XVII

CUANDO EL COCHE de los Fernández llegó a la explanada del Polo el Concurso estaba ya en la mitad. Evelina tuvo que cruzar por el espacio que dejaban libre los vehículos apiñados en la explanada, a riesgo de manchar sus tules en los radiadores o de engancharlos en los guardabarros. No por eso aminoró su paso. Fiada en su singular olfato, salió indemne del laberinto. En la rotonda se abanicó el rostro con su guante de encaje y esperó a Rita Arquer, que la había seguido con dificultad a través de ruedas y motores.

Los palcos, tras la barandilla, estaban llenos de gente y el campo aparecía extenso, oblongo y manchado por el verde desigual de Tos setos y de los obstáculos asomando entre las inquietas cabezas de los espectadores. Un arco de banderitas incrustado en el azul de la tarde encendía con su llama los mil colores de la contienda ecuestre.

Rita Arquer se situó junto a Evelina; displicente, esta empezó a horadar la barrera de anónimos mirones que se aglomeraban detrás de los palcos. Diluía al cruzar entre ellos un perfume sutil que se abría paso por sí solo, como un leve roce. Rita aprovechó el impulso de Evelina y, fiel a su órbita, se sirvió de los espacios que ella abría. Ya en el rellano de la tribuna, la viuda Fernández lanzó una ojeada circular y dominadora con una mirada parabólica, que sin detenerse en ningún lugar del circuito sorbió hasta en sus más recónditos detalles la totalidad del mundo ofrecido; se erguía en actitud presidencial y afirmaba allí su presencia sin subterfugios, ofendida y soberbia.

Il y a trop de monde, n’est-ce pas? —aventuró distraídamente en francés, idioma que prodigaba a todo trapo cuando quería despersonalizarse adrede. Rita profirió un «sí» castizo, rotundo e intrépido.

Pero ese trop de monde con que, de un solo trazo, había aplebeyado a la reunión reservándose para sí el privilegio de elite que la distinguía, no le impidió, antes bien la ayudó a saludar, erguida en su plinto, a través del vuelo fútil de tul rosado de su sombrero, primero a Teodomiro Flo, luego a Carmela Miláns y a Paquito Alba; y así, uno tras otro, a sus íntimos de mejor alcance, en la difusa multitud cuya orografía acababa de establecer. La gris notoriedad de Rita Arquer acogió también a distancia y sin destellos los saludos de rechazo que su anfitriona no quería o no podía atender. Ya cumplida esa labor subsidiaria, siguió imperturbable a Evelina hasta un palco vacío. Interrogaron al espacio con los ojos.

—Debe ser el nuestro, ¿no?

Sin más preámbulos se metió en él.

No era preciso interesarse ya en lo que ocurriera en la pista mientras no fuera verdaderamente digno de atraer su atención, demasiado absorbida por las menudencias sociales. Cuidó de que los pliegues de su vestido desbordaran débilmente y echó mano de su programa. El joven jinete que realizaba en aquellos momentos la vuelta, a lomos de un caballo castaño, y que suscitaba algunos aplausos entre los concurrentes, no era digno de recoger el interés de Evelina hasta que fue identificado por ella como sobrino de una de sus amigas de soltera, relación demasiado trivial y lejana para que le concediera algo más que un rápido destello de sus binóculos. En cambio, se fijó fugazmente en uno de los palcos de la rotonda. Allí estaba su fiel y atónito Javier de Castro, entre un grupo de caballeros, con chistera gris y binóculo, como un inglés de antaño, acariciándose la barba rala y negruzca.

Evelina volvió su vista hacia un horizonte vago y florido; el de los setos, el de las nubes, el del jinete que surcaba los aires más allá del apiñado mundo que podía distinguir sin esforzarse. Cada vez que descubría a su antiguo adorador en algún lugar imprevisto se veía inclinada a contemplar un poco de cielo y de espacio libre, como si le regalara con una aureola azul. Tuvo que contenerse. En la faz de Rita brotaba una mueca intempestiva, que no sabía cómo interpretar. Al fin, las dos mujeres se hallaron dispuestas a romper a hablar a la vez, de cualquier cosa. Pero la llegada de Crista al palco les ahorró las palabras.

Crista había salido de casa una hora antes que ellas, puesto que así se lo había prometido a Desiderio. Evelina observó que llegaba un tanto agitada, pero lo achacó a su emoción. Le preguntó si había visto a Desiderio.

—Sí —comentó ella, con alguna sequedad—. Se está preparando. Ya no le falta mucho para salir.

Dispuesta a enterrar en una avalancha de amistades inocuas el pequeño resquemor que le causara la expresión de Crista al llegar, Evelina volvió despiadadamente la vista hacia el palco de sus vecinos, unos tales Salvatella o algo así. Esa familia, encumbrada a los destellos de la vida social por un avatar de guerra, había sido entonces olímpicamente ignorada por ella. Pero en ocasiones como la presente la viuda echaba mano sin reparos de los desechos de su libreta de relaciones, de esos nombres impresos en las tarjetas recibidas en los aniversarios y festividades con un ramo de flores que no se preocupaba de agradecer, vaciadas con desdén en una caja inservible. Sus vecinos de palco esperaban esta ocasión.

Sobrecargada de joyas, ávida del monótono espectáculo al que asistía por vez primera, apretada en sus trapujos higiénicos, la señora Salvatella inundaba a sus vecinos con una oleada de perfume recién destapado, del que estaba impregnada como una magnolia juvenil. En esa vaharada, Evelina tan delicada y personal en sus matices de tocador, tuvo que hacer un esfuerzo para devolver la sonrisa vehemente con que la dama le atenazó. Condescendiente y comprensiva cruzó con ellas unas palabras.

—Creí que estaban en Madrid. ¿Cuándo han vuelto?

—Anteayer —se apresuró a contestar la sorprendida interlocutora.

—¿Estaba animado? ¿Y quién corre ahora? —inquirió, con su táctica cortante, que la hacía inabordable si se lo proponía.

—«Télémaque» —leyó, tímido, en el programa, el señor Salvatella.

—¡Cuánto celebraré que nos veamos un día! Espero que alguna vez vengan a mi casa —apuró, con una sonrisa, que torció hacia Rita, dejándolos parados—. No está mal «Télémaque», n’est ce pas?

Un instante su mirada flotó en el cuerpo pardo de un caballo que saltaba sobre la charca y se encaramaba, nervioso y ágil, en un terraplén. Una voz conocida le hizo volver el rostro. Era Óscar Andrade.

—¿Qué os parece? ¿Estáis bien aquí? —preguntó, dirigiéndose exclusivamente a Evelina y su hija, con exclusión de Rita.

—Hola —saludó—. Pregunté por ti y me dijeron que no estabas.

—Tienes que disculparme. La llegada de la Infanta nos ha hecho ir de cabeza.

—Pero… ¿ha llegado ya? —inquirió Rita, agitándose en su silla y volviendo la vista a todos lados.

—¿No la ve? —señaló Óscar, con sequedad.

Rita se alzó solo un poco en su silla, sin atreverse a erguir enteramente el torso. En la presidencia se vislumbraba el escorzo blanco y opulento de la infanta Isabel, medio oculto por los grupos que la rodeaban.

Los sentimientos monárquicos de Rita Arquer, su erudición nobiliaria, alimentada con la lectura de las crónicas sociales y de Blanco y Negro, dieron una fosforescencia repentina a sus ojos negros.

—Está con la Monistrol —informó a Evelina, como si intentara tranquilizarla; antes de salir de casa, Evelina se había mostrado escéptica sobre la «gente» de los concursos. Le horrorizaba la «mezcla».

—¿Quién es la del renard?

—La Miraflores —contestó rápida Rita.

Elle est tras chic… —observó Evelina, enfocándola con los binóculos.

—Está de paso hacia Londres —informó Andrade— Se ha presentado con la infanta. Yo ni sabía que estuviera en Barcelona.

—¿Hacia Londres? ¡Qué audaz!

Pero hubo algo, en la lejanía, que llamó la atención del organizador.

—Nos veremos luego, Evelina. Me están reclamando. ¿No veis? Eso de las modelos no me ha dado más que disgustos.

Mirad qué barullo a su alrededor. No estamos acostumbrados…

Se dirigió hacia un punto del paseo en el que un numeroso grupo de mirones rodeaba a dos maniquíes, cuyos deseos de escabullirse y circular normalmente se veían impedidos por la aglomeración. Al fin, en cuanto Óscar llegó y dio unas voces, lograron abrirse paso.

Solo los fotógrafos siguieron los pasos de las dos esbeltas mujeres de «Suzanne Forain», que se paraban con indiferencia estudiada ante las cámaras. Una de las dos, la más alta y hermosa, espiga rubia que se balanceaba sobre el verde césped, se adelantó hacia la valla a instigación de Óscar para dejarse fotografiar.

Elle est tras belle —reconoció Evelina, que no perdía detalle. La observó con los binóculos desde el gracioso y atrevido sombrero de aigrettes, que lucía sobre su moño rubio, hasta la punta de sus zapatos de cabritilla, agudos en un pie perfecto, levemente inclinado en el airoso tobillo. Admiró el aire de la mujer y se dijo que no hay como las francesas en punto a distinción y savoir faire.

Pero cierto ademán brusco de Crista, como de impaciencia, la obligó a disimular su devoción. E inmediatamente una mirada tenaz de Rita la puso en guardia. Muchas veces esa mirada lograba detener a la viuda en sus pesquisas mundanas, con un destello pertinaz, que escondía indicaciones o reparos difíciles de interpretar, pero siempre enormemente oportunos y justificados. Rita Arquer no miraba nunca en balde. Pero sus visajes y destellos se producían siempre de refilón, dada su condición de asalariada. Evelina no quiso protestar del mudo reproche de los ojos de la parásita. Sin embargo, dejó de mirar a las modelos, por si acaso…

Otras tentaciones se ofrecieron a su curiosidad. Ya segura de la calidad de la gente congregada vio salir a la pista y realizar sus vueltas a distintos concursantes. Rita había pedido autorización para ir a «estirar las piernas» y Evelina se la había dado de buen grado, para que no la violentara más. Crista estaba callada, retraída, ausente, mirando a la pista. La tarde era dorada y una leve brisa hacía más apacible el panorama. De pronto, un caballo y un jinete que se dirigían hacia la salida de la pista, por delante de las vallas, parecieron cruzar la pantalla rosa del velo de Evelina como un estilete afilado. Vio a su hija moverse un instante nerviosamente en la baranda. «Son tempestades de nervios, ya pasará», se dijo. Levantó el velo y llevó los binóculos a sus ojos.

El utensilio de nácar osciló levemente, pero Evelina mantuvo su postura sin vacilar. Su guante, esa fingida mano de encaje, cayó sobre la sucia tarima.

Desiderio… —clamó, alborozadamente.

Crista levantó su mirada y contuvo su respiración.

Aquel que aparecía siguiendo la rueda del concurso, ante el cual la muchedumbre se mantenía indiferente, era para la viuda algo así como el concurso entero. Evelina se preparó a jalear la carrera que el joven Rius se disponía a emprender.

Esta multitud aparecía difuminada e incierta a los ojos de Desiderio cuando cabalgando a «Cachimba» entraba en la pista. La expectación que advertía a lo lejos le producía una desazón extraña. En aquel momento se sentía el cuerpo pesado, sin la flexibilidad y el nervio de otrora, el de los entrenamientos.

Dio a la yegua unos golpes suaves en el cuello, para indicarle que era él quien estaba allí, en su grupa, y que debía complacerle. Con un movimiento de la brida hizo virar a (Cachimba» en dirección al punto de partida y con leves tirones cruzó los grupos que obstruían la entrada, a los que ella rozaba con el belfo.

«Si me llevo la Copa —pensaba—, ella me disculpará y volverá conmigo». Así dejaba que las determinaciones de su voluntad acaecieran a rastras de unos hechos ajenos a él, quizá por un gesto de elegancia que le impulsara a dejar también alguna opción a la suerte, un margen de confianza al azar. Para él, su propia voluntad era un compromiso constante y delicado con los factores imprecisos que se turnan alrededor de nuestra vida, dotándola de novedad y de imprevisto. Una coincidencia, un hallazgo, una casualidad eran a menudo más sabios que los cánones grises y rotundos de una acción meditada. «Eso no es un simple juego —se decía—. Hoy aquí decido algo más, palabra…».

A un lado estaba la tribuna, en la que destacaba el palco presidencial, protegido por una gran marquesina de arbustos y banderas. Y, frente a ella, el campo oblongo con sus nueve obstáculos, que tenía fijos en la memoria como una lección aprendida. El sol rasgaba el verde intenso del campo, al que inundaba de un polvillo de oro.

Erguido y displicente se situó en el lugar de la salida. Las manos le temblaban levemente en las bridas. Llegaba hasta sus oídos el vago rumor de la multitud, a la que distinguía como una nube multicolor en lo hondo. «Cachimba» debió advertir la inseguridad de su jinete y empezó a caracolear. Forzando la brida, Desiderio la obligó a enfrentarse al campo.

Se paró en la entrada cuando su antecesor, «Fil d’Acier», vencía limpiamente el último obstáculo; sonaron unos aplausos lejanos. Desiderio respiró hondo y vio ante sí un banderín blanco.

Obligó a avanzar lentamente a «Cachimba» hacia la tribuna. La mole de sombras de la balaustrada parecía marchar a su encuentro. La figura blanca de la infanta Isabel sonreía a todos y se volvía, solícita, a sus acompañantes más próximos. Desiderio paró ante el palco presidencial, se quitó el casquete y saludó. Luego, paralelamente a los palcos se volvió de nuevo en dirección al punto de partida.

«Quizás, ahora, ella está deseando de todo corazón que yo triunfe». Y mientras se decía eso, estimulado por esa idea, enfrentó el caballo a la pista. Miró a los jueces. Observó que estos estaban pendientes del reloj. Con un signo de la mano Desiderio indicó que estaba a punto. Aguardó unos instantes. Se inclinó, fijos los ojos en la señal, y la vio bajar, vertical y velozmente.

—Ale, «Cachimba» —dijo, y la azuzó con el tacón.

Sintió la viva convulsión del animal, apretada a sus muslos, y un aire veloz discurrir sobre su frente. Se acurrucó, ovillado, en tensión sobre los lomos de la yegua. Los cuatro cascos trepidaron sobre la tierra húmeda, sus rodillas se mantuvieron firmes, prietas hasta el talón. A un impulso fue elevado y vio deslizarse bajo sí, suavemente, el trazo oscuro del charco. Recobró el aliento y apareció al fondo la valla; vio la crin de «Cachimba» flameando ante ella, el cuello alto y terso reverberando al ocaso y se olvidó de todo; dio un nuevo impulso y no oyó ni un chasquido leve al saltar los arbustos. Al tocar de nuevo tierra la yegua pareció sentir una avidez renovada de campo libre.

—Ale, «Cachimba» —repitió, agachándose. Las dos zanjas, muy juntas, le aguardaban y salvó la primera con ímpetu; en el mismo aire aminoró el impulso. «Cachimba» pareció descubrirla segunda con el olfato. Desiderio se sintió en el aire, vio los finos remos del caballo contraerse como en un espasmo, deslizarse la empalizada a sus pies y sintió la salpicadura de unos granos de arena y de tierra blanda en la mejilla. De nuevo el galope de la yegua, cuyas orejas erectas centraban el bulto oscuro del montículo, le dio la impresión de rasgar el aire. Se sintió levemente elevado y vio la bella testa del caballo incrustarse un instante en el cielo azul, retenida allí el tiempo preciso de un relámpago. «Cachimba» se revolvió con un soplido veloz y saltó del terraplén al campo. Torció con violencia su cuello y galopó nuevamente.

—¡Magnífico! —exclamó Evelina Torra en el palco. Se había puesto de pie y golpeaba nerviosamente la palma de la mano con el mango de sus binóculos.

—Si sigue así, se lleva la Copa —opinó Óscar, que pasaba por casualidad tras el palco de la viuda y aprovechó para alentarla de ese modo, susurrando ese cumplido.

Pero Evelina ya no pudo seguir mezclándose al entusiasmo. Crista, completamente ausente, ajena a la gesta de su novio, parecía descorazonada, hundida en sí misma.

Rita Arquer había vuelto de su rodeo y ocupaba de nuevo su plaza en el palco. Su rostro era en aquellos momentos impenetrable.

Evelina miró un momento a la pista y vio a Rius saltar una valla con presteza.

—Sí, sí, se la lleva. Está haciendo la mejor vuelta de todos —corroboró.

—¿Usted cree? —interrumpió de la manera más insólita la acompañanta—. A mí no sé por qué me parece que está muy nervioso.

Evelina la fulminó con una mirada severísima. Iba a decir algo contundente cuando advirtió que Crista se levantaba con nerviosidad y salía del palco.

Desiderio, en tensión sobre su grupa, saltaba limpiamente el seto. Evelina le admiró en aquel instante. «¿Cómo es posible —se dijo— que Crista no lo olvide todo, no eche a un lado los piques que pueda tener con él, y no le quiera y le admire en este instante?». Eso resultaba del todo inexplicable para ella.

Crista había salido de la tribuna y bajó a la rotonda; al término de ella tuvo que pararse para dejar paso a un caballo que era conducido a las caballerizas por un mozo de cuadra. Cruzó entre unos grupos y se paró de pronto. Tenía necesidad de huir de Desiderio en aquel momento, le urgía no verle más.

Se quedó parada delante del pequeño grupo de las maniquíes que estaban charlando, de espaldas a la pista, en un rincón, cerca del chalet. Vio ahora y contempló sin disimulo, cara a cara, a aquella belleza rubia, a la que había sorprendido una hora antes en conversación con Desiderio, en este mismo lugar, apartados de todos. Los celos la consumían. Recordó cómo él se había separado pronto, soltando su mano, al ser descubierto por ella. La expresión de su rostro no podía engañarla. Ellos dos, Desiderio y esa modelo, eran cómplices de algo que la ofendía terriblemente. No era siquiera esa la manera como Paco, su hermano, solía andar de «conquista» con ciertas muchachas; ni siquiera era la manera brusca e incorrecta de imponerse que tenía Pablito de Inglada. Fue solo un instante. Pero estaba segura de que esa francesa y Desiderio se habían mirado como dos amantes, estaban «teniéndose» con los ojos como dos amantes, como se miran un hombre y una mujer cuando entre ellos ha pasado algo muy gordo.

Ahí la tenía. Era rubia, hermosísima; sus trapos prestados lucían sobre su cuerpo con una espléndida gracia. Pero todo era mentira en ella. Sus gestos, sus andares, su ropa, sus ojos, su entrega, su perfume, todo era prestado. La miró de arriba abajo, con una expresión de desprecio, de asco. Por no abalanzarse contra ella, volvió la espalda y salió de nuevo a la rotonda, agitada y convulsa.

Y miró a Desiderio. Ahí estaba, gozando, tan tranquilo, tan indiferente al daño que causaba.

En la pista, en efecto, Desiderio azuzaba de nuevo a «Cachimba». Su zancada larga y suave pareció redoblar con un ímpetu nervioso en dirección a la valla. Y en cierto instante deslumbró al jinete la flama viva del sol, como si hubiera destellado directamente en sus ojos.

—¡Ale, «Cachimba»!

El jinete apretó fuerte los codos para distenderlos en el momento preciso. La alta valla, en el centro del terreno, fue vencida a un impulso y volvió la cabeza sin soltar la brida. No; la traviesa estaba intacta. Y la yegua se lanzó como una flecha por el pasadizo. Se deslizaron a sus pies la valla y el charco.

«Voy a ganar —se dijo el jinete—. La he pasado las dos veces». Pero en aquel instante, del bronco alarido de la muchedumbre dispersa en la tribuna le pareció que se destacaba, indistinta, incalificable una voz de mujer. «Cachimba» galopaba de nuevo frente a la valla. Esa voz había quedado de pronto prendida en sus oídos, aislándose de lo que hacía. La valla se acercaba y vaciló un momento. «Cachimba» pareció, un instante, desconfiar del jinete. Y, en una fracción de segundo quedó parado ante el obstáculo. Quedó un momento en esta actitud y, de pronto, se sintió desprendido en el aire, disparado hacia los arbustos; vio un cielo fugaz, la nube, la valla, otro charco. Luego, el golpe seco de su cuerpo al botar en tierra. Halló en sus labios un sabor ácido a humedad y a barro, cierta viscosidad. Algo se movía a su costado, con un aliento, un jadeo pausado. Y en el seno de una luz de pronto soleada, plácida, las patas de «Cachimba» escarbando el suelo con una lentitud bucólica y rara.

«¡Buena la he hecho! —pensó—. Con tal de que no me esté mirando».

A juzgar por la inverosímil sensación de reposo, de indiferencia, por la ausencia absoluta de dolor, debía de estar ya muerto. No, no estaba muerto ni mucho menos. Se apoyó en las rodillas para incorporarse; le despertó del todo la realidad del rumor lejano de las gentes y unas voces, las de unos hombres que corrían hacia él.

Se limpió la chaqueta salpicada de hierbajos y vio, lejos de sí, su casquete en el suelo.

—¿Cómo está? —gritó desde lejos Anselmo Durán. Con él venían unos mozos. Uno llevaba un botiquín, otro un cubo de agua.

En la tribuna la gente se bamboleaba. Hubiera querido desaparecer.

—No es nada, no ha sido nada.

Se dirigió a «Cachimba». Apartada, olfateaba el césped; parecía comprender su fallo.

Desiderio la miró de frente, con fijeza, pero la yegua no se movió como otras veces. Seguía con la cabeza gacha. Después se alejó, sin ruido, unos pasos. Dimas, el soldado, se acercó a ella.

—¿Vamos? —propuso Desiderio a Teodomiro Flo, que acababa de llegar a su lado. El monóculo parecía agrandarse en su ojo por el asombro.

Al volverse para ver si «Cachimba» le seguía la vio rebelarse contra Dimas, que quería cogerla por la brida. Agitaba su cabeza adelante y atrás, resistiéndose a ser dominada. Entonces Desiderio fue hacia ella y le acarició el belfo. Al hacerlo notó un dolor en el brazo. Se pasó la mano por los cabellos, obligando a ese brazo a moverse y soportar el dolor.

—No ha sido ella, he sido yo —dijo a Teodomiro, excusando a «Cachimba».

—La has parado de una manera rarísima —comentó el otro—. Ya en el terraplén te ha ocurrido algo.

Se sacudió con duros manotazos el polvo que llenaba sus pantalones de jinete.

—Me deslumbró el sol. Fue como un vahído.

—Tal vez.

Al llegar a la tribuna sintió las miradas de todos puestas en él.

Se anudó el foulard al cuello y se calzó los guantes. Saltó ágilmente a la barandilla haciendo trampolín con la mano enguantada. La expectación que suscitaba lo volvía ágil; quería desaparecer cuanto antes de tanta solicitud.

—La mala suerte, chico. Llevabas la mejor primera vuelta. Avergonzado y confuso caminaba de prisa entre los grupos.

—Déjenle, déjenle… —apartaba Teodomiro, que andaba a su lado—. Toma un café y una copa y como nuevo —añadió, dirigiéndose a él.

De pronto empezó a golpearse con el puño cerrado la palma de la mano, enfurecido, como abofeteándose a sí mismo.

—¡Maldita sea! —masculló, sorteando sillas y mesas del chalet.

En aquel momento se quedó parado ante una persona que estaba de pie esperándole a la salida de la rotonda. Hubiera querido no cruzarse con ella, pero ya era tarde. Evelina expresaba compunción, inquietud profundísima, una alarma viva pintada en todos sus rasgos.

—¿Estás bien? —preguntó con la voz alterada, palpándole los brazos, como si quisiera cerciorarse de ello por sí misma—. ¡Qué susto me has dado, criatura!

—No ha sido nada. En cuanto me cambie iré con vosotros. Ella pareció más tranquila. Desiderio siguió caminando. Entró en los vestuarios.

Ya en ellos, se fue directamente al lavabo. Se observó el rostro en el espejo. Efectivamente, el labio superior se había hinchado, se convertía en un bulto morado y sensible por momentos.

Se desabrochó la chaqueta y se quitó la camisa. Al levantar el brazo derecho sintió nuevamente el dolor del golpe. Tuvo que quitarse la manga con cuidado.

—¿Quién gana? —preguntó.

—Por ahora, «Capricho», de Cerejeda —respondió alguien.

Se fue hacia la ducha, toalla en mano. Tuvo que esperar. Bernardo Catasús, el jinete de «Fil d’Acier», un veterano de piel tostada y cuerpo de atleta, se sometía a un copioso y fragoroso lavado, con grandes resoplidos y movimientos. Con la mirada entornada por la fuerza del agua descubrió a Desiderio aguardando y le cedió la plaza.

—Está helada —le dijo—. Después de eso te sentirás otro.

Notó Desiderio sobre su cuerpo baldado el latigazo vehemente de la ducha. Por un momento se sintió desbordado por la impresión. Luego se acomodó a la fría rociada. Quedó aterido, sin moverse; el agua bajaba de la frente a las rodillas como una intensa pincelada de hielo y mitigaba aquella sensación de fuego en los labios; el agua parecía acentuar en su brazo el apretón del dolor; se le metía por los oídos, en los sobacos, en el torso y entre las piernas. Iba templándose, respirando con naturalidad, hasta que sintió el asomo de un escalofrío y salió del exiguo garito. Tiritó un momento, el preciso para alcanzar la toalla y echársela sobre los hombros y envolverse enteramente con ella.

Al ponerse la camiseta Desiderio volvió a hacer una mueca.

—¿Duele? —preguntó Catasús— Ponte embrocación, te aliviará en seguida. Sobre todo, esta noche. Lo importante es dormir. Desiderio se acercó de nuevo al espejo.

«Ya sé cómo ha sido», se dijo, viéndose la hinchazón del labio y tocándola con suavidad. Recordó el grito, un grito que parecía de mujer o de muchos seres lejanos. No sabía con exactitud si ese grito había partido de alguien o fue solo una figuración suya. Pero él lo oyó y sintió un sobresalto. En aquel instante fue cuando se le nubló la visión de todo.

—¿Estás preocupado? —Y por el espejo vio a Teodomiro, observándole a sus espaldas.

—No, no. Ahora iré contigo.

Se peinó. Alisó sus cabellos, de la sien hasta la nuca. Al pasar la mano por la frente notó que este tacto era casi como una caricia, algo que le colmaba y le hacía falta. Cogió su corbata y la puso en el cuello.

«Si Jeannine me hubiera visto anteayer o ayer, durante todos esos días —pensó—, hoy hubiera ganado la Copa. —Pero a Jeannine no la había vuelto a ver y siendo así, todo carecía de sentido—. Cuando le he hablado, estaba claro que ella deseaba que yo lo hiciera. Solo la maldita interrupción de Crista ha impedido que lo nuestro empezara otra vez. Es inútil todo cuanto haga y me proponga que no sea el verla. Es seguro que ella tampoco puede vivir en este instante».

Hasta entonces se había estado ocultando deliberadamente la causa de toda su zozobra. ¡Llevaba tantos días segando de su alma la imagen y hasta el nombre de ella! ¡Y pensar que era él quien la había separado para siempre de su vida! ¿Siempre? ¿Era posible zanjar así, porque se quiera, algo que vive y alienta con nosotros mismos? Era necesario hacer algo, inmediatamente.

Se sentó en la banqueta del vestuario, sacó su estilográfica y arrancó una hoja de papel de su bloc-agenda. Pensó un instante si poner: «Queridísima Jeannine», o «Adorada Jeannine». Al fin, empezó: «Jeannine, vida mía». Terminó rápidamente su billete. Lo que debía decirle no necesitaba mucha reflexión.

Terminada la escritura, guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta. Luego, con un gesto brusco se anudó la corbata. Se puso la chaqueta y salió al exterior.

La tarde resbalaba definitivamente sobre las terrazas, sobre la pelouse y las tribunas. Unas nubes orondas habían navegado como bajeles por el azul del cielo y se teñían ahora de cárdeno en el horizonte. El concurso terminaba y entre las mesas empezaban a desfilar los impacientes que se dirigían al club o a sus casas. Desiderio y Teodomiro cruzaron entre las mesas, en dirección al chalet.

—Dos whiskies —pidió Teodomiro al camarero, de pie en el bar.

Resueltamente, de improviso, Desiderio abordó al camarero, e inició un aparte con él. Teodomiro le vio secretear y luego dar al camarero un papelito doblado, con todo sigilo. Luego, Desiderio bebió su whisky casi de un tirón, pagó las consumiciones y se despidió de su confidente de aquella tarde.

—¿Te vas ya?

—Sí. Me espera mi novia.

—Las mujeres, amigo, that is the question… —filosofó el decaído dandy viéndole salir bastante turbado—. Seguro que no se merecen tanto. Lo dice alguien que ha entendido mucho de eso… — añadió, melancólicamente.

Cruzó por detrás de la tribuna y se fue derechamente a la rotonda. Advirtió el respiro profundo de Evelina al verle aparecer. En cambio, Crista hizo un movimiento muy suyo, algo peculiar con los rojos labios. Daba lo mismo. Si no quería aceptar una excusa cualquiera sobre lo de Jeannine, peor para ella. Algo más le llamó la atención: al ver que llegaba, Rita Arquer se levantó de su asiento y salió disparada. Algo raro pasaba allí, no le cabía la menor duda.

—Nos has hecho pasar un mal rato —se lamentó Evelina, en plural— Afortunadamente veo que no ha sido casi nada. Sí, tienes el labio hinchado.

—Ya pasará… ¿Les ha gustado?

Pero Crista no contestó.

La chica estaba sentada frente a él, un poco separada, mostrando la línea de sus pantorrillas, moldeadas y perfectas. Sus labios gruesos y su tez, con el mohín de su ira, eran incitantes. Desiderio la miró fijamente, como si quisiera dominarla así. Ella se resistió.

—Estás muy guapa, Crista —dijo él—. Te he preguntado si te ha gustado.

—¿Quién ha ganado? —preguntó ella, torciendo la respuesta.

—«Capricho». Mira, ahora va Cerejeda a la tribuna.

En efecto, el ganador, entre los aplausos de los grupos, se adelantaba hacia la tribuna.

—Vamos a verlo —propuso Evelina, levantándose, exaltada. Desiderio se levantó también y siguió a Evelina y a Crista. Caminaron hacia la marquesina; bajaron los tres peldaños que separaban la rotonda del campo. Se metieron entre los nutridos grupos hasta quedar mezclados entre el gentío, a cierta distancia del lugar en que la infanta Isabel entregaba la copa al vencedor.

Desiderio rozó a Crista en el muslo, en el talle y en la espalda. Lo hizo sin intención. El apretón les obligaba a estar así. Crista volvió la cabeza hacia él, sin decir nada, con una mirada de desdén.

Así ocurría cuando eran casi unos chiquillos. Por una transmutación del tiempo, Desiderio se sintió en aquella edad; revivió la tarde de un domingo en casa de Crista; devoraban una fuente entera de dulces y el cuerpo de ella quedó junto al de él, como ahora, durante largo rato. Él le cogió entonces la mano y la chiquilla volvió también la cabeza como ahora. Pero aquella vez Crista se sonrojó y a él una intensa emoción le impidió hablar, sintió la sangre palpitar a oleadas en sus venas. ¡Cuán distinto era aquel primer contacto al de ahora, vacío de sentido, huero de incentivo, de pasión y de misterio!

Se separó. Ella se volvió entonces de cara a él. Le miró con fijeza, irritada e hiriente.

—¿No sientes ser tú quien esté allí? —le preguntó, aludiendo al ganador, con cierta ironía.

—No. Me azara la gente.

—Según qué gente. La gente comme il faut, desde luego. Él la miró a los ojos sin pestañear. Si quería guerra, tendría guerra.

Había en sus formas de expresión un desenfado nuevo, una manera directa de herir. ¿Sería esa su dialéctica habitual, cuando no estuviera él pendiente en todo instante de ella? Era inconcebible tener que discutir así toda una vida. Se sintió el corazón destemplado. El temperamento de Crista, cuando se enojaba, era endiablado; no lo podía soportar. Y ella sabía que le irritaba.

Sintió de nuevo una turbación en su espíritu. Por un azar volvió la vista a la gente. Estaban aplaudiendo a Ramón Cerejeda, ganador de la Copa, que descendía por el pasadizo con el trofeo en la mano. Desiderio fijó la vista en una mujer que estaba de espaldas, en un escorzo fugaz que le pareció el de Jeannine. Muchas mujeres le parecían ella, por un instante; pero esa ilusión quedaba de pronto arrumbada. Volvió a mirar a Crista; se habían separado del grupo, sin notarlo. La gente se dispersaba por los caminales, hacia las salidas. Pudieron caminar sin agobios hasta la barandilla.

—¿Te acuerdas de aquel banco? —preguntó él, con ánimo de disolver con un recuerdo sugestivo la irritación de ella.

—Sí, claro que me acuerdo —aseveró ella tristemente. Era como si estuviera a punto de llorar. Pero se adelantó unos pasos, quizá para que él no lo notara.

Su figura quedó moldeada en la tarde, sobre el verde del césped, teñida del cárdeno del atardecer. Su talle alto se balanceaba levemente al andar, acusando sus formas bajo el ajustado vestido. Su largo cabello negro caía sobre sus hombros. El seno prieto mostraba una línea incitante y viva. Era una hermosa mujer.

Llegaron al final de la valla, donde se iniciaba la curva de la pista. Crista se paró, se apoyó en la baranda y quedó enfrentada al hombre, sin decir palabra, junto al banco de madera.

A lo lejos, la multitud se arremolinaba hacia las salidas. Las tribunas estaban ya vacías, en cierta oscuridad, bajo un cielo azul deslustrado. Desiderio cogió a Crista por los hombros y la atrajo hacia sí, como si con ello quisiera arrancarle la obstinación que brillaba en sus ojos. Ella se defendió con el antebrazo, intentando apartarle.

—No me toques —clamó.

—¿Qué te ocurre?

Hubo un silencio. Desiderio levantó en el acto su andamiaje de mentiras.

—Sí, he tenido un aparte con esa modelo. ¿Te parece tan grave? Hice una apuesta con Teodomiro. ¿No me crees?

—No es verdad, no lo creo… —dijo ella—. Pero me da lo mismo. Te lo juro. Me da igual.

Y sin embargo, todo en ella desmentía la indiferencia de que alardeaba.

—Por mí, te lo juro, puedes hacer lo que quieras…

—Pero… vamos a ver, chiquilla. ¿No me crees?

Volvió a acercarse a ella, intentado abrazarla. Crista pensó en aquel instante que hacía aquello para humillarla aún más. Se separó, pero Desiderio volvió a cogerla. Forcejeó y la abrazó del todo. Sintió el jadeo mismo con que, siendo una niña, ella había aprendido a besarle. Crista se entregó a este impulso sin pensar, enteramente.

Pero de pronto, Desiderio lanzó un quejido agudo y fuerte, un alarido de dolor. La echó de sus brazos con tal violencia que el cuerpo de ella rebotó contra la baranda de madera y la hizo mover. Con una cara de dolor, Desiderio levantó su mano, como si fuera a abofetearla, pero se contuvo. Ella, en cambio, le miraba aguerrida, desafiándole, como provocándole a que lo hiciera.

El labio superior de Desiderio, hecho una pura herida, estaba sucio de sangre. Lo cubrió con la palma de su mano, intentando mitigar su quemazón.

Desiderio quedó largo rato así, sintiendo el dolor de la desgarradura de su labio, que ella había provocado a sabiendas, y de la que manaba sangre. Aplicó a la herida su pañuelo, sin que ella se moviera; parecía no sentir ni pesadumbre, ni arrepentimiento, ni dolor ni la menor compasión ante él.

—Hemos terminado —dijo él, de pronto, sin levantar la voz—. No puedo soportar más tiempo eso. Te voy a ser franco: no te quiero, Crista. Nos hemos engañado los dos…

Hubo un silencio.

Desiderio añadió:

—A partir de ahora dejaremos de vernos. Ya no somos chiquillos; aquello, ya pasó…

Lo dijo con convencimiento, absolutamente seguro de lo que afirmaba. Ella escuchó esas palabras demoledoras sin reaccionar, sin moverse. Le contemplaba como se contempla a una estatua, algo que no puede afectarnos; algo que no puede herirnos, despertar ya cólera ni amor. Era como si lo que estaba escuchando ya estuviera escrito de antemano en su alma.

Habían quedado los dos en silencio, torpemente separados, frente a frente, como sujetos a un sino extraño. A un sino de disputas y de tactos, de aproximaciones y repulsiones sucesivas, de amor y de desamor.

—Eres un malvado —le dijo ella.

Y le miró, desconcertada, desilusionada.

—Soy como tú —contestó él, tranquilamente.

La vio alejarse por los senderos casi oscuros del parque, cruzar ante la balaustrada, frente a las inútiles guirnaldas y las banderolas del concurso, que oscilaban en la brisa nocturna, completamente inútiles ya. Quedó apoyado un largo rato en la baranda de madera. Poco a poco se fue cerrando la claridad que aún alumbraba en la franja del horizonte. Entonces Desiderio salió de su torpor; escuchó un rumor de pasos, el ruido de unos pies que pisaban en la arenilla. Observó que se acercaba una pareja y reconoció, pimpantes y felices, uno del brazo del otro, a Antonio Mira y a Asmodea, su amiga. Se separó de la baranda y se acercó a ellos.

—Te andábamos buscando. Es preciso que te animes. Vente a cenar con nosotros.

Con sus ojos rasgados y brillantes mirándole convincentemente, Asmodea insistió:

—Me decía que estabas pasando un mal rato y no me engañaba. ¿Qué llevas en la boca? ¿Qué te has hecho?

Apartó el pañuelo y vio la herida.

—Hum…, Es necesario curar eso y olvidarlo todo —aconsejó—. Ánimo. No hay que decaer jamás… ¿Verdad, Antonio? —y buscó cariñosamente en el rostro de su amante, que tan heroicas pruebas le había dado en la vida de responder a esa verdad, una confirmación cabal de sus palabras.

Es la pura verdad. Hay que ser fuertes; siempre fuertes… —afirmó Antonio con convicción, como si fuera esa la consigna y la serenidad. Un murciélago solitario rozó la oscuridad, junto a ellos; y dibujó en el aire un serpentín de sombras, como el rasguño de un ceniciento interrogante en el cristal del crepúsculo.

—Adelante. ¡A luchar por la dicha!… —clamó ella alegremente.

Y obligó a Desiderio a adoptar un paso vivo, hacia el olvido de toda su vida. Asmodea dio su brazo a Desiderio sin dejar de cogerse al de su pareja.