30
Nada es indescriptible, salvo el vacío. Nada es inmutable, salvo lo que no existe.
Convento franciscano de la Salceda, tres días más tarde
La sombra de la capilla se extendía sobre la alfombra de verdor, proporcionando al claustro un frescor propicio a la meditación de las almas. De pie bajo las austeras arcadas, frente a su amigo Francisco Jiménez de Cisneros, Hernando de Talavera cruzó los dedos como si se dispusiera a orar.
—No sé —dijo débilmente—. ¿Debo intervenir o dejarles actuar?
—La elección es vuestra, padre Talavera. ¿Qué esperanza os ha traído de Toledo al corazón de la Alcarria? ¿Realmente creíais que yo tendría la respuesta a vuestro dilema?
—No, la respuesta no, pero sí una respuesta. ¿Tenemos derecho a oponernos a los caminos del Señor?
Con gesto maquinal, Cisneros alisó su hábito de tosca tela y ajustó la cuerda de cáñamo que ceñía su talle.
—¿Oponernos a los caminos del Señor? Si pudiéramos hacerlo…
—Y sin embargo, eso es lo que nuestro hermano Torquemada intentaría hacer si el contenido de Libro del zafiro derribara los fundamentos de nuestra fe.
Una inefable sonrisa se dibujó en los labios del franciscano.
—Y vos, hermano Hernando, ¿no intentáis imitarle al querer impedírselo? ¿A quién de vosotros dos corresponde la sinrazón? ¿A quién la prudencia? Considerasteis y seguís considerando aún inútil bautizar en masa a los judíos, creyendo que una conversión profunda y no forzada tendría más posibilidades de ser duradera y sincera. Estáis en vuestro derecho. Al igual que yo me concedí el de quemar cuatro mil obras árabes en la plaza pública, tras haber considerado que era uno de los medios de extirpar la influencia islámica de las tierras de España. Es preferible el error a la duda, siempre que el error sea de buena fe —declaró con firmeza.
Talavera, desconcertado, entreabrió los labios, dispuesto a oponerse al curioso aforismo. Sin embargo, no lo hizo. Conocía el carácter difícil de aquel hombre, pero lo respetaba infinitamente. El rigor de su recorrido era reflejo de una personalidad sin compromisos, sin orgullo, inspirada sólo por el amor a Dios y a la verdad. Nacido cincuenta y un años antes en una familia de hidalgos instalados en Torrelaguna, en el feudo de los Mendoza, había cursado estudios de derecho en Salamanca y a continuación se había trasladado a Roma, sin que nadie supiera qué había ido a hacer allí ni con quién había estado.
Talavera le había conocido a su regreso, y vínculos fraternos se habían trabado entre ambos. Por aquel entonces, Cisneros parecía deseoso de hacer carrera en los peldaños superiores de la jerarquía eclesiástica, como lo prueba que algún tiempo más tarde, tras una fuerte lucha, accediera al arciprestazgo de Uceda pese a la oposición del cardenal Carrillo, a quien no agradaba. Poco después fue nombrado vicario general de la diócesis de Sigüenza. Todo hacía suponer, pues, que el personaje iba a llegar a la cima cuando un día de agosto de 1444 se retiró al convento de franciscanos de la Salceda. Para quien conociera los principios que regían el lugar, la decisión de Cisneros despertaba admiración. Ayuno, pobreza, vida retirada: ésos eran, de acuerdo con la primitiva regla de san Francisco los principios dominantes.
Talavera había considerado necesario dirigirse a ese personaje, convencido de que hallaría en su contacto la luz y la prudencia indispensables para la decisión que estaba a punto de tomar: detener a Torquemada, impedir que amordazara el mensaje de Dios, si el mensaje se revelaba.
—Acabáis de decir: «Es preferible el error a la duda». En ese caso…
—Os lo ruego, fray Hernando, mantened la integridad de la frase. He añadido: «Siempre que el error sea de buena fe», lo que sobreentiende una absoluta fidelidad al ideal que nos hayamos forjado. Hablo de un ideal supremo, grande, noble, puro, y no de esas pequeñas ambiciones que únicamente alimentamos para satisfacer una gloria personal.
—Así lo he entendido, efectivamente. Pero ¿no corremos el peligro de que nos acusen de «tozudez ciega» o, peor aún, de «orgullo»?
Cisneros se incorporó lentamente y avanzó bajo las arcadas, seguido de Talavera.
—Voy a abrir un paréntesis que tal vez os haga comprender las cosas. Estáis al corriente de que la reina piensa en mí para el arzobispado de Toledo, ¿verdad? No quiero en absoluto aceptar el homenaje. ¿Sabéis por qué? Porque me obligaría a formar parte de ese mundo de prelados que desprecio. La mayoría de nuestros obispos ignora la virtud y la piedad, más preocupados por su bienestar terrenal que por el futuro de su alma. A juzgar por su tren de vida y sus ocupaciones, no se distinguen en absoluto de los grandes señores del reino. —Hizo una pausa antes de proseguir—: Ahí tenéis una de las razones fundamentales de mi entrada en este convento. He elegido no irme por las ramas, moverme en un universo donde no se conoce más medio de avanzar que tomar el camino directo. Me niego a fingir. He aquí la prueba de mi intolerancia y de mi incapacidad para perdonar. Cuando rechace el arzobispado, algunos dirán que falto a mi deber para con la Iglesia y el reino. Otros, con los pies en el suelo, evocarán la gloria rechazada. ¡Falso! Prefiero mil veces la fidelidad a mi ideal que el deber. Por lo que se refiere a la gloria… —Una mueca teñida de ironía animó sus labios—, aunque sobreviviera pura y desprovista de dobles sentidos, me sería indiferente. ¡Imaginad, pues, una gloria mancillada que sólo vería el triunfo de sus propios intereses!
Talavera se quedó pensativo.
—En el fondo, ¿lo que defendéis no será también la clave de la felicidad? Si nuestros actos fueran gobernados, ante todo, no por el sentido del deber sino por la voluntad de permanecer fieles a nuestras convicciones, no habría para el hombre promesas infinitas de felicidad. ¿No creéis?
Cisneros se detuvo y posó con suavidad una mano en el brazo de su interlocutor.
—La vida es una inmensa tragedia, amigo mío —dijo en voz baja—. Su autor es Dios; vos y yo, los actores; el apuntador se llama Satán. —Y concluyó en un tono aún más confidencial—: Démosle la palabra a Dios…
Talavera asintió lentamente. Los contradictorios pensamientos que, durante noches enteras, habían librado combate en su espíritu, las dudas, los plazos, acababan de desvanecerse por efecto de la última frase pronunciada por Cisneros.
—Tenéis razón —murmuró—. Démosle la palabra a Dios.
Su pensamiento voló hacia los tres hombres y Manuela, y se preguntó si seguirían en Teruel.
Teruel
Acodada en el mostrador, la sirvienta que les había indicado la iglesia de San Diego cantaba a capella una canción triste que contaba la historia de un príncipe moro y una cautiva cristiana. Sarrag miró de reojo al rabino, que dormitaba apoyado en la pared, con las manos unidas sobre el pecho. Vargas había subido a acostarse. Por lo que a Manuela se refiere, acababa de salir pretextando que necesitaba reflexionar, cuando no había hecho más que eso en los tres últimos días. Tres días. El plazo que había pedido tocaba a su fin. Fuera cual fuese la resolución que tomara, habían decidido no seguir perdiendo tiempo y partir al alba hacia Caravaca. Después… Granada, con todos los peligros inherentes a ese último viaje. No tenían más alternativa que llegar al final del periplo. Desde hacía algunas horas, Sarrag intentaba tranquilizarse repitiendo la máxima de su maestro, el gran Ibn Roshd, que los occidentales habían convertido en Aberroes: «Cuando la solución está ausente, el problema ya no existe».
El jeque apartó su plato, en el que aún quedaba un resto de bacalao, y se entretuvo contemplando el decorado. La sirvienta seguía canturreando. Aunque había sobrepasado con mucho los cincuenta, se desprendía de ella un encanto y una sensualidad turbadores. ¿Sería la acogedora redondez de sus caderas o el volumen de sus pechos? Le recordaba a su esposa preferida, la dulce y tierna Salima. ¿Qué estaría haciendo esta noche? ¿Qué harían sus hijos? ¿Pensarían todavía en él o le habrían olvidado? ¿Y Aisha, su primera esposa, que llevaba el nombre de la favorita del Profeta y tenía su misma personalidad, voluntariosa y abnegada, pero tan cambiante como el viento, tan caprichosa como un niño? La una era semejante al mar en calma, la otra, a un océano desencadenado. La una habría podido estrangular a sangre fría a una rival, la otra había sabido convertir la paciencia en un arma más eficaz que mil khandjars. Entre ambas mujeres, pese a ser tan opuestas, Sarrag había hallado el equilibrio perfecto. Lo que una le negaba, la otra lo ponía a sus pies. Sus propios defectos se convertían en una cualidad para la primera, mientras que sus cualidades colmaban a la segunda. Sabía también, y sobre todo, que podía contar con su absoluta fidelidad. En nada se parecían a sus hermanas moras de Sevilla, que, de creer en los rumores, organizaban orgías a orillas del río. No, ni Aisha ni Salima eran capaces de semejantes extravíos. Se dijo que Alá le había mimado y su corazón se oprimió. Las echaba en falta. Las echaba terriblemente en falta. Se juró que, una vez de regreso, las cubriría de regalos. A Salima le ofrecería el collar de piedras preciosas que tantas veces había reclamado. A Aisha le compraría dos brazaletes gemelos de oro macizo, uno para el tobillo y otro para la muñeca, que le había negado por su aniversario. Luego, les haría el amor a ambas. Su atención se centró maquinalmente en el plato que acababa de apartar. Hizo una mueca de asco.
¿Cómo comparar ese insípido y nauseabundo alimento con los refinados manjares que le preparaban sus esposas? Contuvo un lánguido suspiro. ¿Qué no daría, esta noche, por una maruziyya con aromas de cilantro, o por un pichón de delicada carne y, de postre, dos o tres ka’ak, rellenas de miel, acompañadas de almendras peladas y perfumadas con agua de rosas?
—¿Soñáis, jeque Sarrag?
La voz del rabino le produjo el mismo efecto que si le hubieran metido un pedazo de hielo por el cuello.
—Sí —suspiró—, sueño…
—¿En el Libro de zafiro?
—¡Oh, no, de ningún modo! Mi sueño estaba muy lejos del mundo espiritual.
De pronto preguntó con voz angustiada:
—¿Vamos a regresar a Granada, rabbi?
—Claro, después de Caravaca. ¿Por qué tanta prisa?
—Estoy deseando regresar a casa, eso es todo.
—Ah.
La indiferencia del rabino exasperó a Sarrag.
—¡Evidentemente, no podéis comprenderlo! No echáis en falta a nadie y nadie os echa en falta.
Las pupilas de Ezra se velaron imperceptiblemente.
—A vuestro entender, jeque Ibn Sarrag, ¿quién es más infeliz, el hombre al que alguien espera, aquel cuyos pasos son acechados noche tras noche, o el hombre de quien nadie se interesa en saber si está vivo o muerto?
El judío tenía razón, claro. Cualquier cosa era mejor que la nada. Casi se reprochó su dardo.
—¿Estuvisteis casado alguna vez? —preguntó en tono muy afable.
—Lo estuve. Se llamaba Sara. Esta mañana, en la iglesia de San Diego, cuando he hablado del amor, estaba hablando de ella… Sólo he conocido este amor, y durante cuarenta años no pasó un solo día sin que me llenara de felicidad.
—Está…
—Muerta, sí. Hace justo diez años.
Junto al mostrador, la cantante había callado.
Ezra se sumió de nuevo en una semisomnolencia, con la espalda apoyada contra la pared.
—Estáis equivocado, rabbi —dijo de pronto Sarrag en voz baja—. Estáis equivocado cuando decís que nadie os espera. Levantad los ojos. En el cielo hay una mujer que cada noche pone la mesa para su hombre. Cada noche, sin falta, prepara con amor la sémola y el caldo, los dátiles deshuesados y las tartas de piñones. Cada Pascua enciende las velas y pone a un lado el pan ázimo, amasado con sus propias manos. Sara aguarda el regreso de su marido, rabbi Ezra, no estáis solo.
El viejo rabino entreabrió los párpados y contempló al jeque. No dijo nada, pero sus ojos estaban húmedos.
Fuera, la luna llena derramaba su luz lechosa sobre los tejados en pendiente y a lo largo de las finas siluetas de los campanarios, e inundaba los adoquines de las callejas.
Sentada en los peldaños de la iglesia de San Diego, Manuela oyó los pasos de Mendoza mucho antes de verle.
—Buenas noches, señora. Desde esta mañana he intentado acercarme a vos varias veces, pero nunca estabais sola. Yo…
—¿Tenéis la respuesta de Su Majestad? —le interrumpió ella con voz cortante.
—He hecho exactamente lo que me pedisteis. Transmití vuestra carta al padre Torquemada, quien me aseguró que haría lo necesario para avisar a la reina en el más breve plazo. Lamentablemente…
Inclinó la cabeza hacia un lado como para subrayar su gran confusión. En realidad, sabía perfectamente lo que iba a decirle. Aquella misma mañana había recibido una misiva del inquisidor general. El mensaje se resumía en unas pocas palabras: «Doña Manuela no podía renunciar en modo alguno a su misión. No tendría respuesta alguna de Su Majestad. Su Majestad no se hallaba accesible». Esta última frase había sido subrayada dos veces.
—Ha sido necesario enviar un correo a Andalucía, donde se halla actualmente Su Majestad —explicó con aire afligido—, y ya sabéis que, en estos tiempos difíciles, los correos están…
—Dejad ya de andaros por las ramas, Mendoza. ¿Tenéis o no la respuesta de Su Majestad?
—Es lo que intento haceros comprender, señora. A estas horas, Su Majestad no conoce todavía la existencia de vuestra carta. En consecuencia…
Manuela no pudo seguir conteniéndose.
—¡Muy bien! ¡Pues peor para la respuesta! Puesto que me aseguráis que el correo está en camino, eso me basta. Considero que he cumplido con mi deber. A partir de ahora, este asunto ya no me afecta.
—No podéis actuar de este modo… El padre Torquemada… El Libro…
Intentaba torpemente encontrar las palabras.
—¡Es inútil que insistáis! Mi decisión es irrevocable.
—¿Qué pensáis hacer?
—Regreso a casa, a Toledo.
—¿A Toledo? ¿Estáis diciendo que abandonáis también a los demás?
—Lo habéis comprendido perfectamente.
—¿Están al corriente?
—¿Por qué van a estarlo? Es una decisión que sólo a mí me concierne.
Los rasgos de Mendoza se endurecieron de un modo apenas perceptible.
—Lo que vais a hacer es muy grave, señora. Estábamos llegando al final del recorrido. Después de Caravaca de la Cruz y Granada…
—¿Qué? —gritó, estupefacta—. ¿Cómo estáis al corriente? ¿Quién os ha hablado de esas ciudades?
El hombre con cabeza de pájaro adoptó un aire humilde.
—Sólo hago mi trabajo, señora. Os he oído esta mañana, junto a la iglesia… A este respecto —prosiguió—, he creído comprender que las cosas no se desarrollaban como estaba previsto.
Manuela lo miró unos instantes de arriba abajo dominando su cólera.
—Es cierto. Sobre esta cuestión, podéis decirle al padre Torquemada que el plan de Aben Baruel está incompleto y que, en consecuencia, nadie podrá encontrar el Libro.
—Es… es imposible —tartamudeó Mendoza—. Si el plan es un callejón sin salida —insistió—, ¿por qué van a ir, de todos modos, a Caravaca de la Cruz?
—No lo sé. De todos modos, ya os lo he dicho, la cosa no me afecta. Adiós, señor Mendoza.
Disimulando su rencor, el hombre respondió vagamente al saludo. De modo que la muy pécora había decidido prescindir de las órdenes del inquisidor general. Iba a abandonarlo todo, exponiéndose a desacreditar al Santo Oficio. Sin mencionar que le había humillado a él, Alfonso Mendoza, tratándolo como a un don nadie.
Se balanceó un instante de una pierna a otra, sin apartar los ojos de la esquina de la calleja por donde Manuela acababa de desaparecer. Con un gesto maquinal, introdujo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta. Sus dedos rozaron la vaina de cuero donde, bien protegido, descansaba su puñal.
—¡Manuela!
El corazón de la joven dio tal vuelco que estuvo segura de que dejaría de latir.
Alguien la agarró del brazo y la obligó a volverse.
Era, efectivamente, Vargas.
—Rafael…, ¿qué estáis haciendo aquí?
—Venid —ordenó—. Alejémonos.
Ella obedeció sin oponer resistencia. El monje la arrastró hasta que llegaron a una plaza triangular bordeada de arcadas. La cruzaron, dieron unos pasos más y, finalmente, él se detuvo. ¿Lo habría premeditado? Estaban al pie de la torre inclinada, en el lugar donde el cadáver del infortunado arquitecto se había aplastado. Asió con fuerza a la joven de los hombros.
—¿Por qué?
—¿Por qué se cometen algunas acciones a riesgo de perderse?
—No faltan razones. La locura, la inconsciencia, la ambición…
—En mi caso fue la amistad hacia una mujer, la fe en la Santa Iglesia y mi amor por España.
—Me habría gustado ser fiel a nuestro pacto, pero lo que he oído hace un momento no me permite hacerlo. Sabed, sin embargo, que nada os obliga ya a…
Ella levantó la mano.
—Voy a contarlo todo… Ya no tengo nada que defender.
Lentamente, de un modo entrecortado, comenzó a revelarle la verdad en sus menores detalles. Evocó las horas de la infancia compartidas con la que más tarde se convertiría en reina de España, el favor concedido a su hermano, la ociosidad en la que vivía, la sensación que siempre había tenido de existir sólo a medias. A medida que iba liberándose su voz se hacía más firme, sentía que su fuerza regresaba al compás de sus confesiones. Cuando dejó de hablar fue como si nada hubiera existido antes. Un torrente de agua pura había caído sobre su alma, barriendo las horas de simulacro, el disimulo, aquellos estigmas que la habían mancillado. Había recuperado por fin lo que quería más que a nada en el mundo: la paz consigo misma.
—¿Comprendéis ahora?
Hizo la pregunta más para oír cómo la tranquilizaba que para obtener su absolución, convencida en su fuero interno de que no podía juzgarla mal por lo que había hecho.
Él no respondió. Su semblante se había transformado de un modo sorprendente. Una máscara de cera cubría sus rasgos. Casi imperceptiblemente, la máscara cayó, dejando paso a un rostro torturado que ella no le había visto nunca.
No, no podía ser cierto…
Sintió que vacilaba.
—Rafael —susurró—, no imaginaréis que…
—Sois una admirable actriz, doña Manuela. ¡Qué talento! ¡Cuánto cuidáis el detalle!
La joven quiso defenderse, pero las palabras se negaron a salir de su garganta.
—¡Y toda esa compasión —prosiguió él, con un rictus en la comisura de los labios—, esa comprensión, ese innoble juego de sentimientos! —Su voz expresaba una mezcla de revuelta y desolación—. Os amo —se burló—, os amo… ¿Somos el esbozo o la obra terminada? Os pertenezco. ¡Vos pertenecéis a Dios y a la Iglesia!
Ella tendió los brazos en un gesto desesperado, intentando arrancarlo de la locura.
Vargas retrocedió.
—¡Tenéis la artería del diablo, doña Manuela! De todos los seres que he conocido, vos sois con mucho el más maquiavélico. ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo os habéis podido burlar de mí con tanta convicción? Y pensar que habéis estado a punto de alejarme de mi única razón para vivir, de mi misión. Una misión mucho más sagrada que vuestras miserables banderías.
—¡Basta! ¡Es falso! ¡Todo es falso!
—¡Demasiado lo sé, por desgracia!
La joven se asió a su mano como si su vida dependiera de ello.
—Escuchadme, os lo suplico. Es cierto, he mentido, he hecho trampas, pero todo cambió en el instante en que comencé a amaros. De lo contrario, ¿por qué iba a dar media vuelta? ¿Por qué habría decidido abandonarlo todo a riesgo de perder a la única amiga que tengo, hasta el punto de renegar de todo aquello en lo que creía? Os lo ruego. ¡Tenéis que creerme!
Él negó con la cabeza.
—Lo siento, señora, es demasiado tarde —dijo en un tono glacial.
—¿Demasiado tarde?
—Demasiado tarde —repitió Rafael.
—¡Pero yo os amo! ¿No lo comprendéis? Os amo, Rafael Vargas. Cuando os escuchaba hablar de esos raros instantes en los que se tiene la seguridad de que el otro forma parte integrante de ti, de que te completa, yo sólo tenía un deseo, el de gritaros que vos representáis todo eso para mí, que vos sois realmente ese otro. —La voz se le quebró y soltó la mano de Vargas. Parecía que de pronto hubiera envejecido mil años—. Es muy injusto…
Él la miró largo rato, de arriba abajo. Su expresión no había cambiado; seguía reflejando la misma frialdad, la misma voluntad de niño tozudo.
—Os aconsejo que partáis. De todos modos, es lo que pensabais hacer. —Sus puños se crisparon—. Lo que me ha hecho más daño no es que me hicierais creer en vuestro amor, sino que me hicieseis dudar de la realidad de mi vocación.
Ella contuvo la respiración. Habríase dicho que una bestia salvaje se había introducido en su interior y estaba lacerándola.
—¿Vuestra vocación, fray Rafael, o vuestra huida?