XIX
DURANTE DOS DÍAS, Evelina estuvo sin saber qué partido debía tomar, cómo reaccionar, qué hacer. La situación creada por la revelación de Rita era demasiado imprevista, demasiado brusca; el golpe era demasiado doloroso para ella. Estaba hecha un verdadero lío; pero no aceptaba ni por un momento la idea de que la desaparición de Desiderio de sus feudos pudiera ser definitivamente cosa sancionada y resuelta. La última palabra aún estaba por dar. Intuía que debería hacer algo, pero no sabía qué. De momento, se limitó a quedar cavilando, encerrada largas horas en su boudoir, desarmada de sus arrestos habituales, completamente apagada, completamente amustiada y desconsolada.
Su propia turbación la impedía hacerse un cargo cabal de lo que podría atormentar a su hija, de Io que pasaba por el ánimo de Crista; pero era difícil que el descalabro sentimental de la chica pudiera superar el suyo propio. Al menos, así se desprendía del aspecto externo de la muchacha en los contados ratos en que coincidían en el comedor, en las salitas, cuando se cruzaban en los pasillos… Sabía que Crista tenía un carácter suficientemente formado y arrogante para mantenerse impenetrable, para disimular con actitudes que llegaban a veces a la jactancia la profunda turbación que sintiera. Madre e hija no cruzaron una sola palabra a propósito de Desiderio, como si este se hubiera esfumado de pronto totalmente, como si no hubiera existido jamás. Pero aquello no podía terminar así; era preciso actuar cuanto antes, desafiar de algún modo al cruel destino, defender la pertenencia de aquel tesoro con uñas, dientes y todo el ser.
En esta turbación vivía y se ahogaba cuando pensó que lo único necesario de momento era evitar el reconocimiento formal de su fracaso y el abatimiento consiguiente al terrible coscorrón que acababan de sufrir. Era preciso salir, airearse, darse a sí mismas una sensación de alivio exterior, rescatarse de algún modo para el mundo. Si seguían hundidas en la inacción, clausuradas por efecto del descalabro en los rincones de su casa, pronto la melancolía incurable, ese monstruo que todo lo corroe, haría presa definitivamente en las dos y acabaría con ellas y con todas sus posibilidades de arreglar las cosas, si es que estas tenían arreglo. Así, pues, a los cuatro días de haber recibido la confidencia, hizo que Crista se preparara para ir al Liceo, sin excusas. Crista puso cara de fastidio, se negó a ir; pero unos cuantos gritos bien templados de su madre la encerraron en su cuarto, dispuesta a vestirse y a seguir dócilmente los pasos de aquella.
No importaba que la obra fuera aquel «Tristán» que, con ser «lo más fuerte» de Wagner, era quizá lo menos adecuado para el estado espiritual de madre e hija. La cuestión era mezclarse enteramente en la vida social, dejarse ver de todos, hacer acto de presencia en el mundillo, aunque solo fuera para desmentir posibles habladurías, que no tardarían en suscitarse en cuanto trascendiera el desvío del joven Rius. La cuestión era no perder contacto con las realidades, actuar como si el lance tuviera que ser pasajero, como si la ruptura entre los novios no equivaliera, ni mucho menos, a esa jubilación moral, cuyo peso sentía ya Evelina en el fondo del alma.
Las trompas y los oboes ululantes de la obra wagneriana ponían un trémolo de pavor en esa alma azotada de la viuda, y en la penumbra de la escena wagneriana la estremecía dentro de sus sedas, en la peligrosa apretura de sus carnes hostigadas, de sus carnes contenidas con dificultad por el gancho de los corchetes, agazapados en los fruncidos y en las costuras múltiples del regio tafetán de su vestido, que la liaban por todas partes sin consideración.
Evelina estaba en su asiento ni más ni menos como estaría una sonámbula que paseara por una cornisa. La pesadumbre podía más que todo el fasto exterior, más que sus ganas de lucir, más que lo que era su esencia vital y la constante de su carácter.
Desde su palco sentía la vaciedad de su existencia, si en ella quedaba eliminada la proyección de Desiderio en la vida de Crista y, de rechazo, en la suya propia. Su vida estaba vacía, de la misma manera que estaba vacío el palco de los Rius, contiguo al suyo, y hasta nublada por la misma insondable oscuridad de aquel pedazo de sombras. El resto del teatro estaba poblado de centenares de rostros y de figuras, de mujeres y de hombres a centenares, a millares, que escuchaban el grave drama germánico sin un suspiro, con una atención religiosa y una unción serenísima; pero el palco de los Rius, contiguo al suyo, estaba vacío; nadie allí escuchaba el estrépito de los timbales, ni el alarido fluente, lánguido o abrupto, de la enorme diva de rubias trenzas que, en su desesperación, vacilaba a un lado y a otro de la escena, se arrodillaba, se erguía, se abalanzaba al ciclópeo Tristán, le acariciaba con manos convulsas. Aquel palco no era más que un oscuro espacio de ausencias, de olvidos, de ingratitudes, y era para Evelina como si el teatro estuviera entonces vacío, como si nada ocurriera en él.
¡Cuánta historia, cuánta vida transcurrida en aquellos espacios sumidos ahora en la media penumbra de la gran sala! ¡Qué otros tiempos aquellos en que ella era joven, en que los más encopetados binóculos se torcían para admirar su escote en la majestad de la velada! Le parecía estar viendo el arrobo con que el difunto señor Niebla la asediaba en otro tiempo con sus miradas insistentes; le parecía estar delante de aquel intrépido amigo que se llamó Pepe Dolz, al que encontraron muerto en el salón de fumar la noche de la tragedia… ¡Cuántas cosas inútiles, cuántos rastros inservibles tenía la vida! Y ahora mismo, al ver vacío el palco contiguo se imaginó que allí estaba Mariona Rebull, inquieta, juvenil, atormentada, de quien su madre decía que era la muchacha más bonita de todo Barcelona. ¡Cuánto tiempo pasado, cuánta desolación, qué extravío, los años! Ahora, al cabo del tiempo, ella seguía, angustiada, con el corazón en vilo, los sucesos del retoño de aquella que no había sido más que un meteoro fugaz en la vida social; ahora ella se estremecía y preocupaba por la figura varonil en que se había transformado y transfundido una sangre vaciada estúpidamente en la noche amarga del atentado; y todo ello ocurría quizá para demostrar que nada muere nunca del todo, que un hado misterioso injerta, modifica y traslada, siembra, mutila y recoge, malicioso y tenaz, por todos lados, vidas nuevas de viejas semillas, y embrolla, hiere, sobresalta con sus mudanzas… Ahí, en ese palco vacío, estaban, a la vez, el pasado y el presente, la leyenda y la vida, entremezcladas, amasadas, como dos luchadores aguerridos de los que se pudiera discriminar la individualidad en la obstinación y el fragor de la lucha. Y el trémolo exaltado de las arias de la escena acababa de acusar la brutal mezcolanza; eran gritos, alaridos, voces de angustia del pasado que encontraban su eco aquí, esta noche, como halla su eco el mar en lo hondo de una caracola nacarada.
Cuando los pesados cortinajes se cerraron sobre el primer acto de la larga epopeya wagneriana, Evelina se desazonó al encontrarse con la luz radiante de globos y lámparas que resucitaba de un golpe de plafón movedizo, amplio, de la sala, lleno de colores, de susurros, de miradas; con esa luz, las sombras de antaño adquirían unos rostros concretos; los seres empezaban a moverse y a hablar, y aquel mundo sumergido en la ataraxia musical se convertía en un mar de barullos, de confusiones, de cumplidos, de gestos y de palabras. Crista y ella debían, pues, adoptar una pose que estuviera a tono con la circunstancia, haciendo un esfuerzo por sobreponerse a la cruda realidad de su corazón.
Por fortuna, la puertecilla de acceso al palco se abrió y entró en él la única persona a quien Evelina no hubiera echado. Se trataba nada menos que de Javier de Castro.
—Quédate aquí, sin moverte del palco, querida —ordenó a su hija—. Voy a salir a dar unos pasos con Javier; estoy cansada del asiento.
Javier agradeció esta deferencia con una sonrisa cortés y pensó con razón que Evelina quería hablarle de algo sin que su hija lo supiera.
—Estoy muy apurada, Javier. Tengo que contarle algo. ¿Me acompaña usted a algún sitio donde estemos solos?
Javier accedió, muy complacido. Cruzaron, por detrás de los palcos, hacia el salón de fumar, donde llegaban y daban vueltas los elementos más encopetados del anfiteatro.
Abriéndole paso con el brazo, hecho un dandy en su frac magníficamente cortado, Javier de Castro llevó a su buena amiga hacia el Círculo del Liceo, de cuya directiva era vocal.
Entre criados de librea que iban y venían, pasaron a un saloncillo reservado, en el que Javier ofreció algo a Evelina, pero ella rehusó. No tenía sed, salvo de justicia.
—Se trata de mi chica y de… Desiderio. No hay nadie en quien me pueda confiar si no es usted, Javier. ¡La cosa es tan delicada!…
—Yo le prometo el más absoluto secreto, Evelina. ¿Qué le ocurre?
Evelina le contó su escena con Rita y la revelación que esta le había hecho sin olvidar el detalle del billete.
—Se trata de una francesa, una maniquí cualquiera, un producto de la guerra que sin duda piensa que en su país no tiene nada que hacer. ¡Estorbaría, en momento grave como este; sí, qué iba a hacer allí la pobrecilla! —clamó, sonrojadísima—. Una mujer así es un baldón para los hospitales, no sirve para las cantinas, no sirve para las guarderías, no sirve para nada verdaderamente generoso, para nada grande. ¿Me equivoco? No sirve para nada más que para… para quitar el sosiego a las muchachas decentes. Y esto no lo voy a tolerar.
—¿Qué ha pensado, Evelina? ¿Qué sugiere usted?
—¡Qué sé yo! Defender a mi hija, defender a mi patria, defender, sí, defender a ese pobre muchacho, a ese ingrato… No sé si se lo merece, pero lo haré. En fin: echar a esa mujer de esta ciudad, de este país.
—Usted sabe, Evelina, que Io que propone no es sencillo. Claro, sin una causa justificada. Antes que nada habría que saber quién es esa francesa, qué actividades podrían justificar una medida así. Por lamentable que sea su moral y sus procedimientos, una expulsión, una negativa de visado son cosas en las que acostumbra a irse con un cuidado extremo, para no herir intereses, susceptibilidades…
—Lo habrá, lo habrá; existirá la causa. ¿O cree usted, Javier, que la vida de esas personas no tiene peros? Mire: no la he visto más que una vez, pero estoy segura, pondría mi mano en el fuego, de que es algo… algo que no me atrevo ni a decir.
Javier la miró con ojos suspensivos; animándola a franquearse.
—Sí, espía, en una palabra.
—¿Espía, Evelina? ¿Espía de quién?
—¡Qué sé yo! Seguramente de los alemanes. Sí, según he leído acostumbran a valerse de personas así, sin escrúpulos, vistosas, porque eso no se le puede negar, y que saben introducirse sin reparar en medios. ¿No leyó lo que había dicho un jefe alemán?: «Somos invencibles; tenemos la artillería pesada y dieciocho mil espías». ¡Dieciocho mil! —recalcó—. Créame, y ya que estamos en Wagner, recuerde que aquel bruto no se lanzó sobre Sigfrido más que después de haber arrancado el secreto a su mujer sobre el punto en que era vulnerable. Sí, esas tácticas de sondeo son muy de ellos. Debo decirle una cosa; la persona en cuestión es… alsaciana. ¿No le parece a usted una buena filiación fronteriza, para estar viviendo en un país neutral?
—Sí… podría ser… —conciliaba Javier—. Pero, naturalmente, suposiciones, indicios, intuiciones, todo eso no basta para emprender una acción. Para aplicar el rigor de la ley se necesita algo más sólido.
—Sí…, y luego resulta que es tarde —se lamentó Evelina—. Esas ingenuidades, esos legalismos causan desastres. Mire, Javier; hablemos claro: recuerdo que cuando el rey de Inglaterra invitó a su primo el Káiser, se dijo que este había llevado consigo a su jefe de espionaje. ¡Exageraciones!, contestaron. Sí, sí, exageraciones… ¿Ha leído usted los comentarios a raíz de los zepelines? Las bombas llegaron hasta el palacio de Sandrigham, sin torcerse un palmo. Espere a tener más indicios, más pruebas; en estos asuntos la intuición es la única que vale. Y no le quepa duda de que Jeannine y la casa de modas y todo eso son historias. Debajo de todo esto hay algo muy gordo. ¿Por qué no? Se oyeron los tres golpes del criado anunciando la reanudación del drama. Javier se levantó.
—Pensaré en todo lo que usted me dice. ¿Me autoriza a enterarme de quién es en realidad esa Jeannine? Tengo una buena relación, un amigo que dirige una agencia privada.
—¿Detective?
—Sí. No me gusta el procedimiento a seguir. Dentro de unos días la tendré al corriente de lo que sepa.
—Muy bien, Javier. Me quita usted un peso de encima. Confío en usted, mi buen amigo. Diga, ¿por qué no nos acompaña en el palco? ¡Me siento tan sola! —se lamentó Evelina con tal expresión que Javier no se pudo negar a acompañarla.
Crista no se había movido. El segundo acto empezaba. Evelina ya volvía a razonar por su cuenta, se sentía animada. Miró a su hija y le pareció que tampoco esta estaba tan desesperada como debiera. La observó atentamente y descubrió algo que volvió a desazonarla, un elemento nuevo e imprevisto en toda aquella historia. En la platea, detrás de tres damas oscuras y maduras que ocupaban la parte frontal de un palco asomadas al pretil de terciopelo granate, se erguía la figura de Pablito de Inglada. Su tórax resplandecía por el gran palmo de almidón de su pechera impoluta. Sin disimulos, dirigía sus binóculos al palco de los Fernández, en dirección a ellos. Y Crista no rehuía la embestida ocular de su pretendiente, como a juicio de Evelina debía hacer. Al contrario, se inclinaba un poco hacia adelante para que la baranda de terciopelo no privara al galán de ninguno de los encantos de su busto.
Evelina lanzó contra el palco de abajo, con todo furor, un encuadre de sus binóculos, con lo que no hizo desistir a Pablito de su observación. Evelina repasó enteramente el contenido de aquel palco: Doña Consolación, el pelo gris, los tres hilos de perlas alrededor del cuello grueso, de un color de tierra o de trigo trillado; doña Elvira, el pelo negro, el broche de diamantes sobre la recatada seda de su vestido; doña Eulalia, el pelo castaño que tiraba a rojizo, los ojos azules, la mirada cándida, el atrezzo de topacios cubriendo una de sus muñecas y prestando un extraño fulgor a su moderado escote triangular. Las tres de negro, las tres impasibles y severas; tres solteronas, tres ramas de un mismo tronco hacían sombra al enorme corpachón de su sobrino, puesto de pie detrás de ellas con toda su arrogancia.
Mediado el acto, Evelina empezó a dar señales de impaciencia, de cansancio y expresó deseos de marcharse. Así lo dijo a Crista, que intentó quedarse un rato más. Pero en vista de que cierto dúo del escenario era interminable, y de que, en el momento en que parecía que la diva se iba ya a marchar, no hacía otra cosa que tomar asiento cómodamente sobre un pedrusco monumental, un pedazo de roca de cartón que ocupaba el centro de la escena, Evelina se hizo dar su abrigo de piel, que el propio Javier le ayudó a ponerse sobre los hombros. Crista, Evelina y su ínclito y barbudo paje de frac dieron la espalda al mundo delirante, agobiante, ensordecedor de Wagner y a toda la muchedumbre extasiada que, desde la platea a lo más alto, por una escalonada teoría de rostros, de murmullos, de languideces, estaban saboreándolo y digiriéndolo como digieren los rumiantes: de la boca al estómago en idas y vueltas sucesivas, del esófago a la salida incesantemente, sin terminar nunca de engullir las frases y los bocados musicales que habían sido tragados al principio y que se repetían sin agotamiento.
No tardaron en hallarse en el Renault de Evelina, que abrió sus portezuelas como un remanso de paz, de silencio, de sosiego y de comodidad. A Evelina y al procurador les pesaba el secreto que ahora mantenían en común y Evelina hubiera deseado que su amigo le hiciera don de las iniciativas que ya empezaban a alumbrar en su caletre con relación a las cuitas que le había expuesto, y que se delataban por el signo de preocupación que marcaba su ceño. Pero era imposible esa desconfianza a causa de Crista. No importaba, pensó; así sería más sabrosa la conversación que tuvieran a solas, en cuanto Javier hubiera puesto en marcha el aparato de sus pesquisas a través del detective de marras. Y Evelina, más tranquila que cuando entrara en el Liceo, dio una orden al chauffeur. Le dijo que fuera muy despacio, que no tenían prisa alguna. Quería ir despacio para ver si, por azar, alguno de los aspectos de las Ramblas en aquella hora conseguía mostrarle de refilón un trazo, una característica de la vida nocturna en la que sin duda Jeannine y Desiderio debían de estar insertos en aquel momento. Y el coche discurrió al paso, Rambla abajo, desde la puerta del Liceo hasta la Plaza del Teatro, mostrando a los transeúntes de aquella hora el rostro empolvado de Evelina casi completamente pegado al cristal, adosado a él para no perder detalle de cuanto acontecía en el exterior.
—¡No me diga!… —observó de pronto, dirigiéndose a Javier, Creo que he visto a alguien entrar en el… ¿cómo se llama?, en el «Excelsior»; y que ese alguien era el mismísimo general Weyler. ¡Mírelo, mírelo, todavía está en la puerta!
El otro volvió su cabeza y miró.
—Pues sí, juraría que es él. Quizá salga de algún banquete —aventuró, excusándole.
—Pero ¿al «Excelsior»?… —recalcó, extrañadísima, Evelina—. ¿Un capitán general?
—Vea, no; no es él. ¡Ya me extrañaba a mí! Fíjese… está… pero que muy bebido. No es el general, ya no cabe duda.
Evelina se sintió un poco defraudada ante el fracaso de aquella identificación, que auguraba quizás otros posibles fracasos en el mismo género de intentos; por otro lado, de haber sido efectivamente el general Weyler quien estaba bromeando de manera tan exagerada con el portero galonado del cabaret, la noche barcelonesa hubiera adquirido para Evelina unos tintes especiales, ya inconfundibles. «¡Figúrese —hubiera explicado—, hasta el general Weyler se ha trastornado! ¡Hasta él va de parranda! ¿Qué ocurrirá con los demás?».
No le faltaba a la noche de Barcelona elementos de sobra para justificar todos los temores. En aquel trozo de las Ramblas abundaban suficientemente los motivos escandalosos. Aquí una muchacha se había levantado sin el menor rubor la falda para buscar algo en la liga, mostrando un palmo de carne rosada y viva. Más allá, en un coche, dos mujeres estaban abrazando a la vez a un caballero completamente hundido en el asiento. Una tercera mujer con claveles en el pelo, ocupaba el pescante al lado del cochero, al que animaba a beber de una botella. En la puerta del «Suizo» dos mujeres «como Jeannine» se subían a un coche, mientras los dos hombres que las acompañaban parecían intentar que una tercera mujer siguiera con ellos. Por todos lados se ofrecía a la huidiza luz que penetraba por el cristal del Renault los ángulos de un mundo ambiguo, descocado, cabrilleante, que Evelina quería asir con un golpe de vista para ponerse à la page, para estar en condiciones de enjuiciar, atacar y vencer. Javier de Castro parecía observar la curiosidad de Evelina con cierta condescendencia. Y conmovido por ella se atrevió a comprometerse formalmente ante su amiga. Se comprometió a no cejar hasta que Evelina pudiera respirar tranquila.
—Créame, Evelina, nada hay en la vida que sea irremediable —generalizó, por amor de Crista—. Y en este caso concreto, yo creo que es mucho más sencillo de lo que nos imaginamos. Puede estar segura de que cosas mucho peores han pasado por… por mi bufete. Le prometo que no pararé hasta verla sonreír otra vez. ¿Me cree? ¿Tiene confianza en mí?
—Oh, sí, absolutamente. —Y rubricó su confianza con una frase, murmurada para sí sola, frase que los poilus habían cantado y cantaban repetidamente en las trincheras—: «On les aura, les boches!…».
A partir de aquel momento, Evelina puso manos a la obra. Se trataba de destruir a su enemiga, de arrancarle de los brazos, en caliente, de grado o por fuerza, a su presa, a Desiderio. Se trataba de mortificarla y de triturarla de tal modo que hubiera que dejarlo abandonado y huir del país. No sabía Evelina por dónde empezaría, pero el primer paso ya estaba dado. Por mediación de Javier tendría una información completa sobre la interesada, que, pillada y seguida así, de cerca y por sorpresa, mostraría sus perfiles más cándidos y más vulnerables. Sí, tantos a tantos… No iba a pararse a meditar en los procedimientos con gentes de esa calaña. Como hizo aquella bestia humana con Sigfrido —Hagen, o como se llame— cuando menos ella lo esperara, y valiéndose de las confianzas que pudiera arrancar, sería atravesada por la espalda. Y eso, sin la ayuda de nadie, ni siquiera de Rita, a la que desde la confidencia miraba con recelo y con un poco de asco.
Lo primero que era necesario era saber quién era Jeannine. En este punto, una vez más, el buen sentido de Javier de Castro había dado en la llaga. No bastaba con la opinión o el informe del detective que Javier pondría en acción. Se enteró de los días en que se pasaba la colección en los salones de «Suzanne Forain» y se hizo mandar un par de invitaciones. Era en su propio cubil donde iría ella a observarla.
Se decidió a elegir por compañera en esta visita a la esposa del doctor Duró. No quería que la acompañara ninguna de las damas que acostumbraban a frecuentar modistos, para que no incurrieran en la infamia de enamorarse de alguno de los modelos y pasar encima por el bochorno de beneficiar al antro cuyo solo nombre la sacaba de quicio. Eligió a la modesta, átona, insignificante señora Duró, justamente por eso. Esa dama, de quien su marido decía «la pobre Rosita» con aire de compunción, puesto que, según la opinión de Evelina, era tan «poca cosa» y estaba tan poco a la altura de los talentos de su marido —y, sin embargo, este, por compasión, por rutina, por lo que fuera, quizá por un sentido caballeresco, seguía fingiendo con ella una comprensión falsa—, era sin duda la compañera ideal para esa «descubierta» bélica, y ante ella Evelina no se tendría que preocupar mucho de disimular sus estados de ánimo ni de la tensión de sus nervios.
Rosita Duró y Evelina entraron en el salón de madame Forain a media tarde y tomaron asiento en uno de los ángulos; Evelina se hundió en su sillón, al paso que su acompañante parecía que no se atreviera a sentarse con comodidad y no apoyó más que con un roce sus tímidas posaderas en el borde del mullido asiento. Una dama masculina, encopetada, de facciones gruesas como un hombre, la propia madame Forain, se acercó a Evelina y la saludó con una inclinación, sin pronunciar palabra; así hizo con todas y cada una de las señoras que empezaban a poblar sus sillas, sillones y sofás, entre las cuales saludó Evelina a varias conocidas, sin pasar con ellas de esa formularia y superficial acta de convivencia. Luego, empezaron a aparecer las modelos.
Una secretaria española iba enumerando a la salida de cada maniquí el nombre y las características del vestido que se mostraba. Esta secretaria llevaba un bloc y un lápiz en la mano y de vez en cuando, cuando era requerida, se acercaba a una de las dientas y le aclaraba alguna cuestión, la principal de todas, la del precio, y volvía luego a su lugar. No tardó ni cinco minutos Evelina en ver aparecer a Jeannine. Se quedó un momento como deslumbrada, sin atreverse a mirarla, tal era el efecto que causaba aquella mujer vista de cerca. Pero luego se sobrepuso y la miró descaradamente.
Jeannine era un prodigio de tules, de gasas, de muselinas, sobre un vestido de color de hortensia con reflejos azulados, coronado por la pompa de un sombrero vienés de alas anchas en el que vibraban unas cuantas plumas que caían y se doblaban sobre su espalda. Jeannine entró con una arrogancia singular, sin mirar a nadie, como una especie de pájaro volante, multicolor, arbitrario, insensible; se acercó con pasos breves a la mesilla que ocupaban Evelina y su compañera, se paró un instante, bajó los ojos al suelo, dio una media vuelta airosa para mostrar las gracias posteriores del vestido, se puso de cara nuevamente, elevando entonces su mano derecha hasta la altura del busto, recogió con ella el tul que flotaba a cada uno de sus movimientos y volvió a andar, airosamente, en dirección a las otras mesas. Evelina la contempló, la sorbió con la mirada hasta en sus más nimios detalles, el esplendor rubio de su cabello bajo las alas del amplio sombrero, la punta de los pies que pisaban suavemente el encerado, el nácar de sus uñas que destellaba un instante a la luz de la lámpara del salón. No pudo negar asombro, desconcierto, rabia, sensación de baldón ante la indiscutible personalidad de la manceba. Era difícil luchar contra eso, contra tal seguridad, contra el manojo de sedas y de terciopelo que la envolvía. Después, cuando volvió a pasar vestida de manera distinta, en un sencillo tailleur gris, resuelta y menos agobiada, más «como debía ser cuando Desiderio la abrazaba», según pensó la viuda, Evelina sintió reavivarse todos sus rubores de indignación. La miró a la cara y Jeannine aguantó estoicamente esa mirada, como si no le concerniera. Evelina personalizó de nuevo en la manera elusiva con que Jeannine se desquitaba de tanta observación, quizá por un aplomo meramente profesional, todos los ingredientes que sirven para identificar a una delincuente política en la persona de apariencia más inocua. Aquellos ojos pudieran muy bien ser dos instrumentos de muerte y traición y es posible que estuvieran a sueldo de cualquier otro extranjero para lanzar sus destellos, para dejar caer así, con indiscutible maestría, el telón sedoso de los grandes párpados abiertos. ¿Era necesaria otra prueba, como pretendía Javier? ¿No bastaba esa mirada mentirosa y falaz de los grandes ojos, azules y cándidos, para ordenar la fulminante detención de la intrusa? ¿No había en esos ademanes estudiados, falsos, elusivos, con que ella pasaba, una provocación clara? ¿No era ese el paso con que se penetra como sin querer en los secretos más comprometedores? ¿No era ese cuerpo lánguido, exquisito, distante, esmerado, aquello que los abogados y los policías llaman «el cuerpo del delito»? Sí; esa mujer había nacido para espía y si no lo era daba igual, puesto que es imposible coger nunca a esas gentes con las manos en la masa. Como la mujer del César, no era solo necesario que fuera honrada, sino que lo pareciera. Y si parecía nacida para espía, por espía había que juzgarla, sin dilaciones.
Poco después, Jeannine pasó con otras telas, vestida cada vez de una manera distinta, y en esta mutación aprendió Evelina a conocer a otras tantas distintas Jeannines, cuantas le pareció que podían caber en su imaginación. Una era tierna, alada, espiritual; otra malévola, seductora, incitante; la tercera, clara, sencilla, jovial, adolescente; la cuarta, sensual; la quinta, diplomática; la sexta, hasta mujer decente, señora de tomo y lomo; la séptima, lo que ella consideraba como la perfecta clasificación de su ser: una cocotte de modales atrevidos y atrevida tenue, poco escrupulosa… La octava, la novena, la décima, todas las Jeannines se barajaban en una sola imagen suspecta, corrompida, de mujer a quien había que machacar y eliminar en cada una de sus diez o doce cabezas de hidra forastera.
Cuando Evelina volvió a su casa, al regreso de su asistencia al desfile de modelos, encontró aguardándole en el salón a Javier de Castro. Habían pasado sus buenos ocho días desde su conversación del Liceo y el procurador llevaba noticias abundantes.
Ramiro Mendizábal de la Higuera, abogado, policía excelente, hombre de penetración singular, director y gerente de la Agencia «Pro Claritas», dedicada al husmeo de las vidas ajenas, se había puesto en el acto al corriente de los deseos de Evelina, de la delicadeza y gravedad del caso que le era expuesto, y había empezado sus pesquisas destacando a dos de sus agentes, uno diurno y otro nocturno, en seguimiento de la modelo Jeannine. Eso no había podido hacerse sin que, al propio tiempo que Jeannine, el equipo de Mendizábal no siguiera también en los ratos en que estaba con ella al propio Desiderio. Javier de Castro recomendó buen ánimo a la viuda para soportar la violencia de lo que iba a escuchar. El informe que traía no era un informe baladí y volandero, sino que estaba mecanografiado en unos folios con membretes de «Pro Claritas», aunque había que añadir que semejantes papeles eran absolutamente confidenciales, reservadísimos y para uso estrictamente personal. Los nombres estaban trucados; así, donde se leía «Mariscal» había que leer Desiderio; ella era la «Condesa». Javier de Castro, en cuanto advirtió que la viuda se hallaba preparada para recibir golpes a destajo, empezó con voz pausada su lectura.
—«Lunes, día 12: Llegada del Mariscal a casa de la Condesa a las doce horas. A la 1.35, salida de la criada de la Condesa en dirección del restaurante “Suizo”; encargo de consomé, pollo y dos botellas de champán; a las cuatro y media, nueva salida de la misma fámula hacia el estanco: encargo de dos paquetes de cigarrillos, uno “Capstan”, otro “Muratis”. A las nueve y media, salida del Mariscal y la Condesa. Cenan juntos en el “Glacier”. El menú está compuesto de…».
—No es necesario que detalle, Javier. Siga leyendo —interrumpió la viuda.
—«A las doce y cuarto, salida del “Glacier” a pie y entrada en el “Excelsior”. En el “Excelsior” el Mariscal baila con la Condesa diversos bailes, en particular tangos y valses. Consumición: una botella de champán y un whisky para el caballero. A las cuatro, resopón en el “Grill Room”. Dos bocadillos de…».
—No, no siga adelante. Hágame un resumen de todo —barbulló Evelina, apabullada.
—Lo más importante es eso: «Día. 15. La Condesa recibe la visita de “Gavilán Negro”…».
—¿Quién es ese?
—Luego le contaré.
—«… a las cuatro de la tarde. Sale a las ocho y media. A las nueve sube a casa de la Condesa el Mariscal. Salida a las diez menos cuarto, en dirección al “Continental”, donde cenan. A la salida, entran en el “Excelsior”, donde suben a la sala de juego, hasta las dos y media. El Mariscal prueba suerte en la ruleta y gana mil ciento doce pesetas. Insiste durante toda la noche en los rojos y muestra una singular fortuna en sus imposiciones. A la salida acompaña a la Condesa a su casa, pero no sube a ella y se retira tomando un coche de alquiler en la entrada de la Plaza Real».
—Dígame, Javier. ¿Qué significa todo eso? ¿Quién es ese «Gavilán Negro»?
—Este es nuestro elemento y me atrevo a pronosticar que es por ahí por donde nos será posible emprender más a fondo el asunto. Se trata del protector de esa… chica. Es un holandés, un hombre de negocios de una gran fortuna, judío él, traficante en pieles. Pero, según dicen, ese es solo su negocio aparente, su tapadera. Nadie duda de que es un personaje turbio. Entre sus negocios también está la casa de modas en la que ella trabaja, aunque aparezca con el nombre de la señora Forain. Hay que indagar a fondo en todo esto y no dudo de que sacaremos algo útil para sus planes. Al menos así lo piensa Ramiro Mendizábal, que se ha tomado ese asunto como cosa propia.
—¿Usted cree que Mendizábal…?
—Sobre eso, no hay nada que temer. Mendizábal es la prudencia en persona. Lleva muchos años de práctica. No hay nada que temer.
Cuando Javier de Castro se despidió, con la conciencia aligerada y la promesa de volver al cabo de unos días, tan pronto como los informes fueran más amplios, Evelina sintió que ya estaba metida de lleno en el embrollo y que no pararía hasta su término. A los deseos de liberar a Desiderio del dominio de aquella esbelta arpía y de dar una satisfacción sentimental al corazón de su hija, se unían, para su estímulo, los hilos de una verdadera novela policíaca que empezaba a desarrollarse ante ella. La intromisión de la figura de este misterioso señor de Hugtenhagen, o como se llamara, añadía tintes seductores a sus proyectos y pronósticos. Algo se había logrado. En adelante, empezaban a diseñarse los personajes a los que habría que desenmascarar y atacar.
Lo primero que haría sería pedir ayuda, para sumarla a la que le prestaba el bueno de Javier, a su admirado amigo el doctor Duró. Algunas veces este médico, tan famoso como incapaz, le había ofrecido su protección en forma que a la viuda se le antojaba ahora pintiparada para una ocasión como la presente. Recordaba que cuando murió su marido ella pensó, por un momento, que ciertos parientes lejanos podrían armar discordia a propósito de las particiones de una finca que el difunto tenía en Extremadura, particiones que la viuda acabó vendiendo, para no mezclarse en litigios; en aquel trance el doctor se brindó espontáneamente a «hacer callar» a los revoltosos. Ese «hacer callar» del doctor Duró tenía ahora para Evelina matices singulares. No se trataba, naturalmente, de usar de ninguna violencia; pero estaba segura de que Duró, que en aquella ocasión le había hablado del poder de sus «amigos», tenía ocultos en el anónimo los enlaces suficientes para edificar o derribar prestigios, para ejercer, desde las más diversas esferas de la sociedad, una coacción sutil y secreta que obligara a torcer voluntades y a hacer seguir a determinada gente por caminos que no le eran gratos. ¿Qué mejor ocasión que esa para que Duró pudiera practicar su menester benéfico en provecho de una causa justa? Así, pues, al día siguiente, en una sesión que se prolongó durante una hora en el gabinete vacío del doctor —justamente en honor de ella, según dijo, había zanjado todas las visitas de aquella tarde—, Evelina le expuso sus cuitas, los informes del detective Mendizábal, sus presunciones de que Jeannine y el holandés fueran espías o poco menos.
—¡Oh, no hay necesidad de cargos tan graves para que la gente que estorba se vea obligada a cambiar de aires! —aventuró—. No es necesario idear novelas para eso. La misma realidad nos brinda el punto flaco de cada cual, y ante él los procedimientos en cada caso son múltiples. ¿No hemos visto hundirse prestigios como al son de un timbrazo? Entonces, basta que la rueda se ponga en marcha.
—Pero ¿y si fueran espías de verdad?
—Para que aquí se pudiera hacer algo, tendrían que ser espías contra el propio país, y en general, los espías aquí no se interesan por nuestros secretos, como es natural; lo que les interesa son los secretos de sus enemigos en la guerra. Pero como le digo, olvidemos lo del espionaje. En este Hugtenhagen me parece que hay, como le digo, suficiente materia parda para poder actuar. Déjeme apuntar unos datos.
Y el doctor Duró sacó papel y lápiz y trazó unas líneas de recordatorio.
Todo estaba ya en marcha. Evelina se proponía no cejar, no dejar tranquilos a sus consejeros hasta que la cosa estuviera resuelta, hasta que no viera tomar el portante a la exquisita modelo y a su protector.
Crista estaba completamente al margen de las zozobras y quebraderos maternos. No sospechaba en absoluto lo que Evelina se traía entre manos. Evelina consideraba necesario llevarlo todo adelante con el mayor sigilo y secreto. Eso le había rogado encarecidamente, entre otras cosas, el doctor Duró.
Completamente ausentes de todo, alejados de la trama que empezaba a tejer diestramente Evelina, Desiderio y su amante estaban viviendo las horas más dichosas, más exultantes de su vida. Bebían a raudales la dicha, el uno en el otro. Cuando tenía guardia en el cuartel, Desiderio podía disponer de toda la jornada, hasta la mañana siguiente, para pasarla al lado de Jeannine. Cuando no tenía guardia la veía a la salida del despacho, mañana y tarde. Ni un solo día pasaba sin verla. Y a esa gratísima compañía que se hacían había venido a unirse como por milagro la de los componentes de un pequeño grupo de amigos, que acolchaban y daban un relieve comunicativo a la relación. Antonio Mira y Asmodea por un lado, y por otro Óscar Andrade, emparejado con la compañera de Jeannine que se exhibiera con ella en el Polo, vinieron a formar un grupo que se reunía todas las noches, unas veces en el «Continental», otras en el piso de Antonio, situado en un ático de la derecha del Ensanche. Ya no era aquel amor escondido y aislado de la primera etapa de su entrega, sino una relación que podía exhibirse, que se paseaba sin miedo entre los demás, que compartía con ellos el mantel del restaurante y el velador del bar.
Todo eso lo iba siguiendo Evelina puntualmente a través de los informes de la Agencia que Javier de Castro le servía regularmente a domicilio. Las visitas de Javier se hacían ahora periódicamente, una vez por semana, a la hora del café. Evelina hallaba a Javier de Castro en el salón, esperándola apoyado en la empuñadura de marfil de su bastón y el sombrero ribeteado en la otra mano. Después de la efusiva salutación, se sentaban y Javier empezaba la lectura de los memoriales, interrumpida a menudo por las exclamaciones y comentarios de la viuda. Entraba la doncella con el café y se producía el silencio consiguiente. Evelina servía el apetecido néctar, que Javier ponderaba desde hacía varios lustros como el mejor de Barcelona. Mientras se tomaba el café olvidaban los motivos concretos de la visita del procurador.
—Sí, Evelina, sí. La guerra sigue siendo atroz —decía el procurador, llevando a sus labios la tacita—. Y lo peor es que no se ve su término.
La voz serena del caballero de Castro era un bálsamo para la viuda. Se sentía revivir.
Solía hablarle con conocimientos técnicos del poderío alemán, puesto que Javier seguía siendo encendido germanófilo; sobre los efectivos, sobre los armamentos… Sostenía que los alemanes habían revolucionado los modos de hacer la guerra tal como los concebían nuestros abuelos. Evelina escuchaba con delectación. Le confortaba que también las guerras envejecieran.
—¿De modo que ganará Alemania? —solía preguntar, no muy tranquila.
—Chi lo sa? —argüía entonces el procurador, con gesto ambiguo—. Esto ya pertenece a los designios de la Providencia —excusaba—. Bien. Volvamos a lo nuestro.
Y cogía de nuevo la hoja, para seguir informando a su amiga de los incidentes, las luminarias y los rasgos del camino que había emprendido Desiderio Rius hacia su disolución. De día en día se iba perfilando la eclosión mundana, el desenfado, la dislocación del joven. Los cabarets, las salas de juego y las horas, cuya sola presunción escalofriaba a Evelina, pasadas en el pisito de Jeannine, con el recado repentino de unas botellas o de una cena llegada del «Suizo» trazaban una silueta cada vez más precisa de aquel amor que alejaba inexorable, definitivamente a Desiderio de sus lares.
—¿Está muy preocupada, Evelina? —inquirió el procurador, tiernamente, advirtiendo el temblor de las manos de aquella mujer ante una noticia demasiado elocuente, entre las muchas que contenía casi siempre el memorial.
—No sé, no sé, no me explico… No acierto a comprender cómo su padre, don Joaquín, con lo severo que es… Cómo lo permite, cómo no se ha dado cuenta aún…
—Sí, algo hay de muy raro en eso. Voy a hacer una cosa —sugirió el procurador—. Me voy a informar, con toda cautela, por alguien de confianza. Un amigo mío me hablaba del apoderado de la fábrica, hombre de todas prendas, hijo de aquel contable Llobet que murió cuando el atentado del nueve… Yo me enteraré. Sacó de su petaca de plata un cigarrillo.
—¿Me permite fumar?
Ella autorizó, con magnanimidad.
—Sobre todo que sea sin perjudicar a Desiderio.
—Descuide.
Y mientras desviaba el diálogo hacia otro tema, como para acabar de tranquilizarla, Javier de Castro encendía un «tener» emboquillado.
—Aunque yo me pregunto, Evelina… —abordó al fin—. Me pregunto si está segura de que lo que usted hace conviene del todo a la chica.
—¿Qué quiere decir con eso, Javier? —preguntó, intrigada, molesta.
—He oído cosas curiosas que la atañen, Evelina —dijo el procurador, expeliendo una espiral de denso humo—. Usted me dirá si le molesta que le hable de ellas o no —y sopló en la cerilla, aún encendida.
Evelina aguzó el oído.
—¿Qué cosas son?
—Me han dicho que existe cierto otro pretendiente de Crista… —dijo con cautela, poniendo la cerilla en el cenicero. Advirtió un rictus de desagrado en el rostro de Evelina.
—Si he de serle franca, Javier —contestó—, me extraña la indiferencia con que Crista se ha tomado este asunto. Pero no sé nada más.
Javier de Castro se acercó a los labios la tacita de café, que Evelina, algo nerviosa, acababa de llenar de nuevo. La dejó sobre la mesilla, después de sorber en ella sin un ruido. Se sacudió de la barba negra una pizca de ceniza que le había caído entre los pelos.
—No me tome usted por un casamentero ni por un chismoso —se excusó con llaneza, con la familiaridad de siempre—. Nada más lejos de mí, ya me conoce. Pero quisiera para Crista toda la felicidad de este mundo, usted lo sabe…
—Bien, eso es lo que estamos procurando; a eso y solo a eso lleva nuestra intervención en esos ambientes tan… repugnantes, ¿no es verdad?… —manifestó, acalorada.
—Sí, sí, desde luego. Pero… es que… sé que la muchacha está armando una revolución en cierta familia…
—No será tanto. ¿De quién se trata?
—De los Inglada —confesó el procurador—. Creo que el muchacho, Pablito, ha hablado con entera claridad a sus tías respecto a sus intenciones. Dicen que está dispuesto a llevar adelante la cosa si… si Crista accede.
—¿Acceder?
—Tengo entendido que se ven a menudo. Por eso digo… ¿estamos en un camino conveniente, Evelina? ¿No avanzamos en falso? Hay que pensar en eso.
Pero Evelina parecía decidida a no pensar en nada. Tenía por bueno su camino.
—¡Bah, Javier!… No me venga usted con escrúpulos, por Dios… Ni Crista quiere a nadie más que a su novio, ni ese Pablito es hombre para ella. Si no hay más que verle…
Algo escéptico parecía mostrarse el procurador sobre la autenticidad de los juicios de Evelina. Pero esta continuó con firmeza:
—¡Si conoceré yo a mi hija!… Lo que le pasa es que está dolida, y que es muy terca… En estas circunstancias incluso sería de temer que… por despecho, por orgullo mal entendido diera pretexto a… En fin, que no tiene derecho a alimentar las ilusiones de un chico para desquitarse de otro, o con el único fin de que el otro se sienta aludido… ¡No, no; eso no será así! Voy a hablar con Rita, hoy mismo, ahora mismo. ¡Nada de Pablitos! —sancionó, sin réplica, rotundamente.