29
Los amantes de Teruel tonta ella y tonto él.
Salamanca, al día siguiente
El sol que flotaba por encima de Salamanca contribuía, con su fabuloso fulgor, a la atmósfera festiva que acompañaba la entrada en la ciudad de sus majestades Isabel y Fernando.
Junto a los dos soberanos cabalgaban el famoso conde de Cabra, terror de los moros, numerosos hombres armados y el inevitable enjambre de prelados que seguía a la corte.
Todos avanzaban al ritmo gracioso de los corceles árabes y andaluces, a la sombra del estandarte real de Castilla. Mientras, a uno y otro lado del camino que serpenteaba hasta la catedral, las banderas se inclinaban a su paso en un centellear de colores.
La reina montaba una yegua alazana. La silla estaba cubierta con un paño carmesí, y los arneses eran de seda con ribetes bordados en oro. Llevaba un corpiño de terciopelo, una falda de brocado y un manto de paño con capucha, todo adornado al estilo morisco. Un sombrero negro, con el borde de jamete, la protegía del sol. A su lado, la infanta, vistiendo un corpiño de brocado negro y un manto con capucha también negro, adornado como el de su madre, trotaba a lomos de una mula enjaezada de plata. En cuanto al rey, como todos sus caballeros, llevaba atavío guerrero.
Al final del camino, el obispo de Salamanca, con las manos cruzadas sobre su repleto estómago, los aguardaba con mirada solemne en el atrio de la catedral. Algo más atrás se recortaba la silueta de Hernando de Talavera. Se le notaba orgulloso ante la visión de aquel ejército en marcha. Era España. España que reconquistaba su gloria y su honor. Desde que el cortejo había aparecido, recordaba como un estribillo la conversación que había mantenido, algunas semanas antes, con la reina.
Granada hincada de rodillas… la península liberada al fin. El final de siete siglos de ocupación. Sería, creo, el mayor acontecimiento de nuestra historia. Una España unificada por fin.
Las últimas informaciones procedentes de Andalucía confirmaban aquella esperanza. Aunque la caída de Granada no estuviera próxima, de todos modos se había convertido en una certeza. En Castilla, la campaña militar estaba en su apogeo. Primero se había dirigido contra Vélez Málaga, para aislar la ciudad y su región portuaria del resto del emirato. Hacia comienzos del mes de abril, las tropas cristianas habían salido de Córdoba y Castro del Río. Dos semanas más tarde habían llegado a las puertas de Vélez Málaga y habían instalado allí el campamento real, entre la ciudad y la sierra, cerrando así el camino de Granada. Pese a que los defensores de la ciudad habían rechazado enérgicamente el ataque de la infantería cristiana, al día siguiente el arrabal de Vélez estaba tomado. Se concedió a los habitantes libertad para llevarse sus bienes personales. Así, numerosos musulmanes, habían sido llevados a la costa africana por los propios castellanos; otros habían emigrado a territorio nazarí.
Volando de victoria en victoria, el ejército cristiano había golpeado luego al enemigo en el litoral andaluz. En Málaga, el jefe de la guardia, Ahmad al-Tagri, había intentado resistir todo lo posible. Pero en la ciudad sitiada, sometida al fuego de las bombardas castellanas, no tardaron en escasear los víveres. Finalmente, el día anterior Málaga había caído. Por su parte, Boabdil, fiel al pacto secreto que le unía a los soberanos cristianos, se había guardado mucho de socorrer a sus hermanos sitiados.
Granada hincada de rodillas… la península liberada al fin. El final de siete siglos de ocupación. Sería, creo, el mayor acontecimiento de nuestra historia. Una España unificada por fin.
—Sí, fray Hernando. El mayor acontecimiento sin duda. Sería triste que no pudiéramos ser testigos de él.
—¿Por qué razón? Todo parece ir en esta dirección.
—Todo…, pero bastaría un grano de arena…
Aquella misma mañana, Díaz había informado a Talavera de las últimas novedades del caso. Su agente le había hecho un pormenorizado relato del enfrentamiento entre el sirviente y su antiguo señor, que había acabado con la muerte de uno de los protagonistas a manos del propio Rafael Vargas. Le había contado también el asesinato de los dos árabes, perpetrado a sangre fría por los hombres de Torquemada. Una acción tanto más horrible cuanto que estaba —Díaz así lo aseguraba— desprovista de sentido. Por lo que al cuarteto se refiere, en aquellos momentos se hallaba en Teruel.
Las noticias corroboraban punto por punto las que el padre Álvarez le había transmitido.
Una vocecilla decía a Talavera que el final de aquella sorprendente aventura estaba cerca.
Si recordaba bien los famosos documentos que Torquemada le había mostrado, ya sólo faltaban dos etapas.
¿Qué hacer? Si el Libro existía realmente, ¿no sería conveniente que, al igual que el río fluye inmutable, tranquilo, la justicia divina siguiera su curso? Fuera cual fuese el mensaje, si es que había alguno, nadie tenía derecho a conservarlo por encima de todo, y menos aún a deformarlo.
Cubriendo las aclamaciones de la muchedumbre que saludaba a los soberanos, las palabras del inquisidor general resonaban en sus oídos:
¡Imaginadlo! Imaginad, aunque sólo sea por un instante, que el Libro existe. Imaginad que, efectivamente, sea el receptáculo de un mensaje de Dios a la humanidad. Nos hallaríamos entonces ante la más vertiginosa de las alternativas: o el mensaje confirma la preeminencia del cristianismo, o la abole en favor del islam o del judaísmo. Si por desgracia esta segunda eventualidad resultara cierta, entonces sólo podríamos rezar por la salvación de nuestras almas y por la muerte de España. Significaría que todo aquello en lo que creemos, todo aquello por lo que combatimos desde hace siglos, no tendría razón de ser. ¡Aniquilados! ¡Eliminados! Y la condena nos aguardaría al final del camino, puesto que seríamos nosotros los herejes.
¿Dejar hacer o actuar?
Un estremecimiento recorrió a Talavera.
—Fray Hernando… Sus Majestades…
Las palabras del cardenal le devolvieron a la realidad. El rey y la reina estaban subiendo la escalinata. En unos instantes estarían ante él.
De pronto, la imagen de un hombre apareció en su mente, una imagen llena de grandeza y nobleza. Él y sólo él sabría iluminarle. Tendría que contárselo. Sólo él sabría…
Con los rasgos más relajados, se dispuso a saludar a la reina.
Teruel, a la misma hora
Manuela no daba crédito a sus ojos.
Cerró los dedos sobre la misiva del inquisidor general para convertirla en una bola informe, arrugada en su puño.
Así que, en contra de las expectativas, le ordenaban proseguir su misión.
Las informaciones que había comunicado sobre el Libro no sólo habían provocado un resultado inverso al esperado sino que, a juzgar por el contenido de la carta, la determinación de Torquemada nunca había sido mayor.
—Señora Vivero…
La joven dio un respingo. Sumida en la lectura, había olvidado la presencia del hombre con cabeza de pájaro.
—Señora Vivero, no sería prudente que permaneciéramos mucho tiempo aquí. Vuestros amigos podrían preocuparse por vuestra ausencia. ¿Debo llevar alguna respuesta al padre Torquemada?
Ella permaneció silenciosa. Contradictorias ideas se arremolinaban en su interior. Recordó una escena. El día en que Torquemada había ido a hablarle de su proyecto y del papel que ella debía desempeñar, se le había escapado una observación.
—Comprendo vuestros temores, padre Torquemada, pero ¿estáis seguro, en el fondo de vuestro corazón, de que la razón que inspira vuestra empresa no es la religión de estos individuos, un judío y un musulmán?
Ella ignoraba entonces que un cristiano, Vargas, estaba implicado también. La respuesta del inquisidor había sido directa.
—Aunque fuera así, doña Manuela, ¿dónde estaría la falta?
Ella se había atrevido a ir más lejos.
—Esta sangre derramada… ¿No os parece que es ir en contra de los preceptos de Nuestro Señor?
Torquemada había fruncido el entrecejo, y su pétrea mirada literalmente la había atravesado.
—¿Acaso sentís simpatía hacia los herejes y el ocupante?
Sorprendida, ella había levantado el mentón en actitud altanera.
—¿Qué imagináis, fray Tomás? ¡Soy castellana y estoy orgullosa de serlo! Amo apasionada y desesperadamente a mi país. Sólo aspiro a que encuentre lo antes posible su libertad y su unidad. Hace más de siete siglos que estamos bajo el yugo de ejércitos extranjeros. Pero no es lo mismo librar batallas legítimas para expulsar al invasor que intentar eliminar fríamente a un ser humano, con toda impunidad, porque es de religión distinta a la de uno; eso no es guerra, fray Tomás, eso se llama absolutismo y crimen. Si eso puede tranquilizaros, sabed que no siento especial simpatía ni por los judíos ni por los musulmanes. He crecido con un mensaje de amor en el corazón, eso es todo.
—Comprendo vuestros deseos de magnanimidad. Pese a las apariencias, sabed que también a mí me anima ese deseo. Sin embargo, permitidme que llame vuestra atención sobre un fragmento de un libro que se considera sagrado: «Tres gotas de aceite piden permiso para entrar en un vaso de agua. El agua se lo niega. Si entráis —dice—, no os mezclaréis; subiréis a la superficie y, hagamos lo que hagamos luego para limpiar el vaso, quedará aceitoso…». ¿Comprendéis la alusión?
—¿A qué libro sagrado os referís?
—Al Talmud… Al Talmud, doña Manuela… La compilación de las enseñanzas de los grandes rabinos.
En aquel instante, estuvo a punto de replicar que lo que él veía en la parábola probablemente no era más que su deseo de un mundo uniforme, a su imagen y semejanza. Pero la prudencia le aconsejó no decir nada.
—Le transmitiréis un mensaje al padre Torquemada —anunció al hombre con cabeza de pájaro—. Decidle lo siguiente: no seguiré con esta misión sin que me lo ordene formalmente Su Majestad. En adelante, de ella y sólo de ella aceptaré directrices.
—¿Creéis que el inquisidor general puede actuar sin la aprobación de Su Majestad? Sería impensable.
—Una carta escrita de puño y letra de la reina —insistió la joven—. Sin ella, abandono.
—Como queráis, doña Manuela.
Decididamente, un día u otro sería necesario que alguien le hiciera pagar a esa criatura sus ultrajes. Y la idea de que ese alguien podía ser él no le disgustaba…
La bruma producida por el calor se había disipado. Cuando Manuela se encontró con Sarrag y Ezra ante la iglesia de San Diego, un sol admirable iluminaba el atrio.
Subieron uno a uno los peldaños y penetraron en su interior. Iluminadas por la luz pastel de los cirios, se perfilaban las recogidas siluetas de algunos fieles que oraban.
Samuel Ezra susurró al oído de la joven:
—¿Estáis segura de que están enterrados aquí?
—Sí. La sirvienta de la taberna me lo ha confirmado. Además, mirad…, allí, ante el altar.
Efectivamente, dos sarcófagos de mármol se erguían, uno junto a otro, al extremo del pasillo.
El árabe redujo el paso mientras lanzaba furtivas ojeadas a su alrededor.
—¿Qué os ocurre, Sarrag? —preguntó el rabino con aire malicioso—. ¿Tenéis el mal de iglesia?
—En mi vida me había sentido mejor. Simplemente estoy desconcertado. Es la primera vez que entro en este tipo de lugar.
—No temáis. Ni Moisés ni Mahoma os lo reprocharán. Saben que el Mesías cristiano sólo vino por las ovejas descarriadas. ¿Somos ovejas descarriadas, jeque Ibn Sarrag?
El árabe rió.
—Vos tal vez, rabbi, yo no.
Manuela les riñó con firmeza.
—Por favor, tened un poco de deferencia con esa gente que reza.
—La señora tiene razón —admitió Ezra—. Un respeto.
—¿Respeto ante los idólatras? ¡Pero si es el santuario de las estatuas!
—¡Por favor! —repuso la muchacha en tono cortante—. Nadie se ha burlado de vuestras prosternaciones, ni de vuestras llamadas a la plegaria que hacen pensar en las jeremiadas de unas plañideras resfriadas. De modo que…
—Muy bien, no hablemos más —masculló entre dientes el árabe. Pero añadió—: No sabía que erais tan susceptible como nuestro amigo el monje. Por cierto, ahora que pienso en ello, ¿por qué ha preferido esperar fuera?
—Lo ignoro.
En su fuero interno, sin embargo, creía saber la respuesta. Con razón o sin ella, su instinto le decía que Vargas había temido entrar en una iglesia por todo lo que aquel lugar representaba y que, en aquellos momentos, vacilaba en su corazón. Huía, al modo de un niño, convencido tal vez de que en el exterior de un lugar de oración estaría a salvo de la mirada del Señor. A menos que fuera el temor de tener que enfrentarse al amor que había llevado a los amantes de Teruel a la muerte.
Llegaron por fin ante ambas sepulturas. Bajo una tapa translúcida estaban tendidos dos cuerpos juveniles. Ella, con rostro de ángel, debía de tener veinticinco años. Él, no muchos más.
—Así pues —murmuró Ezra—, como en el drama de las torres gemelas, también en este caso el amor es el asesino.
—De creer en las palabras de la criada de la venta, sí.
Ella sintió la necesidad de acariciar la sepultura. Acercó una mano a la piedra y recorrió los contornos del sarcófago.
—El muchacho se llamaba Diego de Marcilla. Ella, Isabel de Segura.
—Se amaban con locura.
—Se amaban, y la familia de Cris…
Se detuvo en seco y sintió que el rubor invadía sus mejillas. La había impresionado tanto la historia de amor de Vargas que había estado a punto de decir «Cristina» en vez de «Isabel». Sobreponiéndose, rectificó:
—La familia de Isabel de Segura consideró que el pretendiente era indigno de su hija, porque era de condición en exceso modesta. Entonces, Diego suplicó al padre que le concediera un año para hacerse un hombre rico. Un año, prometió, día por día. El padre cedió a sus súplicas y Diego se puso en camino para buscar fortuna en los más alejados rincones del mundo. Doce meses más tarde, como había prometido, regresó a Teruel cargado de oro. Por desgracia, a causa de unas circunstancias adversas, llegó a la ciudad con tres días de retraso. A mediodía, Isabel de Segura se casaba, obligada y por la fuerza, con un noble de la casa Azagra de Albarracín.
—Y, loco de pena, Diego se dio muerte.
—Eso es. Al saber la noticia, Isabel, vestida de novia, corrió a su casa. Se arrojó sobre los despojos de su enamorado, lo cubrió de besos y se apuñaló a su vez.
Sarrag señaló uno de los sarcófagos.
—Ved lo que hay escrito a un lado.
Se inclinaron y leyeron: «Tonta ella y tonto él».
—No sé qué lección extraer de todas esas historias, pero os confieso que me daría miedo enamorarme en Teruel.
—En Teruel o en cualquier otra parte —repuso el rabino—, cuando se vive con ese grado de intensidad, el amor está necesariamente condenado a un fin trágico. ¿Sabéis por qué? Porque ya no está al alcance de los hombres. Por su desprendimiento y su fuerza, roza el mundo de los ángeles, el mundo celestial, y su entorno no lo comprende. Por eso, los que así se aman optan por la muerte, el único modo para ellos de permanecer unidos toda la eternidad, junto a quienes se les parecen.
Sarrag miró al rabino con una pizca de asombro.
—Habláis bien del amor, rabbi. ¿De modo que lo habéis conocido?
—Sarrag, si conocéis un ser, uno solo, que nunca haya sido tocado por esta gracia, mostrádmelo. Entonces os diré si se trata de un hombre vivo.
Permanecieron unos momentos más junto a la sepultura, sumido cada uno en sus pensamientos. Sin duda recordaban el párrafo de Baruel que les había movido a acudir a la iglesia:
Y, PUESTO QUE NO ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SOLO, EL ETERNO HIZO CAER SOBRE EL HOMBRE UN SUEÑO, TOMÓ UNA DE SUS COSTILLAS Y CERRÓ CON UN TEJIDO DE CARNE EN SU LUGAR. EL ETERNO CONVIRTIÓ EN MUJER LA COSTILLA QUE HABÍA TOMADO DEL HOMBRE Y LA PRESENTÓ AL HOMBRE. DESDE ENTONCES, A’H Y A’HOTH ESTÁN REUNIDOS BAJO LAS MIRADAS DE LOS HUMILDES Y LOS PODEROSOS, ALLÍ DONDE LOS ÁNGELES NO ENTRAN.
Isabel y Diego eran, sin duda alguna, A’h y A’hoth.
Una vez fuera, subieron por la calle Comadre y se reunieron con Vargas, que estaba sentado en un banco de piedra en el lindero del antiguo barrio judío.
De buenas a primeras, Sarrag preguntó:
—¿Qué decidimos? Porque sólo nos quedan dos etapas que superar. Propongo que examinemos sin más demora el penúltimo enigma.
Ezra asintió y buscó la conformidad de Vargas. Este les dirigió una sonrisa huraña.
—Dada la pobreza de las informaciones que poseo, desgraciadamente temo no poder seros de gran ayuda.
—¿A qué viene ese derrotismo?
—A que no sé nada, o tan poco que es risible.
El árabe y el judío parecieron consternados.
—¿Podríais confiarnos vuestros fragmentos?
—Claro: LA SANTA CRUZ… DE ESA AGUA… DESCANSA TAMBIÉN EL 3…
—¿Y el resto?
—Es todo lo que Baruel quiso confiarme esta vez. ¡Ya os he dicho que era muy poco! Y ahora —prosiguió—, os escucho.
Los otros dos no reaccionaron y Vargas insistió:
—¿A qué esperáis?
Extrañamente, ni Sarrag ni Ezra parecían decididos a responder.
—Ya veo —dijo Vargas—. Sólo tenéis también jirones.
Ambos hombres asintieron.
—De todos modos, reunámoslos, ¿os parece?
Ezra y Vargas se sacaron del bolsillo una hoja de papel a la vez que Manuela se sentaba en el banco de piedra, aguzando el oído.
Con voz neutra, los tres hombres pronunciaron sucesivamente las frases que estaban en su poder. Era muy poco, en efecto, tan poco que a la muchacha no le costó en absoluto aprendérselo de memoria y reconstruir el conjunto al mismo tiempo que los tres hombres.
BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.
EL NOMBRE ESTÁ EN 2.
EN LA CIUDAD QUE VIO APARECER LA SANTA CRUZ.
DONDE REPOSAN LOS CABALLOS DE LOS SEMEJANTES DEL MANCEBO, DESCANSA TAMBIÉN EL 3.
QUIEN BEBA DE ESA AGUA, TENDRÁ SED DE NUEVO.
—Prosigamos —propuso Vargas—. Pongamos en común el último Palacio.
—¿Ahora? —repuso Sarrag.
—Sí. No tenemos elección.
Esta vez, las cosas se desarrollaron con increíble rapidez, tanta que Manuela estuvo segura de que se le habían escapado palabras. Ezra había dicho: «BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR. EL NOMBRE ESTÁ EN 1.» Luego, cada uno de ellos pronunció una sílaba. Uniendo éstas se formaba una palabra: BERECHIT.
Oyó al rabino explicar que con ese término comenzaba la Torá y que significaba: «Al comienzo».
—En la carta que Baruel nos mandó también aparecía esa palabra: «Un libro nacido en la noche de los tiempos, mucho después del caos inicial, mucho después de que se pronunciara la primera palabra: BERECHIT». ¿Recordáis, Sarrag?
Sarrag articuló un sí vacilante. Parecía aterrado.
—¿Cuáles son vuestras conclusiones? —preguntó el franciscano.
El rabino fue el primero en responder.
—Probablemente las mismas que las vuestras. Pero no me atrevo a creerlo. Me tranquilizo diciéndome que el penúltimo enigma no debería plantearnos problemas.
—Para un cristiano, sin duda.
Los otros dos manifestaron su sorpresa.
—¿Tenéis ya alguna idea?
—Me apresuro a deciros que no tengo mérito alguno. Estoy convencido de que la señora Vivero también podría responderos. ¿Sabéis en qué ciudad de España apareció la Santa Cruz? —preguntó a Manuela.
Ella reflexionó unos instantes antes de responder:
—¿No será en Caravaca de la Cruz?
—Ya os decía que no tenía mérito alguno.
—¿Caravaca de la Cruz? —repitió Ezra.
—Eso es. Allí apareció, hace unos dos siglos, la Cruz de Cristo llevada por unos ángeles, para que un sacerdote prisionero de los moros pudiera celebrar la eucaristía ante el sultán Abú Saíd. A resultas de ello el sultán, testigo del milagro, se convirtió al cristianismo. Por lo que respecta al lugar exacto donde está oculto el triángulo, estoy convencido de que lo hallaremos en cuanto lleguemos allí.
El rostro de los tres hombres se había ensombrecido. Diríase que algo acababa de quebrarse en ellos y que una penosa impresión de vacío lo había sustituido.
—La continuación del texto es una pesadilla… —balbució el jeque—. Me refiero al último Palacio. ¿Sois conscientes de que si tomamos la palabra «BERECHIT» al pie de la letra, eso significaría regresar al punto de partida: Granada?
—No —suspiró Ezra—. Es peor que una pesadilla; es la realidad. No veo para la palabra «BERECHIT» otro significado salvo «al comienzo». Sin embargo… —Dejó en suspenso la frase como si se le acabara de ocurrir una idea—. Supongamos que el punto final sea Granada. ¿Por qué ha de ser tan trágico? Al fin y al cabo, es posible que en ese laberíntico recorrido se nos haya escapado un detalle y que mañana, o más tarde, el texto oculto acabe apareciendo por fin. Pensándolo bien, no sería la primera vez que elementos oscuros se nos revelan cuando una hora antes nos eran inaccesibles. ¿Por qué no Granada?
—¡Pero bueno! ¡Reflexionad! —estalló el jeque—. ¡Granada no puede ser el punto final! El texto dice claramente: «EL NOMBRE ESTÁ EN 1.» Sabéis perfectamente lo que significa ese término. Tenemos que alcanzar todavía una posición después de Granada, un lugar del que no sabemos nada, pues el último Palacio se nos resume en una sola palabra: «BERECHIT». ¡Sólo BERECHIT! ¿Adónde iremos cuando estemos en Granada? ¿En qué dirección? ¿Cómo nos las arreglaremos si no tenemos la menor indicación que nos permita localizar el Libro de zafiro? ¡Nada! ¡No tenemos nada más!
—En efecto, jeque Sarrag, nosotros no tenemos nada. En cambio… Señora, ¿no creéis que ha llegado el momento de que nos confiéis las últimas instrucciones de Aben Baruel? —preguntó a Manuela, con una pizca de esperanza en la voz.
Si un rayo hubiera caído a los pies de la muchacha, no le habría causado un efecto tan fulminante.
Tragó saliva y replicó débilmente:
—Es imposible. Sólo estoy autorizada a hacerlo cuando estéis cerca del Libro, no antes.
Sarrag sintió nacer en él el deseo de proferir algunas invectivas, pero sólo consiguió mascullar:
—¡No sois razonable! ¿Hemos recorrido centenares de leguas, arriesgado nuestra vida, vivido mil y un tormentos para terminar en un fracaso? —prosiguió, más tranquilo—. ¡Vamos, compadeceos! A falta de sentido común, dad pruebas de generosidad.
—El jeque tiene razón —añadió Ezra—. ¿Creéis que Baruel quería que fracasásemos? ¿Creéis que este plan fue tan sabiamente elaborado para desembocar en la nada? Comprendo muy bien vuestro deseo de respetar la palabra dada, pero, de todos modos, reflexionad. Pensad también en vuestro papel. ¿De qué nos habrá servido?
Una dolorosa crispación deformó el rostro de la joven. De pronto tuvo la clara impresión de ser una brizna de paja a merced de la tormenta. ¿Qué hacer? ¿Revelarles la verdad? ¿Traicionar la confianza de Isabel? ¿O seguir mintiendo y, consecuentemente, sufrir su desprecio? Acababa de dar unas instrucciones a Mendoza. Debía aguardar la respuesta de la reina.
—Perdonadme… Perdonadme, pero no puedo.
Ezra dio media vuelta mascullando palabras inconexas.
Sarrag comenzó a caminar de un lado a otro, como una fiera enjaulada.
—Escuchadme… —dijo Vargas. Con gran alivio, Manuela advirtió que su voz estaba desprovista de agresividad—. Escuchadme. Cuando estábamos en aquel convento de Burgos vos increpasteis a Sarrag y le dijisteis: «¿Por qué no os decidís a confiar mutuamente? En pocas palabras, ¿por que no intercambiáis los fragmentos de Palacio que cada uno de vosotros tiene?». Recordáis, ¿no es cierto?
Ella hubiera querido que la tierra se abriese bajo sus pies.
—El jeque os respondió entonces que dierais vos ejemplo —prosiguió Vargas—. ¿No poseíais acaso la última clave? Y os pidió que nos la revelarais. ¿Recordáis vuestra respuesta? Yo no la he olvidado. Contestasteis: «Admitid que esta clave no tiene el menor interés si no se ha reunido el conjunto del texto. Reunid vuestros Palacios y os entregaré la conclusión». Los Palacios están ya reunidos. Ya sólo os queda ser fiel a vos misma.
Hubo un largo silencio, mientras ella luchaba para hallar una respuesta sensata al implacable rigor de los argumentos que él acababa de exponer.
¿Acaso había salida…?
—«No cometerás perjurio, sino que cumplirás tus juramentos con el Señor.» —dijo al fin, con voz trémula.
—También, y ante todo, se dijo: «¿Vuestro lenguaje es sí? Sí. ¿Es no? No. Lo que se dice de más procede del Maligno».
—Dadme tiempo. Tres días como máximo.
—¿Por qué este plazo?
—Os lo ruego —imploró ella—. Confiad en mí.
Vargas dirigió una mirada interrogante a los otros dos hombres.
—Dejémoslo así —aconsejó Ezra—. Desde el primer momento en que conocimos a la señora Vivero, no tuvimos elección. De todos modos, no pasará nada por esperar tres días.
—Y vos, Sarrag, ¿qué decís?
—Regreso a la venta. Pero antes quiero poneros en guardia. Sea cual fuere la decisión que tome la señora, sabed que hay muchas posibilidades de que, tras haber llegado a Caravaca, jamás podamos regresar a Granada. El cerco se cierra sobre Al Andalus. Como ocurrió cuando salimos de la ciudad, corremos el riesgo de que nos detengan, y esta vez quizá no tengamos tanta suerte como la anterior. Habéis oído, como yo, los rumores que corren sobre la toma de Huesca, Orce y Baza. En los próximos días, todo el valle del Almanzora será un hormiguero de hombres armados. Meditadlo, señora. No estoy de acuerdo con el rabino. En estos momentos, cada hora vale un siglo. Y no es sólo el Libro de zafiro, sino también nuestra vida lo que está en vuestras manos.
En su voz había más despecho que verdadera cólera o rencor.
—Tiene razón, señora —suspiró Ezra—. Que Adonai os inspire, por el bien de todos.
En cuanto se hubieron alejado, Vargas se aproximó a la joven. A su pesar, ella inició un movimiento de retroceso.
—No insistáis… Os lo ruego.
—Miradme. —La cogió de la barbilla—. Voy a deciros lo que pienso en el fondo. Sé que os ata un juramento, pero sé también que no es entre vos y Aben Baruel.
Ella intentó reunir la energía que le quedaba.
—Os lo ruego…
—No soy vuestro enemigo. Durante todo este tiempo he vacilado entre creer o no creer vuestro relato, sin ser capaz nunca de decidirme. ¿Realmente conocisteis a Aben Baruel? ¿No será toda esa historia una misteriosa maquinación cuyos engranajes sólo vos conocéis? Os revelé un día que no conseguía leer en vuestro corazón. Nunca esta afirmación ha sido más cierta, salvo que hoy estoy convencido de que tenéis un secreto. Un secreto que debe de ser muy pesado y cuyo carácter se me escapa.
Ella mostró un mutismo resignado, única protección, a su entender, si no quería flaquear.
—A lo largo de este viaje habéis tenido curiosos comportamientos. Lo primero que me intrigó fue la inesperada liberación del rabino. Me informé. Fui a la prisión inquisitorial y allí me aseguraron que no se había presentado mujer alguna pidiendo noticias de Ezra, y menos aún alguien que se hiciera pasar por su hermana.
Ella abrió la boca para protestar, pero él no se lo permitió.
—Hace algunos días, además, demostrasteis un sorprendente conocimiento de los orígenes de Torquemada… Vincelar. También entonces vuestras explicaciones me parecieron más que dudosas.
Manuela creyó que seguía intentando juzgarla; pero se equivocaba, intentaba ayudarla.
—Habéis pedido tres días de reflexión. No quiero conocer vuestras razones. Sean cuales fueren, pensad en las palabras de Ezra cuando exponía lo que hemos soportado. Si verdaderamente tenéis informaciones que puedan sacarnos de este callejón sin salida, entonces, doña Manuela, os lo ruego, tendednos la mano.
—¿Y… y si me negara?
—¿Qué respuesta esperáis? ¿Daros tormento? ¿Infligiros el «sueño español» o el «sueño italiano», como en las cámaras de tortura de la Inquisición? No, no lo imagináis ni por un solo instante, ¿verdad? Ni Sarrag, ni Ezra, ni yo intentaremos atormentaros, os lo garantizo.
—Sentíais todas esas dudas sobre mí y, sin embargo, tomasteis la decisión de revelarme la verdad sobre el Libro. ¿Por qué?
—Porque confiar, abandonarse, bajar las defensas, es el modo más auténtico de decir que se ama.
—Tres días —murmuró ella conteniendo un sollozo.
Él la miraba con tanta ternura que Manuela sólo sentía ya un deseo, acurrucarse en sus brazos y confesárselo todo.
—Venid —dijo Vargas—, regresemos a la venta.
Cuando se disponía a levantarse, algo la alertó. Vargas observaba un punto al otro extremo de la plaza.
Indolentemente sentado en los peldaños de la iglesia, Mendoza, el hombre con cabeza de pájaro, estaba acechándoles. ¿Cuánto tiempo hacía?
—He visto ya a ese hombre —dijo Vargas con voz sorda.
—Marchémonos de aquí.
Él pareció no oírla.
—¿Dónde fue? ¿En qué momento?
—Os lo ruego, regresemos.
Vargas obedeció de mala gana, sin por ello apartar los ojos de Mendoza.
El hombre estaba sumido, en apariencia al menos, en la contemplación de un grupo de jinetes que galopaban por el camino, al pie de las murallas.
El corazón de Manuela latía precipitadamente. La presencia de la gente de Torquemada la había tranquilizado un poco. Al menos, no debería esperar mucho tiempo para conocer la respuesta de la reina. Y sabía lo que haría después. Partiría. Huiría. Regresaría a Toledo e intentaría sobrevivir.
Perdida en sus pensamientos, no había advertido que el franciscano acababa de detenerse.
—¡Lo recuerdo! ¡Fue en Salamanca, el día del proceso de Colón!
—No caigo…
—Claro que sí. Vos me explicasteis incluso que quería una información.
—Venid —imploró Manuela.
El semblante del monje se había endurecido de un modo increíble.
—Aguardadme aquí —ordenó—. Quiero aclararlo de una vez.
—¡Es una insensatez! ¿Qué vais a hacer?
—Interrogarle.
—¿Sobre qué?
—Nos siguieron una vez, y ya sabéis lo que eso nos acarreó. Este individuo no está por casualidad en Teruel.
Manuela trató de agarrar al monje para detenerlo, pero él se dirigía ya a Mendoza.
—¡Eh, señor!
El agente de Torquemada se había levantado y se alejaba a grandes zancadas.
—¡Deteneos! —gritó el franciscano.
Mendoza había acelerado el paso. Casi corría. Sin duda Vargas se habría lanzado en su persecución si la mano de Manuela no le hubiera agarrado por el brazo.
—¡No, no lo hagáis! —le conminó.
—¡Conocéis a ese hombre!
Había en su voz más despecho que verdadera cólera.
Manuela se encogió. Cualquier tentativa de negarlo era ya inútil.
—Regresemos… —dijo en un susurro.
—¡No antes de que me lo expliquéis!
—Rafael…
En el instante en que pronunció su nombre, fue consciente de que era la primera vez que lo hacía.
—¿No me habéis dicho hace apenas un instante que no intentaríais atormentarme? Os lo ruego, no queráis saber más…
Vargas la miró, dividido entre su deseo de aclarar la situación y los impulsos de su corazón, que le ordenaban no insistir.
—Muy bien. Responded al menos una pregunta, una sola. ¿Corremos peligro?
—No lo creo. En cualquier caso, no inmediatamente.
—¿No inmediatamente? Eso significa que…
Ella puso una mano sobre los labios del franciscano.
—Tres días…
Él se quedó mirándola, confuso.
—Me temo lo peor… —Clavó sus ojos en los de la joven y añadió—: Si por desgracia mi presentimiento fuera cierto…, entonces, que Dios os proteja.