XXIII

EL SEÑOR DE HUGTENHAGEN, nacido casi setenta años atrás con el nombre de Zacarías Goldmann en un lazareto del barrio portuario de Amsterdam, no estaba en absoluto contento de tal como marchaban las cosas. Su tolerancia llegaba a un límite. Había hecho por Jeannine todo cuanto un hombre puede hacer por una mujer, incluso aceptar su desprecio y permitir que ella se enamorara apasionadamente de otro hombre. Hasta entonces el límite de sus tolerancias no había hecho más que evidenciar la aceptación plena de una realidad incuestionable, a saber: que Jeannine era nada menos que cuarenta y cinco años más joven que él. Pero de esa diferenciación temporánea a su amor categórico, encendido, exclusivo y exhaustivo por un joven tres años menor que ella iba mucha distancia. Sabía Hugtenhagen que donde mediaba un amor de ese estilo empezaban a surgir los conflictos. Por mucho que ella lo negara, todo cuanto estaba ocurriendo no era más que una consecuencia de ese amor estúpido, de ese flechazo que ella había sentido de pronto por el español de los ojos tristes.

El señor Hugtenhagen no estaba contento. Procuraba que sus transacciones comerciales, sus negocios, sus manejos económicos, sus cuentas bancarias a través de las fronteras no se salieran en lo posible de la legalidad. Pero en sus actividades era difícil estar a bien con todos los países y con sus leyes respectivas, y por otra parte las cosas delicadas costaban dinero, y no le cabía duda de que ciertas cantidades puestas en manos de agentes desperdigados en aduanas y en todo género de oficinas oficiales podían venir un día en contra suya como un «boomerang». El señor de Hugtenhagen no hacía más que repasar mentalmente todas las transacciones delicadas y abstrusas que tenían en curso para ver en cuál de ellas, con mala intención, podía ser pillado en falso. La que más le preocupaba era el alijo que había efectuado unos meses atrás del cargamento de pieles de astracán, porque el volumen de este negocio era considerable, y porque en él había comprometido a una empresa seria como «Harriman, Sons, Ltd.» de Londres. Y, con todo, no era particularmente ninguno de sus negocios lo que mortificaba a Hugtenhagen mayormente, en trance de rendir cuentas o de tener que habérselas con la policía. Sus zozobras provenían de mucho más atrás, se perdían en la noche de su vida, le llevaban a los albores de su actividad; una sombría pesadumbre y un desconsuelo terrible le acometían cada vez que recordaba que no estaba en condiciones psicológicas de enfrentarse con determinadas situaciones, que no era un hombre que pudiera tener un careo franco con la justicia, que había una sombra lejana que no le dejaba vivir; y que cada vez que un agente de la autoridad se le ponía delante, aunque fuera un vulgar gendarme de frontera, su entereza empezaba a flaquear y le costaba un esfuerzo inaudito aparentar calma, recobrar el «selfcontrol».

Pero tendríamos que empezar otra historia, completamente distinta a esta, si intentáramos dar solo una idea somera de este antiguo problema del holandés. Tendríamos que remontarnos a otros escenarios y a otras épocas, tendríamos que empezar describiendo los pasos de ese hombre, allá por el año 1870, en los caminos que van de Beirut a Damasco y de Damasco a las palmeras legendarias de Bagdad, y todo eso queda demasiado lejos de nuestra historia. Pero a veces al señor de Hugtenhagen le parecía escuchar aún voces, gemidos, peleas que venían de aquel tiempo y de aquellos lugares tan lejanos, principalmente la voz angustiosa de un alemán llamado Zennig, y el pisar apresurado de los camellos y la risa del guía, de aquel vulgar ladrón llamado Firouz, estremecida sobre el viento caliginoso del desierto de Ammán. Y en muchas ocasiones, a pesar de los muchos años que habían pasado desde entonces, pensaba que bien hubiera podido ser él, como fue el otro, quien se quedara en mitad de la duna, completamente drogado de hachís, completamente incapaz de moverse, y que el mismo Firouz hubiera sido quien regresara con el cuchillo teñido, pero no de la sangre de Zennig, sino de la de Zacarías Goldmann, él mismo. Pero aquellos eran unos tiempos en que Hugtenhagen, o Goldmann, batallaba contra la miseria descarnadamente, y le era necesario el dinero, como fuera, y había que pelear hasta la muerte, con traiciones, con sobornos, comprando silencios, para apoderarse de una partida de cáñamo indiano o de un alijo de perlas del mar Rojo. Aquella sangre de Zennig no había podido superarla. Recordaba a menudo, a pesar de los cuarenta y cinco años transcurridos, la mirada terrible de Firouz cuando iba recogiendo uno por uno los puñados de papel moneda y de oro que Zacarías iba entregándole, en aquella noche de Damasco, después de cobrar el botín. Y la silueta de la gran ciudad, la sombra de sus alminares, su deambular atemorizado por las callejas, por los bazares, su merodeo alrededor de la Gran Mezquita, su miedo irreparable… En definitiva, todo esto no había podido morir jamás, y el cadáver de Zennig yacía insepulto en su alma de la misma manera que había quedado sin enterrar sobre la caliza del desierto, a merced de los cuervos. Y un día y otro había estado temiendo, durante cuarenta años seguidos, que apareciera un día un enviado de Firouz o Firouz mismo a exigirle más y más dinero o a ponerle sencillamente en manos de la ley. Por eso se llamaba ahora Hugtenhagen, por eso nunca se quedaba demasiado tiempo en el mismo lugar, por eso no quería tratos con la policía.

Y por eso no había tenido nunca una mujer que le durara largo tiempo. Primero, porque las mujeres le fatigaban, porque eran exigentes, porque le timaban. Después porque no quería llegar un día a hacerles la confidencia de su verdadero nombre y de su historia de verdad. Había habido muchas hembras, pero ninguna había durado; ninguna, hasta que una noche, en París, y de ello se cumplían ahora cinco años, en un café encontró a Jeannine que miraba con ojos de hambre el pedazo de tarta que él estaba comiendo. Jeannine, que era una niña y que ya había vivido y sufrido más de lo que cabe a una mujer madura, que ya había amado y enviudado, que estaba ya metida en el laberinto enloquecedor de la droga… Y Jeannine le pareció entonces la única mujer a quien podía habérselo dicho todo. Jeannine callaba y parecía querer abandonarse absolutamente a lo que él hiciera de ella, asombrada de que no le pidiera en seguida rozarla con sus manos, que estaban cansadas de tanto tocar oro. Y por Jeannine había mudado su negocio, por Jeannine había intentado montar una empresa de aspecto regular, por Jeannine se relacionó con Strandhom, Stockholm; Gilles & Cagney, Boston; Harriman, Sons, Ltd., Londres; Paquin, Worth, Levin, Asdreanu, París… Por Jeannine hubiera sido y sería capaz de cualquier cosa, hasta de volver a matar… Por Jeannine había depositado su fortuna, la había colocado prudentemente en los Bancos de las cinco partes del mundo y por Jeannine pretendía ahora ser un caballero, cuando apenas le quedaba tiempo ya.

Y, por tanto, era preciso marcharse en seguida, cambiar de lugar, procurar borrar su pista de los ojos escrutadores de la policía. Daba lo mismo que sus conocidos pensaran que era un cobarde, que no sabía o no quería defenderse. Lo que importaba era ahora tener un poco de paz. Daba lo mismo que aquello que atenazaba su conciencia, que aquel crimen antiguo estuviera soterrado, olvidado, ignorado de todos y que nunca más pudiera volver a la luz. Lo que importaba era su propio sosiego. No quería atormentarse más por ello, le era necesaria la paz. No importaba que aquello por lo que ahora la policía le inquiría y mortificaba fueran cosas de poca monta, pequeñeces indignas de su atención; no importaba, pero lo que era verdaderamente angustioso era la propia policía, la propia justicia, fuera grande o pequeño, justificado o gratuito el móvil que la hiciera mover.

Pero Jeannine estaba enamorada y no quería seguirle. Al menos, eso era lo que ella proclamaba. Y entonces ocurrió que fue la propia Jeannine la que resultó investigada, allanada, mortificada. Monsieur de Hugtenhagen sintió un respiro cuando su amiga le mandó llamar con urgencia, y cuando la vio sacudida por un temblor nervioso, frente a los agentes que estaban haciendo en su propio cubil una investigación. ¡Ah, no era solo él a quien la justicia cosquilleaba! Es más, era ella la causa de todo… Ella, y a ella escudriñaba aún la policía con más rigor que a él, con más ganas. Y a ella le habían encontrado algo que podía ser cuestión de castigo, de proceso. Aquellos botellines vacíos que habían contenido el líquido aturdidor y aquellas tres cápsulas de morfina intactas, a punto de ser usadas. Sí, que se convenciera que solo por eso podía ser prendida y procesada y que si no lo era, era para que tuviera tiempo de meditar, de elegir, para que tuviera tiempo de decidir por sí misma el camino de la frontera. ¿No se daba ella cuenta?

Será conveniente que traduzcamos parte del diálogo que al día siguiente del registro llevado a cabo en casa de Jeannine sostuvieron ella y el holandés, en la habitación del «Nouvel Hotel» que ocupaba este último.

Las carpetas de papeles del holandés estaban revueltas, pues durante la noche Hugtenhagen había repasado con suma atención la correspondencia, las facturas, los certificados de aduana de su archivo. Y sobre las mesillas y la cama estaban dos de sus maletas, abiertas, a medio hacer, mientras el resto de la ropa colgaba de los percheros y quedaba en los cajones del ropero de la habitación. Porque el señor de Hugtenhagen, en su impaciencia, ya había empezado a hacer las maletas, menester en cuya ocupación le había interrumpido bruscamente Jeannine, entrando en su habitación, que se comunicaba por una vidriera corrediza con la que la francesa había ocupado aquella noche. El tono del diálogo fue, más o menos, de este tenor.

—Lo he pensado y no me voy —dijo ella, al entrar—. Todos mis amigos se echarán a reír cuando sepan que por un registro cruzo la frontera, como un ratón. No, eso queda para ciertos hombres.

Hugtenhagen la miró con sus ojos abultados e inexpresivos.

—Cuando tú te vayas, dejarán de ocuparse de mí. Estoy harta ya de seguirte. Eres un viejo y me das asco.

Eso, Hugtenhagen ya lo sabía, pero no le importaba.

—Ya sé que piensas que soy una infame; pero de todos modos te dejo solo; lo que tú pienses me da igual. Muérete. Hugtenhagen cogió un paquete de calcetines doblados y los metió en la maleta.

—Si piensas que todo lo que soy te lo debo a ti, aún me repugnas más. No te debo nada.

Los ojos de buey del holandés se fijaron un instante en ella, como perdonándola abiertamente.

—¡Buenos Aires! Si crees que te iba a seguir allí te equivocas. Te morirás solo, de pena y de miedo. Así acabarás.

«Es inútil —pensaba Hugtenhagen— que intentes detenerme; no lo conseguirás. No conseguirás más que herirte a ti misma, porque sé muy bien que la que no eres capaz de quedarte sola eres tú». Pero el holandés aún no decía nada. Iba metiendo en sus bártulos diversos objetos de su armario.

—No me afectará ya más si me siguen o no. Lo único que siento de verdad es haberte avisado anoche.

—Sí, eso fue algo que me extrañó. ¿Por qué me avisaste? ¿Di, por qué? —preguntó al fin inocentemente el holandés. Y quedó mirándola un rato. Luego volvió a su quehacer.

—No será peor saber que me sigue la policía que tener la impresión de que me sigues tú. ¡Oh, el día que viera que tus ojos están cerrados, y para siempre!… Los he encontrado en todas partes, siempre me persiguen…

Hugtenhagen llenó pacientemente la maleta. Al fin rompió a hablar.

—Jeannine. He hablado muy de mañana con cierta persona que está al corriente de lo que ocurre en Jefatura de Policía. Me ha asegurado que si salimos del país no te va a ocurrir nada por lo que descubrieron ayer. Piensa en que lo más importante para nosotros, los que vamos de un sitio a otro, es no tener ninguna mancha en la hoja.

—Tampoco la tendré. Tengo amigos en España. Ellos me ayudarán.

Hugtenhagen hizo una mueca levemente expresiva de duda. Al cabo de un rato completó la maleta, luego la cerró.

—Sé muy bien que tú me seguirás. Cuando pienses bien, entre tu amor y tu… placer, entre la diversión y la… solidez que tienes en mí, no lo dudarás. Solo yo entiendo tus caprichos y puedo satisfacerlos.

—Te engañas —protestó Jeannine—. No te necesito. Y, sin embargo, lo primero que había hecho la noche anterior al sentirse apurada había sido llamarle en su ayuda.

—Se ha acabado Barcelona, Jeannine. Escúchame bien ahora. Yo me marcho por unos días…

Se acercó a Jeannine y quedó frente a ella.

—Debo arreglar unas cosas en Orán, antes de dar el salto. Presta atención: El barco que nos va a llevar a Buenos Aires es un barco sueco, que sale dentro de tres semanas justas. El domingo, día 5, el «Göteborg» sale del muelle de Poniente a las ocho en punto de la tarde. Tienes tiempo de pensar, tienes tres semanas… Si a última hora se te ocurre venir, no tienes más que presentarte en el muelle y preguntar por el capitán Erick Fritzhoffen. Recuérdalo bien: Fritzhoffen.

El holandés llamó a un timbre para que viniera un botones al que tenía que dar unos recados. Entonces Jeannine se retiró y se metió de nuevo en su habitación.

No había más que una persona capaz de provocar en ella tanta intransigencia ni de hacerla hablar de aquel modo, echando a perder de pronto todos los convencionalismos de que estaba hecha, y esta persona era Hugtenhagen; quizá fuera solo esa causa la que le hacía tan difícil prescindir absolutamente de él. Jeannine se daba cuenta de que necesitaba de una persona a quien detestar, como necesitaba de otra a quien querer. Pero le eran tan indispensables la una como la otra. Sin Hugtenhagen se hubiera encontrado de pronto tan solitaria como lo hubiera sido si Desiderio desapareciera de pronto. Pensaba que el corazón de la Humanidad está hecho de una mezcla de amor y de odio, y que ella había conseguido que estas dos vertientes, que esta sístole y esta diástole con las que funcionaba el corazón y que se armonizaban en un latido, quedaran en el suyo perfectamente diferenciadas. No podía remediar el increpar y el herir a Hugtenhagen cada vez que se le ponía delante. Eso se debía quizás a la cara beata con que él recibía las más atroces pullas, los insultos, los más hirientes sarcasmos, las invectivas más feroces y crueles.

Jeannine estaba sulfurada porque sabía que cuando Hugtenhagen tomaba una determinación no era capaz de volver atrás. Nunca Hugtenhagen había hecho la comedia de aparentar una salida, un cambio de paisaje sin que el viaje dejara de producirse. Pero Jeannine estaba persuadida, en cambio, de que esta vez el holandés se marcharía solo. No la atemorizaban los presagios. Sabía que lo primero que haría el holandés sería obtener de Suzanne Forain un despido fulminante que pusiera a Jeannine de patitas en la calle, a navegar en el proceloso mundo de las entretenidas. Pero no se asustaba; tenía fe en Desiderio y en sus amigos, tenía fe en Antonio y en Asmodea y sabía que no sufriría demasiado por ello. Estaba resuelta a defenderse sola, a desprenderse definitivamente de su protector y tirano. En aquellos momentos casi celebraba que todo hubiera ocurrido así. Daría la cara a las investigaciones que se presentaran y afrontaría su situación. ¿No había roto definitivamente Desiderio con… la otra? Así debía hacerlo ella también.

Mientras pensaba en ello sonó el timbre del teléfono. Casi saltó de júbilo cuando reconoció la voz de Desiderio. Le contestó que deseaba verle en seguida, que no tardara un instante en recogerla en el hotel, puesto que le tenía que contar muchas cosas. Cuando Desiderio llegó, unos minutos más tarde —la llamada la había hecho desde un teléfono público, cercano a la calle de Santa Ana—, Jeannine ya le esperaba en el hall. Llevaba un traje mañanero, se abrigaba con un chaquetón de paño y quería ir a pasear con él, en seguida. Quería volver al Parque de la Ciudadela, donde no había estado desde el verano, desde antes de que ocurriera aquella. Parecía que, de ese modo, Jeannine quisiera entroncar con los días más ardientes de su amor.

Para ello cogieron un coche. Durante el camino Jeannine contó a su amigo el mal rato que había pasado la noche anterior y el porqué de haber pedido protección a Hugtenhagen. Pero, al fin, había roto con él. El holandés se marchaba camino de Orán y luego se marcharía a Sudamérica. Pero se marcharía solo, sin ella.

Al afirmarlo, Jeannine dio un beso a su amante, un beso largo que les hizo llegar en silencio y sin darse cuenta a las calzadas del parque, soleadas y llenas de verdor.

De nuevo se pararon ante cada una de las jaulas del zoo; echó Jeannine pan a las fauces del elefante, rio ante las jaulas de los monos, dirigió cariñosos requiebros a los antílopes elegantes, se pasmó ante la gallardía de los pavos reales. Se agarraba del brazo de Desiderio animosamente, como si acabara de resolver un grave conflicto interior. Desiderio pensaba que todo cuanto su amiga hacía no era del todo verdadero; había mucho de absurdo en sus propósitos, en sus planes, en aquel proyecto de montar por su cuenta una casa de modas, en aquel diseño apresurado que hacía de una vida futura en la que pudieran vivir juntos los dos, apartados de todos, quizás en un lugar escondido, en la finca, o en una casa que se compraran junto al mar. Tales fantasías eran buenas cuando Jeannine tenía su vida verdaderamente acomodada, siempre que ejerciera una profesión determinada, siempre que tuviera un empleo o un cargo que ocupara parte de su jornada y que le diera una consistencia social adecuada. Pero desalojada, huérfana de ella, la situación de Jeannine se tornaba ambigua, incómoda. Se engañaba con sus propósitos, porque, con ser la más hermosa de las mujeres, la más refinada y la más elegante de todas ellas, no servía Jeannine para nada más que para eso: para lucir, para ser feliz, para ser amada, para no trabajar, para no hacer nada más en la vida que existir, que andar, que hablar, que moverse… ¿No era esa toda la sustancia de Jeannine? Ella no podía ser otra cosa.

Hasta entonces Hugtenhagen había aparecido discretamente en una zona secundaria de la vida de Jeannine, en las afueras de su personalidad, en el segundo término y en la lejanía de su existencia. Pero, al marchar, el volumen que él ocupaba en el aire desmantelaba totalmente a su amiga. Es posible que Jeannine no se diera cuenta absoluta de ello, pero esta realidad se le aparecía evidente, diáfana, a Desiderio, mientras caminaba por los parterres del parque del brazo de ella. En realidad, el abandono de Hugtenhagen, en lugar de apretarlos, de identificarlos y fundirlos a ellos dos totalmente, como cabría esperar de la desaparición de un tercero en discordia —o mejor, en concordia—, los sacudía insensiblemente a ambos, los obligaba a separarse un poco uno de otro. No era que a Desiderio le complaciera la situación en que estaba: al contrario, no dejaba de reprochársela, de sentirse en definitiva culpable de algún modo al permitir que en la vida de Jeannine tuviera otro hombre una participación tan notoria, aunque esta participación no resultara en sí misma degradante para su corazón, sabiendo como sabía Desiderio que el holandés era solo como una especie de tutor de su amiga, un protector platónico y desarbolado, ajeno a todo impulso posesivo. Pero no le cabía duda de que su partida crearía una serie de nuevos problemas, haría que recayera sobre ellos mismos un conjunto de responsabilidades que hasta entonces podían ser apuntadas en la cuenta del holandés. No sabía por qué la noticia desazonaba a Desiderio.

Y no era a él solo. En los alardes que Jeannine hacía de independencia, en los alardes de amor que exhibía, había una inquietud, una intranquilidad velada pero auténtica. No eran más que la consecuencia inmediata de una resolución tomada sin mucha reflexión, y a la que se abrazaba como un náufrago. Pero al cabo de un rato, cuando volvía a pensar en ello, distraída por un instante en la contemplación de cualquier nimiedad del zoo, sentía que no era tan fácil prescindir de golpe de su protector, que la ausencia de Hugtenhagen la modificaba a ella totalmente. Hubiera querido no pensar más en ello, hacerse a la idea de que todo se arreglaría, de que sería posible, a la vuelta del holandés, hacerle cambiar de idea y conseguir que todo siguiera igual como hasta aquel momento. Era muy posible que a la vuelta de Orán, Hugtenhagen pensara que no merecía la pena un cambio tan brusco, y que accediera a demorar su viaje por unos meses más. Y así, poco a poco, quizá ninguno de los tres tendría que cambiar lo más mínimo, ni sería necesario que nadie sacrificara una porción de su paz, en aquel statu quo tan peculiar, que resultaba a la postre tan delicado y quebradizo como el de una difícil entente diplomática.

Desiderio se fue a su casa a almorzar, después de dejar a Jeannine en la suya, y quedaron de acuerdo en que pasarían juntos la tarde, puesto que era fiesta. Por la tarde, los dos, aunque parecieran insensibles al sutil cambio que había planteado la determinación del holandés, se hallaban influidos por el mismo incómodo presagio. Pero el mensaje que directamente se comunicaban el uno al otro al entregarse era ajeno a la molesta pesadumbre que parecía escurrirse entre ellos, penetrar poco a poco como un reptil viscoso entre sus cuerpos, lo cual motivaba que el abrazo fuera todavía aquella tarde más poderoso, más terco, más frenético, apretado hasta el dolor. Desiderio tenía a Jeannine en sus brazos con una tenacidad, con una vehemencia que era un gesto de desesperación extrema, como si temiera que ella pudiera escurrirse impensadamente de ellos y escapar. Pero ella no se movía, se dejaba atrapar y hasta destruir, si hubiera sido posible, en ese fervor posesivo que la abría y la estremecía y al que no oponía más que todo su peso abandonado. Y el fantasma de la separación no hacía más que acentuarse cuanto más cabal les parecía su unión, como si un oráculo misterioso dictara desde lejos trayectorias ajenas al camino por el que pensaban seguir avanzando en común, como si un hado siniestro se hubiera infiltrado alevosamente entre sus cuerpos fundidos.

Ni uno ni otro aludieron a ello, pero la conversación se hizo difícil, y el trasgo importuno no hizo más que prosperar, enredando y brincando por el aire durante toda la tarde.

Al dejar a Jeannine, más temprano de lo que pensaba y quizá para airear un poco los estados de su ánimo, Desiderio se encaminó al «Ecuestre». Entró en el hall, donde los inmutables, impávidos lectores de los «magazines» ingleses, hojeaban lentamente las hojas satinadas, y luego descubrió al grupo de sus amigos charlando animadamente, casi acaloradamente, en un rincón de la brasserie. Al acercarse, cuando uno de ellos advirtió su presencia, pareció de pronto cundir por el corro un silencio repentino, como si acabara de circular un aire intempestivo. Esta interrupción desconcertó a Desiderio, que se sintió herido, aludido por ella. Antonio Mira fue quien recobró la palabra, y lo hizo tranquilamente.

—De lo que hablábamos antes… La transformación de las industrias después de la guerra…

Pero el cambio de conversación era demasiado brusco para que pasara inadvertido a Desiderio y para que los demás no se sintieran molestos por su propia falta de tacto. Procuraron borrar la mala impresión haciendo que Desiderio participara en sus cabildeos sobre las posibilidades del yacht de Antonio, que había vuelto a equipar, en cuanto las circunstancias de la guerra permitieran la celebración de regatas. La reunión se disolvió pronto. Primero se marchó Teodomiro Flo, luego lo hizo Anselmo Durán, bastante sofocado por la idea de que Desiderio le iba a achacar a él la incorrección, y luego lo hizo Antonio Mira, explicándole, aparte de los demás, que debía ir a encontrar a Silvia en el «Continental» y que si quería cenar con ellos le esperarían hasta las diez. Bastante desconcertado, Desiderio agradeció la invitación, pero rehusó.

No quedó más que Clemente Pidal. El orondo joven, ya convertido en un hombre de negocios consumado, satisfecho de sus éxitos financieros, esperaba a su socio, el suizo Martin, el del monóculo. Mientras esperaba, Desiderio quiso aclarar con él el papel incongruente que le habían hecho al entrar, las razones del repentino silencio y del enrarecimiento de la conversación. Pero Clemente se obstinó en tranquilizarle.

—Has tenido figuraciones. ¡Ca, hombre, si estábamos hablando precisamente de… ahora no recuerdo de qué!… Lo que ha pasado es que ha dado la casualidad de que has llegado en un momento de silencio, como tantas veces.

Pero Desiderio no quedó convencido.

—Hablabais de algo que me concernía. Eres muy amable, pero preferiría que me lo aclararas con franqueza.

Clemente miró a Desiderio sin pestañear, como cuando llegaba al punto crucial de una conversación financiera, en la que no quedaban ya distingos ni elusiones.

—En efecto, estábamos hablando de ti… Pero hablábamos todos de ti con sumo cariño.

Este prólogo amable no sacó de dudas a Desiderio.

—No sé quién contaba que la situación de tu amiga… de Jeannine… es cada vez más delicada. A causa, sobre todo, del holandés errante, según le llaman. Hay indicios de que, por lo menos, ese hombre será expulsado del país. Van a aplicarse con rigor ciertas normas para la renovación de visados, y parece claro que esta forma de expulsión… elegante será la que se usará con él.

—Bien, nada de eso me sorprende. Lo sé. Y sé que es él el que no solicitará la renovación. ¿Qué explicación le daban ellos? —preguntó Desiderio, buscando una referencia más amplia.

—Verás…, algunos, buenos amigos tuyos… creían que… que era una lástima que te pudieran ver mezclado en ese embrollo. Verdad o no, se ha lanzado sobre esa gente una patente de… de tráfico… de negocio oscuro. Yo no digo que Jeannine tenga nada especial que ver, pero basta con que algo de eso empiece a circular para que la gente lo crea a pies juntillas.

—Todo eso son mentiras, farsas que se inventan. La gente no ve más que novelas. Y con Jeannine han hecho una ignominia; ayer han entrado en su casa a registrar, cosa que no tiene nombre. ¿A santo de qué?

—Y, sin embargo, de eso hablábamos… Parece que le encontraron, sí… drogas, ni más ni menos. Ándate con cuidado, no seas tonto.

Se presentó de golpe el suizo.

—¿De qué hablaban ustedes con tanto ánimo? —preguntó, enroscándose el monóculo en la ranura de sus párpados, mientras se sentaba, con un ejemplar del The Times en la mano.

Desiderio no tuvo reparo en decirlo.

—De una brutalidad que han cometido anoche con… con una amiga mía.

—¡Ah, ah!… —dijo el suizo distraídamente, como si prefiriera no oír hablar de aquello, disponiéndose a desdoblar las sábanas del diario inglés.

Hubo un silencio.

—Sí. La policía hizo un registro en su casa. Yo he vivido en Inglaterra y me hubiera gustado ver allí una arbitrariedad y un atropello semejante.

—Verá —dijo el suizo, con calma, ladeando solo un poco la cabeza, sin dejar de mirar el diario—. En Inglaterra hay un control más riguroso que aquí de la gente que entra en el país.

«¿También aquel? ¿Hasta el suizo, monsieur Martin —pensó—podía formular un juicio respecto a eso? ¿No le admitía España a él? Sí. ¿Qué hacía en Barcelona el suizo sino vulgares negocios?».

—Lo siento por usted, Rius; pero ese Hugtenhagen es un pájaro de cuidado. Se le conoce bien; no se llama Hugtenhagen, sino Goldmann. Y no se acaba de ver claro qué hacen aquí esa pandilla. La casa de modas de la Forain no ingresa ni para cubrir los gastos de ruleta de su dueña, ni las juergas que se corre con Monique, su querida, y que me perdone el señor Andrade —exclamó el suizo sin pelos en la lengua—. Esto también quisiera verlo yo en Inglaterra.

La situación de Desiderio era violenta. No podía lanzarse a una defensa rotunda de Jeannine sin que, por causa misma de esta defensa, la vilipendiara, la ofendiera, ya que no era correcto que la hiciera pasar de ese modo por su amiga oficial. Se calló, sonrojadísimo.

Pensaba que aquello era absurdo, monstruoso, que se estaba armando un lío considerable, que la bola de nieve crecía irremediablemente y que no era posible ir contra ello. Cuando hasta personas de mundo como el suizo se escandalizaban y pontificaban con tal aplomo, era señal de que la cosa no tenía remedio. Y pensó de nuevo que, para ser considerado así, el señor Hugtenhagen llevaba algo muy misterioso y oculto entre sus garras. En todo caso, Jeannine quedaba totalmente libre de culpa; y con la marcha del holandés volvería a quedar incontaminada, pulquérrima, rehabilitada públicamente a los ojos de todos. Sí, de todos modos era conveniente que el holandés pusiera tierra o mar de por medio. —Tengo entendido que el holandés se ha marchado o se va a marchar. Mejor —dijo—. Esos hombres no tienen nunca sitio fijo. Siguen siendo los pueblos nómadas de la Biblia.

—Sí, es mucho mejor para todos —aceptó entonces monsieur Martin—. Porque… permítame, Rius, que le hable con franqueza. Ha habido algún cliente nuestro, se lo digo para que usted esté enterado, que ponía reparos a darnos sus cargamentos pretextando que, dada su constante exhibición con la francesa, era muy posible que a nuestros barcos les pudiera ocurrir algo durante la travesía. ¡Figúrese! Todo eso es absurdo, ya lo sé… Ni el espionaje va de ese modo, ni las espías se entretienen en seguir la ruta de nuestra «Galatea» o de nuestro (Santillana». Pero la cuestión me fue formulada así. Se lo digo para que vea cómo están las cosas.

—¡Eso es una infamia! ¡Créame, se está cometiendo una infamia deliberada! Y lo peor es que no se sabe de quién pueda salir todo eso, a quién se debe ese embrollo y por qué la han tomado contra… esa persona.

—No te alteres —aconsejó Clemente—. En definitiva, ¿a ti qué te va con eso? Deja que digan lo que quieran. Total, un día, el día menos pensado, Hugtenhagen se esfumará, la señora Forain se irá con Monique a otra parte y volveremos a quedarnos solos los que ya estábamos antes. La guerra terminará, y nosotros seguiremos existiendo… Ese es mi consejo, Desiderio. ¡Deja que se embrollen, que se hundan! Tú no te preocupes nunca de nada más que de tus propios asuntos. No merece la pena ponerse a cavilar por los demás.

—Sí. Quizá tengas razón. Los problemas de uno ya son suficientes…

El abandonar de golpe su vida de soldado significó un cambio brusco y total en las costumbres de Desiderio, en sus posibilidades, en su libertad. Hasta tal punto, que creyó que no se acostumbraría a ello. Al coincidir ese cambio con las dificultades que entorpecían su amor con Jeannine, toda la tensión, el hechizo en que había vivido durante los últimos meses parecieron desleírse, deshacerse repentinamente. Ahora ya no cabían excusas ni pretextos, volvía a la vida ordenada, limitada, controlada de los días anteriores a su estancia en Inglaterra, con la diferencia de que ahora todo él se sentía cambiado. La libertad gustada, la holgura de sus movimientos durante el período de cuartel le parecía que debían haber durado siglos, y se encontró de pronto frente a otra triste realidad, completamente distinta: la de los ojos de su padre a la hora de cenar, la de la paciente e investigadora mirada de Josefina, la del rígido horario que no podía transgredir, la del camino de la fábrica realizado con su padre en el interior del «Hotschkiss», la de las lentísimas horas de oficina, que no acababan nunca de pasar, y en las cuales no hacía más que pensar en Jeannine, sin remedio; en esa Jeannine a la que vería a la caída de la tarde, entre la salida de la fábrica y la cena, o solamente los sábados por la noche, en que su padre le daba permiso para salir un rato, rato que él hacía prolongar hasta la madrugada. Se decía que esto no duraría siempre así, que un día muy cercano rompería con todas estas ataduras y maduraba tenazmente la forma de concluir de una vez con los entorpecimientos.

Si durante aquellos días su amor hubiera sido tan suave como durante los meses anteriores no habría reparado en arrostrar como fuera los peligros de una salida clandestina de su casa por la noche, desafiando la oscuridad del pasillo y el sueño de su padre, que se exteriorizaba a través del silencio por su sonoro ronquido. Pero como consecuencia de los sucesos que había provocado el registro del piso de Jeannine, toda cautela les parecía poca a los dos amantes, que quedaron de pronto a la expectativa de los acontecimientos y, sobre todo, en espera de una determinación que ninguno de los dos se atrevía a imaginar. Durante esos días, tanto el uno como el otro, parecían estar asiéndose dramáticamente a la idea de que todo seguía igual que antes, que su situación iba a perdurar indefinidamente, que Jeannine no iba a dejar Barcelona, que ni por un momento se iban a abandonar. Ella parecía estar muy segura de sí misma y de su postura, claramente expuesta a Hugtenhagen, y así la vida de los dos siguió siendo la misma, en lo relativo a su cariño y a sus ternezas, que la de antes del toque de queda floreado por el holandés en el «Nouvel Hotel». Pero tanto el uno como el otro no podían disimularse a sí mismos que algo especial había ocurrido. Jeannine se daba cuenta ahora de que su alegría en el Parque de la Ciudadela, la manera como había paseado por sus parterres y se había parado ante las jaulas de las fieras y de los simios, no era otra cosa, en el fondo de su sinceridad, que una despedida que hacía a aquel lugar, de aquel mundo que había sido el cuadro de sus encuentros estivales, tan cargado de efusiones y de recuerdos, tan lleno de reminiscencias y de fervores. Sí; si había de darle un nombre al carácter con que había sonreído y charlado, parada ante el bostezo abúlico del león, era porque por dentro estaba diciendo adiós sin querer a los barrotes que lo encarcelaban, porque de algún modo, sin saberlo, estaba besando y agarrándose desesperadamente a aquel aire que les había cobijado a los dos en tantas y tan hermosas ocasiones que ya nunca más se irían de su recuerdo. Y así, sucesivamente, cada uno de los lugares que visitaban ahora los dos tenía ese tinte nostálgico de lo que se va a ir para siempre, de lo que vamos a dejar, de lo que está concluyendo. Jeannine se sentaba a la mesa del «Excelsior», el sábado por la noche, en compañía de Desiderio y de Asmodea, de Monique, de Antonio, de Óscar Andrade, con una admiración contemplativa y distante por la que se filtraba y mordía un pequeño roedor implacable, que llenaba de un polvillo como de serrín sus sensaciones y sus querencias. Y lo más curioso de todo era que, mientras eso ocurría, Jeannine, ella misma, la Jeannine que dependía de su propia voluntad y no del capricho del hado ni de la misteriosa proyección de la fatalidad, se estaba diciendo que no había nada que temer, que ella permanecería siempre allí y que ninguna fuerza sería capaz de arrancarla del ambiente. De modo que la despedida que formulaba era una sensación escondida que germinaba en contra de ella, a pesar de ella. Bailaba con Desiderio, le besaba ardientemente, hablaban de lo que harían semanas después, de lo que harían en verano o cuando él tuviera vacaciones, como si aquel moscardón invisible no musitara en cada momento que este verano, que esas vacaciones, que esos planes distantes ya no podrían ocurrir. Era una dualidad extraña, que Jeannine no se podía explicar y a la que destruía en cuanto las sensaciones escondidas afloraban lúcidamente a su conciencia. En cuanto ella advertía el absurdo de esas sensaciones se despertaba el amor de Desiderio con la vehemencia con que se suelen salir del sueño a la realidad nuestros sentidos físicos. Se agarraba ardientemente a la realidad de estar con él, a la realidad de que se querían y de que nada podía ni iba a separarlos, ni siquiera la sibilina sugerencia y la proposición del holandés.

A ese personaje atrabiliario y sombrío echaba Jeannine todas las culpas de la lucha que en ella se debatía. Pensaba que Hugtenhagen había acertado, con suma sagacidad, con maligna intuición, a provocarla con la idea de su marcha, seguro como estaba, por conocerla bien, que durante su ausencia y hasta que el barco sueco no estuviera en alta mar ella no podría respirar tranquila. Por tanto, era empeñarse con todas las fuerzas de su alma en no salir de lo proyectado, era esforzarse ardientemente en permanecer contra tirios y troyanos, en no salir de sus casillas, en dejar, sin pestañear, sin inmutarse, que el holandés marchara con viento fresco a América del Sur. Si esto ocurría, como no podía menos de ocurrir, lo que viniera después ya no tendría complicación ni remedio; ya sería la vida de los dos, el uno para el otro, sin la intervención de nadie; y, por tanto y para siempre, un amor completo, un disfrute total del contenido recíproco de sus corazones, demasiado ajetreados hasta entonces por las presiones ajenas.

Y, por tanto, Jeannine daba grandes bandazos solitarios entre la nostalgia y el aturdimiento. Era la nostalgia la que la llevaba a mirar los lugares en que paseaba o estaba sentada con Desiderio como si se despidiera de ellos; y era un aturdimiento consecutivo el que la obligaba a mirarlos luego solo superficialmente, con el ánimo excitado, enervado por un poco de alcohol, o por la música, por la conversación, por el deliquio de su amor… Nostalgia y aturdimiento embotaban sus verdaderas percepciones, mientras se iba acercando lentamente, inexorablemente aquel domingo día 5 de marzo en que la figura de Hugtenhagen se perdería definitivamente en las brumas del mar.

Solo Asmodea comprendía a fondo lo que pasaba por el ánimo de Jeannine aquellos días. Jeannine le había hablado con entera claridad, confiando en que ella sería la única que verdaderamente le daría un consejo cabal o que la socorrería enteramente. Le explicó esa extraña sensación de despedida, cuando todo su ser amaba más que nunca a Desiderio y cuando estaba segura de no abandonarle jamás. Cuando estaba segura de que, en caso de que fueran ciertos los presagios que a veces sentía, de que no era imposible que pudiera marchar con Hugtenhagen en el transatlántico, lo primero que haría al ver al holandés sería aborrecerle con toda su alma, detestarle con todo su corazón. Asmodea no supo qué contestar, o quizá no quiso aconsejarla. Pensó que esas mismas querencias que su amiga sentía la llevarían fatalmente a una conclusión, que se produciría por sí misma y sin la intervención de nadie, ni siquiera, apenas, de la propia Jeannine. Si eso acontecía así, lo evidente es que al cabo de unas semanas Jeannine estaría compartiendo con ellos, tal como estaba ahora, aquel salón lleno de reliquias, frente a la chimenea de Antonio Mira, o la mesa del «Continental» o la mesa del «Excelsior», y sus zozobras actuales se esfumarían por sí solas como un soplo de humo.

Y mientras decía eso, Jeannine se daba cuenta de que también se estaba despidiendo de Asmodea. La sensación que sintió de que lo que estaba haciendo era pronunciar un adiós sin querer, la sorprendió de tal manera que, de pronto, Jeannine se abrazó febrilmente a Silvia. No sabía lo que le ocurría. Estaba diciéndole adiós a su amiga, sin que nada en su alma la inclinara a hacerlo, todo lo contrario. Y al darse cuenta de ello, al sentir claramente que no había nada que hacer, que se iba, se echó a llorar sin remedio. Y Silvia le acarició suavemente los cabellos, alentándola.

—¡Qué lío tan estúpido! —dijo Asmodea—. Luego dirán que somos libres. En realidad, nunca somos más que el espacio pequeño que nos dejan los demás. Creemos que con decir «quiero eso», o «quiero lo otro», ya somos nosotros. Pero «eso» o «lo otro», cuando adelantamos nuestras manos, no es más que una pequeña porción de lo que habíamos señalado. Y cuando lo tenemos en las manos, ya no es nada.

Así era, en efecto. Así lo sentía Jeannine. Aquello ya no era casi nada. Se había desvanecido…

Se fue a arreglar un poco, a repasar la pintura de los labios, a ensombrecer con un poco de rimmel sus pestañas y a quitar de sus ojos aquel llanto intempestivo, porque de un momento a otro llegaría Desiderio al piso de Antonio y quería que, por lo menos en esos días, la viera radiante, deslumbrante, llena de deseo, desplegada enteramente, como aquellos grandes y soberbios pavos reales que habían abierto su abanico días antes frente a los dos. Era necesario que Desiderio nunca supiera nada de la turbación de su espíritu y que cuando él estuviera allí ni ella misma supiera que también de él se estaba despidiendo.

—Hagas lo que hagas, cuenta conmigo… —le dijo, conmovida y serena, Silvia Romeu, aquella mujer a quien llamaban Asmodea, porque su amor por Antonio la había señalado con un cruel estigma—. Decidas lo que decidas, yo te ayudaré.

—¿Evitarás —preguntó— que él se desespere… demasiado? Eso es todo lo que te pido.

—Sí… Al cabo de unos días, quizá todo le parezca un sueño, y entonces ya no sufrirá.