XXVI

EL COCHE DE ALQUILER dejó atrás la cerca de cemento que guardaba la entrada del recinto portuario, coronada por la sólida reja de hierro, y con ella las tinieblas del puerto. Dobló en la base del monumento a Colón y paró frente al edificio del Gobierno Militar. El cochero invitó a bajar al pasajero.

—Lléveme usted por lo menos hasta la Plaza de Cataluña y tendrá una gratificación —propuso Ramiro Mendizábal de la Higuera, sacudiendo agitadamente un brazo, en el que bailaba el puño de celuloide, y mostrando al auriga una moneda de peseta.

El cochero miró el pequeño redondel de plata y, con un gesto de desgana, movió las riendas. El roce de ellas en el torso del caballo hizo que este volviera a caminar.

—Buen animal es este. —Y el detective gratificó con ello también hiperbólicamente al cochero, que estaba orgullosísimo de su tiro.

—Ya lo creo. Pocos aguantarían lo que ese aguanta. Para él el trabajo es la salud.

—Se le ve en la figura. Pasa como con los hombres —chilló Mendizábal, ganoso de entablar diálogo— Se les nota a la legua la capacidad, a los que la tienen. Y es que el trabajo no es un castigo, como afirman los libros. Por el contrario, para el que lo sabe hacer disfrutando, es un premio, un regalo…

El coche subió a buen paso por las Ramblas. Pasó ante el monumento a Pitarra, el cual estaba cómodamente sentado en su sillón de piedra mirando con regocijo la animación que bullía a sus pies.

—A usted se le nota también satisfecho, ¿no es verdad? —continuó el policeman, sin que el cochero pareciera prestarle la menor atención—. Una jornada de trabajo bien cumplido es una satisfacción para uno. A mí me ocurre igual. Cuando he concluido una cosa me siento satisfecho.

El agente privado respiró a sus anchas. Había llevado a feliz término una de sus gestiones más brillantes, más divertidas y estimulantes de su carrera profesional. No se trataba esta vez del marido celoso, de las largas esperas en los meublés o en las casas de cita, de los sobornos a los camareros o encargados de los hoteles de mala nota. Había algo que se sale de lo corriente, en un marco distinguido: cabarets, hoteles de postín, extranjeros… Y, al fin, hasta nombres supuestos y fuga en un barco, con pesquisa suplementaria entre el personal sueco. ¡Albricias! Consumatum est… se dijo el lince, mientras metía en una pipa sucia una pulgada de tabaco de su petaca. Ahora era cuestión de informar en el acto a su amigo el procurador, en la dirección que le había dado aquella misma tarde.

«Ahora yo ya he terminado —dijo—. Ahora les tocará a ellos, si quieren usar del ius operandi… Yo quedaré…» —y para mostrar palmariamente y sin palabras cómo quedaría se frotó varias veces una mano contra otra, tal si con ellas tocara unos invisibles platillos.

A llegar a la Plaza de Cataluña el cochero se negó decididamente a seguir. El detective, tras discutir un rato con él por si con ello le convencía de subirle unas manzanas más le largó la peseta con un ademán magnánimo. Y se dispuso a correr a pie el trecho que faltaba.

Se paró a saborear unas chupadas de pipa y expelió con parsimonia el humo, antes de proseguir. Luego cruzó con paso vivaz y puso pie en el Paseo de Gracia, que en sus límites con la Plaza de Cataluña no mostraba ningún aspecto sobresaliente, algo que demostrara la agitación en que había vivido durante la jornada.

Pero al llegar a la Gran Vía, el aspecto del ancho y señorial paseo cambió enteramente. Ramiro Mendizábal de la Higuera empezó a pisar una esponja sucia de papeles, una alfombra de desechos de todas clases, de polvo, de flores aplastadas, de trapos y serpentinas y hojas aplastadas en la calzada. Aún perduraba en el aire un polvillo fluctuante, y la calzada estaba todavía ocupada a trechos por una muchedumbre aburrida que se deslizaba arrastrando los pies sobre la basura del Carnaval, en grupos de familias completas, cansadas, aburridas, que marchaban colectivamente a cenar; los niños más chicos eran llevados en brazos, mientras los mayores, que tampoco podían con su alma, seguían semidormidos de la mano de sus padres, o chillaban a grito pelado, muertos de cansancio. En el centro del paseo, aún transitaban algunos vehículos, a los que la aglomeración de la salida hubiera retenido prudentemente una vuelta más, y que ahora rodaban definitivamente al retiro. La «rúa» había concluido, su animación se había deflecado sobre el piso del paseo dejando rastros lacios, sucios, inservibles sobre el asfalto. En algunos bancos de piedra quedaba como muestra alguna máscara que se había sentado a descansar y que se quedaba adormilada, incapaz de reemprender la marcha. De uno a otro lado, cruzando la calzada, la muchedumbre, los que quedaban, se entremezclaban buscando el camino más recto del regreso al lar. Y unos cuantos chiquillos harapientos, el pelo ensortijado, la mirada de malicia bajo las cejas negras buscaban entre la basura, entre objetos que brillaban y colillas de cigarro, alguna moneda, o quizás un pendiente perdido, algo aprovechable entre montones de detritos, que el viento trajinaba.

Ramiro Mendizábal de la Higuera miró a lo alto, en las placas que numeraban las casas, para no pasarse de largo. Con ello echó una ojeada indiferente a los edificios, que también parecían adormecerse en la hora fatigosa en que acababa de concluir la bulliciosa «rúa». De todos los balcones colgaban, como tapices, grandes flecos de papel de todos los colores. El paseo era, de un cabo a otro, una enredadera multicolor que estaba entrelazada de uno a otro balcón, de una tribuna a otra. Los hilos colgantes llegaban casi hasta la acera, que quedaba completamente llena de confetti y el viento agitaba esa colada innúmera e imprevista levantándola suavemente, balanceándola con lentitud. Y grandes trozos de esa tela que se había tejido improvisadamente en el curso de la batalla de la tarde colgaban también de los trolleis de los tranvías, y del cable, de las ramas de los plátanos callejeros como un amuleto del Carnaval.

Ramiro Mendizábal de la Higuera se paró de pronto ante una de las casas.

«Aquí es», se dijo, al dar con el número que buscaba, comprobándolo en su libretita. Y vio a dos pajes de bronce que sostenían unos globos biselados en el interior. Miró hacia arriba, al principal, y vio en él las luminarias de una lámpara de cristal y agitación de invitados, como si se celebrara un sarao. Entró en el portal, consultó con el portero y subió.

La dama tiesa, hirsuta y seca que le abrió chasqueando con la lengua y moviendo los labios le dirigió una mirada feroz, tan portentosa como si acabara de dar de narices contra un muro. Le dejó en el rellano sin invitarle a entrar y Ramiro Mendizábal de la Higuera recabó de toda su sangre fría el quedarse allí, en espera de que alguien fuera en su socorro.

Luego esa dama se perdió ágilmente, agitadamente en el pasillo. Y al cabo de un corto rato el detective vio aparecer en el recibidor, por uno de los pasillos, sobrio, severo, con su empaque reposado, rizándose con la punta de los dedos el afilado bigote, a Javier de Castro, su compañero de estudios que tan brillante puesto había logrado en la sociedad gracias a su valer, del que ya daba muestras en las aulas universitarias, treinta años atrás, cuando arramblaba con todas las matrículas de honor de la carrera.

—Querido Ramiro… Pasa, pasa —le dijo, tendiéndole la mano y tirando de ella cariñosamente para arrancarle del oprobioso rellano—. Quítate el abrigo, querido.

Pero el policeman se resistió valientemente a ello. La casa era demasiado señorial y, sobre todo, estaba demasiado iluminada para que pudieran mostrarse en ella, amén de ciertos descosidos de la chaqueta repulida y replanchada del detective, todos los reflejos azogados que la prenda lucía, en los que se podía uno mirar a la cara.

—No, déjame así. Vengo del puerto y aún estoy aterido. He pasado allí cuatro horas.

—Cuéntame, cuéntame… —rogó afectuosamente Javier, buscando con la mirada un lugar del piso donde pudieran charlar a sus anchas—. Veamos, pasemos a la rotonda —decidió, pensando que allí Ramiro tendría por lo menos excusa para justificar el abrigo.

Se metió por el pasillo seguido por el detective. La parte frontal del piso, la que Mendizábal había «descubierto» desde la calle, estaba ocupada por numerosos grupos, en los que el detective reconoció con una mirada rápida los componentes de una carroza del Carnaval, puesto que todos iban disfrazados con un estilo parecido de atuendo. Por ello el procurador le buscaba un lugar sosegado donde poder hablar sin interferencias.

—Victoria absoluta —anticipó el lince, al paso que afianzaba en su lugar, con un rápido gesto, su peluca colorada. El procurador se volvió, sin dejar de andar.

—¿Absoluta?

Mendizábal no chistó. Ya era bastante ese anticipo para dar fe de sus impresiones. Llegaron al comedor y Javier abrió la cristalera, para pasar a la rotonda cubierta. Sobre la mesa del comedor y en el trinchante se veía un despliegue de bocadillos, fuentes de fiambres, platos de dulces, junto a bandejas con cristalería y botellas preparadas. Todo dispuesto para una cena o un tentempié —¡pero de qué calibre!, pensó—, según coligió el detective, mientras sus glándulas salivares empezaban una actividad tremenda y, por el momento, injustificada.

El procurador encendió la luz de la rotonda e hizo que se sentara en un sillón de hierro y mimbre, muy estival, junto a unos tiestos enormes, de los que emergía una planta de grandes hojas.

—Cuéntame cómo está la cuestión.

—Liquidada. Victoria absoluta —repitió.

La mirada del procurador era incrédula, como si no consintiera en dar fe todavía, y sin más, a las aseveraciones de su compañero. Sacó su pitillera de plata y ofreció un cigarrillo al detective. Este tenía la pipa en las manos.

—Fuma un cigarrillo, hombre —animó, para ver si conseguía que Mendizábal ocultara la pestilente cachimba—. Es tabaco habano.

Y, después del invitado, sacó el propio procurador un «Gener» que emboquilló y encendió, mientras Mendizábal vaciaba la totalidad de su informe, mirando las notas de su libreta.

—A las siete treinta y seis de esta tarde el «Gavilán negro» ha entrado por la pasarela del «Göteborg», buque sueco con un desplazamiento de 18.036 toneladas, que se dirige a Buenos Aires con cargamento y dieciséis pasajeros. Una parte del cargamento va a cuenta y nombre del propio señor de Hugtenhagen: mineral de mercurio, pieles, bananas de Canarias e instrumentos de precisión suizos, asegurado por un valor de setecientos ochenta mil francos suizos en la «Zurich».

—Aligera, Mendizábal. Al grano.

—Veinte minutos después, o sea a las siete cincuenta y seis, ha pasado por la pasarela la señorita Céard, Jeannine Céard…

—¡Qué me dices! —se asombró el procurador.

—Con el pasaporte de la señorita Crémier, ex camarera del buque, y acompañada hasta bordo por el propio capitán, capitán… Fritzhoffen —puntualizó, comprobando en la libretita la exactitud de ese nombre—. El barco ha soltado amarras a las ocho y dos minutos. A las ocho y diecisiete se ha presentado en el muelle don Desiderio Rius, cuyo coche de alquiler he aprovechado yo a la vuelta para venir aquí, bien que el cochero se ha negado a subir más arriba de la Plaza de Cataluña. De lo contrario esta información la hubieras tenido en tu poder —y el lince consultó su reloj— a las nueve y veinticinco, aproximadamente —dijo, descontando no más que un cuarto de hora por el tropiezo—. Como ves, un modelo de exactitud y rapidez.

—Bravo —clamó el procurador, levantándose, con visibles signos de satisfacción—. Hay que comunicarlo en seguida a Evelina.

—Ah, la decisión de tomar el portante de la señorita Céard tiene que haber sido brusca y precipitada, a juzgar por la sorpresa que se pintaba en el rostro del señor Rius, y por su incertidumbre en el muelle, además del hecho de que dicho señor vestía dominó azul de Carnaval, signo de que la partida de… su amiga le ha pillado de improviso.

—¡Magnífico! —insistió Javier—. Todo resulta perfecto.

—Otrosí —continuó el policeman—: El capitán Fritzhoffen y su barco son clasificados en la Cámara de Comercio y en el círculo de los Prácticos del puerto —y Mendizábal leyó literalmente de su libretita— como «elementos de gran cuidado, siempre dispuestos a los más arriesgados alijos, como se demostró en agosto del pasado año al cruzar el campo de minas de Hamburgo sin escoltas ni barcos sonda, con el pretexto de llevar una carga de material sanitario, extremo que resultó falso. El “Göteborg” no ha tenido reparos en izar las más diversas banderas, incluso la de la Cruz Roja cuando ha convenido». Punto que he querido retener para que mi dienta se pueda formar una idea clara de todos los detalles de la operación que se acaba de realizar, aun los que puedan parecer más nimios.

—De primera, de primera. El cuadro es completo… —concluyó el procurador, que no quería demorar ni un minuto más el traslado de todas estas estupendas noticias a su destinataria más calificada—. Espérame aquí mismo un instante, que te voy a presentar a la viuda Fernández. Con seguridad que querrá felicitarte personalmente por tu estupendo trabajo.

El procurador se marchó por el pasillo y el detective quedó solo en la rotonda. Un tufillo de condumio llegaba hasta sus receptáculos olfativos, o quizá no fuera ello más que un espejismo nasal, provocado por la extensión admirable de las fuentes del comedor, los colores de cuyo contenido se patentizaban ante su mirada, ante sus involuntarios ayunos, a través de las cristaleras, como una tentación inclemente. ¿No se merecía un bocado? Se levantó, cruzó hasta el comedor y cogió un bocadillo redondo y pletórico, que empezó a comer, con cuidado de no morder a la vez el celuloide de su puño, que andaba suelto y que, ciertamente, aunque quizá no menos nutritivo, no estaba tan apetitoso.

Al poco, la regordeta y sobreexcitada figura de Evelina, seguida por Javier de Castro, hizo su aparición en el comedor. Ya lo sabía todo.

—¡Pero esto es extraordinario! ¡Y con qué rapidez! Habré de llamar esta misma noche al pobre Duró. Se lo merece.

Estaba a punto de llorar de gozo. Pero se reprimió al contrastar sus alegrías con la facha verdaderamente lamentable de aquel agente privado, de aquel honrado cumplidor de su deber, quien había sido pillado en flagrante delito de gula, o de hambre, para ser más claros. Sintió una efusiva compasión, que se paseó con una mirada brillante en los mechones rojizos del pelo postizo, en la raída solapa del abrigo marrón, en los zapatos deslustrados y de tacón completamente mordido por tantos pasos sigilosos, mientras la puntera de la misma prenda estaba totalmente raspada y unos clavos se mostraban como dientes de caimán enfurecido entre suela y empeine.

—Y en primer lugar, a quien hay que felicitar es a usted, señor… —y Evelina titubeó, al no recordar el apellido.

—Mendizábal. Ramiro Mendizábal de la Higuera, agente privado, para servirla.

—Pues sí, amigo Mendizábal. Mi felicitación más sincera. Siento no haberle atendido hasta ahora, pero estos chicos han organizado un souper. Han ido a la «rúa», ¿sabe usted? También esa noticia les afecta, sí, sobre todo a ellos. Supongo que sabrá usted excusar los pasos de una madre en provecho de la felicidad de su hija y guardar de ello el más absoluto secreto.

—¡Señora!… —protestó el detective—. Soy una tumba. Y así lo parecía, en efecto, con su palidez, sus dientes verdosos y sus manos huesudas, velludas y largas.

—¿Cómo está Crista? —preguntó el procurador. ¿Ha seguido… en aquella actitud?

—Ha tenido la desfachatez de hacer subir a… al otro, aunque disfrazado, naturalmente, para evitar mi desplante. ¡Ah, la juventud! —se lamentó la viuda—. Pero no haga cumplidos, coma, coma, cuanto se le antoje. Merecido lo tiene, querido señor.

Y Mendizábal, con un gesto de indiferencia, echó mano de otro bocadillo.

—Agradezco su bondad. Después de la litis contestatio no sienta mal esta bonae fidei acciones —exclamó jurisprudencialmente, para dar fe a Javier de que no había olvidado del todo sus estudios, y para que este pudiera presentarle a la dama como condiscípulo. Pero Javier no captó esa alusión.

—Luego estaré con usted. Javier, ¿quiere atenderlo, por favor? Está usted en su casa y, además, en compañía de Javier, que es absolutamente un íntimo. Excúseme, por favor, pero no puedo dejar aquello…

Y Evelina se marchó nuevamente. Cruzó el recibidor y entró en el salón.

La juventud había tomado el pomposo salón de visitas de Evelina por un campo de Agramante. Los chicos no tenían el menor respeto a las tapicerías, a los cortinajes, a los silloncitos ni a las lámparas. Les parecía lo más natural del mundo que todo estuviera allí, sin contar los esfuerzos, las cavilaciones que había costado. Y Evelina lanzó su mirada, que era de victoria y de sarcasmo, en dirección al ángulo en el que estaba Crista., junto al d’Artagnan más corpulento que había existido nunca. Las vueltas de la capa roja del novelesco personaje estaban echadas sobre los hombros con arrogancia y el tórax eminente del joven parecía provocar a los demás.

«Ya te digo yo que todo ha ido por los pelos —caviló Evelina, viéndole en tal actitud de triunfo—. Unas semanas más y hubiera terminado por salirse con la suya. Pero ahí estaba Evelina para evitarlo».

Y se acercó sutilmente a Floro, que dialogaba bromeando con el hijo de Duró, el joven de los chistes relámpago de Caldetas. Le rozó con el brazo y le apartó un poco.

—Socórrame, por favor, querido Floro. Quiero acercarme a Crista, sin que ella sospeche de mí, porque si no se me volvería a escapar. ¿Sabe usted que se acaba de lograr un completo triunfo en lo que me preocupaba? —y es que Floro estaba también al corriente de todo.

Eh, non… —exclamó, sin entusiasmo, el decorador puesto que, sin decírselo a Evelina, había reprobado completamente la maniobra, y estaba a favor de los amantes—. Ce n’est pas possible

Se habían ido acercando al rincón, por detrás del biombo, ante el cual dialogaban completamente distraídos Pablito y su pareja. —Eh, Evelina, il faudra vous punir.

—Pues tal como lo oye. Esta tarde, a las ocho, la francesa ha tomado las de Villadiego para siempre, a bordo de un barco sueco —dijo, con voz suficientemente alta para que del otro lado del biombo Crista la oyera. Pero Crista no oyó nada.

Quien pareció darse cuenta de la proximidad de Evelina fue el espadachín, a juzgar por la rapidez con que se puso de espaldas. Al fin y al cabo estaba en aquella casa clandestinamente y no quería exponerse a una escena tirante con la dueña del piso.

Evelina volvió a insistir, repitiendo casi al pie de la letra cuanto acababa de decir a Floro, pero sin mejor resultado. Crista no se daba cuenta de sus esfuerzos.

—¡Ea, chicos, al comedor todos! Ya es hora de tomar algo —palmoteó al fin para ver si con el cambio de escenario su comedia era más sonada.

Costó bastante arrancar a los invitados de sus poltronas, de sus diálogos. Tuvo que entrar Rita a dar prisas. Lo hizo de un grupo a otro, uno por uno, un poco desdeñosa ante tanto pelucón y tanta farsa. Aquella no era su noche.

Un hecho había escapado a la perspicacia de la acompañanta y había estado un rato intrigada por ello. Y era la aparición a deshora y en casa ajena de aquel singular y destartalado personaje que dijo haber sido citado por el procurador. Luego se habían metido los dos en la rotonda y nada había podido oír Rita de cuanto hablaban. Pero por la simple cara de Evelina, por lo radiante de su vuelta al salón, podía pensar que aquella visita era algo importante, algo que la viuda acababa de resolver favorablemente. De modo que convenía estar alerta.

«La Corte del rey Sol» en pleno se trasladó al comedor donde al cabo de unos minutos la animación, las voces, la agitación eran iguales a las que habían señoreado en el salón hasta entonces. De pronto Pablito se fijó en el desmedrado personaje de la peluca rojiza. Lo señaló a Crista.

—Pues no sé quién es. Desde luego una máscara, no; me apuesto lo que quieras. Todo eso que lleva es de verdad, hasta el abrigo.

—¿No será el marido de Rita? —sugirió Pablito, olvidando que la acompañanta era soltera, y relacionando por un misterioso ensamblaje el parentesco moral de los dos personajes.

Crista se echó a reír.

—Voy a ver —decidió.

Crista se separó de Pablo y se acercó al lugar en que Mendizábal hablaba con el procurador, sin que ni uno ni otro lo notara por interponerse entre ambos Teodomiro Flo, que estaba abocado a una bandeja de dulces, sobre la que hacía discurrir su monóculo.

—La agitación de él me ha sorprendido. Le creía más dueño de sus actos. Cuando el atentado, su padre demostró ser un valiente.

Crista afinó sus oídos.

—Sí. Le ha preguntado al carabinero con la voz entrecortada. Pero no había rastro de Jeannine. Naturalmente. ¡Como que ella hacía ya rato que estaba en cubierta!

—Es una bonita manera de marcharse —comentó Javier—. Ahí queda eso… ¡No está mal!

—Todas esas francesas terminan lo mismo. Si te he visto no me acuerdo…

Crista se quedó a la expectativa, alarmada, extrañada. Hablaban de Desiderio y aseguraban que la francesa se había marchado. Pero no pudo oír más. Volvió, intrigadísima, al lugar donde aguardaba Pablito.

—No, es un amigo de Javier.

—Pero vaya facha…

—Debe de ser un artista. Javier conoce escritores y gente así.

Ya no pudo Crista respirar en paz. Oyó a Floro y a su madre que hablaban ahora muy cerca de ella. Y también hablaban de lo mismo. Entonces le pareció que su vestido de Pompadour, que los disfraces de los demás, que la facha del d’Artagnan que la había hecho reír toda la tarde, que todo aquello había terminado. ¿Qué es lo que estaba ocurriendo?

Se acercó Rita con una fuente de dulces.

—¿Quién es ese que habla con Javier?

—No sé, mona. Uno que se ha colado, ¿qué quieres que te diga? Y la parásita se alejó con aire desmedrado.

Crista tenía que salirse con la suya. Tenía que saber la verdad. Cogió una bandeja en la que había unas copas de champán preparadas para ser pasadas y se dirigió hacia el bufete, en el que se apoyaba Javier de Castro.

—¿Un poco de bebida? ¡Está fresquísimo! —ofreció.

—¿Cómo no? —aceptó el procurador. Y le presentó al policeman—. Ramiro Mendizábal de la Higuera, un antiguo compañero de estudios…

Mendizábal sintió ensanchársele el pecho. Al fin, aquello había sido puntualizado. Años hacía que no era tratado así. Aquella era una jornada de triunfo completo.

—¿Ah, sí? ¿Abogado también?

—Sí, también abogado, pero… sin ejercicio. Agente privado, nada más.

Crista recapacitó. ¿Qué sería agente privado? ¿No era eso ser detective? Así lo preguntó.

—Pues debe de ser divertido hacer de detective, ¿no es verdad? A mí me gustaría mucho…

—Hay de todo —contemporizó Mendizábal, halagado—. Hay asuntos agradables, pero también hay cosas penosas en nuestra profesión.

—Tome otra copa, el champán anima.

Mendizábal, después de un cumplido, se decidió a obedecer. Mientras Crista hacía esfuerzos por dejar la bandeja en la repisa del trinchante, Javier de Castro se tuvo que apartar para dejarle sitio. Luego Crista tomó a su vez una copa y quedó apoyada en el mármol, dando la espalda a Javier, como si le alejara deliberadamente del diálogo.

—Lo que más me gustaría si fuera detective son los casos de espionaje, esos en que se mezclan mujeres llamativas. ¿No es así?

—Sí, no están mal esos casos. Pero hay que confesar que… abundan poco.

—¿Los de mujeres llamativas? —insistió Crista.

Esos, menos… La mayoría de nuestros asuntos se deben a ellas —sonrió el detective, mostrando sus dientes irregulares.

—¿Y… casos con francesas, por ejemplo?

El lince miró agudamente a su bella interlocutora. De pronto se volvió de espaldas para mirar si alguien le escuchaba.

—De francesas, de francesas, esos son los más frecuentes…

Crista entregó al policeman una nueva copa de champán.

—Me han dicho que hoy… hoy se ha escapado una, en un barco sueco, ¿es verdad?

—¿Quién se lo ha dicho? —saltó él, inquieto.

—Mi madre.

—Ah, es usted la hija de… ¡Claro, no había de ser! Es usted un bombón, señorita.

—Gracias por el cumplido… Pero, cuénteme. ¿Se ha marchado ya?

—Sí, esté usted segura de ello. Lo he visto yo mismo.

—¿Y él, el joven? ¿Qué ha hecho?

—Pues, lo que era de esperar…

—¿Se ha quedado…?

—Desconsolado, esta es la palabra. Como que le habrá cogido de sopetón. Esas mujeres no tienen entrañas.

—¿Ah, sí? ¿Por qué supone que le ha cogido de sopetón?

—Entre otras cosas por su actitud, por sus palabras, por su manera de mirar… Y, además, llevaba un dominó azul, de baile de máscaras. Debían haber quedado incluso de acuerdo para pasar juntos las horas de Carnaval…

Crista se quedó pensativa. Era todo cuanto quería saber. Se retiró lentamente, dejando al detective solo ante las fuentes de comida sobrante. De pronto, pensó Crista que si Desiderio iba disfrazado era porque pensaba ir con Jeannine al baile de disfraces. Sí, esto estaba claro… Desde aquel momento tramó un plan. Era más fuerte que todo su idea de no perder un minuto, de ir en su busca, de ir también al baile, donde quizá de todos modos estuviera, de pasear de nuevo ante él, en su fracaso, toda su gallardía, de ostentarse en seguida, acompañada de Pablito, para que rabiara… Se acercó de pronto a ella el d’Artagnan.

—Te estaba buscando. ¿Dónde te habías metido?

—Oye, Pablito. ¿No te gustaría que nos fuéramos un rato esta noche al baile del Liceo? Yo nunca he estado allí. Dicen que pasan cosas muy sabrosas.

Pablito la miró complacidísimo.

—Pues claro que sí… Pero ¿cómo se te ha ocurrido? ¿Y tu madre, qué va a decir?

—Déjalo, no te preocupes de ella. Eso va de mi cuenta.

Pablito no esperaba aquella proposición. Si había algo capaz de colmar todas sus aspiraciones, por el momento, era hacer con Crista una escapada semejante. Se ciñó y ajustó la espada al cinto como un verdadero y feliz mosquetero de otros tiempos, antes de partir para una empresa en la que le iba el honor.

—Pero espera, chico, que aún no es hora —le calmó Crista, dominadora como su madre.

De la sombra a la luz, los ángulos de la ciudad, los edificios, los vehículos y los hombres se aparecían como espectros lejanos. Hacía mucho rato, un largo rato cuyos límites no podía precisar, que andaba sobre los adoquines desiguales, que pisaba en los charcos, que sentía a su lado la opresión del silencio, el leve murmullo de las aguas, los tenues vagidos de la oscuridad portuaria. La humedad del lugar le había alejado sin darse mucha cuenta de aquellos tramos de puerto por los cuales había desaparecido Jeannine. Y ahora desembocaba lentamente, a pie, en Atarazanas; pero el perfil del monumento, los aleros del edificio de la Comandancia Militar quedaban aún lejanos, difusos a su percepción, porque la pesadumbre y el desconcierto y el dolor hacían caminar a Desiderio Rius como un autómata, sin cansancio y sin nervio, absolutamente insensible.

Quedó un rato parado en los muelles de Atarazanas, sin atar a sus sensaciones las de la agitación de aquel sector de vida urbana. Luego, sin que sus pasos tuvieran ningún móvil determinado, solo por el deseo de huir, de alejarse, sin saber hacia dónde ni de quién, torció a la izquierda y dobló hacia Montjuïc, acercándose a los muros del cuartel. Era como si el olor de las dependencias cuarteleras penetrara en él, desde el otro extremo de la ciudad a este lugar, inundándole de cierta oleada de otros tiempos, de la bocanada peculiar de aire de unos meses atrás. Aquel hedor indescifrable se le enroscaba y le hacía palpitar con el corazón de otras horas, cuando en el curso de una guardia o al levantarse para cumplir su imaginaria, la imagen de Jeannine le envolvía, acudía en su socorro, uniéndose a él, acompañándole para que no sintiera soledad ni pesadumbre. Se apoyó varias veces en los muros tristes y grises, desconchados, del cuartel de Atarazanas. Otras sombras pasaban por su lado, y ciertas mujeres hediondas y pintarrajeadas, con un brillo extraño en los ojos, le susurraban la infame proposición. Era preciso salir también de allí, alejarse, mezclarse a la luz, a la animación, a la vida pródiga de los demás. Y avanzó un trecho, siguió por la curvatura de las aceras hasta que ante sus ojos apareció la gran calzada del paseo del Marqués del Duero, de aquel Paralelo que, más arriba, se encendía de luminarias y carteles, y que lanzaba a los aires, en la oscuridad de la noche, el vaho potente de todos sus reflejos y el polvillo de su abigarrada luz.

Pero no podía seguir, no quería mezclarse a ese barullo; se sentía totalmente apartado de todo.

Caminó unos pasos, errabundos, sin saber hacia dónde, cuando de pronto, a su derecha, se abrió de pronto el fulgor de una calle; era aquella calle, la «del Cid», corta, estrecha, maloliente, pero llena de vida y de animación. Contempló un rato desde su embocadura las luces, las bombillas, las estrellas eléctricas que se encendían y apagaban a intervalos, como a golpetazos, aturdidos e inconstantes. Y entró lentamente en la calle, arrimado a las paredes y a los portales, sin que su voluntad acertara a acompañarle lo más mínimo en esa determinación. Lo hacía sin darse cuenta de nada.

Sí, esa calle era testigo privilegiado de los asombros de Jeannine, de su ilusión, de su mirada encendida, en la noche inolvidable que fue la primera que pasó enteramente con ella. ¡Quién iba a anunciarle entonces el dolor que sentía ahora, quién podía vaticinarle aquella noche lejana las dimensiones inmensas de la ausencia, las cuevas profundas de la desesperación! Dio unos pasos, avanzando, y su rostro se encendió y se apagó, una y otra vez, como los otros, los de los que pasaban por su lado, con el mismo colorido azul y encarnado, proyectado por el reclamo de un garito inmundo en el que se comerciaba con pequeños objetos de goma y útiles sanitarios. Las acometidas de la luz destacaban y volvían a ocultar a intermitencias un objeto ortopédico para la hernia y docenas de gomas y jeringas. Y sintió asco; adelantó aún más, lentamente, hasta quedar junto a una abertura por la que se tenía acceso a un patio sombrío. Sí, era aquí donde ella se paró entonces, aquella noche, para curiosear embebida de sensaciones los ademanes obscenos con que un pequeño mendigo intentaba seducir a una chiquilla harapienta, que le observaba con una mirada absorta bajo unas deslustradas guedejas rubias. Y avanzó aún más. De la puerta de una casa que se abría y cerraba y en la que una bombilla colorada iluminaba malamente un trecho de acera, la misma mujer de entonces, aquel horrible esperpento con delantal, seguía fumando en la misma boquilla de madera del mismo cigarrillo humeante. Pero ahora esa figura le pareció trágica, hosca, hiriente, mientras que en aquella otra ocasión tan tierna no vio más que sus tintes pintorescos, su perfil sin insania, su trazo irónico, como un añadido propio del ambiente. Desiderio no sentía ahora ante ella más que odio, rencor, incapaz de hacer revivir otra emoción. Junto a él, por la calle del Cid, abigarrada, llena de luces de otra especie, Jeannine había deslumbrado el paisaje con su andar calmoso, delicado, incomparable… Y de pronto Jeannine ya no estaba, había desaparecido para siempre…

—Mascarita, mascarita, ¿quieres algo que no te dará nadie? —y un arrapiezo de pocos años, una niña morena, con la cara sucia, pellizcaba con el índice y el pulgar una de las aletas de su nariz, insinuando el maligno ofrecimiento.

Desiderio siguió avanzando, por el centro de la calle, para no tropezar con los chiquillos que se perseguían. Apoyadas en las puertas verdes y amarillas las mujeres lanzaban visajes y se insinuaban a los hombres que pasaban calmosamente ante ellas en lenta observación. El cartel de «La Criolla» fulgía sobre la jauría inverosímil. Acentuaba con sombras el grosor del vientre de una mujer, que ya no era aquella que llamara la atención de Jeannine aquella noche, pero que podía ser su hermana, o su par, su réplica más precisa. Y de pronto pasó rozando la toga de dominó del paseante una chiquilla que corría, que se escapaba y esa sí era la misma de entonces, que estaba siendo igualmente perseguida desde el fondo de la calle con voces y manotazos por el mismo hombre sucio de las barbas y que hizo comentar algo a Jeannine cuando cruzó aquella vez por su lado. Y la chiquilla corría con un pequeño bulto en brazos, envuelto con una manteleta de lana negra. Aquel era el niño que, cuando Jeannine la vio, no había nacido aún, el que entonces abultaba su tripa y la hacía ser tarda, lenta al huir del hombre de las barbas, mientras ahora lo hacía con agilidad.

¡Jeannine, Jeannine, Jeannine! Por todas partes, ella; en todos los ángulos de su recuerdo, ella, la mujer excepcional, la mujer rubia, la mujer esbelta, la mujer portentosa que le había querido y que le había marcado con una señal indeleble. ¡Ella, ella, ella! No podía huir de esa imagen. Todo lo que estaba a su alrededor, el aire que respiraba trascendía a ella, aun con ser tan dispar del que ella exhalaba; estaba lleno de su rastro, de sus querencias, de sus voces… Esa presencia no le permitía respirar, esa presencia le abrumaba, le daba tirones por todas partes. Esa presencia le metió de pronto, bruscamente, en el interior de «La Criolla». Era imposible que las personas pudieran desvanecerse bruscamente con tal celeridad, que pudieran esfumarse con la sorprendente rapidez con que Jeannine lo había hecho, y era por ella, quizá, que todo tuviera remedio aún, un remedio tardío; quizá no era imposible que ella estuviera todavía en el interior de aquel local donde otrora se había arrimado a su brazo, donde había reído de las pullas que a él le lanzaban los invertidos en las letrinas de sus canciones, o con sus guiños grotescos. En alguna parte debían de quedar residuos, resabios de su paso, de su existencia… Y un fragor de risas, de gritos, de voces de falsete, vino a aturdirle en el momento en que sentía que ella pudiera muy bien haber quedado allí. Eran las voces, los alaridos, la mímica desabrochada, la gesticulación adocenada de los mascarones desabridos que empezaban su gran mascarada; docenas de gentes del milieu que se abrazaban en el centro de la pista, muchos de ellos mostrando desnudeces abyectas, según la guisa de las bayaderas del «Moulin Rouge», con solo leves filamentos de una bisutería sucia tapando sus carnes. Se movían y apiñaban pintados, excitados, sacados de su quicio de otros días por la bebida y por la loca persuasión de ser esta noche de Carnaval verdaderamente distintos a sí mismos y distintos también de su descarnada catadura habitual. Desiderio apartó con el brazo a uno de los invertidos que le provocaba, que se acercaba a él, lleno de polvos y exhalando un penetrante perfume que daba náuseas. Sobre los abundantes espejos en los que se hallaban escritos los nombres de guerra de las vedettes de aquel antro, la algazara multiplicaba hasta el infinito sus perfiles. Sobre el tablado un arlequín, un payaso de circo cantaba una canción impúdica, algo que arrastró a Desiderio hasta el recuerdo más hiriente de Jeannine, hasta su nostalgia más dolorosa, que le hizo estremecer y que trocó de pronto su evocación en una especie de agonía delirante. Y una vez y otra vez el personaje repetía su estribillo, sin parar, sin piedad alguna…

Quand je suis grise

je dis des bêtises

et j’oublie mon gigolo;

comme mes copines

j’aime la morfine

ça devient tout rigolo…

Dio un empujón a una máscara, a cierta mujer —u hombre—que llevaba una careta de cartón impasible, en la que brillaba el barniz, y que era una mueca enorme y solitaria sobre un tronco que se movía a impulsos, como por los resortes secretos de un mecanismo extraño. Esa máscara dejó de abrazarle, de acorralarle contra los flecos de papel de un mantón de Manila estampado y con cintajos que colgaba de la barandilla de uno de los palcos. Oyó a esa máscara dejar la voz de falsete y lanzar una exclamación airada con vozarrón de hombre. Se lamentaba de que iba allí por nada, y que estaba solo, y que no era hora de finezas y de remilgos. Y Desiderio sintió que era verdad, que estaba solo. Pero no que estaba allí por nada. Estaba allí para buscar a Jeannine en la revuelta de los mascarones, en su torbellino, en su guirigay. Y de toda aquella muchedumbre alocada ni una sola voz le respondía, ni una sola silueta dejaba de serle hostil. Poco a poco, sobre los acordes de la música y del sonsonete de la cupletista, se fue posando un sucesivo silencio; poco a poco se fue alejando del local y sintió de nuevo en sus miembros, en su rostro, sobre su piel sudorosa, el contacto del aire salino y de la humedad de la calle.

Las mujeres decían cosas obscenas con una voz cascada en las esquinas. Para ellas no había orgía de Carnaval, no había más que el paso silencioso y caviloso de los hombres, sus miradas certeras, su brillo de deseo y de lascivia. En la sombra, la punta encendida de sus cigarrillos formaba pequeñas constelaciones diminutas, que rasgaban el aire en meteoros fugaces, en caídas súbitas y en rápidos sesgos y trazos.

Salió de la calle del Cid. La punzada de la ausencia de Jeannine y de su desamparo irremediable no había hecho más que crecer; y la desolación arreciaba minuto a minuto, mientras la noción de su abandono se iba tornando más clara, más palmaria, mientras se iba evidenciando ya sin remedio aquella realidad: la de que Jeannine ya no estaba. Y, paso a paso, un clamor de mar, aquel rumor que hace el oleaje en alta mar cuando azota la coraza de los buques, parecía embestir contra él, contra su ser sin norte, contra su cuerpo a la deriva, que flotaba en las sombras del barrio chino.

Caminó huyendo de esa soledad. Se fue acercando lentamente a las Ramblas. Pero antes de llegar a ellas, del fondo de un local con luz brillante sonó una voz aguda, una voz de mujer quejumbrosa, doliente, que rasgó el aire. Y ese quejido alumbró un recuerdo más, otro recuerdo que afloraba de súbito, impensadamente, desgarrándole.

No quiero ya a esa cordera;

que de tanto acariciarla se volvió fiera…

No podía más. Se revolvió contra esa sensación de vacío, contra ese hueco insondable que sentía en el corazón. Salió a la Plaza del Teatro. Los seres, a puñados, se cruzaban en aquella abigarrada plazuela. Subió por las Ramblas, sin mirar a nadie, dando empujones al vacío, como si peleara con un fantasma. Cruzó hasta las arcadas de la Plaza Real. Los altos porches abrigaron un instante su desazón. Luego entró en el portal de la casa de Jeannine. Subió uno a uno los peldaños, sin detenerse, ahuyentando la imagen de ella, la manera que tenía de apoyar su mano en la baranda, el tornasol de vivos colores que había iluminado su cara aquella otra tarde, como la de una imagen de un vitral, junto a los cristales multicolores del ventanuco, cuando se volvió para ser besada. Y de lo alto, de lo más alto, le llegó un gruñido, algo que le dijo que Jeannine no se había marchado del todo, algo que quedaba de ella todavía allí. Era «Yucki», que lloraba dolorosamente encerrado en el piso.