XII

LA RÁPIDA Y FORMULARIA despedida, aquel beso oficioso en la mejilla de la muchacha tranquilizaron a Desiderio. Pretendía que las cosas se mantuvieran de momento tal como estaban, pues en su aturdimiento era incapaz de hallar una solución que le permitiera decidirse plenamente por uno de sus amores con exclusión del otro. Jeannine le seducía de una manera arrebatadora, pero Crista era todavía su afección permanente, su entronque con la sociedad y probablemente el futuro que le estaba reservado. No había pasado más allá de considerar a Jeannine como una aventura sabrosísima, como un regalo inesperado de la suerte, el cual, sin embargo, justamente por su calidad excepcional, podía serle arrebatado en cualquier momento.

En cuanto Crista marchó a Caldetas desaparecieron del ánimo de Desiderio todos los escrúpulos y cuidados que le atormentaban mientras las dos mujeres coexistían en la misma ciudad. Ahora, esta se convirtió en el marco exclusivo de Jeannine, y Desiderio pudo pasear, salir y divertirse con ella sin cuidado. Frecuentó de su brazo todos los locales nocturnos, se les vio cenar a menudo en los restaurantes y terminar la noche en los cabarets de lujo. Conoció Desiderio los halagos de una notoriedad en esos ambientes, notoriedad que le provenía de Jeannine, que era como un reflejo de la distinción, de la elegancia y la belleza de su amiga. Desde todos los ángulos le saludaban, le atendían, eran amables con él. Conoció una infinidad de rostros nuevos, y, con ellos, saboreó el prestigio de ser amigo de una belleza enloquecedora.

Jeannine era alta, rubia, deslumbrante. Nadie como ella sabía entrar en un lugar público, dejar deslizar el chaquetón o la pareja de renards en la mano del acompañante, apearse de un coche, cruzar sus piernas, descubrir la fina línea de la pantorrilla y distribuir las miradas de sus grandes ojos azules, en los que reverberaba toda la luz de la noche. Era un elemento decorativo extraordinario, en los lugares a los que la gente va para ser vista. Estar junto a ella era entonces un placer difícil. Pero en el breve espacio que separaba a esta Jeannine de la de su intimidad, toda ella quedaba transfigurada en otra persona natural y sencilla. Era solo el tramo que iba de la acera de la calle al estribo de un faetón de alquiler; el instante en que quedaba dibujada en la retina la pincelada de los seres, el garabato de la alegría nocturna, las mujeres sonrosadas, los hombres apuestos y corteses, navegantes felices en la plácida brisa de la noche iluminada, o la agitación de vehículos de todo orden en la oscuridad cargada de reflejos… En el momento en que se quedaban sentados uno junto al otro en el asiento del coche, Jeannine ya era otra.

No sería más la Jeannine convencional que se daba en espectáculo a todos, sino una criatura entregada, sincera y sumisa, tierna y suplicante entre sus brazos. No podría reconocerla ya en la otra. El secreto de la noche más honda, hecha de vigilias fugaces, de sueños indecisos, ocultaba la realidad de aquella otra Jeannine asombrosa y mundana, cuyo cuerpo se tendía ahora a su lado desprovisto de artificios, con una inanidad total.

Durante el primer mes del verano sus salidas de noche con Jeannine fueron un vértigo deslumbrante en sus sentidos. La ruleta, el baile, la cena, el resopón de madrugada, precedían al apasionado encuentro erótico. Poco supo Desiderio de la vida de Jeannine anterior a su encuentro. Un día ella le dijo que se había casado en Francia, que su marido era aviador y había muerto. No le importaba ni le interesaba a Desiderio esa ficha de sus hechos notorios, la relación de sus efemérides. Le importaba más, en cambio, descubrir la realidad de su alma poderosa, del temperamento ardiente y complejo de Jeannine, disimulado por la aparente dulzura de su porte.

Poco a poco esta sutil exploración se fue cumpliendo. Poco a poco ella, a lo largo de su convivencia, se iba descubriendo a tramos, a jirones, ante su mirada extasiada y admirada. Y empezó a surgir ante los ojos del amante una personalidad concreta, un ser dotado de biografía y de historia, lentamente y como sin querer, de lo que antes no habrían sido más que la carne y los atavíos de su aventura.

Durante muchos días estos descubrimientos ocuparon y maravillaron el corazón del joven amante. En Jeannine alentaba un mundo libre, ancho, tormentoso, embriagante. Hablaba de la Costa Azul y de Italia, de sus amigos de otro tiempo, de ciertos escándalos, de ciertos destellos de una vida irregular y anecdótica que a Desiderio le parecía en sus labios cobrar movimiento, lleno de incentivos. Y muy pronto Desiderio sintió la comezón de ir un poco más allá en sus pesquisas, hasta que llegó al punto en que se halló ante la cuestión de por qué amaba ella, de por qué había amado. Ella se tornó súbitamente seria al responder:

L’amour… je le fais quelque fois, mais… je n’en parle jamais.

Una serie de progresivos cambios, de mudanzas, de reacciones inesperadas, de estados de ánimo sorprendentes vinieron en aquel punto a turbar levemente a Desiderio. Entonces le pareció que Jeannine empezaba a cansarse de haber provocado en él un exceso de amor. Unas excusas sobre las próximas citas, un silencio evasivo ante ciertos requerimientos, le pusieron en guardia. Cuando ella le citó para unos días más tarde, en lugar de la cotidiana entrevista, creyó que todo había terminado y se sintió perdido. Pero pudo comprobar, con el corazón en vilo, que no había engaño. Recorrió los lugares a los que Jeannine había concurrido en esta pausa, preguntó a la portera: Jeannine había hecho su vida normal, sin que ningún desvío ni ninguna visita pudiera reprocharle en su fuero interno.

Por qué razones es imposible rehacer en materia de amor lo que el día antes parecía sólido y permanente, resultaría siempre un enigma para él. El brusco distanciamiento de Jeannine no respondía a ninguna causa aparente. Quizás era solo una fatiga pasajera, un término que ella se imponía astutamente para no anquilosar a Desiderio con un amor rutinario. Por eso quizá, después de unas semanas de exhibición y de entrega, quería ponerlo a prueba y ponerse a prueba a sí misma con una tanda de alejamiento.

A la vuelta de esta situación, Jeannine provocó abiertamente las razones de su actitud; surgió de pronto entre los dos amantes el contraste de sus dos vidas divergentes. Ella, Jeannine, era una mujer libre y estaba muy lejos de querer dañarle. Había podido comprender al fin el tipo de muchacho que era él y consideraba prudente que tuviera unos días para ver si lo que sentía no era más que un puro apego juvenil y erótico; pues ella, por otra parte, no estaba segura de poder querer a nadie de una manera total. En aquellos momentos Jeannine hablaba de sí misma con la misma frialdad y desprecio con que hablaba de los demás. Se manifestaron, a través de un lenguaje descarnado, zonas oscuras y terribles que Desiderio no había podido sospechar en el carácter de Jeannine. En su pasado había lagunas y parajes sobre los cuales ella no quería volver. Parecía compadecerle por estarla queriendo y pretendía que dejara de hacerlo. Lo suplicó con una voz encendida y mortecina. «Eres joven, lo tienes todo por delante —le decía—. A tu edad debes querer a alguien que no sea como yo».

Le propuso Jeannine que pensara formalmente en todo ello un par de días más. Era tiempo todavía, si él lo deseaba, de volver atrás. Quizás algún día podría él reprocharle que no le hubiera dado este respiro. Quería ser leal consigo misma y leal, sobre todo, con su amor. Sentía, por primera vez —y esta «primera vez» sacudió la sensibilidad de Desiderio— que merecía la pena no atormentarse demasiado por un sentimiento, si este no pasaba de ser un pasatiempo, un faible trivial. Le asustaban las mentiras del corazón. No podía sufrirlas.

Tras dos días de ausencia, Desiderio entró de nuevo, completamente desesperado, en la habitación de Jeannine. Le era del todo imposible romper, renunciar a ella. Ella estaba tendida en la cama, absorta, su mirada vagando por el techo… Le vio entrar como si ya lo esperara, como si no hubiera existido con anterioridad la prueba que les distanciara, y no consiguió arrancar de sus labios una sola palabra, más que un beso largo y patético que volvió a iniciar su delirio. Un interminable beso doloroso que les colocó de nuevo en el punto del que querían huir.

Nadie es absolutamente de una pieza. Cada alma parece estar hecha de trozos, de fragmentos de dos o tres almas diversas y aun contradictorias. Los arrebatos de tristeza de Jeannine, que sobrevenían impensadamente y constituían uno de los misterios de su carácter se produjeron a partir de entonces con alguna frecuencia; y era preciso, en tales trances, procurar a Jeannine un aturdimiento vivo en los restaurantes, en los cabarets; ofrecerla a la admiración del mundo, envuelta en sus trapos más extremados, dejando un sutil rastro de «Guerlain» flotando en el aire a su paso.

Era preciso que los vieran enhebrar la noche con sus pasos de danza en los sótanos del «Excelsior», ensoñados en los delicuescentes violines. Desiderio entraba en el pequeño ático sonriente, sometido, ofreciéndole un paquete de «marrons glacés» o unas flores; ella quedaba unos instantes pasmada, deslumbrada, como si esta golosina fuera una joya carísima lentamente elegida por él; retenía un suspiro que sacudía su busto unos instantes y Desiderio la veía palidecer mortalmente antes de sentirse abrazado. Jeannine protestaba, afirmaba que ella no merecía su amor, que era una mujer inútil, una loca que estaba destrozando su vida y que quería terminar. Una expresión extraña, pero muy sincera, nublaba sus ojos claros, espantada ante aquella insignificante prueba de amor que no podría considerar justa desde el fondo de su alma.

En sus formas exteriores este amor no había pasado de la zona superficial de lo que era: un amor de compromiso; iba surgiendo, empero, día tras día, una presentida Jeannine de entre los misterios de su carácter arrebatado y desigual. Era un alma sacudida por no se sabe qué impulsos extraños. Cuando Jeannine precisaba el aturdimiento era preciso aturdirse horas y más horas, hasta la extinción. En los lapsos de dulzura no había ser más afable y más puro.

Pronto entró, sin embargo, un poco de luz en esta zona oscura e inextricable, como si todo lo que hasta el momento ella le había revelado, la existencia de unos páramos espirituales en su carácter, no fuera más que el anticipo de algo insondable y mucho más hondo.

Ciertas tardes, al entrar en el piso hallaba a Jeannine sumida en un letargo extraño, como en un alejamiento nebuloso e indiferente. Era una melancolía que la joven francesa diluía en whisky, en un silencio retraído. Era inútil entonces que Desiderio intentara hacer salir a Jeannine de su sopor e introducirla de nuevo en el mundo real, en el estímulo de una cena, de un espectáculo. En estas ocasiones no le quedaba más remedio que dejarla aislada y sola, esperando a que la crisis cediera. Ella se excusaba diciendo que a veces, en verano, acostumbraba a ocurrirle así. Pero Desiderio sabía que el clima no afecta de tal modo el temperamento de la gente.

Una tarde Desiderio comprobó cierta realidad que le dejó perplejo. Antes de salir le dejó ella su pequeño bolso de plata para que se lo guardara, mientras se ponía el sombrero ante el espejo. En aquel momento dudó ella de si había recogido o no el llavín de la puerta. «¿No estará en el bolso?». Desiderio creyó que le invitaba a ver si estaba allí y abrió el bolso. Y en él vio, en un solo golpe de vista involuntario, tres objetos que irían ya siempre más ligados a la existencia de Jeannine, que constituían algo así como su mundo completo: una pequeña pistola de puño de nácar, el espejito — con el que Jeannine observaba su derredor— y una caja niquelada para inyectables. Jeannine le arrebató rápidamente el bolso y Desiderio notó la inquietud que se había pintado en su rostro, después de la revelación de su mundo escondido. «No, no está aquí», dijo, extrayendo el llavín de un cofrecito, sobre la coqueta.

Los objetos que acababa de ver en el bolso eran el contenido misterioso y cerrado del alma de Jeannine, que explicaba ahora a la perfección la decadencia, la derivación de su amiga, sus impulsos, sus desconciertos.

Algunas veces, Jeannine estaba tan recluida en sí misma que ni aun un súbito zarandeo, una llamada de atención, un abrazo lograban reavivarla. Eran estos los días en que ella decía que no se sentía bien, en que Desiderio la encontraba en la cama, los brazos perfectos y hermosos fuera de las sábanas, caídos, lacios, al exterior, la aureola de su pelo en el vacío.

En cambio, cuando el estupefaciente no actuaba o actuaba en una dosis prudente, volvía a ser la magnífica mujer vivaz, fina, delicada, de la que Desiderio se había enamorado como un loco.

Decidió hablar con ella, ver si podía ayudarla. Cuando él abordó el asunto ella se ruborizó levemente.

—No, si no es nada, si apenas tomo… Solo… para ayudarme un poco a vivir —se excusaba, como una chiquilla a la que han reprendido demasiado duro.

—¿Y por qué lo haces, Jeannine, por qué?

Ella se encerró en sus excusas: «Si apenas nada… si no tiene importancia». Desiderio sintió entonces hacia ella una pena enorme. Sentía que la quería por una razón más. Había ahora en su amor esa compasión que nos ata de una manera indestructible a los seres que más nos necesitan.

Le era indispensable saber cómo había podido viciarse en eso. No podía imaginarlo. Pero nunca conseguiría enfocar su curiosidad con la suficiente habilidad para que ella se le confiara.

Cierta tarde, en la que habían tomado juntos el té en el exiguo aposento, ella estaba de buen humor, parlanchina y confiada. Bromeando y simulando sentirse atraída por aquella especie de placer del que ignoraba las delicias, le confió que nunca, desde antes de su boda, había dejado de drogarse. Su marido, el difunto aviador, lo hacía también.

—El día que se estrelló parecía como si lo hubiera presentido —confesó—. Aquel día no podía volar sin eso. Tuve que correr a buscarle algo, porque no lo tenía en casa. Por lo menos murió feliz.

¿Cómo era posible que Jeannine, de apariencia tan dulce, fuera aquel pozo agitado? Desiderio quedó un instante perplejo, aturdido.

—¿Y por qué lo haces? ¿Por qué lo hiciste?

En los ojos de Jeannine pasó una sombría tristeza.

—Por lo mismo que él. Porque tengo miedo.

—Pero cuando empezaste, ¿quién te inició?

—Fue… un hombre —dijo, pasando su mano por los ojos, como si quisiera borrar el recuerdo de ese hombre al que evocaba—. Mi madre se había vuelto a casar y… me fui con él.

—¿Tu marido?

—No. Mi marido, cuando me conoció, no lo había probado.

Desiderio sintió recónditamente un movimiento de espanto, como ante un contagio. Se le aparecía el mundo tal como es, con su brutal flaqueza. Pero quiso seguir.

—Déjame ver.

—No lo toques, Desiderio, no lo toques —dijo ella, retirando su bolso, que estaba sobre la mesilla—. No quiero hacer más daño a nadie.

Abrió la cajita. Había en ella la ampolla llena de ese líquido de apariencia inocua. Y la jeringuilla, y la aguja.

La boca de la chimenea apagada suscitaba el recuerdo del lar de los colonos de Santa María. Parecía alentar, como aquel, olor a esparto, chamusco de maíz puesto a tostar, crepitar de tarugos resinosos. Pero estaba vacía de leños, mostrando sus encías de ladrillo sin estrenar.

—¿Qué vas a hacer? —protestó ella, deteniendo su mano, al verle a punto de lanzar la ampolla contra los ladrillos de chimenea. Trae eso —arrancó, con una expresión que Desiderio no recordaba haberle visto nunca.

Desiderio se lo dejó arrebatar sin protestar. Había descubierto la fiereza de Jeannine a propósito de ese potingue insignificante, de ese pedazo de mentira. Sintió una desolación inmensa.

Ella quedó en silencio, jadeando levemente. Se habían mostrado sin razón uno al otro. Estaban en los dos extremos opuestos. Todo su amor aparecía como un movimiento de desesperación inútil.

—¿Crees en Dios? —preguntó Jeannine de pronto, y sin venir a qué.

—Sí —respondió él—. Claro que creo.

—¿Crees en el alma?

—También.

—¿Por qué?

—Porque existe. La siento.

—¿Crees que nos encontraremos en alguna parte, cuando hayamos muerto?

Desiderio no contestó.

—Dios pasa por nosotros cuando amamos, ¿no es verdad? —dijo ella.

Desiderio la miró con extrañeza, incómodo.

—¿Por qué piensas en estas cosas? ¿Por qué hablas así?

—No debes quererme. Soy demasiado rara —musitó ella. Había en los ojos de Jeannine una tristeza tal que todo lo que en aquellos momentos Desiderio se estaba formulando quedó destruido por ella. Se rindió en sus rodillas. Había sido segado en su altivez como es segada una espiga. Sintió la mano de Jeannine en su pelo, arañando su cráneo y, simultáneamente, hasta el latir del seno y del corazón de la mujer acompasándose golpe a golpe.

No acertaba a saber si su pasión era amor, contrición o lástima, o las tres cosas a la vez. Lo único que sabía era que estaba enredado en ella, esclavizado en ella. Retuvo sus hombros frágiles.

Jeannine susurraba: «Te quiero, te quiero», como una emanación sutil, impensada de amor. Y en aquellos momentos sentía que era preciso encontrar, con un cauce a su amor, un cauce a su vida entera. Era preciso hacer algo, musitaba a su vez. Poco a poco la mano de ella se fue entibiando sobre su frente, sobre su mejilla, en su mano. Luego vio, nublado, por los cabellos rubios de su amiga, el papel rosa de los tabiques, la estulta imagen de las litografías y sintió el canal caliginoso y ácido de las lágrimas de Jeannine en el envés de su mano.

De la vanidad inmediata que al principio le impulsó a la aventura no quedaba más que una mujer sollozante en sus brazos. De la suprema dicha de aquel deseo y de haber conseguido arrebatar para sí solo al ser más bello, más deseado, más codiciado de la ciudad, no quedaba más que un cuerpo convulso, sollozante en sus brazos. Quedó fijo en ella, con un pequeño surco en su ceño y un mechón corto, revuelto y despistado sobre sus ojos soñadores. Ella, en cambio, le miraba ya sosegada, brillantes de lágrimas los grandes ojos claros.

Halló el roce dúctil de los labios de Jeannine, que susurraban de nuevo palabras inconexas, arrebatados alaridos de amor. Se entregó a esta huida, a esta única y posible huida, en la que se fundían, sin remisión, de las encías al alma. Sus brazos atenazaron el cuerpo de Jeannine, su talle flexible. Había una alegría total en ese encuentro. El itinerario de ese amor en la intimidad no cedería al tedio, como tantos otros. Podría repetirse, inmarcesible, indefinidamente. Luego, apoyada ella dulcemente en su hombro, reclinada en él, sentiría palpitar sosegadamente su corazón. Y así un día y otro…

Durante un tiempo, tuvo la esperanza de que aquello tendría un final, fuere cual fuere. Un final, elegido a su antojo. Mas no tardó en llegar a la conclusión de que, aunque todas las cosas tengan un final en la vida, esta no lo tiene. Había imaginado que esta aventura sería su liberación, que con ella se emanciparía de rechazo de sus propios prejuicios. Pero a medida que iban pasando los días el embrollo de las dos vidas entrelazadas se hacía mayor.

Cada nuevo día, a cada hora, todo quedaba atado más y más con nudos invisibles. Por ese camino, no podía retroceder y advertía con espanto la incapacidad en que se hallaba de abastecer a su amiga de la calidad de amor capaz de desterrar todo recuerdo y resabio en aquella alma azarosa, de acallar las obsesiones en que se debatía. Era inútil. El tono rosa del exiguo hall del pisito, la luz mate de la lamparita, la estúpida violeta del fonógrafo, los cojines revueltos del diván corroboraban, tontamente, pero con toda crudeza, que un tipo de amor de esta índole no tiene más fin que el dolor.

Lo que había empezado siendo una aventura nocturna, afable y prometedora se convertía paso a paso en un drama íntimo, singular. La realidad de Jeannine, las condiciones de su vida, la lucha en que se debatía atormentaban a Desiderio en el cuartel, en su casa, en el despacho; le hacían caminar solitario y melancólico entre los demás, dando ya una justificación a la tristeza de sus ojos negros, que tanto llamaba la atención a las mujeres. El joven Rius estaba ahora realmente triste, como si su amor le hiciera responsable enteramente de Jeannine, en su existencia actual y hasta en todas las horas que había ella vivido antes de conocerle. Le parecía que el hallazgo de los dos no se había producido porque sí, por un capricho de la casualidad, sino por un designio escondido que le haría torcer el camino de la mujer, sacar su espíritu a flote de todas las zozobras.

Desiderio se hizo firmemente el propósito de revalorizar a Jeannine, de sacudir de aquella alma todos sus lastres y sus rémoras. Procuró que sus salidas y sus encuentros no siempre fueran los de la noche deslumbrante de Barcelona, ni tampoco esas visitas clandestinas o esos largos coloquios de los atardeceres en el ático de Jeannine. El verano era transparente, soleado, luminoso y cálido. Desiderio empezó a sacar a Jeannine a plena luz del día, como si esperara que una efusión de rayos solares aireara y templara su espíritu azotado por las nieblas.

Una mañana Desiderio la llevó al Parque de la Ciudadela, que Jeannine no conocía. Nunca vio Desiderio a Jeannine tan jovial y asombrada como aquella mañana radiante del mes de agosto.

Jeannine se divirtió bombardeando con panecillos las extrañas, fofas fauces del elefante grandullón y soñoliento; echó migas de pan a los colorados peces del estanque, arremolinados en bandadas voraces en los dos flancos de la góndola que les llevaba a navegar por la falsa Venecia del lago, bajo las pasarelas y bajo las decaídas ramas de los sauces llorones. Montaron en un pequeño ferrocarril que embestía con pitido chillón la boca de un túnel espeluznante de puro sombrío; y entraron en las grutas mágicas, en aquellas grutas cuya magia, que asustaba a Jeannine, estaba llena de burdas sorpresas, de ciertos mascarones asomados de pronto en las curvas, luego surgidos del suelo ante la furgoneta por un resorte diabólico, o de insospechados toboganes, de monigotes con fuelle y escobazo entre un vuelo de espantosos murciélagos de trapo; para terminar en la idílica reconstrucción de la Exposición Universal del 88, adorable y polvorienta maqueta en la que el agua de la Cascada había cesado de manar. Jeannine se pegó al brazo de Desiderio, rio, atolondrada, con una risa contagiosa y verdadera, de tal modo que era como si toda su vida, la vida que no había brotado hasta entonces, asomara a su piel. La dicha de este paseo pareció encender los ojos de Jeannine. Caminando entre los parterres contestó a Desiderio que sí, que se había divertido; y que anhelaba repetir todos los días este camino.

—¿Todos los días?

—¿Por qué no?

Desiderio no contestó. La retahíla de todos los compromisos de su vida falseada circuló por su memoria.

—Te remuerde algo, Desiderio —adivinó ella—. ¿Lo acierto? La sonrisa de él fue elocuente.

—Quisiera ser enteramente independiente y libre para no pensar más que en ti.

—Y, sin embargo, no puedes hacerlo. ¿Crees que no he adivinado que hay otra persona, alguien que está en tu vida y a quien yo vengo a desbancar?

Él no contestó. Se mordía levemente el labio inferior.

—¿Piensas quizá que eres injusto con ella?

—No pensaba en eso siquiera. En realidad, no pienso más que en ti.

Jeannine aspiró una profunda bocanada del aire caliente. Fueron caminando. De pronto se sintió extrañamente turbada; se paró, cogió la mano de Desiderio y la llevó a sus labios.

—No quiero que tú me dejes, aunque yo fuera mucho peor de lo que imaginas, ¿me oyes? Aunque fuera una malvada —suplicó de una manera tan desgarrada y tan insólita, apretando su mano, que Desiderio se sintió decaer.

—¿Malvada? ¿Por qué has de ser malvada?

Ella se fue serenando de nuevo. Se agarró del brazo de él. Caminaron en silencio.

Salieron del Parque y volvieron a pie, por el Borne. Bordearon Santa María del Mar, olorosa a legumbres y a esparto; caminaron juntos por las calles sonoras aún del tráfago de los carros matinales, deslumbrantes de un sol resbaladizo en las blancas lonas de los toldos; rozaron el belfo de los machos de tiro, que coceaban contra su propio estiércol. No tenían noción de la hora. No se detuvieron hasta la Plaza del Rey; se pararon a ver el vuelo circular de una bandada de palomas que coronaban, en el azul, el alto mirador del rey Martín y se posaban luego, dispersas ya, rasgando el aire, en sus cornisas. Las vieron arrullarse de dos en dos en el juego de ciegas ventanas de la cumbre, abiertas como un bostezo a la contemplación, en lo hondo, del mar lejano y pretérito. Quedaron un instante enfrentados allí, sumidos en el letargo de aquel foso intemporal, golosos de aquel frescor, de aquel silencio…

Desiderio contempló a Jeannine. Nunca la había visto como en este momento, ni en un espacio abierto como aquel, que la ponía al abrigo de todo cuanto en la vida había añadido a su ser, de todo lo que la mistificaba. La vio ahora como si acabara de conocerla, como si hubieran dejado de existir todos los añadidos y retoques que la retorcían y abrumaban. Y vista así, en este instante, le pareció que la vida de verdad era todavía posible y que en la unión de los dos, en ese solo amor, sin precisión de otra cosa, estaba latente toda esperanza.

Todo cuanto estaba más allá de aquel espacio de aire fresco, de la suave sombra del porche de Santa Clara, de los límites de las piedras ilustres de la plaza, le pareció que era una realidad falaz e inexistente, un sobreentendido social que no alcanzaría a rozar la verdadera y permanente verdad que ellos dos contenían, queriéndose. La existencia agitada, los negocios, el aturdimiento, la vida de todas las gentes en todos los días del año eran solo un espectáculo, un derivativo, una frágil excusa de la profunda autenticidad que afirmaban su justificación dos corazones que se necesitaban, al entregar uno al otro su latido. Pensaba que todo aquello ocurría para que pudiera esto ser así; que las gentes hablaban, se daban cita, se disputaban, se embarullaban en los caminos y trocaban entre sí sus trivialidades para que no se notara que en el ánimo de cada uno de ellos una voz murmuraba un secreto silencioso y exaltado, turbador y magnífico, que cruzaba sin exteriorizarse los acontecimientos externos y las fórmulas sociales; y que este secreto y esta voz eran la más honda y permanente razón de todos los seres. Ese secreto y esa voz eran el amor, ese vocablo vulgar, manoseado, desprestigiado y, sin embargo, heroicamente auténtico. Y que todos los seres estaban confabulados entre sí para ocultar esta vida verdadera en una maraña de accidentes triviales y diversos.

Pero ¿qué les impedía a ellos dos hacer que esta vida más honda y auténtica prevaleciera sobre las fórmulas en que los demás la diluían y disimulaban? ¿No había en tal hipocresía, en tal disimulo, la razón del malestar, de la cobardía, de la mediocridad del mundo que les rodeaba? En aquel momento sintió que no debía transigir con la falsedad propia.

—¿En qué piensas? —le preguntó Jeannine volviendo en sí.

—Desde hace muchos años pienso que las cosas no son como tienen que ser. ¿Por qué tenemos siempre que emplear el alma en cosas que no nos importan?

—¿Qué es lo que a ti te importa? ¿Qué harías?

Desiderio pensó en lo que haría, no como una hipótesis, como una posibilidad lejana, sino como algo que va a ocurrir.

—Me iría contigo. Renunciaría a todo menos a ti y al sitio donde nací. Viviríamos juntos en la finca.

—No somos nunca lo que queremos —reflexionó ella.

—¿Por qué? ¿Por qué no podemos serlo? ¿Por qué no puedes ser mi mujer ante los demás, si lo eres para mí? ¿Qué broma es esa?

Ella se echó a reír. Era una risa extravagante, que chocó contra las piedras de color de ánfora antigua de la Plaza del Rey. Después hubo un silencio.

—No seas iluso, Tu mujer no soy yo, es la otra, aunque a ti te parezca ahora que no.

—No es verdad.

Ella le miró a los ojos.

—¿Por qué quieres ir más allá de lo que se te ha dado? No se puede nadar contra la corriente.

Estas palabras hirieron a Desiderio.

—Yo sí puedo hacerlo. No te rías —suplicó, convulso—. Detesto esta mediocridad, mi trabajo y mi destino en la vida. Solo tú me importas.

Había en su expresión tal sinceridad y vehemencia, que Jeannine no pudo contenerse. Se acercó a él, se puso en sus brazos. Las palomas tejían en el cielo arabescos inútiles.

Pero más intenso que el aturdimiento que le procuraba el abrazo y el tacto de Jeannine estaba su propósito de llevar su vida a un término sincero, de ser leal consigo mismo. Jeannine no sabía que él era capaz de renunciar a todo lo que no fuera ella. Así se lo dijo, apasionadamente.

Désir, désir… Nous ne sommes plus qu’un désir… —oyó que musitaba ella por toda respuesta, en sus brazos.

Advirtió que ya no podía volver atrás, que todo cuanto aquel idilio extraño iba deslizando en su ánimo ya no podía ser arrancado de él aunque Jeannine desapareciera un día de su vida. En ciertos ratos de reflexión y de lucidez comprobaba el peso de ese continuo aluvión de sensaciones que pasaban a formar parte de su ser y quedaban convertidas en una costra, en una envoltura que a la vez le mortificaba y le destruía. La idea de estar queriendo a una mujer dominada por factores misteriosos e inconfesables le animaba a retroceder. En cada uno de sus frecuentes lapsos de conciencia —lapsos que provocaba la limpieza del aire en que vivía y que podían ser suscitados por una mirada de la buena de Josefina, por un velado reproche del apoderado, por la contemplación del retrato de su madre puesto sobre la mesilla de noche y, sobre todo, por las cartas de Crista que recibía regularmente— Desiderio reiteraba su determinación de zanjar aquel asunto turbio en que iba desfalleciendo.

La vida del cuartel se tornó para Desiderio de una monotonía insufrible. Notó que sus compañeros se separaban de él, o quizá fuera él quien buscara ese aislamiento. En el despacho, su presencia parecía pasar completamente inadvertida. No vivía más que para Jeannine y ni uno solo de sus pensamientos se apartaba de ella, aunque fuera para desear que aquel asunto tuviera una conclusión.

Desiderio sentía imperativamente, día tras día y con mayor fuerza, la necesidad de hacer algo útil que le permitiera o perpetuar el maravilloso sueño que estaba viviendo o destruirlo de una vez. Crecía en su ánimo como una obsesión la necesidad de dar a su amor un cauce determinado y definitivo a un final rotundo. A instantes le parecía que todo sería muy fácil. No había nada en la vida que no dependiera de la propia voluntad de cada uno. No se necesitaba un heroísmo del otro mundo para desprenderse de todo lo que no fuera ella, para prescindir de todo, romper con todo, y dedicarse únicamente a fundir con la de ella y para siempre su propia vida. Pero si empezaba a pensar en cada uno de los detalles que urden hasta su logro el cañamazo de esta determinación, se encontraba perdido en una maraña de imposibles.

El amor de Jeannine dejaba una huella en su manera de ser, en su rostro, en toda su figura. Sus actitudes y ademanes habían cobrado un aplomo que antes no tenían. En su rostro parecía que los rasgos, antes desvaídos y un tanto aniñados, cobraban una forma concreta y más recia, como si un misterioso escultor diera en ellos los últimos toques que exteriorizaban la intención y el carácter escondidos de la persona.

Una de las primeras conclusiones a que llegó de una manera tajante vino a resolver, en su fuero interno, la cuestión que un día le planteara en su despacho Arturo Llobet y que se había estado formulando muchas veces, desde que saliera del colegio. No, si su padre faltara, él no le sucedería en la fábrica. Es más: estaba decidido a seguir en ella solo mientras su trabajo o su presencia no torciera o soterrara el manantial de su espíritu que había empezado a brotar caudalosamente al contacto con Jeannine. Puesto que existían en la vida unos hechos de un orden superior, no podían quedar acorralados por las menudas y miserables contingencias de las que vivía su padre; esas cosas o esos hechos eran, unas veces, aquel concierto de Brandeburgo que sonaba en su espíritu constantemente, desde la franja del disco de Jeannine, o la extraña emoción de trasladar a un papel de «block» la línea del cuerpo de su amiga, adormilada en el balancín, o la voz nostálgica, susurrada, infinita de Verlaine, en cualquier tarde emborronada de nubarrones, en cualquier jornada jadeante…

Se esforzaba en aislarse, en quedar aislados los dos, lejos de los ambientes nocturnos donde pudieran ser vistos, lejos de los lugares que antes frecuentaron. Jeannine acentuó aún más el proceso de su simplificación. Era como si se despojara definitivamente de joyas y añadidos y decidiera presentarse de la manera más llana, más elemental. Había en el esfuerzo que hacía por renunciar a las formas de vida que le eran habituales y en las que brillaba con todo su esplendor, una ofrenda total, absoluta; esa concesión implicaba una determinación inquebrantable, y era como el espectáculo de su amor rendido, entregado sin regateos.

Muchos días por la mañana repetían su visita al Parque de la Ciudadela. En uno de sus paseos, al pasar una tarde delante de la jaula de los monos, Jeannine se entretuvo ante un pequeño personaje peludo y frenético, de grande y socarrón mentón, ávidos e inquietos, fulgurantes los ojillos que se fijaban velozmente en todos lados, y que sostenía en la mano un trozo de espejito que algún bromista había echado a través de los barrotes de la jaula. Tal vez pensara Jeannine que aquel pequeño simio tenía algo de su propia coquetería y sonrió ante los mimos y ademanes de aquel chimpancé casi humano. Pero pronto esa sonrisa y su curiosidad se trocaron en un visaje de perplejidad y de preocupación. Fue como si sobre sus ojos claros, en los que Desiderio podía beber hasta el colmo la totalidad del alma de su amiga, cruzara una nube solitaria. Jeannine mudó de faz porque el mono estaba obseso en la inexplicable, sorprendente, enloquecedora visión de su propia imagen. Giraba el espejito a todos lados, sin acertar a deshacerse de la presencia de un ser que, siendo él mismo, estaba fuera de sí, y del que le separaba un trecho que ya no le pertenecía, para acabar teniendo enfrente y de nuevo su propia individualidad, estúpidamente suya y de nadie. El mono enloquecía.

—Vamos a quitarle eso —dijo, llena de vigor, como si fuera ella misma la que sufriera la tortura.

—Déjalo. ¿Para qué?

Jeannine estuvo mucho tiempo pensando en ese lance. Cuando ocurría algo de este estilo quedaba largo tiempo preocupada. Podían no importarle las cosas y los hechos a los que los demás dieran un valor y que parecían trascendentales; podía pasar sin un comentario la noticia de una batalla en la que hubieran muerto millares de hombres. Pero quedaba una tarde entera en silencio si del fondo del reflejo de un azogue, en las manos de un mono enjaulado, surgía un atisbo, un rasgo que le hiciera pensar en la condición misteriosa y terrible que somos, en nuestra pequeña y flagrante irrisoriedad.

—Es que entonces vio —explicaba, monologando, varias tardes después a Desiderio— algo que hasta aquel momento no había sospechado. Que él está dentro de otra jaula, la jaula de su frente y de sus pómulos. Antes de que le echaran el espejo no sabía que existía él, él mismo. Yo misma a veces he tenido esa sensación al contemplar mi cara. Somos prisioneros.

En estas ocasiones Desiderio temía que empezara uno de sus períodos de abatimiento. La animaba entonces a salir, a airearse en la alegría de una cena compartida, en llevarla a bailar. Ella se resistía.

—¿Por qué no quieres? No puedo aceptar que te quedes así.

Una noche en que ella transigió, Desiderio observó que durante la cena en el «Suizo» y en el corto rato que pasaron en el «Excelsior», la seguridad, la firmeza de Jeannine no era la de los comienzos. Parecía estar ofuscada, nerviosa ante las miradas de la gente. La costumbre de gustar de su amor, solo en la intimidad, le infundía un temor de trasvasar su efusión en público. El pequeño espejito temblaba imperceptiblemente en sus manos cuando oscilaba a un lado y otro captando su derredor. Al rato de estar en el «Excelsior», a medio apurar su botella de champán, rogó a Desiderio que se fueran.

En el pisito, Desiderio quiso saber las razones de su cambio. Jeannine eludió.

—Pero, realmente, Jeannine, ¿qué es lo que te preocupa? ¿Que nos vean juntos?

Ella no contestó.

—¿Crees que me comprometes? ¿O eres tú, la que te comprometes?… —preguntó con calma, con no escondida intención.

—Deja, deja, no me preguntes —contestó, con una sequedad insólita.

Miró a Desiderio, para mitigar su dureza. Le vio erguido, transigente, lleno de amor; se acercó a él, como si luchara consigo misma.

—No me hagas caso, pero… es que a veces tengo como presentimientos… Sí. Tengo presentimientos de que esto… no podrá durar mucho tiempo. Y pienso que te estoy haciendo daño.

Desiderio intentaba darle a entender, con un abrazo, que esto no era posible, y que no podría separarse de ella.

Empezó a besarla. Ella quedó a su merced, sin una palabra, sin un suspiro, sin siquiera pensar, sin alentar siquiera. Su cuerpo lacio se dejaba acariciar totalmente abandonado.

Acostumbraba a decir de él que se llamaba Desiderio porque no era más que un deseo. Así le llamaba a él unas veces «decir», otras «desiré»… Se tendieron juntos y quedaron largo rato, el uno junto al otro, mirándose fijamente. Luego ella se levantó, para ir a sentarse en la mecedora.

Le pareció entonces que ese deseo de él, cuyo nombre llevaba, era la distancia tan leve y, sin embargo, tan honda que va desde nosotros hasta nuestro propio reflejo. La sima infranqueable que nos separa de nuestra propia imagen hasta hacernos enloquecer. Quizá la que iba de él a ella en este instante.

No supo por qué sus labios susurraron, como en una feliz ofrenda de la memoria, mientras acariciaba con la mirada la frente de Desiderio, aquellos versos últimos del «Hamlet»: «Si él hubiera reinado hubiera sido un gran rey…».

Largo rato quedó así Jeannine, pensativa, retraída, melancólica… Él se levantó y puso en el gramófono un disco, «La muerte de Isolda», que cuando se encontraba decaída, Jeannine gustaba de escuchar una y otra vez. Desiderio, después de besarla, se sentó de nuevo frente a ella; y al cabo de un rato, mientras sonaba la música, se puso a hojear un libro de poemas. Unas cuantas de sus hojas estaban señaladas con una cruz y el título de algunos poemas, además, subrayado. Jeannine seguía callada, abstraída, no le miraba siquiera. Desiderio dejó el libro, y al cabo de un rato volvió a cogerlo y observó que siempre se abría en la misma página. Leyó:

Un grand sommeil noir

tombe sur ma vie:

dormez, tout espoir,

dormez, toute envie!

Je ne veux plus rien,

je perds la mémoire,

du mal et du bien…

Oh la triste histoire!

Je suis un berceau

qu’une main balance

au creux d’un caveau:

silence, silence!

Observó a Jeannine, recostada en el balancín, completamente ausente y cerrada en sí. La voz de Verlaine parecía estar hecha para la figura y el espíritu de su amante. Parecía que ella susurraba ahora: «Je suis un berceau / qu’une main balance…» y era no su mano, sino el pie de ella, en un golpe tenue de la puntilla, el que la balanceaba.

Desiderio llevó sus manos a las sienes, intentando atemperar su pulso. Y sintió en ellas aquella voz, la misma voz que repetía: «je perds la mémoire / du mal et du bien…». Pero en aquel momento Jeannine se levantó, se acercó a él y empezó a besarle en los ojos, en la frente, en las sienes, como si acabara de leer en ellas su profunda aflicción.