XVIII

YA EL PÁLIDO REFLEJO de la luna sobre los parterres vencía el último borbotón del crepúsculo. Crista caminaba despacio, como si quisiera demorar su llegada, y aún se paró, apoyándose, a lo lejos, en la baranda. El parque estaba totalmente solitario y en silencio. Rita y Evelina eran los únicos seres que quedaban en la rotonda. Desde que Rita regresó de su último rodeo no habían vuelto a cruzar palabra. Y ahora ambas veían volver a Crista en silencio y sin compañía. La muchacha se acercó, subió los tres peldaños y llegó junto a ellas.

—¿Y Desiderio?

Algo muy raro advirtió Evelina en aquellos ojos, corrientemente tan soberbios y claros. Crista estaba demudada, descompuesta. Pasó una mano por su melena, echándola atrás y se puso de perfil a ellas.

—Se ha despedido. Tenía… tenía algo que hacer.

—Bien. Pues vamos ya —decidió su madre, levantándose.

Caminaron hacia la salida. Evelina movía nerviosamente el mango de sus binóculos, baldíos en la soledad del campo. Estaba cansada de hablar, de chismorrear y de sufrir. Rita caminaba a su lado sin inmutarse. Crista iba un poco más adelante, apresurada y callada.

Llegaron a la explanada. Raúl, el chófer, aguardaba junto al Renault y al verlas fue a abrir la portezuela. La primera en subir fue Evelina. Luego lo hizo Crista y en último lugar la acompañanta, que ocupó el trasportín.

El coche se puso en marcha, dobló hacia la salida y entró en la Carretera de Sarriá. Descendió lentamente hacia Las Corts.

Evelina observaba a su hija. La muchacha tenía la cabeza vuelta hacia la calle, dándole la espalda. Un momento cruzó su mirada con la de Rita Arquer. Los ojos de esta brillaban en la penumbra del coche y decían algo a Evelina que no le agradaba.

En el exterior comenzó a discurrir, como un río turbio y gris, el panorama de las casitas de Las Corts. Unas bombillas de luz escuálida jalonaban el paso del coche.

—¿Se encontraba bien? —preguntó Evelina, suscitando a las claras el tema que las preocupaba eh aquel momento a las tres.

—Sí, perfectamente —respondió Crista, sin volverse.

—Al verle salir ya me he dicho que quizá no terminara el circuito —mintió Evelina, mirando a Crista, indagando en sus actitudes—. ¡Estaba tan pálido!

Rita hizo una especie de mueca con la nariz, que era como una sugerencia de silencio. Esta actitud de la acompañanta desconcertó aún más a la madre de Crista. Intentó inquirir con la mirada, muerta de incertidumbre, las razones del silencio a que la conminaba la carabina de manera tan insólita.

—Debía estar cansado —repuso esta con aire inocentón, como para excusarse.

—¿Y dónde le has dejado? ¿Con quién?

Pero Crista no contestó.

Este silencio puso punto final a las pesquisas de Evelina. Pero no a sus vacilaciones. ¿Qué había ocurrido, qué estaba ocurriendo en el corazón de su hija? Ese repentino abatimiento, su brusca hosquedad no eran naturales, por enamorada que estuviera y por mucho que él pudiera haberla hecho sufrir aquella tarde. Procuró distraerla con una proposición inesperada.

—¿Qué dan hoy en el Liceo?

—«Lohengrin» —se apresuró a contestar Rita.

—¿No te gustaría ir?

Pero Crista estaba tan distraída que no contestó. Rita cruzó con Evelina una mirada contristada.

—Es lo más fuerte de Wagner —opinó, erudita, la parásita.

—No. Lo más fuerte es el «Tristán» —corrigió con vehemencia Evelina, harta ya de tolerar este tipo de expansiones críticas.

La acompañanta puso punto en boca. El coche dobló las primeras esquinas de la izquierda del Ensanche. A medida que se acercaba al Paseo de Gracia su paso se hacía más lento. Los transeúntes cruzaban con precaución, alarmados por la mole del lujoso vehículo. Evelina pulsó la pequeña pera gris, ricamente forrada de terciopelo, que servía para llamar al chófer desde el interior. Raúl acercó su oído a la trompetilla que tenía a la altura de su cabeza, medio oculta por un lindo y sintético florero con unas margaritas de trapo.

—La señorita Rita se quedará a cenar en casa. Pare en la puerta —ordenó, con la boca pegada al tubo de latón negro rematado por una diminuta trompa que tenía a su derecha, en uno de los rincones de la flamante tapicería del vehículo.

Rita dirigió a su favorecedora una mirada de sumisión y de gratitud, mientras el coche doblaba majestuosamente hacia el paseo. Al poco, paraba con sumo cuidado ante la puerta de su casa. Crista saltó apresuradamente y sin aguardar a nadie subió la escalera. Rita dobló su trasportín y desde la acera colaboró en el lento desembalaje de Evelina, que puso pie en el suelo soplando levemente por la violencia con que tenía que doblarse para bajar y el temor de caerse.

—Entra luego en mi cuarto —ordenó a la satélite.

No era Evelina persona que tradujera fácilmente sus estados de ánimo ni sus zozobras. En su largo periplo por la vida había aprendido a ocultar siempre bajo una máscara superficial los mil temores y las innumerables dudas que arremeten contra nosotros a cada paso. Se irguió y penetró en el portal iluminado de su casa.

A su derecha el portero le hizo una reverencia impecable. Por un momento le pareció que en el doble pedestal que iniciaba la ancha escalinata de mármol hasta los dos pajes de bronce que sostenían la luz de los orondos globos biselados se inclinaban también para darle la bienvenida. Ella era la dueña de aquella casa y de aquel portal y cuando entraba en él se producía un silencio si por casualidad, o por excepción, un par de criadas o las visitas del portero eran sorprendidas en diálogos y murmuraciones. Subió la escalera, con calma, para evitar las palpitaciones, seguida por Rita como un perro fiel. Llegó resoplando al principal, cuya puerta estaba ya abierta.

Rita vio a Evelina cruzar el recibidor y dirigirse directamente, sin dudarlo, a la parte trasera del piso, donde estaba el cuarto de Crista. Desde el pasillo Rita vio a la dueña acercarse a la puerta del cuarto, poner la mano en el pomo como si se dispusiera a entrar, arrimar su oído a la puerta y escuchar un rato. Esa escucha debió disuadirla de entrar. Con un signo de contrariedad y un chasquido de protesta en los labios, volvió al comedor y cruzándolo, se fue hacia su alcoba, mientras se quitaba los guantes y el sombrero. Era mejor que se metiera en su boudoir para vaciar allí su confidencia. ¡Y a fe que esta era hoy de tamaño natural! Rita se gozó un instante en los pronósticos de la velada que se le preparaba. Espoleada por tales presagios, se fue derechamente a la cocina. Allí aguardó un rato, picoteando en cacerolas, sartenes y tarros. Por su parte, Evelina, que había decidido dejar su investigación a Crista para después de su conversación con Rita, se metió en su boudoir y empezó su toilette.

Se había desprendido de su vestido y aparecía envuelta en una «mañanita» azul celeste. La redecilla ajustaba hasta la nuca sus cabellos y una pequeña teoría de paños humeantes esperaba en un pequeño balde de loza. Era la hora sacrosanta de su tocado nocturno. Las mejillas de Evelina sorbían lentamente el vapor de una toalla caliente, impregnada de cierto líquido rosáceo; la piel mustia mostraba sin retoques su blanca flaccidez.

Sonaron unos nudillos en la puerta capitonada, que se abrió sigilosamente, y asomó por ella el rostro aguileño, bruno y escrutador de Rita. No era corriente que Evelina autorizara a nadie a verla así, tal como era. Pero estaba demasiado intrigada y alarmada para aceptar demoras. La hizo pasar.

La humanidad real de la viuda Fernández se mostraba ahora sin tapujos ni enmiendas. Su piel, lacerada por los masajes, era una superficie híbrida y desnatada, arrebolada por un polvillo mustio nacido de la extirpación del vello inútil. En los pómulos se marcaba, con un leve desgaire, un surco de sombra que se hundía hacia el cuello. En la nuca esa pelusilla, indócil a los depilatorios, se mezclaba a una masa de polvos. Y en el seno una vena invisible palpitaba a compás.

A través del espejo Evelina cazó el brillo de los ojos de su confidente. Con un recato frío se anudó la cinta de su cubrecorsé.

—¡Bien! ¿Qué has querido decir toda la tarde con tus misterios y miradas? —preguntó sin preámbulos.

Rita Arquer se adelantó en la penumbra del boudoir hasta rozar a Evelina. Esta era la distancia a que se ponía cuando debía revelar algo sumamente importante.

—No sufro por Crista, pobrecita. Sufro por… él.

Evelina la miró. Había en la mirada de Rita la tenacidad de quien posee el secreto.

—¿Qué quieres decir?

—Que no es raro que la gente lo encontrara cambiado.

—¿Por qué?

Rita tardó un poco en contestar, como si no se atreviera; en realidad, lo que esperaba era colmar la impaciencia de su interlocutora.

—¿Por qué está cambiado? —insistió esta.

—Hay otra mujer —reveló entonces Rita con cierto énfasis, levantando la voz.

La primera reacción de Evelina fue la de asco hacia Rita. En su boca se marcó una mueca de desprecio contra ella.

Se levantó de su banqueta, secándose el rostro con una toalla limpia. Fue a coger su quimono, que colgaba en el armario del tocador. Rita se apresuró a descolgarlo y la ayudó a ponérselo. Después de lo cual Evelina entró tranquilamente en su alcoba, para consumar su deshabillé sin testigos.

—¿Otra mujer? —se la oyó preguntar desde allí, aparentando solo una extrañeza trivial.

—Lo que oye —afirmó Rita, que vio reflejada en el espejo su maligna sonrisa. Rita no acostumbraba a lanzarse sobre la pieza si no estaba segura de la pista que debía seguir. Ahora no había más que levantar con suma cautela uno de sus remos y tener bien tiesas sus orejas, husmeando en el aire con su nariz aguileña, de sabueso fiel.

Oyó los pasos impacientes de Evelina por la alcoba contigua. Según el ritmo creciente de los mismos Evelina estaba agitándose por momentos. El efecto retardado de su bomba satisfizo a Rita. Escuchó un revoltijo de tosecillas junto a cierto rumor violento, como el de una ropa echada con fuerza y de mal humor contra la luna del armario. Evelina salió unos instantes más tarde y la miró cara a cara, irritadísima, congestionada. Nunca había visto Rita a Evelina tan fuera de sí.

—¿Quién es?

Rita hizo una mueca de asco, de irónico desprecio, antes de contestar.

—Une demi-mondaine? —sugirió Evelina, facilitándole la salida—. Cuéntame en seguida todo lo que sepas —ordenó, en vista de que Rita no contestaba—. Quién es, cómo lo sabes y qué tipo de amistad es esa…

—Es… una francesa.

—Ah… ¿sí? Conque… ¿francesa, no?

—Una francesa que usted ha visto esta tarde. Todo el mundo la ha visto.

Rita no se hizo rogar más. Únicamente observaba las reacciones que su relato producía en su interlocutora. Temor, ira, odio, dolor, envidia, angustia, celos, todos los matices de la sensibilidad súbitamente descompuesta de su favorecedora eran captados y registrados por la retina voraz de la acompañanta.

No quedó muy claro de qué ardides y enlaces, ni qué procedimientos había seguido Rita para obtener el notición que acababa de arrojar sobre Evelina. Cierto croupier del Círculo del Liceo, huésped de la misma pensión en que vivía un sobrino de Rita —«un muchacho por cierto que vale mucho y del que algún día se oirá hablar»— conocía el itinerario nocturno de Desiderio con esa francesa, maniquí de «Suzanne Forain», Jeannine de nombre, y de apellido, como es natural, completamente desconocido.

—Se ve que es… es una persona muy extremada. En fin, una cocotte —se decidió a definir, apurando lo más moderno y gráfico de su léxico.

Evelina no se resignaba a creerlo. A la irritación había seguido el desconcierto más absoluto.

Pese al cambio que había notado en Desiderio, no veía en él nada que pudiera delatar una liaison continuada y en serio, como insinuaba su confidente. Por eso se arrepintió de haber exteriorizado su sentimiento, de haber dado a entender a Rita que ella podía dar crédito, «porque sí», a un infundio, a un chisme o simplemente a una calumnia.

—Debieras haber tenido más cuidado en hablar de Desiderio con croupiers. Nada de lo que has dicho puede ser verdad.

Rita expelió un soplido largo, ofendidísima. Su tez se volvió más pálida aún. Su boca sin labios esbozó una sonrisa.

—Tengo pruebas —afirmó lentamente, silabeando. Abrió el raído bolso al que iban a parar las caridades que recibía y mostró un papel, que volvió a introducir en él con listeza.

—¿Qué quieres? ¿Qué pretendes? —preguntó la viuda con calma, pero con tesón, pasándose la mano por la sien—. ¿Qué es esa carta? —exigió, en el límite de su paciencia.

Evelina pensó en seguida en el par de pendientes con aguamarinas que Rita había «descubierto» una tarde en un rincón de la consola, olvidados allí desde hacía años; y con qué avidez los miró, mientras se los entregaba, segura de que a ella no le hacían ningún servicio. No había querido decirle entonces: «quédatelos» justamente para irritarla, para hacerla sufrir. Fue al cajoncito del armario y los buscó. Los encontró envueltos en el mismo papel de seda.

No había por qué fingir. Quería la carta y Rita quería los pendientes.

El canje fue efectuado con una celeridad pasmosa. Evelina notó que el billete que Rita le entregaba era un papel vulgar y pensó un instante si no sería una añagaza de ella. Pero la puso al corriente en seguida.

—Es una notita que él ha dejado esta tarde al camarero del bar, en el Polo, para que se la entregara a la… fulana. Y el camarero se «olvidó» de darla.

Evelina estrujó el papel con manos convulsas. «Esta tarde, esta misma tarde». Miró a Rita fijamente. No había en sus ojos la menor piedad. Se volvió de espaldas, para sentarse de nuevo en la banqueta de su tocador.

—¿Quieres dejarme sola, querida? —rogó hiperbólicamente, mientras arremetía en sus párpados con el meñique, hasta hacer saltar de ellos la adherencia de una pizca de algodón.

Y la puerta capitonada se cerró en silencio.

Echó una ojeada al billete: «Jeannine, vida mía…» ¡Vida mía! ¡Qué fantasía, Dios! Las apariencias engañan y los hombres, cuando se enamoran, pierden hasta el sentido común. «Te ruego que me perdones. Estoy desesperado y necesito verte. Estaré en el “Excelsior” esta noche. Confío en verte allí. Te quiero con toda mi alma, Desiderio».

El golpe era demasiado fuerte, incluso para ella. Al fijar su vista en el espejo se vio despojada de sus ortopedias, limpia de sus potingues, tal como era. Avergonzada, asqueada, escondió el rostro entre las manos. Y sintió la carne de sus mejillas tan fría y blanda como si ya estuviera muerta.

Durante muchos años había considerado a Desiderio como algo propio, como una creación personal; siendo no más que un chiquillo de calzón corto le había atraído a su círculo, «soñado» en él como un objeto de inapreciable valor, dominado y movido por ella como se mueve a una marioneta de vivos colores. Desiderio era una exclusiva, un patrimonio personal suyo. En cierto modo se creía con más poder, con más autoridad que su propia hija para retenerle en aquella casa. Pasaron por su mente en tropel velocísimo todas las ternezas, los «detalles», los ardides que había prodigado en el curso de aquellos años para atraerle definitivamente a su hogar. Y, ahora, de sopetón, sin merecerlo, una aventurera, una intrusa, una perdida del milieu, por mundano que fuera, venía a secuestrarlo, a llevárselo ante sus propias narices. «¡No! —gritó—. ¡No lo consentiría!».

Se levantó; pasó mucho rato terminando su tocado. Mejor dicho, no lo terminó; se ahogaba en su boudoir capitoné. Salió al corredor; caminó por él a tientas, a codazos. Había en el piso un silencio absoluto. Entró en el salón. Se quedó de pie en aquella grande y petulante estancia. El fleco de los cortinajes se balanceaba por una de esas corrientes de aire imperceptibles que son, en los pisos de Barcelona, como el paso de un fantasma silencioso. No podía pensar en nada concreto, no estaba en situación de hacerlo. De pronto, era como si aquel mundo se le viniera encima.

Su mirada recorrió aquellas paredes, las cornucopias, los dorados de las mamparas, el sofá isabelino, el biombo de raso. Pese a las reformas, aquel era el mismo mundo anticuado y gris en el que tanto había tenido que dominarse y que ceder. Aquellas paredes evocaban sin remisión el recuerdo de su madre, la figura de aquella mujer sociable y correctísima que murió, como la madre de Desiderio, en el atentado del Liceo; aquella mujer que lucía a través de la blanca dentadura el dejo de un acento antillano, suave y fresco como el vaivén de un abanico del Caribe. Era posible que el fondo de todas las inquietudes y arrebatos que la consumían por dentro, a los que se afanaba en ocultar sigilosamente bajo los arquetipos de la urbanidad más estricta, hubiera la coacción milenaria de esa sangre mestiza que no traslucía la piel, pero que germinaba a cada momento, que estaba dentro de ella sin que pudiera detenerla ni borrarla, y que era como el motor violento de todas sus rarezas, de sus impulsos, sus tumultos y sus rencores. Como un abanico del Caribe, sí, de pala larga y hoja redonda de tabaquera o de girasol de las Indias. Así eran su vida, su sangre y su estirpe: un tronco vehemente y trasplantado, un pedazo de tierra mal sazonado en su lugar, una nostalgia de campo raso y horizonte lejano, una humareda hecha penacho en un montículo y un barco velero que pasa en lo hondo. ¿De qué sabor de ron estaban hechos los labios que sedujeron a no se sabe cuál de sus antecesoras, que todavía a veces se lo sentía en el paladar? ¿Sería aquel abuelo Nicolás, armador y beodo, que mascaba los cigarros y llevaba las mujeres de la calle al lecho nupcial, el que murió ahogado en los astilleros?

Por un momento se sintió desfallecer. Sentía un odio brutal e inclemente hacia todas las mujeres que todavía conservaban su juventud, hacia esa Jeannine del billete, hacia aquella arrogante, esbelta, altiva maniquí que podía llamar cara a cara a su futuro yerno con los vocablos más cariñosos y sutiles, llevárselo sin vergüenza a la cama, desvelar su deseo, arrancarle el goce a dentelladas. Y se echó a temblar de dolor, de despecho y de ira. Se echó a temblar porque era una vieja y estaba sola; estaba sola en aquel gran piso, en aquella gran ciudad, en medio de aquel siglo catastrófico y maldito.

El pegote de tafetán que abultaba su labio superior le impedía comer, y Asmodea eligió para él una colación cómoda, ligera y sabrosa. Un consomé frío y una pechuga de pollo al champán. Asmodea se había erigido aquella noche en su ángel tutelar y, además, su alegría clara y rotunda, el raudal de su risa cristalina y frecuente, sus modales de naturalidad y de vitalidad eran los más apropiados para que Desiderio olvidara un poco todo el barullo en que se había metido. Pasaron un rato en la terraza del «Continental», antes de entrar en el restaurante. Antonio Mira y su amiga tenían una mesa reservada todas las noches, tanto en la terraza como en el interior, ambas situadas de tal modo que abarcaban desde ellas el conjunto de los comensales y su animación.

En la terraza, el mundo nocturno barcelonés empezaba a brillar con todo esplendor. Allí estaban ya, dispuestos a empezar la jornada, los que luego llenarían «music-halls» y cabarets, salas de juego y pistas de baile. Una muchedumbre de mujeres bizarras se espolvoreaba en mesillas y ángulos de esta terraza, iluminada como una joya por los grandes focos de luz, con los que parecía que en ella se estuviera a pleno mediodía. Muchas de esas mujeres, que lucían rutilantes joyas en los escotes y que mostraban los bordados de las medias de seda a través del pliegue de sus faldas, se insinuaban en lentos galanteos con miradas lánguidas o atrevidas, mientras fumaban con lentitud en largas boquillas y movían astutamente los labios pintados de rojo corazón, al expeler el humo, como si lanzaran sutiles besos al aire. En los veladores vibraba el topacio de las bebidas, se movía en reflejos la esmeralda de los pipermines, el ágata de los ajenjos. Había una pausa falaz en los ímpetus con que ellas y sus amigos entrarían a saco en la tiniebla dorada de la noche; todo se mantenía aún en sus lindes más sobrias, en espera de que la misma fuerza de los excitantes que lentamente engullían impulsara a todos a desflecar de una vez las formas exteriores y a vivir de verdad.

En el interior, el ambiente era también suave. Muchas de aquellas mujeres de la terraza hallaron en ella su pareja ocasional y entraban en el restaurante con un balanceo aguerrido de pieles y de sedas, seguidas por el galán de fortuna. Estos eran, la mayoría de ellos, hombres desconocidos, recién salidos de la peluquería y fragantes aún a colonia y masaje. Otros, los conspicuos, los miraban con cierta curiosidad, sin engañarse sobre los modales desenvueltos y la falsa arrogancia con que acompañaban a sus hallazgos del aperitivo.

Asmodea, con su perfil incaico o egipcio y sus grandes ojos rasgados, contrastaba entre el mujerío porque era una señora de verdad y porque, además, era muy inteligente. Sabía leer cuando hay amor en los ojos de un hombre y cuando no lo hay; sabía distinguir todos los matices de ese sentimiento con solo verlos asomar en los ojos. No en balde había sido desdichada en su matrimonio, había visto huir cobardemente a su marido, el tránsfuga que vació el activo de una importante sociedad para llevarse a cuestas un esperpento, cierta modista de Mataró ávida de fondos y de aires nuevos. Pero ya mucho antes ella, que no había renunciado a sentirse viva, había encontrado en Antonio Mira ese hombre que dura una eternidad, porque sabe complacer y respetar, amar y ser amado. Antonio y Asmodea eran, pese a su situación irregular, enormemente felices. Con ello, Asmodea aceptaba de grado el mote y las injurias, la exclusión que de ella había hecho la sociedad de Barcelona y el papel ambiguo e incómodo de entretenida sin que nada de su espíritu — ni de su cuerpo siquiera, pensaba ella— lo fuera de verdad. ¿Qué importaba? Cada vez que Antonio y ella se veían entre un grupo de gente diversa y se sabían tan unidos, tan cabalmente enterados el uno del otro, de los menores deseos, de la más pequeña inquietud, Asmodea consideraba que sus dolores pasados no habían sido en balde y que ella tenía plenamente aquello que muchas se pasan toda la vida sin hallar. Y quién sabe si algún día, puesto que eran jóvenes aún, esa situación anómala no vendría a resolverse de algún modo y aquello que los dos amantes eran ya el uno para el otro podría pasar a ser algo oficialmente admitido por los demás. En todo caso, su larga y embrollada experiencia había hecho regalo a Asmodea de un fino sentido de la sociabilidad y del humor, que si hubiera sido empleado en los ambientes dignos de Barcelona la hubieran situado en el centro de los círculos más estrictos. No había deseos de revancha en ella; no había amargura, no había más que una amplísima comprensión de todas las cosas del corazón humano, de todos los hombres, de todo lo que estaba vivo y que pedía comprensión.

Su situación la impulsaba a tratar con una gran indulgencia las más enrevesadas pasiones y por eso sintió una simpatía inmediata por la situación embrollada en que se hallaba el joven Rius. Había observado a Jeannine varias veces y la tenía por una mujer fuera de lo común, una de esas mujeres que, como ella, huían espantadas de la vulgaridad y que buscaban, con los ojos cándidos y asombrados, cierta dicha más honda que la que ofrece, por lo común, la vida cotidiana. Había visto a Jeannine y ahora, al ver a Desiderio, lo emparejaba sin querer con ella. Había en Desiderio, en sus ojos, en su especie de embrujamiento constante, en su alejamiento y en lo que ella llamaría ese «despiste» juvenil —el mismo que le había hecho caer del caballo aquella tarde— los signos de un temperamento rico en efusiones, los indicios de esa selección natural, de esa distinción espiritual que era para ella la marca de las gentes que merecían la pena. Fue Asmodea la que tuvo la iniciativa de ir al encuentro de Desiderio y de invitarle a cenar. Y era que ella pretendía que la desdicha del joven Rius y de su admirable modelo terminara cuanto antes. Se proponía que uno fuera al encuentro del otro y que aprovecharan en seguida ese raudal de amor que tanto cuesta improvisar y provocar, y que cuando aparece de verdad es algo tan asombroso y misterioso como un milagro.

Tuvo primero la idea de que tal vez ese encuentro, por una intervención venturosa del azar, tendría lugar en el mismo restaurante en el que cenaban. Sabía que Óscar Andrade se había llevado a madame Suzanne Forain y a sus pupilas con ánimo de invitarlas y pensó que tal vez tendría el acierto de hacerlo en el «Continental», mitad porque era allí donde Óscar acostumbraba a ir cuando salía, y mitad para no perderse la vanagloria de una exhibición en compañía de un «tronco» tan vistoso. Pero Óscar Andrade no estaba allí y habría que lanzarse a recorrer los sitios que aquel solía frecuentar de noche. Mentalmente, Asmodea trazó el itinerario, con cierta curiosidad y hasta como apostando consigo misma qué lugar de los que pensaba sería el marco de la feliz conciliación.

No estaba tampoco Óscar en el «Excelsior», como había pensado. El ambiente del cabaret de moda se le antojó a Asmodea de pronto híbrido y falto de animación. Fue inútil que Antonio la reprendiera cariñosamente por ser incapaz de quedarse tranquila, puesto que él encontraba la animación del «Excelsior» ni mayor ni menor que la de otras veces. Había que esperar un par de horas tal vez, a que el salón cobrara aquellos tintes vivos, agitados, convulsos, de las noches de pleamar, para que el baile se trocara en una algarabía frenética, en un síncope exaltado, para que docenas de rostros de mujer, de carcajadas rutilantes, de chifladuras individuales y por parejas presagiaran la atrevida orgía de todos, el baile al alimón, y elevaran el espectro estruendoso y devorador de la colectiva carnavalada. Pero Asmodea insistió, solo con un ruego, con un rictus de fastidio en los ojos rasgados, y tuvieron que dejar su mesa, casi sin empezar la botella de champán, que se quedó boquiabierta en el cubo. Y aún puntualizó después Asmodea que solo quería entrar un momento en la sala de juego para echar un vistazo, vistazo del que salió tan desilusionada como antes y con la propuesta increíble de ir al «Grill Room».

—¿Cómo se te ocurre? Siempre habías dicho que te fastidiaba ese local.

—Hoy me ha cogido por ahí —contestó ella.

Antonio la cogió del brazo y ella abrió el otro para que se pusiera en él el brazo de su joven protegido. Desiderio se sentía mal, pero seguía de buena gana, con la corazonada de que las iniciativas de Asmodea eran exclusivamente en su beneficio y que ella sabía por dónde se andaba. Desiderio sentía un dolor persistente en el brazo, además de la molestia, que a veces crecía con agudos pinchazos, que le producía la torunda que llevaba en el labio. Y, sin embargo, el joven Rius hacía de tripas corazón, porque era evidente que aquella noche misma debía encontrar a Jeannine, estuviera donde estuviese y con quien estuviera.

Por fin llegaron al «Grill Room» y era allí donde se hallaba Óscar en compañía de sus floridas, majestuosas, admiradas princesas de la haute couture.

La dueña de la casa, madame Forain, ocupaba el centro de la mesilla, Jeannine y la otra modelo con la que paseara en el Polo, una muchacha morena, de trazos firmes, deportiva y muy chic, como solía decir de ella madame Forain, ocupaban sendas sillas a su lado y Óscar Andrade cerraba el círculo sentado de espaldas a la entrada.

El «Grill Room» era un local exiguo, de paredes labradas con grandes relieves de castaño y una luz mortecina, colorada, que desfiguraba el verdadero color de las gentes. Así, al punto en que entró, Desiderio no pudo distinguir la pura felicidad ante la que se hallaba. Asmodea sí lo advirtió en el acto. También pareció darse cuenta de ello Jeannine, que levantó sus ojos hacia el grupo y quedó fija en él hasta que Desiderio dio con ella.

Los tres recién llegados fueron conducidos por un camarero a una de las mesitas, algo apartada de la que ocupaban Óscar y las mujeres. La música de un violín cadencioso refilaba un tango sincopado y viril. Los tres pasaron junto a la pequeña pista y Desiderio saludó, inclinando su cabeza. En cuanto el camarero se retiró con el pedido, Desiderio se levantó y se fue hacia la mesa de las modelos, en el momento en que Óscar sacaba a bailar a la compañera de Jeannine.

Desiderio sacó a bailar a su amada. Notó firmemente en sus brazos aquel cuerpo del que ahora ya no se separaría más. Ella levantó sus ojos cuando él le rogó que dejara a los demás y se marcharan juntos, que tenía que hablar con ella. Pareció resistirse un instante, pero era tal la insistencia de la súplica que fulgía en los ojos del muchacho que ella accedió a marchar. Al pasar junto a Óscar y su amiga cuchicheó unas palabras al oído de esta. Óscar, por lo visto, estaba bastante bebido, porque se limitó a gruñir un saludo a Desiderio, muy distinto del de sus normas habituales. Al acercarse a la mesa en la que Asmodea y su amigo empezaban a degustar el champán, el joven Rius se excusó. Le dijo a Asmodea que, si lo permitía, iba a acompañar a Jeannine a su casa. Asmodea vio el cielo abierto, les saludó, complacida, le vio salir con tal aire que era como si flotara. Asmodea se había salido con la suya y se sentiría ya para siempre responsable activa y directa de aquella liaison, de la que iba a ser en adelante testigo cercano, y a la que solo lejanos e imprevisibles acontecimientos podrían, un día, llegar a frustrar.

Jeannine encendió la lamparilla de la mesilla. El pequeño ático quedó inundado de una tibia luz, diluida en torno a un redondel de claridad difusa sobre la alfombra. Jeannine se alejó y, a través del silencio, Desiderio oyó la vibración sutil de unos frascos en un lugar del pequeño ático; y luego, el rumor de unos pliegues, el paso de un tul o de un ademán en la habitación contigua, como un susurro canturreado, el rastro infinitamente conocido de la presencia de ella que impregnaba aquella hora ardorosa y anhelada.

Ocurría algo imprevisto y desconcertante que no podía definir. Quizás había llegado el instante supremo de su amor, esa cosa frágil que, al romperse, quiebra una fibra oculta, algo de nuestra consistencia, un dique diminuto en las arterias y cambia de pronto el sentido de nuestra vida, el rumbo de nuestro corazón. Sí, quizá se rehacía ahora delicadamente Jeannine, sin más rumor que aquel tintineo lejano de cristales, de frascos, enturbiándole con su atmósfera. Pero él estaba allí, y estaba allí para siempre, rotos los principales arcos del puente que le ataba a los demás y resuelto a no volver ya nunca más sobre sus pasos. Se tendió, vestido, en la mullida cama, quedó allí esperando, sin acertar a pensar en nada más, sin acertar a sentir más que la existencia de Jeannine en su contorno, en el aire que respiraba, en la luz que animaba litografías y muebles, objetos y formas. Todo eso era ella, y ella estaba allí. Respiró hondo, se adormeció un instante, pensando que quien le sacaría con una sacudida tierna y leve de aquel sopor no sería otra que ella, Jeannine…

Un signo de dolor surcó su rostro cuando sintió que ella rozaba con sus labios su cuerpo, el hombro hundido, el mentón caído y convulso, el labio maltrecho. Y luego sintió que ella se alejaba de nuevo, como si buscara algo con que aliviar su dolor. Entonces Desiderio abrió sus ojos y la miró. Ella estaba delante de él, sin decir palabra. Así pasaron unos instantes, hasta que él respondió de algún modo a la pregunta que ella, sin querer, formulaba.

Entonces Jeannine se volvió hacia la coqueta de su tocador y empezó a preparar pacientemente el inyectable. Desiderio se dejó pinchar y quedó tendido, rendido, sin pensar en nada. Vio, al lado de la cama, el grumo de algodón húmedo, manchado por una pizca de sangre, nada más.

Se había unido deliberadamente a ella hasta en el postrero de sus secretos, hasta su propio vicio y su degradación sutil; se había contaminado sin escrúpulos y sin dudas, para participar de su misma mentira, con solo aceptar su mínima insinuación: «¿De verdad? Si quieres… te aliviaré en seguida». ¿No acababa de realizar el alarde supremo de su sumisión, de su ofrenda absoluta? Y al cabo de un rato sentía que, en efecto, le había sido arrancado del costado aquel dolor con la misma suavidad con que deben separarse uno de otro los espectros de la luz, al descomponerse en el iris con un sigilo misterioso, con un paso sin huella. Aquel líquido inflamante, aquella nadería acababa de atarle para siempre y de algún modo a la vida y a la muerte de Jeannine.

Se juraron amor inquebrantable, se dijeron que ya no se separarían más. Sin embargo, él debía volver temprano a su casa, reposar. Debía dar un parte de baja en el cuartel, por unos días, hasta reponerse del todo. El porvenir de su amor era demasiado importante para jugarlo ahora alegremente. Todo eso le aconsejaba Jeannine mientras le acariciaba suavemente el cuello, los ojos, las sienes…

Era una juventud, un poder totalmente logrado que trascendía del placer, que se expresaba de una manera lúcida y total en la núbil fachada de aquel cuerpo en que se ejercían plenamente los anticipos de la entrega, que advertía sin miedo los secretos de sí mismo, su fuerza latente y recóndita. En aquel instante, Desiderio sintió la penumbra cerrarse aún más con la aparición de la mancha blanca, la mancha admirable del cuerpo juvenil y pletórico, suave, reposado y firme; era como una magistral oquedad en la noche, a cuyo contorno parecían morir definitivamente el silencio y la tiniebla. Y después de ese impulso, que era como un vértigo increíble, una asombrosa huida, en la que todo era arrastrado hasta su término a través de praderas inmensas, de valles lozanos azotados por el sol y la lluvia, Jeannine ya no estaba a su lado; acababa de saltar de su brazo al mundo, era otra vez como un esquife largo y alado que cruza silencios y lejanías, indiferente y raudo… Sintió el rumor de sus pasos por el corredor y el borrón de su silueta cruzando el pequeño pasillo.

En aquel rincón no quedó más que la ausencia de ella, algo que en aquellos momentos era casi corpóreo y a lo que el juego de las sombras daba una permanencia tangible. Si Jeannine no estaba allí, estaba, sobre la cama, su hueco, vaciando su figura en el aire, de manera que hacia aquel lugar —que ella ocupaba sin estar, en el que ella se eternizaba de algún modo— fluyó en torrente, desbordada, la efusión sentimental que Desiderio aún traía. Olió y palpó aquel molde vacío, lo acarició tiernamente, apasionadamente.

En la casi absoluta penumbra de la estancia los objetos habían quedado yertos, indiferentes a su presencia, bultos opacos, sin sentido, en el silencio sin alma. En adelante podría soportar la ausencia, hasta el despego de Jeannine, sus arrebatos, sus vacilaciones, a condición de saber, en cada momento, dónde podría hallarla, en qué lugar del mundo podría, si se lo proponía, tenerla de nuevo en sus brazos.

Le pareció escuchar a través de la puerta, al otro lado, en la escalera, el rumor de unos pasos. Pero esos pasos se detuvieron en alguno de los departamentos más bajos y todo quedó en silencio otra vez. Todo él se sentía intemporal, fluctuante; y un raro, cálido escalofrío, una vaharada, un golpe de aire hizo vacilar, en el techo, los flecos de la lámpara, como si se bamboleara la oscuridad. Nunca había sentido la magia de su aventura, lo que esta tenía de tierno, alado y de maravilloso como en aquel momento.

Jeannine entró de nuevo. Los cabellos rubios se deslizaban sobre sus hombros. No dijo palabra, como si él no estuviera; quedó de pie ante el espejo de su tocador.

—Jeannine, Jeannine, ven a mi lado… —suplicó entonces otra vez.

Y empezó nuevamente el vértigo y la entrega, aquel abandono de su candor, la suprema alegría del abrazo. Luego, lentamente, volvió a renacer el silencio y, al fin, un coro de voces musitadas, voces que eran como si ya no fueran las de ellos dos, como si algo hablara y susurrara por ellos, y en vez de ellos. Al fin, de nuevo, se hallaron uno junto a otro, como si llegaran de muy lejos por caminos distintos…

Entonces Desiderio puntualizó, determinó las líneas que debían señalar en el futuro su amor, sus encuentros, sus entregas. Le explicó todo; sus incertidumbres, su cobardía, las dudas que le habían agobiado y por las que la había ido a ver en mala hora al taller de costura. En adelante todo iba a ser enteramente distinto. En adelante no viviría más que para ella, ella sería el centro de su vida y de sus actos, estaba plenamente rendido a ella, y ya no existirían compromisos, ataduras, lazos sentimentales, rutinas del corazón. Solo ella existía: Jeannine.

Pero ella repuso que todo cuanto había ocurrido hasta entonces debía quedar encubierto en silencio. No hablarían ya más de nada que no fuera a la vez del uno y del otro. Y ese silencio penetró de pronto y para siempre en todas sus zonas secretas, en todos los tramos foscos de la vida de cada uno y de los dos. En ese silencio fue a anegarse de pronto la figura del señor de Hugtenhagen, en ese silencio se zambulló de un golpe el recuerdo, el perfil de Crista y todas sus exigencias. Ese silencio envolvía a «Yucki», que dormía en un rincón, y a madame Forain, que estaba de parranda con Óscar; el silencio anegó todo el pasado, todo, salvo la vida de los dos. Emergiendo de los silencios como atletas magníficos, quedaban solo ellos dos y el porvenir de su amor; en la orilla de aquel océano de silencio quedaban las horas que estaban por delante, las noches tumultuosas, las ganas de exhibir el uno al otro la necesidad de quererse, en privado y ante los demás, sin disimulo, sin temor, sin clandestinidad, sin extrañeza, con arrogancia, provocativamente. No había nadie que pudiera quebrar ya ese amor ni desbaratarlo; ni había nada capaz de hacerles sentir vergüenza o miedo de quererse así, de aquel modo, ante todos e incluso para todos. Desde aquel instante Desiderio y Jeannine eran amantes de verdad y lo iban a proclamar a los cuatro vientos; todo lo demás no importaba, todo lo demás era hojarasca de esa que el huracán se lleva y arrastra y levanta en remolinos.