IV
HAY SERES a lo largo de cuya vida se reproducen periódicamente los mismos fenómenos, partiendo de un perseverante origen. Evelina Torra, viuda de Fernández, era uno de ellos. Evelina, que fueran cuantos fueran los años que viviera no lograría ser nunca una mujer venerable, conservaba la rara facultad de pasar toda su vida por una especie de crisis de adolescencia. A ese don le llamaban sus íntimos la «eterna juventud» de Evelina; era una terquedad, una capacidad de prosperar y madurar a tenor de las circunstancias, conservada indemne entre los avatares sociales y el paso de los lustros.
Muchas habían sido las ocasiones, aprovechadas unas, frustradas otras, de la vida de Evelina. Pero de todas ellas ninguna había sido acaso tan decisiva como aquella en que su octogenario marido, Arístides, diplomático en excedencia, se dispuso a entregar a Dios lo que Evelina había dejado en pie de su alma.
Durante largos años, en la intimidad de su alcoba, Evelina había luchado por apartar de sí el gozo con que se imaginaba viuda, independiente y relativamente joven aún, gozo que no la dejaba vivir en paz y que creía que se transparentaba en su rostro cada vez que atendía con fingida solicitud a las escasas exigencias de su marido. Parecía como si entre los muchos deberes conyugales de don Arístides hubiera el de abandonar este mundo antes de que a ella se le marcaran en el rostro los anticipos de su propia decrepitud.
Durante los largos meses de la lenta extinción de su marido, Evelina maduró las reformas que introduciría en el principal del Paseo de Gracia una vez fuera «dueña de sus actos». Clandestinamente, en su imaginación, veía a arquitectos, carpinteros, ebanistas y decoradores penetrar en las amplias alcobas y oscuros pasillos del viejo principal. Así, pues, cuando don Arístides murió, las obras empezaron sin perder un minuto. Subrepticiamente, pasada por la escalera de servicio, Evelina montó, a espaldas de su luto oficial, la tramoya de su segunda o tercera juventud. Y el estilo «casa Llibre» se dispuso a hacer su entrada triunfal en la morada, arrumbando, con cristal de Sajonia y arrimaderos de nogal, tanto cortinaje desflecado, tanta tapicería agónica y tanto paisaje fúnebre.
Impaciente e inquieta, Evelina veía doblar los días sin que su obra quedara enteramente consumada. Se había puesto frenética millares de veces viendo la lentitud con que los hechos suceden a los proyectos. Las obras habían conseguido minarle los nervios. Llevaba casi un año transcurrido desde el día en que aceptó los diseños que le mostró el decorador y aún faltaban multitud de detalles, infinidad de cosas por concluir. Al fin había visto salir, antes de fiestas, los horrendos tablones de pintores y estucadores, con lo que por lo menos la casa era transitable. Pero tal mueble, esa repisa, aquella cortina, los tiestos y mayólicas de la rotonda estaban por poner. En suma, la casa no estaba concluida ni mucho menos. Acababa de doblar el año 1915, fecha que se había marcado como tope de sus mudanzas.
—Bonjour, bonjour, Evelina —clamó el pequeño decorador al hacer su entrada en el salón donde Evelina cavilaba, en la mañana del día de Reyes.
—¿Qué tal, Floro? —respondió la viuda, saltando de golpe sobre él con cara ceñuda, desde su concentrada irritación.
El decorador era uno de los de «la casa». En puridad de verdad era la casa misma. Todo cuanto había allí era segregación de su caletre, de su brillante numen apretado bajo el tinte negrísimo de su pelo que parecía una loncha de charol pegada a su cráneo.
—¡Qué tal, Crista, cada día más guapa! —saludó a continuación, sin soltar la mano de Evelina—. Bien. ¿Qué novedades hay? ¿Contenta?
Evelina hizo un gesto ambiguo. Siempre que llamaba a Floro, siempre que su impaciencia le requería hacía acopio de reproches y se preparaba a lanzar sobre él su caballería. Pero no sabía qué raro poder tenía Floro para calmarla.
—Oh, vous avez le cafard? —inquirió, cariñoso. De esas zalamerías en francés de su consejero estético había de extraer Evelina buena suma de frases hechas para sus disimulos de comedor y sus conversaciones de salón—. ¿Y con ese día? —añadió.
En efecto, el esplendor de enero se exteriorizaba cruzando el largo estor de la balconada.
—Lo de siempre. Todo llegará en su momento. ¡Si no faltan más que cuatro detalles!… Ça, alors, je vous conseille: quince días en París, n’est-ce pas? ¡Si París estaba mejor que nunca! — añadió dándose cuenta de que la idea de hacerle cruzar la frontera podía parecer impertinente a su querida amiga.
El decorador expresó hacia ella con sus ojos vivaces una admiración sin límites. La naturalidad con que sus ojos sabían exteriorizar este sentimiento de veneración amistosa hacia sus clientes, junto al desparpajo de sus protestas de fidelidad, hacían de aquel hombrecillo un juglar de salón, indispensable en muchas casas, de las que ya no se movía una vez instaladas.
—Ah, jah… —clamó Floro, observando algo en la actitud de Crista que llamó su atención—. Me parece que la señorita se siente muy feliz, ¿no es así?
Evelina miró a Floro y distendió sus hombros al tiempo en que lanzaba un suspiro. Crista había ido a uno de los estores de la balconada para arreglar una flexión torcida de uno de sus cabos y quedó de espaldas a ellos dos, de cara al exterior. Floro había hecho su observación al advertir en ella un movimiento nervioso, cierta agitación, al tiempo en que se retiraba del balcón y cruzaba la sala.
—Laissez-la… —aconsejó tiernamente Floro en voz baja, empujando a Evelina por el codo y alejándola del ventanal—. Es la edad, ¿no cree?
¡La edad! También ella se sentía la edad encima. Cada edad es igual a sí misma, siempre una es una, y con la misma vehemencia con que Crista demostraba su impaciencia y su agitación al descubrir la figura de Desiderio en la calle podía ella sentirse irritada, tener necesidad de protestar y de enojarse. La inactividad la volvía culpable, mala, irascible. Era como si el sol que la deslumbraba —al que no había medio de acorralar y reducir tras aquellos estores flamantes, faltando como faltaban los cortinajes de damasco—, como si la luz radiante que uniformaba las gracias del salón y dejaba sin sombra las finas patas de mesilla y butacas, como si el esplendor que avivaba el fresa de la tapicería impoluta vinieran a herir directamente su sistema nervioso, que tenía ganas de rebullir y de exaltarse.
¿No sería la guerra lo que la ponía en semejante tensión? Si la guerra se propagaba y llegaba hasta sus feudos, todo lo que había hecho hasta entonces y su batalla vital por llegar al presente sosiego serían engullidos por la catástrofe. Echó una larga mirada nostálgica al soberbio salón y repasó con ella sus personales zozobras, sus dudas sobre si valía la pena concluirlo.
—No piense demasiado, Evelina. ¿A qué viene ese ceño?
¿Demasiado? En aquellos momentos estaba viendo un húsar de largas zancadas y rubio bigote arrellanándose en el sillón y poniendo sus botas sin el menor reparo encima de la mesilla de la chimenea. Más tarde vio a un «mujik» bailando las danzas del «Príncipe Igor» sobre la tapa de su flamante «Izabal».
—Manos a la obra, ¿quiere creerme? Vamos a repasar la lista —zanjó Floro extrayendo de su bolsillo papel y un lápiz.
Pero en aquel momento entró Crista y detrás de ella el joven Rius.
Evelina detuvo su mirada en la alta estampa del recién llegado. Posó sobre él, tiernamente y sin fingimiento, una mirada dulcificada de pronto.
—Mamá, mamá, mira qué me han traído los Reyes —dijo Crista, mostrando y haciendo oscilar una cadenita de oro, de la que colgaba una medalla—. ¿No es una preciosidad? —añadió mirando con regocijo a Desiderio.
Este se acercó a Evelina y le dio la mano.
—¡Qué preciosidad! —comentó Evelina, admirando la medalla, una imagen de la Virgen rodeada de pequeños brillantes—. ¡Qué generosos son los Reyes Magos! —comentó mirando zalamera a Desiderio.
Desde hacía muchos años Evelina sentía hacia él un afecto que no era simplemente amistoso. Era algo más: era como si tuviera en él un hijo nuevo. Todas sus ilusiones para con su hija estaban cifradas en Desiderio. Viéndoles uno al lado del otro y tan enamorados se sentía feliz. Desde la niñez, en aquella casa habían sido para Desiderio la primera copa de champán, los más tiernos emparedados. Evelina le mimaba, se encariñaba con él como con un hijo. ¡Lástima que hubiera crecido tanto, ya! En otros tiempos, al llegar a su casa, le besaba en la mejilla, como si fuera un hijo más. Ahora esto ya no era posible. Le tenía delante de sí, alto, ligeramente curvado de espaldas, la cara rubicunda, varonil, aunque un poco aniñada todavía; la frente despejada, en la que a veces caía el mechón díscolo de su pelo; los ojos brillantes, claros, seductores. Era un hombre, uno de esos hombres capaces por su figura de llamar la atención, aunque él pareciera no sospechar el grado de hechizo que emanaba de su porte, de sus lentos ademanes, de su manera pausada de hablar, del timbre de su voz y, sobre todo, de cierto fulgor triste, cierta melancolía que dulcificaba su mirada.
—¡Qué alfiler tan hermoso! —dijo Crista.
Sobre la corbata de Desiderio lucía un alfiler, del que asomaban dos perlas grandes, lustradas, pletóricas como dos lagrimones caídos, casi azules.
—¡Qué preciosas perlas! —admiró, asombrada, Evelina.
—Quizá demasiado grandes para usarlas a diario, ¿no? Son los Reyes de mi casa. Como a mi padre le hacía tanta ilusión me las he puesto hoy. Son recuerdo de familia.
Evelina y Floro tenían que hacer. Así lo dijo Evelina, al observar en los ojos de su hija una vaga súplica para que les dejaran a solas.
—¿De familia? ¿De quién eran? —preguntó la muchacha, en cuanto su madre y el decorador traspusieron la puerta del salón.
—De mi madre. Las llevaba puestas la noche en que murió en el Liceo. Eran de un collar que le había regalado mi padre. Solo se encontraron estas dos perlas prendidas del vestido.
—¡Oh, qué triste es eso; me da angustia! —y por la mirada de Crista pasó una nube que teñía de gris aquel recuerdo—. Ven, te voy a dar mi regalo. No creas que se hayan lucido mucho mis Reyes. Pero irán bien para las perlas.
Fue a la parte de atrás y volvió con una caja llena de corbatas de seda. Su interés estaba en saber si había acertado con el gusto de su pareja. Desiderio la tranquilizó, con expresiones y comentarios de aprobación ante cada ejemplar.
—¡Como a ti te gusta vestir muy «clásico»! —explicaba ella, excusando la discreción de colores y diseños de la mayor parte de las corbatas.
—Vamos a salir —propuso Desiderio, en cuanto el repaso estuvo hecho—. Hay concurso en el Polo, ¿no te hace?
Pero Crista prefirió ir a pasear. Al poco se presentó ante él luciendo un pequeño sombrero delicioso, que tornaba más maliciosa la expresión de su rostro. Se acercó a Desiderio para que él la abrazara. Miró en dirección al pasillo y al no escuchar el menor rumor se dejó besar por él.
—Te quiero, te quiero mucho —dijo ella—. ¿Me quieres tú?
—Claro que te quiero —respondió Desiderio, apretándola en sus brazos.
Desde la tarde en que decidieron hacerse novios, los encuentros de Desiderio y Crista habían tenido que someterse a las horas que él disponía. De ahí que cualquier rato libre como el de ese día fuera para Crista como un anticipo de la gloria. Mucho más cuanto que por las mañanas los miramientos de Evelina eran por lo visto menores y ella podía salir con él sin necesidad de la vigilancia de la acompañanta.
—No es por Desiderio y por ti, hija mía. Es por el «qué dirán». Tengo toda la confianza en vosotros, pero la gente es muy mala. En suma, que hay que guardar las apariencias —se excusaba su madre entregándola a la gendarme todas las tardes.
Pero aquel era día de Reyes, y la mañana era radiante, tibia, impropia de las fechas. A Crista le ilusionaba que los vieran, que todo el mundo pudiera darse cuenta de que eran novios. Le ilusionaba la cara de envidia que ponían los hombres mirando a Desiderio, al verla a ella colgada de su brazo.
¡Que rabiaran! Así se desquitaba ella de los requiebros atrevidos y procaces que tenía que escuchar a veces cuando iba sola o en compañía de Rita, y de las miradas penetrantes con que de arriba abajo la escudriñaban, como si la manosearan groseramente. Porque ya sabía ella que su busto incitaba a los hombres, que sus diecinueve años deslumbraban, que a su paso muchos se volvían para verla de espaldas, aturdidos y excitados. Pero ella ¿qué podía hacer? Sí, ¡que rabiaran! Ella estaba enamorada de Desiderio.
Se despidieron de Floro y de su madre y se lanzaron a la calle. Pero solo trasponer el umbral de la portería, Crista descubrió algo que le molestó. También Desiderio se quedó un instante perplejo.
—¿Quién es ese?
Pero en seguida le había reconocido, de modo que su pregunta era solo para llamar la atención de Crista. Pablito de Inglada, vestido de traje de montar, una petulante gardenia en la solapa de su chaqueta de grandes cuadros grises, deambulaba arriba y abajo de la calzada. Era evidente que estaba esperando a que Crista saliera de su casa. Pensó Crista que la presencia de Desiderio a su lado evitaría la arremetida del joven, pero no fue así. Cruzó la calle y se dispuso a saludarlos. Dio primero la mano a la muchacha mirándola a los ojos, y luego a Desiderio.
—¿Os conocíais?
—Sí, nos conocimos la otra tarde —explicó Pablito. Desiderio estaba nervioso.
—Te oí decir en Caldetas que te gustaban las poesías y he venido a traerte este libro que han dejado los Reyes en mi casa.
—No tenías que haberte molestado.
—No he sido yo. Es Baltasar, que es un tuno.
Crista miró distraídamente el libro, encuadernado en lujosa piel, sin acertar a leer el título. Era una antología de poesía castellana. Le dio las gracias de nuevo, extendiendo su mano con ánimo de despedirse.
—¿No querrías dar una vuelta con mi regalo de Reyes? Desiderio y Crista miraron al objeto que Pablito indicaba. Era una voiturette colorada, deslumbrante, un modelo diminuto de automóvil no visto en Barcelona.
—¡Caramba, hijo! Debes ser muy bueno para que se porten así contigo —dijo ella irónicamente.
—Regular. La que se porta bien es mi pobre tía Consolación.
—Ya se nota —comentó Desiderio.
—Te lo agradecemos mucho, pero nos están esperando —dijo ella.
Pablito se despidió. Ellos cruzaron hacia la calzada. Al poco, un estruendo les hizo volver la cabeza. El motor del pequeño insecto empezó a petardear tumultuosamente, lanzando un chorro de humareda por la parte trasera. El busto de Pablito, su testuz rubia y solemne emergían de la carlinga. Todo se disparó como una flecha Paseo de Gracia abajo, con gran espanto de media docena de peatones que saltaron apresuradamente a la acera, con temor a ser derribados.
—¡Vaya con Pablito! —se quejó Desiderio—. ¿Sois muy amigos?
—¿Y yo qué le puedo hacer? —repitió ella como un eco de todas sus cuitas.
Crista se colgó del brazo de Desiderio.
—Anda, no te pongas feo que soy muy feliz —afirmó, mientras cruzaban.
La mañana dorada se cernía sobre una muchedumbre de paseantes, pacífica y endomingada. Crista iba orgullosa; tal era su satisfacción que apenas reparaba que las gentes que la rodeaban parecían tan felices como ella. Había de todo: hombres graves que daban parsimoniosamente el brazo a su mujer; jóvenes y chicas que parloteaban animadamente; viejas de aire remolón amparadas por la ternura de sus hijos. E infinidad de chiquillos de todas las especies. Rubios, rollizos, que apenas podían andar, cargados con una opulenta vestimenta de puntas y encajes; chiquillos esquinados que ya sumaban algunos años en trajecitos de terciopelo, tirando de poderosos caballos de cartón o risueñas niñas que acariciaban cariñosamente grandes muñecas de pasta. De vez en cuando pasaban por su lado amas rotundas, macizas, con una salud campesina que bullía en sus pletóricos troncos, en sus pechos redondos, en sus caras morenas y en sus ojos cargados de sol. Sus amplias faldas emergían como una corola puesta al revés en la gran riada humana. Los pañuelos con que envolvían sus moños hirsutos daban fe de la categoría de las casas a cuyo servicio estaban.
Grandes colgajos con monedas de plata pendían de sus orejas y llevaban por delante, con la prosopopeya con que los troncos de palacio llevarían una gran carroza, el armatoste silencioso, flexible y mullido en que dormitaban los vástagos a quienes entregaban su preciosa savia vital; esos carricoches avanzaban orgullosamente entre la muchedumbre, abriéndose paso lentamente y había a su alrededor un espacio de expectación y comentarios. «Mira el ama de los Abella. ¡Cómo ha crecido el niño!» o «¿De quién es esa criatura tan hermosa? Son los mellizos de Gertrudis, ¿no lo ves?». Se llevaba una especie de cuenta de la multitud de chiquillos que tomaban el sol, cargados de los pesados juguetes de la jornada, a los que acababan de recoger de casa de los tíos o de los abuelos, para sumarlos a los que los Magos habían dejado en la casa de cada cual. Crista se sentía gozosa, radiante. Pensaba que no tardaría mucho en llegar el día en que ella pudiera mostrar varios retoños redondos y revoltosos de su propia cosecha. Se fijaba ya en la manera cómo iban vestidos, en lo bien que les sentaba una prenda u otra, en los colores que favorecían al rubio o al moreno; en suma, en todo lo que era la vida de aquellos diminutos seres chillones y escurridizos.
Pero Desiderio parecía mortificado por tanta gente, con ganas de apartarse del roce y de los apretones. Caminaba a su lado sin mirarla, engreído y un poco distante.
—¿Te ha molestado lo de Pablito? Déjale y no pienses más. Es un simple.
—¿Lo de Pablito? No. ¡Qué va! Estaba pensando que podríamos ir a sentarnos en cualquier lado. Me fastidia todo ese barullo.
Era una lástima. ¡Tanto como le gustaba a ella!
Pero obedeció. Por nada del mundo quería contrariarle. Había un café en la esquina de una de las calles próximas a la Diagonal. Cruzaron y se sentaron dentro.
—¿Ves? También desde ahí se ve pasar a la gente.
—Oye. ¿Y tú de dónde conocías a Pablito? —preguntó ella sin intención, mientras el camarero servía dos copitas de jerez.
—Ah, no lo dirías… —repuso sonriendo—. Lo conocí en el «Iris».
—¿El «Iris»? Y eso ¿qué es? Me suena a baile —sugirió, enfurruñada.
Desiderio se echó a reír. Le contó punto por punto su entrada en el local a rastras de Anselmo Durán. Le explicó quién era Anselmo y que Pablito sería compañero suyo en el cuartel.
—¿De modo que fuiste allí?
Crista lo tomaba en serio.
—¿Y bailaste?
—Pues claro que bailé. Cuando se entra en un sitio de esos no se puede hacer otra cosa. ¿Supongo que no lo tomas en serio? Pero Crista hacía un mohín muy severo.
—¿Y cómo lo voy a tomar? No puedo sufrirlo —confesó.
—No irás a creer que me corrí una juerga —apuntó él, modesto.
Era inútil que intentara disimularlo; para Crista, aceptar lo que Desiderio acababa de confesarle inocentemente resultaba insufrible. Quería a Desiderio para ella sola, con un sentido absoluto y total de privilegio, de integridad posesiva. Le resultaba muy incómodo que él no lo comprendiera así.
—Si supiera que algún día volvías a irte por ahí… —amenazó; pero se interrumpió, callando de pronto.
—Pero, Crista, no seas tonta. Fue para acompañar a los amigos. No bailé más que un baile. Ni uno siquiera, porque no llegué al final. Si he de decirte la verdad, me aburrí de lo lindo. En cambio, ese Pablito parecía muy a su gusto.
Eso pareció tranquilizar relativamente a la muchacha.
—No creía que fueras tan… celosa.
—Me da coraje —dijo ella.
—También podría yo enfadarme. Para que Pablito te aborde de ese modo debe haber habido bastante confianza de tu parte.
—Mentira. Es él, que es un loco. Yo no le he dado ni así de confianza.
Los dos novios se miraron a los ojos. Ella aspiró una gran bocanada de aire, ya más tranquila, sintiéndose de nuevo dueña de sí.
—¿Me perdonas lo hecho? —preguntó él, fingiendo más compunción de la que sentía.
—Sí, te perdono. Pero vuelvo a lo dicho. Nunca más, ¿oyes? Se me iría toda la ilusión, te caerías de un golpe.
—Prometido —repuso él.
Los días de fiesta navideña habían pasado. De Navidad a Reyes la vida de todos había sufrido una mutación; se llegaba al término de las fiestas con cierta fatiga, con ganas de volver a emprender la rutina del trabajo. Entre las felicitaciones que Desiderio recibiera con motivo de la Navidad descollaba un christmas de Inglaterra. Louise, la dulce Louise de «Held & Trulock», le enviaba tímidamente una formularia y cortés frase de recuerdo, con mil votos de felicidad para 1915. Había sentido al recibirlo toda la distancia que le separaba de la vida que la ruptura de hostilidades había venido a seccionar, y que quedaba ya irremediablemente perdida, rezagada, hundida en un pasado sin recuerdo.
Hubo novedades. Joaquín Rius esperaba el retorno a la normalidad para emprender un programa ambicioso. Parece imposible que, al igual que el crecimiento que se produce en el corto período de una crisis, después de unos breves días de enfermedad, pueda una ciudad cambiar de aspecto, engrandecerse, ser modificada sin que, sustancialmente, se alteren sus antiguos rasgos. Es una eclosión a la vez física y moral, de la que todo resulta cambiado: la voz y la andadura, la manera de sonreír y hasta los gustos y las preferencias. Y entonces el nuevo ser sale a la calle y tiene que encargar trajes nuevos, vestir a toda prisa esa nueva personalidad que ha surgido misteriosamente de la antigua, de las energías de la semilla o de un presagio de madurez que llevábamos dentro.
Claro que esta mutación no se produce de golpe. Primero, se producen sus anticipos, ciertos síntomas de vigor que pueden ser apercibidos con un poco de atención. Solo al cabo de un tiempo el proceso de la riqueza se puede contemplar en toda su magnitud.
Una decisiva transformación económica iba a sobrevivir impensadamente en Barcelona. Las entrevistas de Joaquín Rius con el delegado en España de la intendencia francesa no podían haber sido más satisfactorias; estipularon un acuerdo según el cual Rius se comprometía a emprender la producción de muchos metros de gabardina y caquis mientras duraran las hostilidades, por contratos firmes renovados anualmente. Los competidores pensaban que se había vuelto loco. En las condiciones de su fábrica era imposible que el trato que había hecho pudiera cumplirse. Pero Joaquín Rius miraba a otros horizontes. No le pillaban desprevenido las reacciones que la Gran Guerra produciría en los mercados y en la producción. Presintió que ella desmontaría la rutina de un sistema económico y crearía nuevas fórmulas.
Había muchas noches que, una vez acostado, el fabricante sentía bullir en su cabeza cifras exorbitantes, que años atrás le hubieran parecido divagaciones o delirios. Para responder a la demanda le serían necesarias tres fábricas como la que tenía. Durante las fiestas dirigió su atención a los planos ya tostados por el tiempo que Llobet había hecho enmarcar años atrás relegándolos a una misión decorativa. Hizo un cálculo de sus disponibilidades, compulsó in mente el capital que necesitaría y, con frases veladas al principio, intentó sonsacar a su hombre de confianza una opinión que él no se atrevía a pedirle directamente por temor a que pudiera creer que le había entrado, con los años, delirio de grandezas.
Al mismo tiempo realizó subrepticiamente, y a espaldas de todos, los tanteos y preliminares de la gran transformación que proyectaba. Visitas a los Bancos, consultas con los abogados, entrevistas con los arquitectos. Pasadas las fiestas hizo su aparición en la fábrica una mezcla de albañil y potentado, don Jaime Pou, contratista de obras. Este personaje, dotado de una fosforescente barba rojiza, entró en mangas de camisa en el patio de la fábrica a lomos de una motocicleta estrepitosa. Inspeccionó todas las dependencias, dio varios rodeos por los patios, tomó apuntes, se encerró con don Joaquín horas enteras en el despacho de la gerencia, sacó en los pasillos, a media conversación, papeles grasientos, que blandía enfurecido, lamió docenas de veces la punta de un lápiz, mínima expresión de esta clase de útiles, que buscaba nervioso en las profundidades del bolsillo de su chaleco…
La puesta en práctica del plan de ampliación fue decidida después de tormentosas sesiones, la última de las cuales duró una tarde entera. El griterío de la discusión impidió trabajar a los meritorios y escribientes de las oficinas.
La polémica, cauta al principio, se fue encrespando a medida que sucedía el tiempo. Los empleados más jóvenes seguían desde sus puestos las fases más vivas del altercado con signos de regocijo, bajo la inmutable presidencia del contable señor Maluenda, encaramado en la banqueta de su pupitre, la cabeza sumergida en las grandes páginas del libro.
Desde su despacho, el hijo de Rius también atendía de cuando en cuando al eco de la discusión, en aquella tarde oscura del mes de enero. El tabique que separaba su despacho del apoderado parecía percutir imperceptiblemente.
De vez en vez un puñetazo sobre la mesa hacía temblar la tinta azul en el tintero, ya de por sí vibrante a la repercusión de las lanzaderas de las máquinas.
Lo que hacía vibrar las fruslerías y los tabiques de las oficinas, sonreír a los meritorios e interrumpir la lectura del hijo del amo eran, finalmente, cifras de presupuesto. Se dirimían en la reunión nada menos que ocho mil duros, sobre un total de muchos más. Esta cifra redonda y escueta botaba como una pelota frenética en el reducido espacio contra las cuatro paredes de la gerencia. El señor Pou la defendía como un león, con una voz potente parecida a veces a un rugido. Se escuchaba la voz de tenor del viajante Vinyals, la firme y reposada de Llobet, la gangosa y soberbia del obeso Orlau y, en un momento determinado, el punto y aparte de don Joaquín, con su palabra tajante y rápida que sacaba de quicio nuevamente al contratista.
—Son doscientas veinte, le digo que son doscientas veinte toneladas, a seiscientas pesetas — vociferaba Pou—. Pida precio a quienquiera.
Desiderio salió de su despacho y entró en el campo de batalla.
Pou se hallaba hundido silenciosamente en el sofá, congestionado sobre su libreta de bolsillo. Los ojos de Rius, de Llobet, de Orlau y de Vinyals se hallaban fijos en la operación aritmética que realizaba en aquel instante el contratista. Se había llegado a desmenuzar una cifra hasta su límite. La presencia del joven Rius apenas alteró el cuadro. Nadie pareció inmutarse por la entrada de Desiderio, que penetró de puntillas, sin hacer ruido, en la atmósfera turbia —cargada de humo y de un olor viscoso a discusión, a junta general, a tabaco y a aliento— del despacho de su padre. Desiderio fue hasta él y se situó junto a su hombro, de pie, en espera de la eclosión de ese silencio.
—Son ciento doce mil quinientas —dijo al fin el contratista.
—¿Ve usted como salen las cuentas? —expresó Llobet, lentamente, enderezándose, al tiempo que se quitaba los lentes montados al aire—. Ya hemos ganado diecisiete mil quinientas.
El contratista tenía un aire de fatiga, de disgusto. Miraba, extrañado, el papel de sus manos, como si las cifras fueran capaces de mentir.
—Vamos por las jornadas —insistió Llobet, frotando el cristal de sus gafas con pañuelo blanco, que había desdoblado cuidadosamente y que luego volvió a doblar—. Ha dicho que son… —y consultaba con la vista contraída unos papeles.
—Ciento doce.
Rius volvió el rostro, sin moverse, hacia su hijo. Este se inclinó hasta su oído.
—Voy a salir, papá.
—Ciento doce, por…
—Quince albañiles, diez peones…
Don Joaquín consultó su reloj, sin abrir boca.
—Hasta luego.
Y Desiderio se alejó. Cerró sigilosamente la puerta forrada de cuero, tras de sí, con temor de distraerles. Descendió por las escalerillas. La baraúnda de los telares en constante movimiento, bajo la compacta y fuerte luz de las bombillas, se escuchaba ahora con su fragor. Los obreros, enfundados en batas pardas, ajustaban con sus brazos, a intervalos, la tensión de la pieza que iba surgiendo lentamente, a golpetazos.
Cruzó por el pasillo y, en la entrada, recogió su ancho gabán. Se alisó el pelo hacia las sienes y se puso el sombrero. En aquel momento le alcanzó el eco bronco del escándalo que se encrespaba en la gerencia.
Pedro, el portero, salió a su encuentro.
—Parece que pelean.
—Eso parece —contestó.
El joven Rius, con las manos en los bolsillos de su gabán, echó un vistazo a la ventana. La tempestad de oficina llegaba a su cenit. A través del cuadrilátero de luz era imposible distinguir otra cosa que una densa humareda.
—¿Van a hacer reformas, de verdad? —inquirió el portero.
—Eso parece.
—A ver si es cierto. Hace años que lo dicen. Sí, cuando mataron al pobre señor Pamias, el cajero, ya andaban en esas…
No había una sola vez, cuando Desiderio topaba con Pedro, en que no hablara del «pobre señor Pamias». Solía decir que era una buena persona, solo que… «se había vuelto loco». Según él la culpa había sido de un policía, un tal Mario, por hacer méritos. A Pamias hubieran tenido que encerrarle, sí, pero en un manicomio. «Matar es algo… muy gordo…», solía exclamar, evocando los sueños del año nueve.
—A ti te pondremos galones —bromeó, sonriente.
—¿Galones? —Y el anciano hizo como que ocultaba su rostro, confundido—. Sus años, señorito, eso quisiera tener. Y al decirlo entornó sus ojos y adelantó su mentón.
—¿Qué harías tú si tuvieras mi edad?
Pedro le miró sin decir palabra, agudamente. Su labio inferior quedó enteramente cubierto por el lacio bigote blanco. Era algo peculiar en él. Adelantaba su mentón con un signo de resignación infinita.
Tendido junto a la puerta de la barraca estaba el mastín, que gruñó, soñoliento, cubriéndose el morro con la pata. Los leños que ardían en el cubo, junto al poyo cubierto de sacos en que Pedro acostumbraba a sentarse, crepitaron y despidieron chispas azuladas en la oscuridad. Apareció en el quicio de la barraca una sombra; era la pequeña Juana, una muchacha de catorce años, nieta del portero. Herido su bello rostro por el reflejo de los leños, se acusaba la negrura de su pelo y de sus ojos brillantes. La blusa gris cubría, deshilachada, un busto incipiente y vivo. Con la mano se recogía la falda sobre la rodilla, mostrando sin querer la línea morena de unas piernas ágiles y sus pies descalzos sobre el polvo.
Llevaba en la mano una olla en la que había cuatro verduras con agua que se disponía a cocer.
Pedro miró a la chica con sus ojos acuosos, grises y blandos, sin decir palabra. La chica puso la olla en el fuego y empezó a revolver con una larga cuchara de madera.
—Cuando se hagan las obras, os haremos una casa de verdad y hasta una barraca para el perro.
Ella volvió su rostro hacia él, sin contestar. Le miró un rato con los ojos tenaces y brillantes de la adolescencia.
—Hasta mañana, Pedro.
—Hasta mañana, señorito.
«Se morirá uno de estos días —pensaba— con esa misma expresión. Ya no verá a su nieta revolver la vieja sopa en el balde con leños. Se quedará dormido junto a los cuatro geranios polvorientos que riega al amanecer, antes de acostarse. Y ya está».
Los días inmediatamente anteriores a la entrada de los nuevos reclutas en el cuartel, estuvieron marcados por un conjunto de emociones singulares, por el nerviosismo del cambio de vida y de costumbres que se anunciaban. Las últimas clases en la Academia de don Crisanto fueron de puro delirio. Los reclutas, con sus abrigos y sus fieltros escasamente bélicos, cometieron toda clase de tropelías sobre el sufrido temperamento de los profesores. La arenga final de don Crisanto estuvo, sin embargo, cargada de emoción. Hizo un parlamento en el que, intentando exaltar el honor militar y la calidad de sus funciones degeneró en una enumeración plañidera de las dificultades que estas funciones comportaban. En parte uno podía creer que todo lo que tenía de heroica la vida castrense estaba relacionado con los emolumentos y asignaciones de tropa que las «clases» percibían con notoria insuficiencia e injusticia; sueldos de hambre, tal era el precio aceptado sin protesta por una entrega sin reservas al servicio de la Patria. Las lágrimas asomaron a los ojos de don Crisanto al despedir a sus alumnos, como si en lugar de marchar al cuartel marcharan directamente al Arroyo Blanco o Cabaiguán, para ser pasto de insurrectos. Don Crisanto vivía absolutamente inmerso en el pasado, era una reminiscencia, deslustrada por los años, de algo entrañablemente unido a las peripecias del país.
Almagro, el sastre, estuvo más locuaz y menos huraño que de costumbre en la última sesión de prueba, realizada con el escrúpulo y el esmero que requería. Esta era una de sus habilidades. Acostumbraba a decir en la intimidad que no era partidario de gastar la pólvora en salvas y así dedicaba a la última prueba, la que en definitiva hace que el cliente salga contento, cierta retórica confidencial. Su cara olivácea y cosida de pequeñas cicatrices se animó un momento para dejar bien sentada cuál había sido su intervención en determinados encargos de la Casa Real. No era cierto que hubiera vestido a Su Majestad. Lo que ocurrió es que, siendo Su Majestad cadete, había fallecido el sastre habitual de Palacio, con el que a la sazón Almagro, algunos años más joven que ahora, estaba trabajando. Esto ocurría naturalmente antes de que decidiera instalarse en Barcelona. Su Majestad había quedado muy contento de su trabajo. Pero ya se sabe, las intrigas de Palacio habían impedido que Almagro pasara a suceder al difunto en la confección de los uniformes. A través de la perorata, Desiderio observó que el desvío de Palacio respecto a Almagro había ocasionado grandes quebrantos en la moral de este hombre. Sostenía Almagro que era preferible que hubiera ocurrido así, puesto que sus ideas personales distaban mucho de las que corresponden a un servidor de Palacio. «Yo soy un hombre de ideas muy anchas, muy anchas», repetía mientras, como con ganas de mostrar plásticamente la dimensión de sus ideas, extendía los brazos y sujetaba con las manos, como dos alones, los cabos del metro de hule doblado en su nuca.
Finalmente, Anselmo Durán y Desiderio hicieron varias visitas, la víspera de su ingreso en el cuartel, a la cuadra en que habían metido a los caballos recién comprados. Sus gestiones y titubeos habían dado un buen fruto. Allí, arrimados a un establo, en las profundidades del almacén de un transportista instalado en una de las travesías laterales de la Rambla, estaban los dos corceles un poco amustiados y totalmente en ayunas del agitado porvenir que les esperaba. Los dos caballos parecían hermanos. Estaban bastante gruesos, tenían unos ojos bondadosos, unas patas delanteras de fina estampa, marcadas por una mancha blanca, y una crin revuelta sobre el cuello sedoso y largo. Desiderio dio unos amistosos golpes en el belfo de su corcel y pensó por un momento que ya le conocía bien. Bien pudiera ser, porque en el rato de prueba en que lo había montado, dando un pequeño rodeo por el patio interior de la casa del tratante que se lo vendió, el caballo se mostró sumiso, dócil y sin rencor. Tenía un trote gallardo y un perfil suficiente para quedar bien en cualquier parte. No era un ejemplar pura sangre, como aquel «Jonny» que había tenido cuando estudiaba en los escolapios, pero tampoco hacía falta. ¡Quién podía saber con qué especie de congéneres tendría que convivir en el cuartel! Por su parte, Anselmo parecía estar también muy satisfecho con su ejemplar. Se lo había comprado a un gitano, en Sans, el cual le había asegurado que pertenecía a una sangre ilustre, de la que si quería podía aportarle los documentos. Anselmo renunció a semejantes comprobaciones genealógicas.
Cuando Desiderio llegó a su casa, la víspera de su ingreso en filas, Josefina le recibió con los nervios y las carantoñas de las grandes solemnidades. Estaba afectada por la impresión que le había hecho la llegada del uniforme, de la capa, del casco, de las botas relucientes. Todo estaba dispuesto en la alcoba del joven Rius. La vieja doncella había colocado amorosamente cada una de las piezas de aquel complicado atuendo para que todas lucieran por igual y pudieran ser admiradas con un solo golpe de vista. Palpaba el paño azul con mano amorosa y cuando Desiderio se puso el casco de Dragón, aquel casco plateado y relumbrante que contrastó impíamente con la chaqueta gris de su traje de paisano, con su cuello y su corbata y su cara de guasa, Josefina, no obstante, emocionadísima, estuvo a punto de llorar.