya lo verá… No hay mal que cien años dure —afirmaba, moviendo con nerviosidad su cabeza, en la que bailaban la rosas de trapo de su sombrero—. Tanto él como mi hija son de ciudad, ¿no lo comprende?
—Realmente, me parecería que quedarse aquí acabaría volviéndolos neurasténicos, ¿no lo cree? Por otro lado, el porvenir de ellos está allí.
—Déjelo de mi mano, Joaquín. Verá. He pensado que en el estado de Crista, y solo para los primeros tiempos, a Desiderio le tranquilizará tenerme aquí. En estos casos, la experiencia vale mucho, ¿no cree? Tranquilícese. No pienso ser nada, nada suegra. ¿Me comprende? Pero una casa como esta lleva mucho trajín, y hasta que la chica se acostumbre…
—Me parece muy buena idea. ¿Ya se lo ha dicho?
—No, es mejor luego, por la tarde… Váyase tranquilo, Joaquín. Aquí estoy yo para todo.
Joaquín se disponía a marcharse con Llobet. Que celebraran ellos solos la jornada. Para él no había pasado de ser un trámite imprescindible. Estaba cansado y malhumorado. El tiempo diría lo demás.
Se sacudió de encima a «Clavel», que daba brincos y le olía los zapatos; se lo sacudió con un simple punterazo, que hizo marchar al perro entre alaridos. Joaquín Rius sentía que sobraba ya allí. Se fue hasta el lugar en que estaban los novios. Dijo a Desiderio que iba a marcharse.
Se acercó a Crista y volvió a besarla en la mejilla. Luego hizo lo mismo con Desiderio, que olió aquella barba, revuelta y gris como si fuera la primera vez. Siempre había besado a su padre en la mano.
—No quiero recordarte lo que te dije ayer —le dijo—. Estoy contento de dejaros felices.
Luego hizo que el chauffeur maniobrara para salir y se metió en el coche. Llobet, que se había despedido de los novios con un enérgico apretón de manos, entró a su vez en el «Hotschkiss» con el pañuelo en la mano y empezó a estornudar. Cada estallido de su resfriado hacía vacilar y moverse en la nariz los cristales pulidos de sus gafas.
Al fin el coche arrancó. Y quedaron en el patio los novios, solos entre los colonos, mientras los cuatro invitados a la boda esperaban en la rotonda del jardín.
Desiderio llevó a Crista al salón de su madre. Entraron en él sigilosamente, como si los dos juntos penetraran en el pasado. De pie los dos se abrazaron entonces con un abrazo fuerte, tenso, tembloroso. Se oía el tictac del reloj. Crista besó la boca de Desiderio y quedó largo rato jadeando en ella.
—Te querré siempre —afirmó—. Te querré pase lo que pase. Soy la mujer más feliz del mundo.
—Esta será tu casa. No podría vivir sin ti y sin ella —afirmó Desiderio.
Volvieron a besarse. Ella sentía de nuevo que aquel beso era más poderoso que todo lo demás, incluso que la exigencia de calma y de reposo, de suavidad y de ternura que reclamaba su hijo, vivo ya en su carne. Se sentaron en el sofá y él empezó impacientemente a acariciarla. De pronto un chillido, una voz aguda llegó hasta ellos.
Era Evelina.
—¡Crista! ¿Dónde estáis?
Asomó la cara gordezuela de la viuda entre el quicio y el marco de la puerta de madera.
—¡Queridos! —Se acercó, sin reparo a la actitud con que la miraban—. ¡Cuánto me gusta teneros aquí, a mi lado!
La exclamación era algo impropia de la verdadera situación en que se sentían. Pero Evelina no paró mientes en ello.
—Tenéis que tomar algo, es preciso cuidarse, ¿me oís? En la rotonda os esperan todos, con un piscolabis. Por cierto, ese don Sebastián está discutiendo con Duró y no me gustaría que hubiera piques en un día como hoy. ¿Por qué no vais? —Y Evelina salió la primera, mientras los recién casados se quedaban aún un momento en aquella habitación, sacrosanta para ellos, por la que acababa de cruzar un viento forastero e intempestivo.
Desiderio miró por encima del hombro de Crista, a la que abrazaba; vio el reloj, el cuadro con la fotografía de su madre, el piano, los candelabros; en el exterior, junto a la ventana, el tronco torturado y gris de la higuera… Alentó un momento en esas sensaciones. Luego besó de nuevo a Crista.
—Vamos con ellos. No te apures; pronto se irán todos y nos quedaremos solos tú y yo. Verás qué paz, entonces… —animó.
Cuando salieron a la rotonda advirtieron que no eran exageraciones Io que Evelina les había dicho. Don Sebastián y el doctor estaban discutiendo, el primero acaloradamente, el segundo con sibilina suficiencia y buscando en los ojos de los demás esa escondida aprobación que necesitaba para el buen desarrollo de su dialéctica. El doctor sostenía con citas de Esculapio que era biológicamente posible que en ciertas condiciones los cuerpos de los muertos con violencia pudieran resistir los embates del tiempo. Se metió luego en la Resurrección de la carne.
—¡Paparruchas para cándidos! —dijo en voz baja, no atreviéndose a desafiar la ira de don Sebastián con una expresión a voz en grito.
De pronto, a propósito de una frase de Duró, que este creía el summum de todas sus teorías sobre la existencia, la que aludía a la «concatenación vital de las especies», don Sebastián lanzó una risotada que retumbó en los aires limpios de la mañana y que debió llegar incólume hasta el Coll. A su eco debieron quizá ponerse a danzar las figuritas de barro, las magníficas aguadoras desnudas de su colección de artesano. Pero Duró apretó sus labios y le miró con una frialdad verdaderamente minoica. Parecía arrancado de un friso del siglo IX a. de J.
—El señor no es partidario sin duda de ningún género de comprobación científica —se limitó a decir a los demás, pues había decidido no volverle a mirar más a la cara. Y pensó que si lo hubiera sido quizá se hubiera ahorrado el tener que marcharen su silla de ruedas. Pero don Sebastián no hizo caso alguno de esta reticencia dialéctica y ocular.
La presencia de los novios clareó el ambiente. Crista y Desiderio se sentaron uno junto a otro ante los veladores. Josefina, que se quedaría en la casa un par de días, pasaba los platos de fiambres y servía vino dulce a la reunión.
Mientras tanto, Joaquín Rius y Llobet, en el automóvil, ganaban la distancia que les separaba de la ciudad, de sus feudos, de su trabajo. El resfriado de Llobet no le impedía mantener la cabeza clara sobre los asuntos que quedaban pendientes. Pero Joaquín Rius parecía abstraído, alejado de cualquier consideración concreta que no afectara a la situación que Desiderio había creado. Llobet calló, respetando las cavilaciones de su jefe.
El coche adelantó velozmente por la carretera. Cruzó varios pueblos, viró en un puente y siguió avanzando entre polvo al llegar a la falda de la montaña de Moncada. El motor hizo rugidos de impaciencia antes de entrar en el arrabal. Poco a poco la campiña se iba tornando mustia, polvorienta, borrosa y marrón. Los postreros árboles estaban impregnados de una masa blancuzca de polvo como una costra superpuesta que agobiara el follaje. El Besós, polvoriento, con solo unos charcos de agua aquí y allá, mostraba sus lacras vivas a la macilenta luz del mediodía.
Y entraron en el arrabal. Cruzaron entre casuchas en las que había colada tendida en los balcones; entraron en calles cruzadas por tranvías y carros quejumbrosos. El empedrado era desigual y el coche marchaba con precaución, dando tumbos.
—No tardará Desiderio en volver —vaticinó el apoderado de pronto—. En cuanto pase el verano y empiecen las jornadas largas de invierno, no hay quien aguante en el campo —añadió sin duda juzgando por sí mismo, que había estado años atrás dos tardes de otoño en Vallfogona y tuvo que volver—. Ya verá usted como todo se arregla pronto.
—Ojalá —respondió el amo—. Creo que, además, la boda, el matrimonio, le convenía. ¿No lo cree así?
—Naturalmente —respondió el contable.
Joaquín Rius se puso a pensar en su nuera. A pesar de la ligereza imperdonable que habían cometido, el uno era para el otro. ¡Gracias a Dios, ya estaban casados!
—Hay que hacer lo posible para que puedan volver cuanto antes. A veces… —confió Joaquín Rius, en trance de confidencias—, a veces he pensado que en cierto modo Desiderio tenía un poco de razón. ¡Dos hombres solos, en una casa sombría! Es natural que él se rebelara contra eso. Ahora… ahora será distinto, ¿no le parece? Hemos de procurar… Escuche, Llobet —dijo de pronto—, tendría que hacer lo posible por enterarse del precio de una casa que está en venta en el Paseo de la Bonanova. Era o es de unos tales Boada. Creo que la dan por buen precio, cuestión de herencia. Porque es preciso que si mi hijo, después de una temporadita, cambia de opinión, pueda volver a Barcelona con todas las comodidades. Por otro lado, creo que, aparte de todo, sería una buena inversión.
El coche entró en una serie de callejuelas, para cruzar en dirección a la fábrica. Después, desembocó en la Gran Vía, frente a la Monumental. Cruzaron el puente de Marina y el fielato e hicieron el recorrido por el camino habitual. La gran mole cuadrangular de la fábrica, el gran letrero pintado en las tapias blanquísimas, «Tejidos Joaquín Rius», aparecieron ante su vista.
—Ya estamos —dijo Rius, al cruzar por la gran portada, junto al nuevo habitáculo de Pedro, el portero. El sol destellaba en la cal de las paredes y le obligaba a entornar los ojos.
Aunque era tarde, una vez colgados sus sombreros empezaron a hacer la inspección, ellos dos solos. Joaquín Rius avanzaba un poco adelantado, apoyado en su bastón. Llobet no se había quitado la bufanda, por miedo del resfriado, y la prenda parecía impregnada aún de los vahos campestres.
Las salas eran enormes. Los telares de rumor amortiguado se multiplicaban por los largos pasillos, por las interminables dependencias. Todo era enorme y distante.
«Volverá, volverá», parecía que decía el ritmo de los telares, mientras la tela, imperceptible, denodadamente, iba saliendo de las púas a golpetazos.
Y Joaquín Rius se volvió y contempló en silencio la vasta extensión de las naves, inmensas, clareadas desde las altas claraboyas por toda la luz del mediodía. Todo aquello se movía y alentaba frenéticamente; pero estaba en soledad, en una soledad monstruosa, hiriente. La enormidad de las naves tenía una vacuidad demoledora. Era increíble que, en medio de aquella multitud, que era la suya, Joaquín Rius estuviera solo. No se podía resignar.
Solo, absolutamente solo. ¿Para quién era todo aquello, para qué? Y un escalofrío repentino sacudió sus nervios. Tuvo que apoyarse del todo en su bastón, con un movimiento convulso y frenético.
Un rumor de pájaros y de árboles azotaba sus percepciones. Y la figura de Desiderio se cruzó en su memoria con la figura de Mariona y creyó que le volvían la espalda los dos.
Solo, enteramente solo. Paso a paso, ahora lentamente, dio la vuelta. Se dirigió a través de patios y de almacenes y de naves y de laboratorios al sector de las oficinas. Tuvo que cruzar por los antiguos locales, por las dependencias en que había fraguado su fortuna. Un hedor de tiempo muerto le sacudió. Caminó entonces apresuradamente, seguido por Llobet. Al fin, puso pie en la flamante escalera. Paso a paso, subió por ella.
—Déjeme estar solo unos minutos —suplicó a Llobet—. Esta tarde hablaremos de todo lo que falta.
Y se encerró en su despacho. Fue a la antigua mesa de su primitiva oficina, que servía de apoyo a unos libros, a unos papeles, a unos archivos en un rincón. Abrió uno de sus cajones y sacó de él un pequeño libro encuadernado en piel. Con él en las manos, se dirigió al sillón de cuero en que se sentaban las visitas. Y recordó a Carmen Fernández, y rememoró su voz.
Abrió las Confesiones de san Agustín en su primera página y empezó a leer:
«Y presume alabaras un hombre, parte ruin de vuestra creación; un hombre que lleva en derredor de sí el andrajo de su mortalidad, que lleva sobre sí el estigma de su pecado y aún el testimonio de que Vos resistís a los soberbios. Y con todo eso, presume alabaros un hombre, parte ruin de vuestra creación».
Un rumor sordo de telares y un temblor imperceptible de lanzaderas era el trasfondo de esa voz inmutable. Y Joaquín Rius, en aquel instante y sin darse cuenta, rezó. Dijo: «Señor; os suplico que mi hijo vuelva pronto a mi lado». Y añadió, volviendo sus ojos al libro: «Dadme, Señor, la gracia de saber y entender si primero es el invocaros que el loaros, o primero que el invocaros sea el conoceros. Porque, ¿quién hay que os invoque sin conoceros, Señor?». Y en aquel punto, Joaquín Rius, que hasta entonces se había sostenido con una tensión de sus nervios de acero, ahora se humilló. Hundió su frente entre las manos y empezó a decir: «Que se cumpla Vuestra voluntad, que se cumpla Vuestro deseo. No soy yo sino Vos quien debe decidirlo todo».
La sirena sonó, aguda y sombría. Cambiaba el turno; y al bramido del aviso sonoro, tembló imperceptiblemente el cristal.
El doctor Duró y Javier de Castro se habían marchado de Santa María antes de comer. Y los novios y la suegra, con don Sebastián y su mujer, habían tomado plaza en la mesa de los colonos, para compartir con ellos los guisos que Filomena había preparado en honor de la celebración. Lo único que fue aprovechado de la comida que había preparado Josefina fue un gran pastel, orlado de grandes natillas, que pasó a clausurar la opípara y grasienta comida rural.
La comida fue ruidosa, con frecuentes interrupciones de don Sebastián, quien rememoró con Juan, el colono, antiguas anécdotas concernientes a la tierra común. Se hizo en ella abundante gasto de vino, del vino espeso de las bodegas, que los colonos tragaban con pulso firme levantando el porrón hasta el rostro. La escudilla y los tiernos pollos pusieron en las secas mejillas de los hombres del campo, de un moreno de tierra, una pincelada roja. Y al final, cuando apareció la tarta, hubo cantos y música estruendosa que Moisés, uno de los compañeros de juegos de Desiderio en la niñez, arrancó de un acordeón que se colgó del cuello.
Evelina, que se había quitado, al fin, el sombrero, se mantuvo durante la comida a la expectativa. Su presencia no amilanó a los comensales, principalmente porque don Sebastián hizo todo cuanto pudo por dar a los diálogos una vivacidad y una espontaneidad que no admitían réplica. De vez en cuando sonaba una palabra más gruesa, pero no procaz, entre otras cosas porque allí estaba don Francisco; pero tampoco eso tenía una mayor gravedad. Había un contraste, una ruptura total entre el mundo del cual venía Evelina y aquel otro mundo que exudaba y se balanceaba turbiamente ante ella en la sobremesa. Lo que hacía Evelina era escudriñar en la actitud de los novios, en sus ademanes. Y parecían felices, Crista y Desiderio; parecían gozosos de estar zambullidos en la alegría general. Se daban la mano, y se sentían un poco flotantes en aquella atmósfera impregnada del olor cereal de los cedazos y del fuerte aliento de las algarrobas que se desparramaban por el suelo desde el interior de unos sacos abiertos en un rincón. Los perros pasaban entre las piernas de los comensales, en busca del mendrugo o del hueso tirado al suelo. Evelina sentía el roce de patas y colas por las vueltas de su falda, pero procuraba no hacer remilgos a nada.
Era ya muy tarde cuando todos ellos se levantaron de la mesa. Don Sebastián, la tez roja y brillante, se despidió de todos con efusión, principalmente de los novios, a los que invitó a almorzar cuando quisieran. Desiderio le prometió muy pronto ir a verles. El inválido fue levantado hasta el interior del carro de labor que era su sistema de traslado, y en él se subió después Matilde. La silla de ruedas fue atada dentro del carro, y poco después, cuando ya el sol decaía sobre los montes, los dueños del Coll se marchaban por la puerta del barrio.
Don Francisco se marchó también, casi al mismo tiempo. Fue acompañado hasta la parroquia por Moisés, que se hizo cargo de la tartana. Y quedaron en el patio los dos novios y, frente a ellos, mariposeando a su alrededor, Evelina.
Esta sentía que sus planes no iban a poder ser llevados a término. En el curso del almuerzo había advertido con claridad lo extemporáneo de su presencia allí. En primer lugar, Crista ya no parecía la Crista de antes. Aún el día anterior pudo provocarla, manejarla, dirigirla; el día anterior Crista era todavía un patrimonio personal, algo adherido indiscutiblemente a su voluntad. Hoy, ya era distinto. Acababa de soltarla, como se suelta a un gorrión o a un canario para que vuele. Ayer estaba en sus manos, y hoy estaba volando a sus anchas en el cielo azul. Pero, además, durante el almuerzo Evelina se había dado cuenta de algo que no esperaba. Y es que Desiderio se sentía bien tal como estaba. Desiderio se sentía revivir al escuchar las canciones de Moisés, al seguir las lucubraciones de don Sebastián sobre las leyendas de la comarca, sobre el proceso de las cosechas, sobre el tiempo… Hablaba ya con él como un entendido. Sus expresiones, sus locuciones, los giros de su lenguaje y las formas de su imaginación eran campesinas. Evelina acababa de darse cuenta de que la elección de su papel no era una excusa, no era un capricho. En aquellos momentos, entre la ciudad y Santa María había una frontera, un abismo infranqueable. Y los novios estaban al otro lado de esa frontera.
Crista parecía que estuviera suplicándole con la mirada que los dejara solos. Entonces Evelina deambuló largo rato solitaria por las afueras del barrio, junto al pozo del camino de «Las Casetas». Llegó hasta los grandes eucaliptos del pontón del desagüe y sintió los finos tacones de sus zapatos horadar el barro. Frente a ella estaba el valle, ya suavemente teñido de las luces de su ocaso, con su gran aureola de calina, unos pájaros lentos que gravitaban en ella, la ondulación de la verdura hasta el infinito. Pensó en los pajes de bronce de su portal de Paseo de Gracia, pensó un momento en su marido, le lanzó un suspiro y una invocación y volvió sobre sus pasos.
Encontró a Crista y a Desiderio sentados en unas butacas de mimbre, en la acera del patio, junto al garaje. Se acercó a ellos y antes de que le dijeran nada, se anticipó:
—Me voy a marchar, hijos. Me esperan en casa.
¿Quién la esperaba, en realidad? Se sintió enormemente desocupada, como si le hubieran quitado de un golpe todo el estímulo.
Un murciélago brusco dio unas vueltas sombrías alrededor de su cabeza teñida. El rubio platiné brilló extrañamente en el aire.
Crista se levantó y luego lo hizo Desiderio; se acercaron, pero no le opusieron la menor objeción. Al contrario:
—Sí, más vale que salgas ahora, que aún hay luz —dijo Crista—. Llegarás a Barcelona a buena hora todavía.
Y Evelina se metió entonces en la casa, para recoger su sombrero, para arreglarse un poco antes de salir. Parecía haber perdido de pronto la antigua seguridad en sí misma. Estuvo un largo rato en el interior, y luego salió, con paso vivo, como si hubiera recobrado la serenidad.
El coche, previo aviso de Crista al chófer, había hecho la maniobra y aguardaba en el centro del barrio. Evelina se acercó a su hija. La estrechó firmemente un rato en sus brazos gordezuelos.
Luego hizo lo mismo con Desiderio. Las pupilas de la viuda empezaron a moverse con nerviosidad. Sacó ágilmente un pañuelito diminuto de su bolso de mano, se levantó el velo y se llevó una pizca de pañuelo a la picazón del rimmel. Sus ojos estaban enrojecidos, surcados por ínfimas vetas de sangre. Por primera vez, al entrar en la casa, había llorado disimuladamente.
—Que seáis muy dichosos, hijos —sollozó. Y, de pronto, se sobrepuso—. Ante todo —dijo a Crista—, nada de imprudencias. Un rato de paseo y nada más. No quieras seguir a tu marido, si va de caza o sale por ahí. Y sobre todo, escribidme todos los días.
Subió al coche y la puertecilla se cerró con estrépito. No los miró ya más. Una densa polvareda se levantó cuando el gran automóvil traspuso lentamente la puerta del barrio.
Quedaron solos los dos, Desiderio y Crista, en medio del patio. El ruido del coche se perdió en la lejanía.
Ya había caído la tarde. Todo se fundía insensiblemente en un gris gallinero, donde grandes cluecas dormían en el cañizo.
Desiderio rodeó el talle de Crista, y empezaron a andar, lentamente, en dirección a la otra puerta, por la que se veía el pozo del camino. Ella caminaba con cuidado, sobre las desiguales losas, sobre las grandes piedras empotradas en el barro. En el azul empezaron a titilar tenuemente unos resplandores diminutos, unos puntos de luz. Las estrellas, una a una, no hacían más que asomar tímidamente en la fútil bruma del atardecer. Se oía un chapoteo de agua en la acequia y, en todo el valle, tenue al principio, luego crespo, el clamor de los grillos.
Y ese gran silencio se fue poblando de rumores, se fue encendiendo de leves ruidos lejanos, de resplandores vacilantes. Una sola era la fogata que formaban las docenas de luces de «Las Casetas» y el crepitar infinito de las estrellas y el rumor del agua y la vibración profundísima de los grillos y el croar de las ranas. Miles de bullicios poblaban la inmensidad.
—Siempre más a tu lado; y aquí.
Pasó a espaldas de ellos un carro vacilante, dando tumbos en las rodadas. Sobre él, el rostro de un labriego tumbado en la muelle barriga de la alfalfa. Ese rumor fue decreciendo. Se oyó luego muy lejos, como un eco, como una ensoñación, el ladrido de un can. Desiderio y Crista estaban abrazados, apoyados contra el tronco de uno de los grandes eucaliptos, junto al brillo del agua de una acequia, en la que parecían temblar todos los rumores y todas las luces de la noche nueva, de aquella noche en que todo parecía empezar otra vez.
Y sobre ellos, emergiendo de la fronda del bosque, surgiendo entre el follaje de los altísimos plátanos del jardín, la masa blanca de la casa cuadrada presidía el valle, centraba el silencio, señoreaba la tiniebla. Desiderio sostenía a Crista, sus hombros, su talle, y sentía palpitar en el suyo el cuerpo de su mujer, como si le hubiera sido arrancada aquel día del costado, y le doliera aún.
Lejos, muy lejos, los hombres se agredían, se peleaban, se mataban. Pero encima de todo, en el seno mismo de la noche, estaba Dios.
FIN