Entre lo cierto y lo falso
El Libro de zafiro
En el Libro de Enoc XXXIII[1] aparece por primera vez una leyenda judía que se remonta a la noche de los tiempos.
Se dice que el Eterno escribió uno o varios libros de sabiduría (o, según otra versión, que los dictó a Enoc), que contenían todos los secretos del universo. A continuación ordenó a dos ángeles, Semil y Raziel, que acompañaran a Enoc del cielo a la tierra, con objeto de que éste entregara el o los libros a sus hijos y a los hijos de sus hijos, para que en horas de duda las generaciones venideras hallaran allí las respuestas a las preguntas fundamentales que pudieran hacerse. Ése sería el origen del «Libro de Raziel».
Según otra versión, el Libro fue entregado por el ángel Raziel a Adán. De éste pasó a Noé, Abraham, Jacob, Leví, Moisés y Josué, para llegar por fin a Salomón. Salomón habría adquirido gran parte de su legendaria sabiduría, al igual que su poder, gracias al conocimiento del libro sagrado, que, siempre según la tradición, fue grabado en zafiro. Ello permitiría suponer que el Libro estaba destinado sólo a algunos personajes elegidos, que tendrían la misión de conducir a la humanidad hacia la luz. En el tárgum[2] del Eclesiastés 10, 20 también se lee: «Cada día, el ángel Raziel acude al monte Horeb (nombre que las más antiguas tradiciones bíblicas dan al Sinaí) y proclama los secretos de los hombres para toda la humanidad, y su voz resuena en el mundo entero[3]».
Adviértase que en hebreo la palabra raz significa «misterio», «secreto», «base», y que el zafiro o color azul es la piedra celeste por excelencia; ello reconduce todo el simbolismo del Azur. La meditación sobre esta piedra llevaría al alma a la contemplación de los cielos. Se decía asimismo, tanto en la Edad Media como en Grecia, que el zafiro cura las enfermedades de los ojos y libera de la cárcel. Los alquimistas lo emparentaban con el elemento aire. El zafiro posee una belleza semejante al trono celestial; designa el corazón de la gente sencilla y de aquellos cuya vida destaca por sus costumbres y su virtud.
El zafiro se considera también la piedra de la esperanza. Puesto que la justicia divina está en él, se le atribuyen poderes tan variados como el de proteger de la cólera de los grandes, de la traición y los malos juicios, el de aumentar el valor, el gozo y la vitalidad, el de disipar los malos humores y el de reforzar los músculos. En la India y en Arabia se utiliza contra la peste. En el cristianismo, simboliza al mismo tiempo la pureza y la fuerza luminosa del reino de Dios. Como todas las piedras azules, el zafiro es considerado en Oriente un poderoso talismán contra el mal de ojo.
El Libro de Enoc
En hebreo, Hanok; en griego, Henoch. El significado del nombre es incierto. La palabra se atribuye a veces al cananeo hanaku, «seguidor», «adepto», de una raíz hnk, documentada en palmirense con el sentido de «dedicar», o al egipcio hvmkt, que evoca el sacrificio por la colocación de una primera piedra.
La tradición sacerdotal recogida en el Génesis e incluida en las Crónicas inscribe al personaje en la descendencia de Set. Es hijo de Jared y padre de Matusalén, lo que le vale figurar en la genealogía de Cristo, según Lucas, 6. Tras una vida de trescientos sesenta y cinco años, el Eterno, con quien ha caminado constantemente, lo arrebata de esta tierra (Génesis 5, 18-24). El Siracida (el Eclesiástico) lo celebra, y toda una parte de la literatura apócrifa importante reclama su patronazgo.
Según la tradición yahveísta, los Hijos de Dios fueron enviados a la tierra para enseñar a la humanidad la verdad y la justicia. Durante trescientos años, enseñaron a Enoc todos los secretos del cielo y de la tierra. Más tarde, sin embargo, desearon a los mortales y se mancillaron con relaciones sexuales. Enoc no sólo consignó sus enseñanzas divinas sino también su ulterior desgracia. Antes de su fin, poseían indistintamente a vírgenes, mujeres casadas, hombres y animales. El sabio y virtuoso Enoc subió al cielo, donde se convirtió en el principal consejero de Dios, conocido desde entonces con el nombre de «Metatrón». Dios puso su propia corona en la cabeza de Enoc y lo dotó de setenta y dos alas y una multitud de ojos. Su carne se convirtió en llama, sus músculos en fuego, sus huesos en brasa, sus ojos en antorcha, sus cabellos en rayos de luz, y fue rodeado de tempestad, torbellinos, viento, truenos y relámpagos.
Otros, sin embargo, convierten a los Hijos de Dios en fieles descendientes de Set, y a las Hijas de los hombres en descendientes pecadoras de Caín, y explican que, cuando Abel murió sin hijos, la humanidad se dividió muy pronto en dos tribus: los cainitas, que salvo Enoc eran absolutamente malvados, y los setitas, que fueron absolutamente justos. Los setitas habitaban una montaña sagrada en el extremo norte, «cerca de la gruta del Tesoro»; algunos ven en ella el monte Hermón. Los cainitas vivían, por su lado, en un valle al oeste. Numerosos setitas hicieron voto de celibato, a semejanza de Enoc, y llevaron vida de anacoreta. En cambio, los cainitas se entregaron a un desenfrenado libertinaje; cada uno de ellos tenía por lo menos dos mujeres: la primera para tener hijos, la segunda para satisfacer sus deseos. La que tenía hijos vivía pobre y abandonada, como una viuda; la otra estaba obligada a beber una poción que la volvía estéril y, tras ello, engalanada como una prostituta, a proporcionar a su marido la diversión de la voluptuosidad.
El Libro de Enoc etíope o Primer libro de Enoc es un libro que se atribuye a ese patriarca antediluviano «arrebatado por Dios». Es una colección de tradiciones apocalípticas, originalmente independientes y procedentes de épocas que abarcan desde el siglo II a. de C. hasta mediados del siglo I d. de C. Estas tradiciones fueron escritas originalmente en arameo y hebreo. La obra se divide en cinco partes sin relación lógica alguna: el Libro de los Veladores, el Libro de las Parábolas, el Libro Astronómico, el Libro de los Sueños y la Epístola de Enoc. La obra ha llegado hasta nosotros en fragmentos griegos, fragmentos arameos (once manuscritos hallados en Qumran), e íntegramente en versión etíope. Por lo general se admite que el texto etíope es una traducción del griego.
Si bien un Enoc de tales características escapa, claro está, a la historia, proyecta en ella, sin embargo, la gloria irradiada por el excepcional destino que le reconoce el texto bíblico, tras haber vivido largo tiempo de un modo tan perfecto como es humanamente posible, de lo que el autor sagrado da cuenta concediéndole «trescientos sesenta y cinco años» en la tierra, y poniendo de relieve que «caminó con Dios» y que «desapareció porque Dios lo había arrebatado». Este «arrebatamiento», considerado evidentemente distinto del que implica la muerte de cualquier hombre ordinario, hallará una réplica imaginativa en el relato de la desaparición de Elías, «arrebatado por Yahvé» al final de su ministerio terrestre. Al igual que el profeta, el patriarca de la más antigua tradición sigue siendo, en todas las edades, el héroe del misterio cuya revelación se sugiere así: el justo, recompensado con la exención de las angustias de la muerte, es admitido, en vida por decisión divina, para que contemple las realidades celestiales. En los últimos siglos de la era antigua, el Eclesiástico celebra el ejemplo de Enoc (44, 16; 49, 16). Y, según las versiones, en la Epístola a los Hebreos del Nuevo Testamento se hace lo propio.