I

NO CREO QUE LAS COSAS vayan tan aprisa ni con tanta facilidad como usted piensa —interrumpió con cierta brusquedad el viudo Rius, oponiéndose a la verborrea del viajante—. Es cierto que los alemanes están preparados, pero los otros no se dejarán sorprender. Y si no, al tiempo…

La reunión en el despacho del apoderado se prolongaba aquellos días más que de costumbre. Apenas habían pasado dos semanas desde la ruptura de hostilidades. El calor era abrumador, pero la costumbre de cambiar impresiones iniciada el mismo día de la declaración de guerra había arraigado con tal fuerza que ni las condiciones del despachito de Arturo Llobet, ni el tono convencido y terco con que Joaquín Rius ponía a prueba el temple de sus colaboradores bastaban para disolver la tertulia. Vinyals, Llobet, Orlau y Maluenda, que formaban el estado mayor de la empresa, se dejaban llevar por la corriente de germanofilia que inundaba las aceras y los cafés, las redacciones y los casinos; en tanto que Joaquín Rius era partidario de los aliados.

—¿Por qué una de las cosas que ve usted siempre demasiado claras, amigo Vinyals, son las apoteosis? Permítame que le diga que esta vez no habrá ningún Sedán. Y si lo hubiera, sería al cabo de mucho tiempo, probablemente de varios años. La primera característica de esta guerra, no le quepa la menor duda, será su duración. Esta será una guerra larga.

Vinyals disimuló su extrañeza. Habían hecho mella en sus inclinaciones de estratega de oficina ciertas revelaciones de un amigo suyo, comandante retirado de Ingenieros, sobre el valor de los ejércitos alemanes, sobre el poder de su artillería, la ductilidad y rapidez de la Caballería, y, sobre todo, la eficacia de esa arma nueva que pondrían sobre el tapete con una decisión sin igual: la aviación. Por tanto, se permitió oponer un serio reparo a las opiniones de su jefe.

—Francia, militarmente, es vulnerable. Para llegar a Berlín los aliados han de cruzar por todo un país. Han de dejar una retaguardia enemiga cubierta de fuerzas. Han de salvar ríos, ocupar centenares de ciudades. En cambio, París…

—Si se les antoja a los franceses, París puede ser una fortaleza. Ha mirado el mapa como lo miran los escolares, Vinyals. Necesitan los alemanes tanta fuerza para ocupar París como los aliados para ocupar toda la Alemania. Y quiero ver cómo pueden llegar a París. La guerra del 70 era muy distinta. Créame; cada guerra es un capítulo distinto, una lección militar nueva; cada vez se aprovechan mejor las lecciones viejas.

Desiderio Rius, el muchacho, escuchaba la discusión con un aire dubitativo; no acababa de entender del todo las razones de unos y otros. La misma incomprensión y duda había sentido semanas antes, al leer en Inglaterra las alarmantes noticias que habían culminado con el rompimiento de hostilidades. Le costaba un esfuerzo llegar a imaginar a las fuerzas en pugna enfrentadas una a otra y en disposición de empezar la pelea. Le era relativamente fácil imaginar una contienda deportiva, un match de tenis o una regata en la que el reloj o el criterio del árbitro pudieran forzar la conclusión y dar la victoria a uno u otro bando. Pero la pelea de dos fuerzas numéricamente nebulosas, destinadas a llevar una lucha a término sin reglamento y sin descanso, hasta la extinción, escapaba absolutamente a sus posibilidades de juicio. Además, le parecía que ni su padre ni sus empleados podían tener una idea cabal de los hechos que juzgaban. A pesar de los pocos días que habían pasado desde su declaración, él había tenido el privilegio de vislumbrar, a través de una rendija singular, lo que es o puede ser la guerra. Su viaje de regreso desde Inglaterra a Barcelona, no bien recibió el telegrama de su padre, le había abierto los ojos a la realidad dramática de los hechos. Cuatro o cinco imágenes le ayudaban a dar a la guerra un contenido, una referencia humana que los demás no poseían. Recordaba la impresión que le produjeron en el Quai parisiense el tumulto de voces y despedidas, los llantos y los hurras de la muchedumbre, el despliegue de una bandera tricolor a los acordes de «La Marsellesa». La muchedumbre que despedía a los soldados que marchaban al frente tenía un rostro y una voz, una manera peculiar de palpitar y de emocionarse. Imaginaba que, al otro lado de la frontera bélica, otros jóvenes y otras muchedumbres ensayarían de la misma manera la comedia contraria. La bandera no sería azul, encarnada y blanca, el himno sería otro, pero los gestos, los gritos, la palpitación y la marea humana no serían mayores ni distintos. Aliados o alemanes eran las dos caras de la misma moneda y ambos eran lanzados al aire para ver de qué color iba a pintar la suerte el futuro del mundo.

—La primera diferencia que hay que anotar entre esta guerra y la del 70 es la entrada en liza de Inglaterra. ¿Es que esto les parece poco? Que les cuente mi hijo lo que es la sociedad inglesa, lo que son los ingleses cuando se meten una cosa entre ceja y ceja. No, no… —dijo Joaquín Rius, en un momento determinado de la discusión—. Los alemanes tienen todavía mucho trabajo, pero mucho… y si no, al tiempo…

Esa alusión al tiempo, con la cual Joaquín Rius se refería sin duda a la larga espera y a los grandes cambios que iban a sobrevivir, tenía la virtud de frenar las vehemencias de sus interlocutores, cuyo portavoz más valiente era el viajante Vinyals. Este aprovechó la alusión que el jefe acababa de hacer a su hijo para desviar hacia él la conversación.

—Ya habrá tenido buenas ocasiones de conocerlos bien, ¿no? —y demostró un punto de socarronería que en él no era habitual.

—Sí, pero… no en el terreno de la guerra. Aparentemente son muy pacíficos, como todo el mundo. Es decir, como todo el mundo menos el Káiser.

Joaquín Rius pareció muy satisfecho de esta toma de posición de su hijo.

—Pero estoy seguro que en el momento de ir a la guerra nadie les hace volver atrás. Lo toman como una cuestión de principio.

—¡Bravo! Así ha de ser —exclamó Joaquín Rius.

—A condición de que no nos mezclen a nosotros en ella —se atrevió a formular Llobet, el apoderado, frotando sus gafas con un pañuelo que acababa de desdoblar.

—¿A santo de qué iban a extender los frentes a una zona que no les interesa? Nosotros estamos al margen de eso.

—Se empieza por un punto y se extiende a los demás. ¿No lo hemos visto? —se preguntó el tímido y albino Maluenda, aludiendo a la rapidez con que de Sarajevo las cosas habían rodado hasta toda Europa—. Es como una epidemia. Eso es…, como, como… la gripe.

—No llamen al mal tiempo —aconsejó don Joaquín, mirando de través un instante a su hijo. Le vio tal como era; un muchacho a punto de cumplir los veintiún años, la edad precisa en que, por el hecho de ser alemanes, ingleses o franceses, los muchachos de su generación eran embarcados en los transportes y metidos en un cuartel, para acabar en las trincheras. Le pareció que eso no podía acontecer más que a los demás, que semejante porvenir habría de serle escamoteado a la fuerza a Desiderio por una pirueta del destino. Sin embargo, se arrepintió de sus arrestos bélicos, del ardor que ponía en defender una postura, la de los aliados. En realidad, lo que le convenía, lo que les convenía a todos era la neutralidad. Se proponía, en adelante, no salirse de esa norma: ser neutral. ¿Qué ocurriría si, por un azar, España se veía metida en el conflicto? Supongamos, se decía, que se viera obligada por los hechos a ponerse al lado de Alemania y que Desiderio tuviera que ir a defender al Káiser en una trinchera de Baviera o de los Pirineos, que para el caso era lo mismo. Realmente todas las guerras son un contrasentido, en el que era mucho más prudente no pensar demasiado.

—Sea como sea —afirmó, consecuente con sus propósitos neutralistas—, a nosotros todo lo que acontezca no nos afecta más que relativamente. Nuestro deber es ponernos a tono con las circunstancias en nuestra propia esfera. Y no cabe duda de que bastantes preocupaciones tendremos con ello.

—Eso me preguntaba yo. —Era Llobet quien hablaba—. ¿Qué pasará con los mercados, cómo irá nuestra producción?

—Si España se sabe mantener al margen, la guerra puede sernos de un beneficio extraordinario. Es doloroso y trágico, pero es así —contestó Rius.

—¿Cree que el Gobierno estará a la altura?

—¿Por qué no? Una guerra de posiciones requerirá el auxilio de las naciones neutrales. Los países no se podrán abastecer por sí mismos. Quizás en este aspecto todavía Alemania pueda resistir más que los otros. Pero Francia necesitará que trabajen para ella. Podría ser la salvación de nuestra economía, como volver a rescatar otra colonia, los mercados que teníamos. En fin —concluyó—, tenemos que estar prevenidos.

Llevaba Desiderio tres semanas en Barcelona y nunca le había parecido la ciudad tan hermosa, la vida tan digna de ser vivida y el aire tan cristalino y sabroso. Consideraba muy curioso lo que le estaba ocurriendo. Al recibir el telegrama de su padre ordenándole que en vista de las circunstancias regresara sin perder un minuto, había sentido ganas de inventarse cualquier excusa válida que le permitiera prolongar durante unas semanas su permanencia en Inglaterra. Hizo de mala gana sus valijas y abandonó sus hábitos ingleses con pereza. Sentía la nostalgia de todo cuanto había formado el engranaje de su vida en el año y pico que pasara lejos de su hogar. Hasta la puritana y pudibunda mistress Carver, ama de la pensión en que había vivido durante aquellos meses, se convirtió en objeto de su misantropía, antes de poner pie en el estribo del tren que había de llevarle a Londres. No hablemos ya de la desazón con que se despidió de Louise, la estudiante de química, empleada, como él, en «Held & Trulock», a cargo de una sección en los laboratorios. Louise le pareció más que nunca una planta, un vegetal decorativo que ilustrara con sus grandes hojas verdes el panorama suave de su existencia. Esa liviana gramínea doméstica había convivido con él durante días y noches sin que su amor dejara el más leve rastro ni la menor pesadumbre en su ánimo. No había sido amor, todavía, lo que les revistiera a ambos de aquella absoluta seguridad del uno en el otro cuando salían a navegar, en las tardes del domingo, sobre las tranquilas aguas del canal, o cuando pasaban juntos la noche. Ambos sabían que llegaría un día en que esa convivencia sería rota de improviso y por eso no habían bautizado su relación ni el afecto que se tenían con ninguna palabra retumbante. Pero, al marcharse, se despidió de ella con dolor, porque acababan de escamotearle nada menos que cuatro meses de convivencia con ella, con los que ya contaba de antemano; todo un puñado de hermosos días, rutina deliciosa de su viaje de estudios. La guerra cometía el primer descalabro al robarle una raja de las emociones que aún le quedaban por gustar. Al tomar el tren se sintió disgustado y malhumorado; y le quedaban muy pocas esperanzas de que su estado de ánimo cambiara al llegar a su tierra. Antes bien, mientras una grave somnolencia aturdía sus sentidos en el departamento del tren que de París le conducía a la frontera, estaba persuadido de que la vuelta a sus dominios domésticos, a su trabajo en la fábrica, la rutina de su convivencia con su padre, la presión que el dominio paterno ejercía contra su carácter y contra su libertad, que todo ese mundo personal que se le venía encima no haría más que exacerbar su incómodo desánimo y una extraña insumisión.

Y, sin embargo, con solo cruzar la frontera, ese otro mundo, que latía y estaba impreso subrepticiamente en su sensibilidad y en su memoria, le inundó de sus estímulos y sus gracias antiguas. Parece increíble que tengamos dos o tres almas, dos o tres receptáculos sensitivos correspondientes a cada una de nuestras categorías de vivienda. Con el paisaje de España, con la sucesión de desmontes y suburbios, de planicies y colinas ante su mirada se reconstruían de un golpe sus recuerdos y sus experiencias anteriores con una fuerza que arrastraba como una torrentera el enclave imaginativo de sus emociones de estudiante en el extranjero. Ya volvía a ser aquel que se marchó, pero con un acopio de experiencias, que no harían más que pulir en adelante su nueva existencia. Era el mismo que se fue, pero sin las vacilaciones de entonces, con su juventud ganada a pulso, consecuente consigo misma y dispuesta a actuar sin remilgos.

Y por eso su regreso al hogar ya no le producía ningún resentimiento; todo lo contrario. Hubo una novedad, una sorpresa en su descubrimiento de aquella ciudad, a la que no había echado ciertamente mucho de menos durante la ausencia. Quizás es que no era Barcelona, sino su ánimo de espectador el que había cambiado. Las travesías, los edificios, la luz, el rostro de las gentes, el tumulto de la circulación en las calles eran aproximadamente los mismos que el día de su partida.

Pero era como si hubieran pasado sobre ellos docenas de años. Recordaba su timidez antigua, los signos de su educación, de su urbanidad anacrónica, los rasgos de su carácter amortiguado por las conveniencias sociales, por la impresión de su nulidad, de ser no más que «un cero a la izquierda» en los días de su partida. Todo eso había sido dejado como un fardo inútil en el cuarto floreado de la pensión de mistress Carver. Todo se le antojaba nuevo porque lo observaba con ojos nuevos y con un ánimo que parecía recién estrenado.

Ni siquiera su padre le parecía aquel ogro amenazador e imperante cuya sola evocación le hacía desfallecer si pensaba en él durante su estancia en Inglaterra o cuando recibía sus cartas llenas de amonestaciones. Por el contrario, como si la seguridad que le poseía tuviera su reflejo en el otro, habían conseguido abordar, con una naturalidad que no existía antes de su marcha, una serie de cuestiones. Desiderio le había hecho participar con buena gana de un acopio de sus impresiones de viajero. El almuerzo y las cenas en el sombrío principal familiar habían conseguido animarse con su locuacidad, destruyendo en esos ratos de convivencia familiar la leyenda de los silenciosos coloquios de antes, cuando entre padre e hijo parecía cruzarse un muro de frialdad y de despego.

En una palabra, Desiderio se sentía animado con la perspectiva de iniciar una nueva vida. Una parte de su entusiasmo no cabe duda de que le venía del contraste que el clima y el color de la urbe ofrecía con la languidez de la luz que acababa de dejar; aquí el sol destellaba sobre las cosas, mientras que en los parajes ingleses, en los arrabales del cinturón de Manchester donde había vivido durante año y medio, la neblina, aun en pleno verano, se desflecaba sobre el paisaje, lo emborronaba y deslucía. Ese reencuentro con la luz radiante parecía despejar sus panoramas íntimos. Durante los primeros días de su reincorporación, su padre no fue demasiado riguroso con él, de modo que el chico pudo disponer de una cierta libertad de horarios. Josefina, la doncella, que había envejecido en el hogar de los Rius y que era la guardiana de la vida doméstica de padre e hijo, aprovechaba esa transigencia de don Joaquín para gustar de pleno la presencia de Desiderio, al que quería como un hijo. Le veía con los mismos ojos con que le había mirado desde su niñez, reacia a considerarlo un hombre hecho y derecho. Las carantoñas olvidadas volvían a aflorar, para obligarle a permanecer unos minutos más en casa. Le hacía sentarse frente a ella, en la salita de estar, para que le contara algo de sus andanzas en Inglaterra. Una nube sombría pasaba por su visaje cuando oía hablar de la guerra. Se veía en trance de tener que esconder a Desiderio y capaz de llevárselo a un lugar inaccesible y solitario donde nadie pudiera dar con él si llegaba el caso de que fuera movilizado. Esta inquietud hacía que su sueño no fuera tan tranquilo como antes y que encendiera todas las noches una llamita a la imagen de la Inmaculada, en el pequeño oratorio del principal.

Para ver cuáles eran sus proyectos y para auscultar de algún modo el estado de espíritu del joven, Josefina le explicó un día que no era ella sola quien le había echado de menos durante los meses de su ausencia. Cierta persona se había interesado también por él durante mucho tiempo.

—¿Quién? —le preguntó Desiderio, intrigado.

Pero no fue necesario que Josefina contestara en seguida. En el acto, por la manera maliciosa con que ella le miró, adivinó que se trataba de Crista.

Crista Fernández había estado en comunicación telefónica con Josefina durante una serie de semanas para saber noticias de él; Josefina le dio al fin su dirección de Manchester y pareció que ella quedaba contenta.

—¿No te escribió? —y la sirvienta estaba orgullosa de que su ahijado suscitara inquietudes y descalabros en el corazón femenino.

—No, es decir… Sí, me envió unas líneas.

No unas líneas, sino media docena de largas cartas había recibido Desiderio de Crista en el curso de aquellos meses; ella le decía lo mal que lo estaba pasando y los deseos que sentía de que volviera cuanto antes. La verdad es que él, que entonces le había contestado con varias misivas de un tono literario inocuo, describiéndole las costumbres inglesas y sus modos de vida, con lo que al mismo tiempo tranquilizaba el agitado corazón de su corresponsal, no sospechaba que esas correspondencias fueran ya algo trascendente —hasta el punto de afectar e interesar a Josefina— y capaz de ser interpretado maliciosamente.

—¿Sabes si están aquí? —preguntó entonces a Josefina, pensando en que la presencia de Crista sería uno más de los elementos que le harían congraciarse con la nueva vida.

—No, no. Es seguro que están en Caldetas. Me llamó ella para despedirse.

—De modo que… has estado intrigando con ella —le reprendió entonces cariñosamente.

Pero un encuentro casual había de ponerle mejor sobre la pista. Había pedido permiso a su padre para tomar baños de mar y a media mañana se iba todos los días a la Barceloneta. En los «Orientales», enfundado en un flamante traje de baño de rayas listadas que tornaba más pálida su blanca tez, se encontró de pronto frente a Paco Fernández, su amigo de la niñez y hermano de Crista.

—¿Qué haces tú aquí? —le saludó de pronto, sorprendido, sacando su cabeza a la superficie de la piscina redonda—. Pero ¿de dónde sales?

La estupefacción se pintaba en ese rostro reluciente del barniz del agua, en la que lucía el sol.

Después de apretar su mano, Desiderio se confesó.

—Mi padre, chico. Se asustó y aquí me tienes.

—Bueno, de todos modos también tenías que volver.

—Claro, pero no antes de cuatro meses.

—Bueno, así podrás hacer la instrucción con más calma. ¿Vas seguro a Caballería?

Desiderio afirmó. Ese era un propósito inconmovible.

—A Santiago, si me admiten. ¿Y tú? ¿Vuelves a Madrid?

—¡Qué remedio!

Le miró de arriba abajo.

—Pero, hombre, estás distinto. ¡Pareces un inglés! Realmente Paco Fernández encontraba un Desiderio algo muy cambiado. Claro que con el traje de bañista la cosa era difícil de juzgar.

—Estás más alto, más corpulento, qué sé yo…

También Paco había cambiado. Se había dejado crecer un fino bigote sobre los labios carnosos. En su expresión y en sus modales había algo desenvuelto, un punto de desvergüenza que no tenía antes, cuando Desiderio frecuentaba su casa.

—Y qué ¿lo has pasado bien? —le preguntó guiñando un ojo—. Vamos allí, tomamos una copa y me contarás.

Pero Desiderio se resistió. No quería tomar nada antes del baño.

Se quedaron, pues, al borde de la piscina, cruzados en el pasillo por el que los bañistas pasaban para irse a remojar. Las chicas jóvenes se zambullían con timidez, lanzando agudos grititos y aguzando actitudes de susto al primer contacto con la frialdad del agua. Paco las miraba con ojos de entendido.

—Mira esa y dime si no vale la pena —señaló, refiriéndose a una grácil nereida que sacaba y metía el pie en el agua para irlo habituando al frescor y sin decidirse aún a chapuzarse entera—. Hay que animarla.

Y haciendo seguir la acción a las palabras, Paco Fernández se levantó y se acercó lentamente a esa chica. Desiderio vio que ella se ruborizaba y pretendía escurrirse, a las primeras palabras que él le dirigió. Pero, al fin, tras unos melindres, la conversación comenzó a fluir. Desiderio pensó que se necesitaba un aplomo especial para abordar así a una mujer. Nunca él conseguiría ganar la primera baza en ocasiones similares. Para él, el trato con las muchachas empezaba a partir de la segunda o la tercera oportunidad; era preciso pasar por una cuarentena de palabras formularias e intencionadas, de miradas de través. Solo una vez fundido trabajosamente el primer hielo, lograba entrar en otra suerte de intimidad o de franqueza. Por algo era Paco abogado, pensó. Para eso se necesita tener primero «agallas» y luego, «labia».

Cuando se despidió la nereida y se perdió sonriendo y con andares desenvueltos en uno de los pasillos de las casetas de baño, Paco volvió junto a su amigo.

—Formidable, chico —informó—. Es bailarina. ¿Verdad que no lo parece? ¡Cómo engaña el traje de baño! Parecía una chica bien.

Luego le contó el éxito de su hallazgo. Había quedado de acuerdo para salir juntos aquella tarde. Le había preguntado si no tendría otra amiga, para pareja de Desiderio. Por desgracia no había ninguna disponible.

—Lo siento, chico, porque me parece que es cosa buena.

Volvió a sentarse a su lado y le contó su vida en Madrid. Paco, en la capital, se preparaba para diplomático. Había que hacer algo y puesto que su padre lo había sido, no le sería difícil serlo él.

—¿Y Crista? —preguntó Desiderio.

—Ah, bien… Muy bien… Como siempre. Leyendo todo el día y pensando en el cine. Ya la conoces.

—¿No va a bajar ningún día?

Paco le informó que su madre había decidido cambiar enteramente la decoración de su piso del Paseo de Gracia y que las obras la obligaban a ir y volver con frecuencia de Caldetas. Era, pues, posible, que Crista la acompañara alguna vez. De pronto se paró y quedó mirando a Desiderio.

—Pero ¿por qué no subes tú?

Desiderio se resistía.

—Queda lejos y no tengo ganas de importunar.

—¿Importunar? ¡Quita, hombre! Ya conoces a mamá. Hará disparar veintiuna salvas, como cuando nace un príncipe. Ven un sábado y te quedas hasta el lunes. ¿Hecho?

Desiderio se excusó. Si acaso subiría un domingo a pasar el día, para volver por la noche. De todos modos empezaba a volver a ocuparse de algo en la fábrica de su padre y no podía tomarse libertades.

—Quedamos en que el domingo. Conocerás a un grupo divertido. Hay un tipo nuevo, un tal Pablito Inglada, que le hace la rosca a mi hermana y es algo fuera de serie.

Algo debió de ocurrir en la expresión de Desiderio que hizo decir a Paco:

—No creas que ella vaya en serio. Le toma el pelo.

De todos modos la manera de expresarse, de pintar con vivos colores un mundo que se desquitaba de su abandono, de su olvido y de su ausencia, engarabitó recónditamente al joven Rius. Al despedirse de Paco notaba que irremediablemente el domingo próximo se encaminaría a Caldetas.

La ciudad y sus habitantes estaban a una distancia astronómica de los problemas que afectaban al resto de la Humanidad. Pasada la efervescencia de los primeros momentos, salvado el bache de estupor, de inquietud y de espanto que suscitaron las primeras noticias de la guerra, la bonanza del clima, del calor agobiante y el buen sentido de las gentes habían triunfado sobre el nerviosismo. En las Ramblas, la marejada urbana discurría por sus cauces, al atardecer, ajena a la sangre que empezaba a emborronar la superficie de Europa. En los primeros días las gentes devoraban la literatura de los diarios preguntándose si el quebranto que afectaba a la Humanidad no iba a cebarse también en cada uno de los habitantes del planeta, sin exclusión de ninguno. Pero ese estado de alarma cuajó poco a poco en costumbre y la gente se resignó a los hechos con la misma adherencia impersonal y abstracta con que nos dejamos llevar por la intriga de una novela policiaca. Las flores de los puestos de la Rambla, esas flores de verano que lucen el diamante del agua colgado por las regaderas como una joya, impregnaban el aire de suavidades y de temblores. Ante los grupos de gentes sonrientes y locuaces que paseaban por el bulevar, bajo la fronda llena de gorriones, de los plátanos urbanos, Desiderio se preguntaba si todo cuanto había presenciado en otras latitudes no sería un sueño, una ilusión, un desvarío de su mente. Si aquellas mujeres que abrazaban frenéticamente a un hombre de uniforme en el andén de París; si aquellos palomos de Nôtre Dame que huían hacia lo alto, hacia las gárgolas grises y las cornisas de granito, espantados por el sonido retumbante de un tambor callejero; si aquellos jirones de bandera llevados en el asta improvisada tras la cual se agitan miles de personas; si el alarido de toda la ciudad, exponente de la nación entera, al despedir a sus hombres e imprecar por los muertos que habían de venir, no serían alucinaciones de su imaginación, deformaciones de la realidad, ya bastante alterada por lo imprevisto de su regreso. Pero no; todos los días los diarios daban noticia de que aquello era cierto, preparaban con una desmesurada orquestación dialéctica la gran sinfonía del cañón y lanzaban los sones de guerra con grandes titulares. Los ejércitos alemanes invadían pueblos y naciones, se lanzaban en tromba sin que nada pareciera poder contener su empuje. De este lado de los Pirineos, sin embargo, nada se oía; ni el estampido, ni los llantos, ni la sacudida emocional o patriótica que aturdía a los otros.

A medida que pasaban los días le iba entrando insensiblemente a Desiderio la convicción de que había algo en sus emociones que no era compartido por los demás, algo que los demás, por añadidura, no podían llegar a compartir nunca: y era la participación, por pequeña que esta fuera, que él había conseguido tener en el dolor ajeno, en el dolor y en la íntima convulsión de aquellos hombres y mujeres que sufrían la guerra en los ilustres campos de Europa. A la vista de la indiferencia con que los hombres y las mujeres de aquí se paseaban y seguían su vida, como si nada especial ocurriera, se le antojaba que había un baldón de culpabilidad colectiva, de inclemencia espiritual y de egoísmo. De ello no quedaban siquiera disculpadas las gentes que tenía a su alrededor: su padre, los altos empleados de su padre, hasta la propia Josefina. Fugaces y rápidos, los brochazos de guerra que habían pintado su retina a su paso por Francia pesaban levemente en su interior, le daban una gravedad que le incomodaba.

—Las guerras son atroces, y en estos tiempos, más. Pero no está en la mano de nadie ni tomar partido ni hacer nada. Son cosas irremediables —ponderó su padre, durante la cena, una noche en que él se lamentó de la aparente falta de sensibilidad de las gentes—. Dime, ¿qué quieres que haga la gente? Lo mejor que puede hacer es ir a pasear.

Le observó, con cierta extrañeza.

—Comprendo muy bien que te sientas descentrado, pero esto te pasará. Tienes que acomodarte. Al fin y al cabo, este es tu país… Pensaba don Joaquín que lo peor que podría ocurrirle a su hijo era cavilar demasiado en cosas que le eran ajenas. Nunca había dejado de temer los peligros de una inadaptación, la pérdida posible de las raíces, al regreso de la larga estancia de Desiderio en el extranjero, siendo como era tan joven, casi un niño.

—Dime, ¿y por qué no vas con tus amigos? Antes de salir los tenías a montones. Te conviene volver a verte con ellos. Le hizo de golpe la proposición.

—Cualquier domingo de esos podrías ir a Caldetas a ver a Crista. Sé que estaba pendiente de tu vuelta.

Desiderio no quería preguntarle cómo es que también él lo sabía con tanta seguridad.

—Encontré a su madre hace unos días. En la toma de hábitos de Carmen, ¿no sabías que había profesado?

Desiderio conocía la buena amistad que había unido a su padre con Carmen Fernández, la hermanastra de Crista.

—Y Evelina me preguntó por ti de tal modo y con tanto afecto que creo que deberías decirles algo. Claro que eso era antes de mi telegrama y no te esperaban tan pronto. Pero de todos modos es seguro que te estarán esperando. Sobre todo la chica. Ya te habrá contado Josefina sus llamadas por teléfono. No la dejaba en paz.

Desiderio se sentía levemente turbado. Nunca padre e hijo habían hablado así, de cosas tan personales. Sus devaneos de chiquillo con Crista habían sido herméticamente guardados en el silencio, correspondían a una zona en la que su padre nunca había considerado prudente intervenir. La euforia de volver a tenerle de nuevo a su lado limaba asperezas, borraba fronteras, creaba entre ambos una confianza, autorizaba esa inaudita franqueza.

—De todos modos, ahora… están fuera…

—¿Y eso qué importa? Caldetas está a dos pasos.

Desiderio accedió. Mientras estuvo en Inglaterra los rasgos de su amistad con Crista habían llegado casi a desvanecerse. Había experimentado junto a Louise un tipo de relación tan distinta a la que le unía con su joven compañera de juegos que le pareció que esta nunca volvería a ocupar el lugar en que había señoreado durante largo tiempo. Pero ahora Louise ya no existía. Louise era, a su vez, una nebulosa. Y de la misma manera que no nos es posible separar ni aun imaginativamente a una figura de retablo del fondo en que queda dibujada; de la misma manera que no es posible arrancar a una figura de Giotto o de Cimabue de su orla de ángeles, de su gótico palio, de sus esbeltas arcadas, así no era posible que a la vista y en la misma entraña del paisaje barcelonés no reviviera, sin necesidad de conjuro alguno, la figura de Crista y con ella todos los pormenores de su relación anterior, la resurrección más plena de todos los accidentes de su amistad. Louise, en cambio, quedaba a la distancia de las mismas neblinas, de los mismos valles y meandros que habían contenido su trasfondo de luz, su geografía y su aire, y que ahora quedaban disueltos en la lejanía.

No obstante, pasó aquel domingo sin que Desiderio se determinara a coger el tren. No era la distancia que mediaba entre Barcelona y el lugar de veraneo de la familia Fernández lo que le retenía, sino una especie de pereza moral que le impedía entremeterse de pronto en Caldetas. Las frases con que Paco Fernández había evocado el ambiente eran un freno muy fuerte. No le seducía el papel de «forastero» dominical en el clan de Caldetas, ni la naturaleza de los «grupos» que Paco le había descrito. Estaba a cien leguas de ese ambiente. De todos modos no faltaba tanto para que la gente volviera del campo. En Barcelona el reencuentro no tendría la violencia que acarreaba un viaje en tren, una aparición súbita en un lugar hostil e incógnito como es una colonia veraniega.

Y además, se sentía a gusto en Barcelona; le agradaba la calidad que durante aquellos días veraniegos tenía la ciudad. Le gustaba precisamente porque encontraba un poco híbrida y desnaturalizada su sociedad tangencial, despersonalizada por el verano. Con el calor, los hombres y las cosas se tornaban más espontáneos, menos rigurosos, más accesibles y naturales. Los habitantes de las calles no eran ya los puntillosos, los presumidos, los peripuestos, sino una masa innominada, desconocida, indiferente, entre la cual uno podía pasar absolutamente inadvertido. Le agradaba sentir la noción de esta indiferencia de los demás en las calles y plazas. Era sentirse un poco todavía extranjero, tanto como pudiera haberlo sido durante un año y pico en el país de sus estudios. Las gentes a las que hubiera podido considerar como verdaderos paisanos, cuantos constituían su círculo social, estaban alejados de Barcelona, borrados de ella momentáneamente mientras duraba el verano; unos, en la montaña, hartándose de excursiones y meriendas, de tumbonas y de aires de pinar. Otros, a la orilla del mar, tostándose al sol. ¡Mejor! ¡Que transcurriera para todos ellos la temporada y que quedaran saciados de cotillones, de partidos de tenis y de concursos de billar! En Barcelona podría estar ahora a sus anchas y no se regateaba el placer de sorber sus aires sin miramientos.

Muchas tardes, al salir del despacho, marchaba a pie hasta el centro, saboreando las gracias del clima y los ángulos más dispares de la topografía urbana. Nada había en ella que no tuviera un carácter y color peculiares; desde el arrabal tiznado, febricitante, abigarrado y oscuro, por el que transitaban lentamente los grandes carros, los transportes de carbón, los tranvías abarrotados, hasta los suaves remansos de paz de las calles de la Barcelona vieja, olorosas a aire salino, a brea y alquitrán portuario. Algunas veces se paró a contemplar el vivo movimiento del puerto mientras iba oscureciendo. Pequeñas barcas se deslizaban entre grandes paquebotes dormidos; viejos marineros ebrios subían trabajosamente la rampa del vapor; se oían aquí y allá, junto al chapoteo de las aguas charoladas, mil vestigios de vida, el temblor de un acordeón soñoliento, el ladrido de unos perros, la blasfemia sincopada en los labios de un hosco pirata o de un turbio mendigo. Cosas que le hacían pensar en una fantástica corte de aventuras y de milagros, en la que intervinieran los grandes duendes de su niñez, dispuestos a arrebatarle de nuevo, para sí, para ellos; a llevárselo a reinos de fantasía y a inefables paraísos de leyenda. Junto a los grandes soportales de la Plaza Palacio, o en los estrechos meandros, cargados de humedad y de silencio, de los aledaños de Santa María del Mar, le parecía sentir que la ciudad iba creciendo con un impulso escondido y apenas perceptible, semejante al que hace crecer y desarrollarse nuestro propio organismo. Recordó las primeras veces que su padre y él habían caminado hacia la fábrica y advirtió una biológica vitalidad de la urbe; las cosas cambiaban con los años de lugar, las sacudidas del desarrollo urbano se manifestaban ora en un extremo, ora en otro de la urbe, formando bolsas y protuberancias en este lugar, o en el otro, imprevistamente. Junto a las piedras soberbias de Santa María del Mar le pareció sentir la vivencia crepuscular de las gentes que ya habían muerto y pensó repetidamente en aquel abuelo Desiderio, del que llevaba el nombre, cuyo cadáver, en el caserón de la calle de Puertaferrisa, le había escalofriado y le había hecho meditar por vez primera en el gran girasol de la muerte.

No fue tampoco el domingo siguiente a Caldetas, ni al otro siquiera y asomó en las calles imperceptiblemente, con un paso aldeano y circunspecto ese temblor primerizo con que septiembre anticipa tímidamente el cambio de decorado que va a venir. Las noches se hicieron más suaves, el tronco de los plátanos y la felpa de los tilos parecieron humedecerse, ablandarse, recobrar un punto de aquel lustre bruñido que luego las aguas del invierno rociarían. El sosiego y la paz colectivos se iban ensanchando, creciendo e inundando todas las esferas de la vida ciudadana. Se hablaba de la guerra con una especie de suficiencia y de arrogancia, con una jactancia inoportuna, como si se debiera a nuestra propia circunspección y sabiduría el hecho de que la bola de la ruleta, en su volteo azaroso, hubiera ido a parar en otras casillas que las nuestras. Era preciso disponerse a cruzar esos años, mientras la guerra durara, sin pensar demasiado en ella. Desiderio aprovechó esos días para apuntar su nombre en la Academia militar que debía garantizar su instrucción antes de entrar en el cuartel y en hacer las gestiones que le faltaban para su ingreso en filas.

Había casi olvidado los propósitos que se había hecho con relación a Crista, cuando al llegar a su casa un mediodía Josefina le dijo que acababa de llamarle Evelina Torra, la madre de Crista. Había dejado el número de su teléfono para que Desiderio la llamara en cuanto llegase.

Evelina Torra le acogió desde el otro lado del auricular con una voz parloteadora, sutilísima; con una prosodia abundante, rica en matices, en sugerencias y circunloquios. Le abordó con su peculiar maestría, con los rasgos más poderosos de su savoir faire.

¿Podían tener la esperanza de que el pequeño lord se dignara un día acordarse de ellas? ¿Les cabría el privilegio de poder volver un día a tener entre ellos a ese tránsfuga olvidadizo? Bien sabía cuánto puede un joven dejar por el camino, cuando se desplaza, de afectos y recuerdos que parecen inconmovibles. A sus años había conocido a muchas gentes a quienes un simple pase por una aduana había hecho mudar de cara, como un calcetín. Pero ¿merecían ellas eso? Casi no había tenido tiempo de pensar en esa ingratitud, absorbida como estaba por una transformación radical del decorado de su piso. Sí, sí; había mucha más fidelidad en los carpinteros, en los ebanistas, en los mueblistas y decoradores que en los jóvenes nómadas de nuestro tiempo. No estaba mal cambiar de pronto barandas, arrimaderos y altillos cuando una apreciaba en el corazón humano tan fácil mudanza y el baldeo. Y aún era previsible que semejante ingratitud se manifestara hacia ella, que era ya vieja y no tenía por qué esperar ya nada de ciertas memorias. Pero ¿y Crista? ¿Consideraba cosa de honor dejarla de improviso a mitad de una correspondencia, y solo a una distancia de hora y pico de ferrocarril, cuando se acababa de cruzar sin protesta la mitad de un continente? ¡Ah, ciertamente, no era de extrañar que hubiera guerras y catástrofes!

—Pero no vamos a partir peras, querido amigo. Hemos acordado darte una última oportunidad. Dentro de ocho días estaremos de nuevo en Barcelona. Mi casa nunca ha estado tan abierta como ahora, en que está llena de andamios. Te damos un margen de cuarenta y ocho horas, a partir de nuestra llegada, para que nos vengas a dar una explicación sobre tu proceder.

La voz de Evelina resonó largo rato, como el fino sonido de un diapasón, hasta mucho después de haber colgado el teléfono.