XV
COMPRENDIÓ QUE ALGO muy notable había ocurrido; sus pronósticos y apreciaciones no eran los mismos. Es como si aclarara de pronto el sentido de su vida; todo, ahora, se le aparecía con claridad. A la mañana siguiente, a la salida del cuartel, se le ocurrió que no bastaba con su convicción de que Jeannine no constituiría ya nunca más un peligro para él. Era preciso romper con ella, costara lo que costara. Era necesario poner a salvo, de una manera terminante y explícita, su propia moral, el respeto que debía a su novia, la dignidad de su estilo de vida, anticipándose a esos peligros, cortándoles directamente el camino. Aunque su corazón, al evocar a Jeannine, sintiera aquella leve punzada demoledora, era preciso acabar su relación con ella. Debía ser digno de Crista y de su confianza natural y plena; las horas pasadas a su lado en Caldetas habían hecho renacer las formas de su honor, «de su propio decoro», como le dijera el doctor Duró, y se disponía a ser consecuente con esta realidad.
Decidió llamar a Jeannine por teléfono. La llamó a la casa de Couture, después de haberse cerciorado por una llamada inútil de que no estaba en casa. Por la voz con que ella le despidió al colgar, coligió Desiderio que Jeannine presentía el porqué de aquella llamada insólita.
No le preguntó qué ocurría. Lo daba por supuesto. ¿No le importaba ir a la «Maison»? Allí podrían hablar sin testigos.
El taller y casa de modas de madame Forain estaban situados en la parte céntrica de la Gran Vía, no lejos del Paseo de Gracia. Una puerta de cristal biselada con el nombre de la dueña, en bastardilla inglesa, invitaba a entrar sin llamar, pero Desiderio tuvo que hacerlo, porque la puerta estaba cerrada con llave desde el interior. Le salió a abrir la propia Jeannine. Llevaba un vestido mañanero y sencillo, corpiño blanco ajustado en la cintura por una falda beige. Le hizo entrar. La luz descubría a raudales los detalles y objetos de la amplia habitación, cuyas dimensiones eran consecuencia del derribo de los tabiques de tres habitaciones normales. En las paredes colgaban unos grandes espejos con marco dorado e innumerables litografías de maniquíes, figuras femeninas en poses diversas; sobre las mesillas se veían pilas de magazines de modas. Aquí y allá se dispersaban divanes y sofás, dispuestos de forma que en las tardes de exhibición las visitas pudieran ver hasta su término toda la trayectoria de cada modelo. Pero todos ellos se hallaban enfundados, ocultos por gruesas coberturas de hilaza. La vidriera de los tres balcones estaba abierta y por ella se filtraba, como si sonara en la propia habitación, el sonido de las campanillas de los tranvías y de las bocinas de los coches de la calle. Sin decir palabra, Jeannine se adelantó y fue a sentarse en uno de los tresillos, en el ángulo opuesto a los ventanales. Hizo signo a Desiderio para que se sentara a su lado. Este lo hizo, miró al suelo un instante, luego levantó la mirada y la dirigió a los ojos de ella.
—Te extrañarán mis prisas por hablarte —empezó, con cierto titubeo—, pero no he querido que pasaran los días sin que supieras…
—¿De qué se trata? —preguntó ella, inmutable.
—Debo ser leal contigo, y explicarte.
Jeannine, confundida, sonriente, sufría tanto por verle así como por su propio dolor. Pero no se inmutó. Ahora todo estaba ya perfectamente claro.
—Tú sabes que yo no era libre y pensé que en amor se podía mentir. He llegado a la conclusión…
—Desiderio, chéri, por favor —interrumpió ella—. Te he comprendido perfectamente. Significa que es tu deseo ahora que no nos veamos. ¿Es así?
—Sí. Así es.
—No tienes que apurarte por eso —dijo Jeannine, con la mayor tranquilidad—. De todos modos, agradezco tu visita. Eso permitirá que sigamos siendo unos buenos amigos, ¿no crees?
—Sí. Mi amistad por ti sigue siendo la misma.
Ella pareció vacilar un instante, ir a expresar una idea repentina, pero se calló. No había nada que decir.
—Lo sospechaba —se limitó a afirmar, tras un silencio que Desiderio estuvo a punto de romper.
Y Jeannine cambió de conversación.
—¿Sabes que me han propuesto un gran viaje? —y lo decía como para tranquilizarle.
—Ah, ¿sí? ¿Dónde?
—Muy lejos. A ver si lo adivinas.
—¿Estados Unidos?
—No. Más abajo…
—¿Las Antillas? ¿Argentina?
—Sí. Buenos Aires.
—Bonito viaje.
Ya no estaba en situación de preguntar quién era el acompañante.
—Madame quiere instalar una casa allí. Quisiera que yo la acompañara.
Ambos pensaban que esa era una hermosa excusa para quitar pesadumbre a la despedida.
—Si te he de ser sincera, me agrada alejarme de aquí —y parecieron entonces brillar sus ojos, como si escaparan las lágrimas—. Europa me da miedo. Yo he sufrido mucho en Europa.
—Te sentaría muy bien un viaje ahora. Pero ¿no tienes miedo de la travesía?
—Dicen que solo se muere una vez. Yo no lo creo. Creo que se muere muchas veces, quizá cuatro o cinco. Pero sea como sea no tendría miedo. Al contrario: el barco es sedante. Yo me pasaría la vida en el mar.
Sin duda, al hablar por teléfono, Jeannine había presentido totalmente el motivo de la llamada. Ahora se daba cuenta Desiderio que, de otro modo, no le hubiera citado allí. Aquella enorme habitación destruía toda intimidad; en ella parecían naufragar los sentimientos, perderse en vacilaciones las ideas. Desiderio metió la mano en su bolsillo.
—Debo devolverte algo. Tengo todavía…
Pero ella le contuvo con un gesto.
—¡Oh, detesto eso! —exclamó, disgustada, con un rictus de violencia en el ceño—, guárdalas, guárdalas contigo, como… recuerdo. Quizás algún día quieras volver a verme.
Desiderio guardó de nuevo el llavín del piso de ella.
—No te enfades, pero… era demasiado violento, ¿comprendes? —explicó.
En efecto, devolver unas llaves era para ella un símbolo práctico y casi mercantil de aquello tan puro que se desvanecía. Detestaba en aquel trance todo lo que fuera concreto.
—De todos modos, nos veremos. Algún día podemos salir a cenar, como amigos, ¿me dejarás? —ofreció él.
Ella se había levantado. Pretextó que la estaban esperando en la sala de pruebas.
—Si tú lo deseas…
Quedaron un instante mirándose frente a frente. Ambos estaban perplejos, aturdidos, deseando que aquello acabara cuanto antes. Jeannine se adelantó hacia la salida.
Entonces, a través de uno de los grandes espejos de la pared, advirtió Desiderio de pronto en la cara de la modelo un movimiento de desánimo, una máscara de infelicidad súbita y violenta. Aquella ráfaga se lo llevaba todo por delante. Fue como si sus hermosos rasgos se relajaran, como si su boca contuviera un sollozo, como si sus labios magníficos mordieran un instante su dolor inclemente. Pero esta imagen fugaz de la desolación solo vivió en el espejo. Al volverse, Jeannine estaba de nuevo sonriente, como si nada le afectara. Al darle la mano, sin embargo, notó Desiderio que estaba fría y temblando.
—Adiós, Jeannine. Que seas dichosa —se despidió él, besando su mano.
Ella no dijo nada. Le miró, mientras sus párpados parecían moverse imperceptiblemente como si contuvieran una emoción profundísima.
Desiderio se alejó. Al volverse, vio la sombra de Jeannine que se perfilaba en el cristal biselado y opaco de la puerta; la sombra de sus manos llegó hasta la sien y toda la silueta de ella, aquella fina lámina irreprochable, se disolvió de pronto en el gris del cristal, alejándose.
Durante todo el resto del día anduvo desorientado, sin hacerse todavía a la idea de que se había despedido de Jeannine para siempre. Y a medida que pasaban las horas, esa impresión se iba tornando más incómoda y asfixiante. Bien es verdad que no había más que un remedio para arreglar su situación, y ese medio había sido aplicado por él con toda la audacia necesaria. Ahora ya estaba hecho. No le quedaba más que dejar pasar unos días, tender sobre su añoranza y su dolor un puente de tiempo y pasar por él al otro lado, a su vida habitual, a sus costumbres, al amor de Crista, al cumplimiento de sus obligaciones en el cuartel, en la fábrica… No le iba a ser tan difícil cuando lo más difícil, el rompimiento con Jeannine, ya estaba consumado.
Poco a poco se tomaba obsesiva la desgarradura íntima de Jeannine, solo entrevista y revelada por el espejo. Aquel rictus de dolor, de haber sido expresado en su cara y abiertamente, hubiera hecho inútiles todos sus propósitos. No podía ver sufrir a Jeannine de ese modo. El movimiento de sus labios, la imperceptible vibración de sus párpados, la distensión de todos sus rasgos a punto de romper en sollozo le impregnaban poco a poco de un sentimiento de revulsión, de un remordimiento tardío. Es seguro que no hubiera podido soportar la manifestación de ese dolor a las ciaras. Es seguro que, al sentirlo ante él, hubiera cedido enteramente.
«¿Qué hará Jeannine? ¿Qué debe hacer?», se preguntó a lo largo de las horas de aquella jornada. Intentaba evocar la imagen de Crista en la tarde anterior, sus propósitos inquebrantables formulados entonces, pero así y todo la imagen de Jeannine, su dolor disimulado, la categoría extraordinaria de su despedida, sin un reproche, sin una alusión, venían a atormentarle, a zarandearle bruscamente. En la fábrica se entretuvo en traducir poemas, pero abandonó el trabajo. En su casa intentó leer metido en su cuarto, mientras su padre pasaba la cuenta de sus gastos, pero no consiguió fijar la menor atención en el texto. Durante la cena escuchó el sordo rumor de su padre al sorber la sopa, y este rumor contribuyó a enervarle aún más. Le parecía entonces que había cometido una estupidez, que jamás conseguiría amoldarse del todo a la vida corriente, y que Jeannine debía tener un triste concepto de su persona, sin duda el que merecía. ¿A santo de qué la ruptura? ¿A santo de qué la despedida? ¿Era necesaria? ¿Qué pensaría ella de todo eso?
Un gran silencio y una gran soledad llenaban su oscura alcoba en la que, al rato dé acostarse, no conseguía conciliar el sueño. El balcón estaba abierto de par en par. La noche, todavía calurosa, parecía no tener una fisura, una rendija, por la que asomara un poco de eternidad y de esperanza. ¿Qué haría Jeannine? ¿Quizá… quizá se drogaría, para olvidar que él ya no estaba? Sí, no le cabía duda de que Jeannine haría algo lamentable, tal era el signo de aquella oleada de dolor escondido que había asomado en su rostro al cruzar el espejo. ¿Y dejaría él que eso ocurriera? Los más siniestros pensamientos —aquella pistola de puño de nácar que ella llevaba en su bolso—, los peligros inmediatos y fatales en que él la acababa de poner, no podían ser conjurados más que por él mismo. Sí, se sentía en el deber de evitarlo.
Alguna otra noche, antes de su entrada en el cuartel, había pensado en salir a escondidas, aprovechando el sueño de su padre. Pero entonces no era atrevido como ahora, ni había entonces nada serio que justificara esa audacia. Pero hoy «no podía» dejar de hacerlo.
Pasó mucho rato en la más pura abstracción. Era como si le hubieran arrancado de golpe todo entusiasmo y todo propósito. Recordó una por una muchas de sus escenas con Jeannine, desde la primera noche en que salió con ella hasta hoy. De pronto, un leve rumor, algo que semejaba un latido, o aún menos: un vestigio del aire runruneante y alterno cruzó los tabiques y llegó hasta su percepción. Era una oleada lenta y regular; su padre respiraba en el sueño con un ronquido monótono.
En la oscuridad, las manos palpan los objetos conocidos, las cosas de nuestro derredor, con una sabiduría que va más allá del mudo sentido que ejercen. Decidido ya de pronto, se escurrió de la cama. Era toda su alma la que asomaba y sentía en la yema de sus dedos. Una por una fue reconstruyendo la situación de las ropas que iba a volver a vestir. Era como vestir a un fantasma, un fantasma que era su propio cuerpo extraviado y desorientado; sus ademanes y aquella sombría labor nocturna tenían algo de taumatúrgico, un poco de locura.
Luego, pasando sobre sus cabellos el peine atrapado en la tiniebla de la repisa del tocador, quedó un largo rato escuchando a través de la puerta. La abrió un poco. Los ronquidos de su padre eran más fuertes, más pausados. Dormía sin inquietud. Aguardó un rato más para cerciorarse de que la calma era absoluta, abrió la puerta de su cuarto y quedó en el centro del corredor.
Conocía al dedillo la situación de los obstáculos que debía salvar. Avanzó por el corredor, eludiendo el bulto de un bargueño que localizaba mentalmente a su derredor, adosado a la pared. Descubrió el saliente de la comunicación del pasillo al recibidor. Se paró allí para tomar la dirección de la puerta. Debía cruzar el recibidor en diagonal y empezó a andar, de puntillas. Llevó su mano a la pared y notó que solo se había equivocado unos centímetros. Elevó un poco su mano y rozó el frío metal del pestillo que tenía que descorrer.
Desde allí se escuchaba, un poco más alejado e indistinto, el ronquido que expelía su padre al dormir. Era absolutamente normal, absolutamente el mismo. Apretó con el codo la puerta contra la pared para evitar que la hembra del pestillo chirriara. Lentamente, sin un rumor, el pestillo de seguridad salió. Le pareció que del extremo opuesto del piso, el que ocupaba el servicio, venía un rumor. Quedó a la expectativa un instante, pero todo volvió a su silencio.
Entonces abrió con lentitud la puerta, retirando con sumo cuidado el pomo de la cerradura. Calibró con sumo cuidado, palpó los bordes del agujero en que esta llave tenía que entrar. Hecho lo cual salió al rellano; atrajo la puerta hasta su quicio, dio con lentitud vuelta a la llave y luego la cerró. No se notó más que un imperceptible gemido de la madera y de la herrumbre. Se quedó unos instantes a la escucha y del otro lado no oyó más que silencio. Tranquilo ya, encendió una cerilla y, alumbrado por su llama, bajó la escalera.
Sus dudas, su lecho, su padre, su inquietud, todo quedaba atrás; abrió la puertecilla de entrada y salió a la calle, que parecía también dormir. La calle estaba llena de ese silencio que hacen los seres y las cosas cuando están confiados; ni una voz, ni un suspiro, ni los pasos de algún paseante nocturno o del vigilante. Cruzada la calzada, en el Paseo de Gracia se movían unas sombras pequeñas y borrosas de gentes que caminaban aprisa hacia sus casas. La animación y las luces del Hotel Continental, en la Plaza de Cataluña, que otros días le habían sugerido la idea del bienestar, de la calma o de la diversión nocturna y que estaban cargadas de un incentivo amable, estaban hoy vacías de todo sentido. En la esquina tomó un coche de alquiler. Al llegar a la Plaza Real bajó del coche, pagó y miró a lo alto. Al principio le pareció que la habitación de Jeannine estaba a oscuras. Pero luego observó que allí había una luz muy tenue, mucho más tenue que la de la lámpara. Esa era la señal que habían convenido para indicar, por las noches, que Jeannine estaba sola y que podía subir. Esa luz era para él familiar, tanto como lo fueran el «caniche» o la música del fonógrafo del pisito. Metió en la cerradura la llave del portal y, alumbrándose con una cerilla, subió por la pina escalera. Escuchó a través de la puerta unos gruñidos raros del «caniche», como si vinieran de muy lejos. Introdujo el llavín, dio vuelta y entró.
La habitación estaba a oscuras. Solo alumbraba la pequeña lamparita de la mesilla, contigua a la cama de Jeannine. Jeannine estaba acostada, rendida de sopor. Sus brazos desnudos estaban caídos enteramente fuera del embozo. Tenía la cabeza inclinada en la almohada y su rostro quedaba medio oculto por sus largos cabellos rubios. Estaba inconsciente, pero no dormía.
Al otro lado de la cama, sentado en una silla junto al lecho, estaba alguien, un hombre. Pero ese hombre le miró fijamente, sin decir palabra, y hasta con una cierta expresión que a Desiderio le pareció amistosa. Entonces él se acercó hasta casi rozar la mano caída de Jeannine.
Se trataba de un hombre maduro, grueso y calvo. Sus manos gordezuelas estaban una en la otra, sin moverse, sobre la cama. De su nariz abultada y grasa salía a intermitencias un soplido, su resuello, con dificultad… Su boca, ligeramente torcida hacia las mejillas, era una hendidura sin labios, como abierta sin mucho acierto por un golpe de estilete apresurado. Pero lo que dominaba en aquel rostro eran los ojos. Eran unos ojos grandes, metidos en la bolsa de unos oscuros y temblones párpados; unos ojos licuosos, que miraban sin moverse y sin ninguna expresión. Desiderio pensó que lo que le había impulsado a vencer su primer apocamiento y a acercarse era la manera de mirar de aquellos ojos. Su indiferencia era su poder.
Entonces Desiderio cayó en la cuenta de que había visto otras veces a ese hombre. Lo había visto en distintos lugares. Lo recordaba en un ángulo del «Suizo» y, no sabía por qué, su imagen se asoció a la llamarada azul de un infernillo cociendo unos postres al ron. Le había visto en la misma actitud en que estaba ahora, licuosos los ojos y de mirar cansado y un poco bovino. ¿Quién era? ¿Qué hacía ese hombre allí?
Aún quedaron un instante mirándose. Al fin sonó una voz gangosa y honda, un sonido oscuro que brotó de la hendidura yerta de la boca, bajo la abultada nariz. Guturalizaba con un acento extranjero.
—No lo esperaba ella esta noche, ¿no ve? Está descansando. Hablaba como si se conocieran, como si aquel encuentro no le hubiera sorprendido en absoluto.
—No es verdad —respondió Desiderio, con los ojos fijos en la postura de Jeannine—. No descansa. Está enferma. ¿No es así?
En los ojos de monsieur de Hugtenhagen pareció brillar de pronto un pequeño destello; fue una arista de luz entre irónica y áspera; sus labios inexistentes esbozaron una imperceptible mueca, que tanto podía ser el principio de una sonrisa como un signo impreciso de desdén.
—No hay que exagerar. Ha pasado un mal día y por eso… —y entonces sí se dibujó una sonrisa desengañada e inquisitiva, que quedó prendida unos segundos de aquel rostro blanco e inmóvil—, por eso ha tomado un poco de…
Encerrado en el ropero, garrapateando contra sus muros y la puerta, se oía a «Yucki», el «caniche». Olfateaba en la rendija, gruñía con dolor, al escuchar las voces de los dos hombres. Le pareció a Desiderio más doliente aquella manera de gruñir que la compunción de los ojos del extranjero.
—¿Por qué lo ha metido ahí? —preguntó, acercándose al armario.
El extranjero tardó en contestar.
—¡Bah!, ya está acostumbrado.
Jeannine se revolvió un instante en la cama. Su rostro y sus hombros tenían una palidez mortal. El hombre separó finalmente sus manos gordezuelas y adelantó su diestra para coger la fina mano de la yacente.
—¿Quién es usted? —preguntó Desiderio de pronto, mirándole fijamente con tal fuerza que el holandés se sintió obligado a dejar de acariciar la mano de Jeannine; sin embargo, no la soltó.
—Soy un amigo de ella —respondió, con absoluta calma, aguantando su mirada—. Un buen amigo.
Había en esta aseveración cierta petulancia. Ella le animó a seguir:
—Yo no necesito preguntarle quién es usted.
—¿Cómo lo sabe?
—¿No le he dicho que soy amigo de ella?
Desiderio se sintió zozobrar. Ella había compartido con otro hombre parte de su secreto. Sintió una angustia extraña al comprobarlo así en la mirada del otro. Y, sin embargo, había que cuidar de Jeannine. Eso era lo importante.
Pero el holandés pareció que leyera su inquietud.
—Créame, vuelva a su casa. Tal vez haya que llamar a un médico y no es justo que esté usted aquí.
—Déjeme usted a mí. Yo me quedaré con ella.
—No, no… —repitió, como un sonsonete, el holandés, al tiempo que acentuaba la negativa con movimientos de cabeza—. Eso es cosa mía y no suya.
En el fulgor que hervía de súbito en la mirada mansa de aquel hombre adivinó Desiderio un remolino de pasión turbulenta y fría; quien así miraba era capaz de cualquier cosa por alejarle de ella. Pero pronto esa mirada se calmó de nuevo; aquella misma lámina acuosa volvió a aparecer, mitigando la ira y cediendo a algo muy próximo a la ternura. El viejo miró a Jeannine con tal devoción, quedó un instante tan sometido a ella que Desiderio, por un instante, lo olvidó todo, hasta que él la amara también de algún modo.
—Es muy joven aún —explicó el holandés, como si pretendiera justificarla de pronto ante Desiderio—. No sabe lo que es la vida. Muchas veces la he tenido que regañar por eso. Ya ve, y hoy…
Levantó su mirada. La fijó en el joven.
—¿Dígame? ¿Por qué ha venido? ¿No le avergüenza verla así? ¡Váyase! No se mezcle en la vida de ella. Le podría perjudicar. Un día u otro ella tendrá que marcharse, créame. No nos gustan las gentes de aquí, son muy cerradas, ¿comprende? Siento ser incorrecto con usted, pero debe irse.
Cuando Desiderio iba a contestar, Jeannine se revolvió de nuevo, toscamente. Con un movimiento inconsciente llevó su mano hasta su pecho, donde quedó yerta. Abrió levemente los ojos; sonreía de una manera dulce y apenas perceptible, sumida en su letargo. Desiderio la miró absorto, distraído de pronto por ella, como si quisiera descifrar la luz que pudiera trascender entre el abstruso follaje del delirio y diera alguna noción del paisaje interior que adornaba el falso sueño de su amiga. El holandés la observaba también ahora fríamente. Y Jeannine se revolvió de nuevo. Volvió a abrir los ojos, entornándolos; primero hacia monsieur de Hugtenhagen. Luego al otro lado, hacia Desiderio; aquellos ojos no comprendían nada, no advertían nada. Por un impulso ciego el rostro de Jeannine volvió a caer al lado de su protector. De la nariz del holandés surgió y vaciló en el aire un entrecortado respiro. Su boca se removió un instante, como si sus dientes masticaran con increíble rapidez un pellejo, una nadería, los residuos de su emoción y los triturara. La lámina acuosa de sus ojos se hizo más tenue aún.
—Ella no sirve para enamorarse. Yo la conozco. No, no, ella no sirve —y la piropeaba así, como si fuera una chiquilla—. Ella prefiere otras cosas. Quiere otras cosas ¿comprende? —terminó, volviéndose de pronto nuevamente a Desiderio.
Jeannine se movía de nuevo, inquieta. Desiderio no miraba al holandés. Serio, inmóvil como una estatua, con una especie de despecho y de ira que le bullía en el pecho, aguardaba a que el holandés terminara de herirle.
—Usted es un cobarde —le dijo con lentitud, con calma, como si gozara al fin por decir lo que pensaba—. Usted tiene en sus manos a Jeannine. La tiene prisionera. Usted es quien le procura la droga, ¿no es así? No quiere que se le escape y prefiere matarla.
Estaba fuera de sí, pero se contenía. Nunca había sentido lo que sentía ahora, la posibilidad de matar a un hombre.
—Cálmese, joven, créame —respondió el otro, levantándose lentamente y dando un rodeo entero a la cama, como si quisiera mostrarle que no era precisamente para parapetarse que no se había movido de allí. Le miró con sus ojos blancos y luego se acercó a la portezuela del ropero donde bullía «Yucki».
Pero no abrió la portezuela. Parecía que esperara a que Desiderio cumpliera la amenaza que brillaba en sus ojos.
Desiderio no se movió.
Entonces ocurrió algo que acabó de atolondrar a Desiderio. Monsieur de Hugtenhagen dio vuelta a la llave del armario. Vibró en medio de la estancia la bola pardusca y saltarina del «caniche». Era como un cuerpo informe accionado por un resorte extraño, como a los impulsos locos de una tira elástica que le sacudiera del suelo a las alturas. Ladraba hacia el abdomen redondo del holandés con una alegría frenética, llena de gruñidos, de alaridos, de unos sonidos que arrancaban de la más oscura raíz de los instintos. Mostraba unos dientes que oscurecían aún más la penumbra. Y en este estruendoso motín de sucesos inverosímiles la cabeza de Jeannine, removiéndose otra vez, se volvió de nuevo hacia el lado en que ellos estaban, como si quisiera buscar algo concreto con los ojos, como si asiera de pronto una porción de realidad entre las turbias marejadas del ensueño: Ambos, el holandés y Desiderio, se olvidaron un instante entre sí, se ignoraron de pronto, volvieron a mirarla. En un lapso de silencio, «Yucki» quedó como aplastado en el suelo, cubriendo con sus dos patas delanteras la informe pelusa del morro. En este instante, Jeannine abrió unos ojos inexpresivos y balbució unas palabras. El holandés se acercó a ella pero Desiderio no se movió. Decía: «Désir, désir…».
Vio al holandés agacharse hacia ella y besarla con sus labios húmedos en la frente. Percibió claramente que no era posible hacer ya nada por ella y no quería sufrir más. Su salida clandestina, su traición a sus principios y a Crista se proyectaron de nuevo con evidencia ante él, en su ánimo. «¿Por qué lo habré hecho?», se dijo. En realidad, hasta hoy podía decir que no conocía a Jeannine.
La había conocido hoy plenamente, en el momento justo en que se separaban, en que se apartaba para siempre de su lado. Sin decir palabra, sin volverse siquiera, Desiderio salió.
Exactamente no podría precisar cómo volvió a casa. Se encontró frente al portal, abrió la puerta, subió la escalera… Y pensó que debía tener la presencia de ánimo suficiente para no cometer ningún error. Así lo hizo. La puerta se abrió en silencio. Con los zapatos en la mano recorrió el itinerario de sombras hasta su cuarto. Del fondo del piso, en la parte del servicio, se oyó chirriar una puerta; pero él ya estaba en su habitación. Al poco volvió a sentir el rumor inalterable de la respiración de su padre, que cruzaba los tabiques. Resueltamente, mañana empezaría una vida completamente nueva, una vida noble, aireada y distinta. Pero hoy, esta noche, estaba desolado.
Queridísima Crista:
Como te prometí, cojo papel y pluma dispuesto a decirte un poco cómo va mi vida, mientras espero a que se termine este dichoso veraneo y pueda verte otra vez a todas horas. Puedes estar tranquila sobre aquello que tanto te preocupaba. Desde que volví de Caldetas no he dejado de pensar en ti y de recordarte constantemente. No sabes cuánto he pensado en las horas que pasamos juntos, principalmente en aquel rato de la tarde en que estuviste maravillosa, tan comprensiva, tan admirable… Parece que aún te vea, con tu vestido verde, tus grandes ojos, tu pelo negro… ¿Porqué eres tan hermosa, Crista, y por qué te quiero tanto? La verdad es que lo raro seria no quererte. No hay en el mundo una muchacha más bonita que tú y estoy todavía sorprendido de que esta maravilla me haya correspondido.
¿Y tú? ¿Has pensado en mí? ¿No has olvidado tampoco aquellas horas? ¿Te acuerdas todavía de nuestra conversación de la tarde? Me gustó mucho Caldetas. Me encantó tu casa, y la gente del Casino me pareció muy simpática, especialmente el doctor Duró. A los chicos no pude tratarles, ¡fue todo tan rápido! Pero no dudo que, como tú dices, son buena gente. El año que viene, en que ya estaré libre del cuartel, te iré a ver todos los domingos y podré conocer más a fondo todo lo que a ti te parezca de Caldetas. Por cierto, que me dio el sol demasiado fuerte y se me ha saltado la piel de los hombros. Es la falta de costumbre.
En el cuartel, las cosas se van arreglando; se acercan los concursos de equitación y el coronel me ha relevado de todo servicio para que pueda entrenarme. Lo hago con «Cachimba», la yegua que voy a montar, que es una verdadera joya. Se llama «Cachimba», creo que te lo dije. Tiene una lámina preciosa. Cuando la sacan de la cuadra mira a todos los lados, como si me buscara, y al verme se empieza a remover de contenta. Tiene una cabeza despejada y unos ojos vivos, un tronco largo, bien arqueado y unas patas finas y delgadas, que son nervio puro. La monto dos y tres horas todas las mañanas, hasta que nos cansamos los dos. Prosperamos de lo lindo y no dudo de que si sigue así podré hacer algo bueno en los concursos. Cuando tú vuelvas pediré autorización para llevármela al Polo, pues es preferible entrenarla en el campo en que ha de concursar, y así aprovecharemos para que estés conmigo mientras me entreno. ¿Te gusta eso?
Por lo demás, el trabajo como siempre: aburrido. Las obras se puede decir que están terminando. ¡Ya era hora! Los albañiles ya se han marchado y ahora están trabajando los vidrieros, lampistas, etc. Es cosa de unas semanas y tendremos que trasladarnos a los nuevos locales, que no se parecen en nada a los antiguos. La verdad es que, mirando a la nueva fábrica, con sus grandes patios y las nuevas dependencias blancas, se explica uno la cara de satisfacción que pone mi padre. Han empezado a llegar nuevos telares y los van montando ya en los locales correspondientes. Una parte de las oficinas ocupa ya su nuevo lugar; pero a mí y a todos los que están en mi sector, entre ellos mi padre y el apoderado, no nos han movido todavía.
Dime si se ha marchado Paco. Quisiera verle antes de su vuelta a Madrid, que me avise y no sea malo.
El otro día, al cruzar por la Gran Vía, vi a tu carabina, la buena de Rita. Parecía que se escondiera de mí, como si no quisiera verme. Al fin, al verse descubierta, salió de detrás de un farol en que pretendía pasar inadvertida y con un saludo extrañísimo se alejó de mi vista. Dime… ¿es que la tendrás este invierno o podremos pasar a mejor vida?
Espero que me escribas una carta muy larga diciéndome si te has olvidado de mí y anunciándome vuestro regreso rápido. No os hagáis esperar; que eso es de mala gente. Te envío miles de lo que tú sabes. Tuyo,
DESIDERIO
Cuando Crista terminó de leer estas líneas se quedó reclinada en el sillón de mimbre y sintió que no cabía en sí de gozo. Se quedó un rato como adormilada, volvió a leer la carta, paladeó sus frases más cariñosas, se la llevó a los labios, susurró algunas palabras de amor y la volvió a leer. Su madre la sorprendió en esta tercera lectura y vio pintadas en su semblante la satisfacción y la dicha.
Aparentó no darse cuenta hasta al cabo de un rato, en que, distraídamente, preguntó:
—¿Qué cuenta Desiderio? ¿Buenas noticias?
La chica era esquiva en cuanto a confidencias. Siempre le había parecido a Evelina que una de las virtudes más apreciables de la gente era la locuacidad. Entre los comunicativos, solía afirmar, hay muy pocas malas personas. Pero el semblante de Crista y su actitud eran más elocuentes que sus palabras. La dicha rezumaba de toda ella, como de un tarro lleno de mieles.
Era de noche, una noche calurosa, impropia de lo muy avanzado del verano. Rozaban ya el otoño, pero en el cielo no aparecía ni una nubecilla y mantenía y mostraba descaradamente su azul impertérrito como si quisiera desafiar a los impacientes. Entre ellos empezaba a contarse Evelina. Nunca le había agradado prolongar demasiado el veraneo. Era partidaria de volver a la ciudad por los alrededores de la Merced. Quería que los primeros chaparrones del otoño la pillaran ya instalada y habituada a su vida normal. Pero aquel año no había siquiera el pretexto de unas gotas al atardecer, o de un ventarrón o de un día con neblina para empezar a hablar del regreso. Estaba impaciente y miró al cielo intentando escudriñar en la oscuridad algún presagio de mudanza atmosférica. No lo halló. Las estrellas fulgían como lámparas lustrosas, empavesando la bóveda celeste con brillos innumerables, con infinitas salpicaduras de oro fino. Las aguas del mar estaban tan remansadas que por ellas podría nadar una bandada de patos domésticos sin temor, como en un lago. El ruido de las olas era, desde hacía semanas, tan tenue y huidizo que hacía más rumor una acequia o un lavadero que aquel mentido mar de las leyendas. Todo se ponía en contra.
—Dime, Crista, ¿no te da recuerdos Desiderio para nosotros?
—No, es decir…
—¡Vamos!
Crista se decidió a leer una sola línea.
—«Espero que me escribas… anunciándome vuestro regreso rápido». —Crista subrayó con su voz el «vuestro», para halagar a su madre.
—Sí, realmente. La verdad es que Caldetas, a estas alturas, ya empieza a pesar.
Estaba meditando. Maduraba un pretexto para ordenar el cierre del veraneo. Pero no lo encontraba. Ni siquiera Paco, que no paraba nunca en casa, parecía aquel año encontrarse mal en la playa.
De pronto una brisa súbita, acariciadora, hizo susurrar un latido a la fronda de los pinos y balanceó un instante las hojas de las plantas de la veranda. Evelina la observó, la vio pasar y removerse, observó la oscuridad como si pretendiera atrapar in fraganti al soplo del aire, así un gato cauteloso al advertir un ratón.
De pronto surgió aquello, tan esperado.
—¡Ay! —y se llevó la mano a los ojos, con un tintineo de brazaletes— ¿No has visto?
—No, ¿qué?
—Un relámpago.
—¿Un relámpago? Debe de ser de calor.
—¿De calor? ¡ja, ja!… ¡Qué ideas! En septiembre y de calor… Estuvo un rato con la vista en el horizonte, esperando que luciera de nuevo aquel destello liberador. Pero nada se movía.
—Es hora que empecemos a pensar en marcharnos. No me gusta este tiempo. Cuando pasa esto, es señal que la tormenta viene sin avisar. Y ya sabes lo incómoda que me siento con los relámpagos. ¡Mira, otro! Ya está dicho; mañana nos vamos.
—¿Mañana?
—Bueno, máximo, pasado. Si lo decía yo… Ese tiempo no puede durar. No hay que esperar a helarse para volver a Barcelona. Cada cosa en su tiempo, hija mía…
Al día siguiente abonó el sentido previsor de Evelina la presencia de una calina viscosa en el horizonte que, por la noche, se convirtió en denso nubarrón sobre la superficie de las aguas. Y por la noche se oyó un trueno lejano, que mantuvo a Evelina en vilo y cuyo bronco eco acarició astutamente en su memoria para esgrimirlo como máximo estímulo de su traslado.
Este fue decidido y consumado con toda rapidez. Y antes de la Merced, Evelina y sus dos hijos estaban de nuevo en el principal del Paseo de Gracia, resueltos a empezar activamente la temporada de invierno.
La misma tarde del día en que llegaron, a la media hora de la apertura de la casa, Desiderio fue a buscar a Crista.
Fue recibido con todos los honores compatibles con la presencia de los baúles y los fardos que llenaban los pasillos. Pero una vez saludado tiernamente por la dueña de la casa, esta misma le invitó a salir de ella con su novia.
—No sé qué me da veros aquí encerrados, entre ese barullo. ¿Por qué no os vais un rato al Polo? Aunque no esté Rita, qué sé yo, un día es un día…
Y Evelina respiró satisfecha al verlos marchar. Irradiaban alegría, felicidad, comprensión. Eran una pareja como hay pocas. En cuanto a él, decididamente, los temores que abrigara Evelina en semanas anteriores, se habían desvanecido. Desiderio estaba muy enamorado de su hija. Su visita a Caldetas, aunque retrasada y fugaz, había sido satisfactoria. Sin duda, además, las cuatro palabras de Duró debían haber tenido el don de la oportunidad. Fuera como fuera, debía seguir manteniéndolos así, tan unidos uno al otro. Ella les allanaría el camino.
Cuando Crista y Desiderio regresaron, ya poco antes de cenar, estuvieron un rato en el salón. De vez en cuando Evelina, desde la parte trasera de la casa, les oía charlar y reír.
Al fin Desiderio se fue a su casa y Crista entró en el comedor con la cara sonriente y feliz.
—Vaya, veo que lo has pasado bien. Cuéntame, ¿dónde habéis estado?
Ella tardó un instante en hablar.
—Mamá —dijo—. Desiderio quiere hablar con su padre, ¿sabes? Eso me ha dicho. Dice que si su padre se lo autoriza, quiere… que formalicemos…
Evelina se apoyó en la mole del trinchante, al escuchar tales palabras. ¿Es posible? ¿Tan aprisa? ¿No eran muy jóvenes aún? Pero lo decía por decir, sin pensar mucho en el volumen de sus reparos.
—Pero no te enredes demasiado. Inauguramos el primero de octubre.
Entró Josefina y dijo que la cena estaba servida. Padre e hijo se fueron, uno junto a otro, al comedor.
¡Por fin! Se avecinaba el cumplimiento de su ensueño. ¡Loado sea Dios!
Se acercó a Crista y la besó tiernamente en la mejilla. No era partidaria de ternezas, pero aquel día no lo podía evitar. ¡Era dichosa!
Desiderio marchaba con paso firme hacia su casa. Se había propuesto cumplir uno por uno estrictamente con todos sus deberes, entre ellos el de la puntualidad. Se había abrazado a Crista aquella tarde como se abraza uno a un tronco en situaciones de peligro. Consideraba que ella era la única cosa firme de su vida, lo único que le permitía no vacilar. A menudo pensaba aún en la otra y se daba prisa por acercarse a Crista, en comprometerse con ella. Esta había sido la principal razón por la cual le habló aquella tarde de llevar adelante sus proyectos.
Y, sin embargo, no le hablaría aún a su padre, el cual, probablemente, le opondría una serie de reparos antes de acceder plenamente a fijar fechas. Se limitaría a enlazarse cada día más con ella, con la idea de un noviazgo formal y, al término de él, boda. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿O ignoraba la especie de barro del que estaba hecho, tan maleable y corrompido que era posible esperar de él más disparatadas figuras?
«Tengo que casarme con Crista, tengo que comprometerme en seguida con ella… —pensaba—. De otro modo, todo me pesa demasiado. Y no puedo exponerme a volver con Jeannine no puedo hacerlo de ningún modo».
Cuando entró en el despacho de su padre, este estaba pasando los números, desde los reversos de sobre, en borrador, a las páginas satinadas del Dietario.
—Buenas noches, papá.
—Buenas noches. ¿De dónde vienes?
—De casa de Crista.
—¿Han llegado ya?
—Sí, esta tarde.
—¡Vaya, por Dios! ¡Enhorabuena! Ya estarás tranquilo, ya tienes compañía…
Y le miró, le observó, pellizcándose el mentón, sobre la barba crespa y gris.