34

Por los caminos del Creciente fértil caminaba de nuevo el pueblo de la Promesa, como en los tiempos de Abraham…

Daniel Rops, El pueblo de la Biblia

Orientado a poniente, dominando el valle, el castillo de Montalbán erguía su oscura masa entre las hayas y las encinas. Las aguas del Torcón extendían su tranquila cinta hacia el corazón de La Puebla, erigiendo así una defensa natural en su flanco oeste. El hombre con cabeza de pájaro ordenó a sus esbirros poner pie en tierra. Apenas hubo descabalgado, caminó con pasos furtivos hacia su segundo, Alonso Quijana.

—Tened cuidado —susurró—. No toleraré el menor error. Apostaos ahí —señaló una hilera de cipreses a su izquierda— y aguardad mi señal.

El llamado Quijana asintió con un movimiento rígido de cabeza.

—¿No hay todavía rastro de la gente de Talavera? —preguntó Mendoza.

—Ninguno, señor.

—Es curioso. Han desaparecido a la entrada de La Puebla. Me pregunto qué ha podido obligarles a abandonar. En Granada parecían decididos a llegar hasta el enfrentamiento.

—Tal vez hayan tomado conciencia de su debilidad; en fin de cuentas, les doblamos en número. O quizá les hayamos despistado.

Mendoza se mesó nerviosamente la barba. Evidentemente, la explicación propuesta por su segundo no le satisfacía.

—De todos modos, desconfiemos —recomendó, preocupado—, podrían cambiar de opinión.

—En ese caso, no dudéis que les acogotaríamos.

Para apoyar su determinación, el hombre cerró la mano sobre la empuñadura de la espada.

Mendoza le dirigió una mirada de complicidad.

—Ahora, haced lo que os he dicho. Y aguardad mis órdenes.

Con una actitud forzada, Quijana se puso rígido como si se dispusiera a golpear sus talones y sin más demora se dirigió hacia sus hombres.

Una sola vez se volvió Mendoza hacia el castillo desierto. La sonrisa que se dibujó en sus finos labios dejó aparecer las encías.

Ah, si la pequeña pécora estuviera allí, con qué alegría le rebanaría el gaznate. Y esta vez no fallaría.

—¡Señor Mendoza!

—¿Qué pasa?

—¡Ya está! ¡Ya llegan!

—Ocultaos. Pronto.

Sarrag tiró ligeramente de las riendas y puso su caballo a la altura de Vargas y Ezra.

—El castillo de Montalbán —murmuró—. Es extraño. Diríase que está abandonado.

—No es sorprendente —replicó Vargas—. Ya no tiene la utilidad estratégica de hace dos siglos, cuando Toledo servía de centro de reunión para los ejércitos de Castilla.

—Esa tranquilidad no me dice nada bueno. Nuestros perseguidores no se han dado por vencidos, eso está claro. Deben de estar por ahí, en alguna parte, dispuestos a abalanzarse sobre nosotros en cuanto tengamos el Libro.

—Es verdad, jeque Sarrag, pero ¿no hemos decidido ir hasta el final? Ahora no vamos a dar media vuelta.

—No la daremos, en efecto —confirmó Ezra—. Estamos en manos de Elohim y, sea cual fuere el precio, pensad que no será nada ante la inmensidad adquirida.

A partir de ese instante, recorrieron la media legua que los separaba del castillo en un silencio próximo al recogimiento. Una vez ante la entrada, descabalgaron y estudiaron el lugar.

Una ligera brisa hacía temblar el follaje de los árboles circundantes mientras, en un cielo cubierto de nubes blancas, el sol brillaba tenuemente sobre las aguas del Torcón.

—Aquí acaba nuestro viaje —anunció Vargas con la voz embargada por la emoción. Sacó de una bolsa de tela el disco de terracota hallado en Caravaca de la Cruz, así como los seis triángulos de bronce. Quiera el cielo que no os hayáis equivocado en vuestras deducciones, rabbi Ezra, y que el Libro esté efectivamente aquí.

El rabino no dijo nada. Tenía los labios resecos y estaba pálido.

Sarrag se había adelantado unos pasos para observar mejor el edificio. Tal como Ezra había afirmado, el castillo era triangular, y sus dos bastiones, coronados por atalayas en las que se abrían aspilleras, tenían forma pentagonal. Ya nada defendía la entrada: el foso estaba medio vacío, y el rastrillo, levantado. Permaneció un momento mirando el edificio, antes de volverse hacia Vargas y Ezra.

—¿Qué proponéis? No disponemos de indicación alguna que nos permita elegir una dirección u otra.

—Creo que deberíamos apoyarnos en la idea del triángulo —sugirió Ezra—. De entre todos los símbolos mencionados por Baruel es el más constante y aquel cuyo arquetipo ha sido definitivamente subrayado por el último indicio: el Sello de Salomón.

—En efecto, es una posibilidad interesante, pero no veo la manera de abordar el problema.

—Pensemos. El triángulo equilátero simboliza ante todo el nombre del Creador que está prohibido pronunciar: Y.H.V.H.

—En vuestra tradición —se apresuró a objetar Sarrag—, la del judaísmo, no en las demás.

—Lo admito —suspiró el rabino—. Pero me veo obligado a enumerar los atributos fundamentales que corresponden al triángulo. Aunque os resistáis a aceptarlo, el nombre del Creador forma parte de éstos, tanto más cuanto que Baruel no ha dejado de repetírnoslo. ¿Habéis olvidado acaso que el tetragrámaton fue el punto de partida de toda esta aventura?

El árabe asintió a regañadientes.

—Desde un punto de vista simbólico, el Sello representa la divinidad, la armonía y la proporción. Al estar compuesto por dos triángulos invertidos, el primero es, en consecuencia, el reflejo del segundo.

—Podríamos añadir también, y tal vez sobre todo, que son como la doble naturaleza de Cristo: divina y humana.

Ezra admitió la hipótesis encogiéndose de hombros y prosiguió:

—Está también la afirmación más elemental: el simbolismo del triángulo incluye el del número 3.

—Elemental, pero primordial también. En cualquier caso, para el cristiano que soy.

El rabino frunció el entrecejo.

—¿Os referís a…?

—Al dogma de la Trinidad.

—Dogma que Mahoma rechazaba por completo —protestó Sarrag—, porque no solamente mella la divinidad de Alá sino que también puede inspirar tentaciones politeístas. Citando la azora…

—¡Basta!

El rabino se había levantado como un rayo, con las mejillas enrojecidas.

—¡Basta! —repitió—. ¿Creéis que es el momento de lanzarnos a un enfrentamiento teológico? Os lo ruego, recuperemos la cordura…

Los otros dos asintieron, molestos.

—Volvamos al número 3. Expresa un orden intelectual y espiritual, en Dios, en el cosmos y en el hombre. Como primer número impar representa el cielo, siendo el 2 la tierra y el 1 anterior a su creación. ¿Estáis de acuerdo?

—¿Adónde queréis llegar? —preguntó el franciscano.

—No estoy seguro… Pero, puesto que el número 1 representa el Principio activo, aquel del que se desprende toda manifestación, el símbolo del Ser Supremo y, por lo tanto, el de la Revelación, es posible que Baruel haya ocultado el Libro en el vértice del triángulo.

—En lo que denomináis «el símbolo del Principio activo». En una palabra: «el Creador».

—Eso creo…

—Pues bien —exclamó Sarrag—, el único medio de comprobarlo es entrar en el castillo.

Y penetró con paso decidido bajo la bóveda que cubría la entrada.

El destacamento conducido por Talavera cabalgaba a galope tendido por la campiña, levantando nubes de polvo que ascendían hacia el cielo.

Media hora antes, un explorador había regresado al campamento llevando la noticia que todos aguardaban: Habían descubierto a los hombres de Torquemada apostados en los alrededores del castillo de Montalbán. Un viento de esperanza había soplado entonces en el corazón de Manuela. Una esperanza muy frágil, es cierto, pero preferible al estado de postración en el que habían permanecido confinados hasta entonces.

Lanzó una mirada al sacerdote. Éste observaba el camino con expresión grave. Al saber la información, se había limitado a inclinar la cabeza sin hacer el menor comentario. No cabía duda de que era consciente de las pocas posibilidades que tenían de llegar a tiempo: se hallaban a más de diez leguas del castillo de Montalbán…

Sarrag, que abría la marcha, se detuvo en el centro del patio triangular. Ante él había una escalinata muy empinada cuyos primeros peldaños estaban cubiertos de hierba, y los superiores, resquebrajados y rotos. En medio de la muralla se abría una puerta, sobre la que veía, grabado en la piedra amarillenta, lo que quedaba del escudo del último señor del lugar. El conjunto de la fachada desprendía una atmósfera severa, opresiva. Los vestigios de un torreón que uno imaginaba coronado antaño por estandartes se elevaban unos quince pies por encima del suelo.

Vargas y Ezra se habían acercado al árabe. Sus rasgos reflejaban una extraordinaria tensión, que parecía brotar de sus corazones.

El monje señaló el torreón.

—¿Será acaso el vértice del triángulo?

El rabino vaciló.

—Es posible…

Con gesto febril, sacó de su bolsa los tefillin y enrolló una de las cintas en torno a su dedo medio.

—«Te desposo Conmigo para siempre —murmuró—. Te desposo Conmigo por la justicia y el derecho, por la gracia y la misericordia. Te desposo Conmigo por la fidelidad, y tú conocerás al Señor».

A continuación se colocó los pequeños estuches de cuero negro, uno en el brazo izquierdo y el otro en la frente.

—Venid —añadió, súbitamente apaciguado—. Estoy listo.

Subió la escalinata el primero y empujó con precaución la deteriorada puerta, formada por tablas reventadas y oxidados herrajes; reliquias de lo que en otro tiempo debió de ser un impresionante portalón de roble macizo. Una vez en el interior, la humedad los envolvió como un manto gélido. Un inmenso corredor, cuyas ramificaciones formaban una tau, se abría ante ellos, y en el extremo de su brazo perpendicular podía distinguirse una difusa claridad que sucedía a las negras sombras.

Ezra señaló al frente con el dedo.

—Esa luz… Me parece que debemos tomar esa dirección.

—Probablemente tenéis razón. Debe de proceder de una salida o una escalera al aire libre.

El rabino se puso de nuevo a la cabeza.

A medida que avanzaban, la claridad que les servía de faro parecía hacerse más intensa, hasta el punto de que tuvieron la impresión de que acabaría cegándolos. Y así fue. Los tres hombres se vieron obligados a apoyar una mano en la frente a modo de visera para protegerse los ojos.

—¿Qué pasa? —balbució Sarrag—. Diríase que el sol está a ras de suelo.

—No es el sol —replicó Ezra con voz apagada—. Es otra cosa.

Cuando estaban a punto de llegar al extremo del pasillo, la luz se hizo más suave, pero no lo bastante para permitirles distinguir las paredes o la bóveda. Prosiguieron a tientas hasta que, detenidos por un muro de piedra, supieron que no podrían ir más lejos.

En cuanto se quedaron inmóviles, la luz se transformó en una hoguera azulada que los envolvió por completo. El aire se tornó cristal, al igual que las paredes, y la bóveda, y el polvo del suelo. Luego, con la misma rapidez, todo se apagó. La hoguera se desvaneció instantáneamente. El aire recobró su transparencia, las paredes y la bóveda, su sustancia original.

Los tres hombres, pasmados, no se atrevían ni a moverse ni a hablar. Se habían encogido instintivamente.

—El Libro… —articuló Vargas débilmente—. No era un sueño… El Libro existe…

El rabino inclinó la cabeza varias veces. Tenía los ojos muy abiertos; habríase dicho que llevaba una máscara.

—Existe, hijo mío… Allí está…

Quiso tender la mano, pero temblaba tanto que fue incapaz de finalizar su gesto.

Entonces Sarrag y Vargas siguieron su mirada y vieron también el círculo de madera empotrado en una de las paredes, un círculo dividido en seis triángulos huecos, dispuesto a recibir un círculo gemelo.

—Pero… ¡es imposible! —exclamó el jeque—. Hace un momento no estaba aquí…

—Estaba —afirmó Ezra—, pero con aquella luz no podíamos verlo. —Se dirigió al franciscano—: El disco de Baruel… lo tenéis vos…

Vargas asintió.

Avanzó lentamente hasta la pared, dispuso los seis triángulos de bronce ante los seis receptáculos de madera y se detuvo antes de encajarlos.

—¿A qué esperáis? —se impacientó Ezra—. Basta con…

La frase quedó interrumpida por un grito de dolor. Una flecha acababa de clavarse en su pecho. Cerró los dedos en torno al astil y cayó hacia atrás.

Casi inmediatamente, en el extremo opuesto del pasillo sonó un estruendo de carreras. Una voz dio una orden. Gente armada se precipitaba hacia ellos. Un ballestero se disponía a disparar de nuevo, esta vez apuntando al franciscano.

—¡Pronto! —aulló el árabe—. ¡Colocad el disco!

Vargas ya había introducido los triángulos de bronce en sus receptáculos. Sólo tenía que hacer girar el conjunto. Pero ¿en qué sentido? Efectuó, al azar, un movimiento oscilatorio de izquierda a derecha. No ocurrió nada.

—¡Al revés! —gritó Sarrag.

Había desenfundado el khandjar y, con la desesperación de un ahogado, lo lanzó hacia el ballestero que apuntaba a Vargas. La hoja hendió el aire con un siseo apagado por el estrépito de los soldados que acudían. Cuando el ballestero iba a soltar la flecha, el khandjar le atravesó la garganta. El individuo se desplomó, pero inmediatamente le sustituyó otro preparado para disparar.

—Que Alá nos acoja en su seno —rogó el jeque—. Esta vez estamos perdidos.

Ahora veía perfectamente el rostro decidido de sus asaltantes. Iban a hacerles pedazos. Arrodillado ante el círculo de madera, el franciscano, con la frente cubierta de sudor, seguía empeñado en hacer girar el disco.

El primer atacante, con la espada levantada, estaba sólo a unos pocos pasos.

—¡Cuidado, Vargas!

El monje pareció no oírle.

Sarrag se echó hacia atrás con los puños apretados y conteniendo la respiración, decidido a no dejarse degollar sin combatir. Y entonces ocurrió algo extraño. Cuando el hombre iba a abalanzarse sobre él, sufrió un espasmo, hizo una mueca y se desplomó emitiendo un ronco gemido.

Boquiabierto, Sarrag creyó que el soldado había sido fulminado por la mano del Altísimo. Pero al descubrir la daga hundida entre sus omoplatos comprendió que la muerte procedía de otra parte. Levantó los ojos. Los asaltantes habían dado media vuelta; entre ellos reinaba un indescriptible desorden, puntuado por gritos de pánico.

Estaba claro que un enemigo inesperado los había sorprendido por la espalda.

El jeque intentó distinguir en la penumbra el uniforme de aquellos providenciales salvadores, pero fue en vano. Por un momento pensó que el Todopoderoso había enviado a sus ángeles.

—¡Sarrag!

El grito triunfal de Vargas le hizo dar un respingo.

Se volvió justo a tiempo para ver un lienzo de muro girando sobre invisibles goznes y abriendo el paso hacia una sala circular, sembrada de pilares y estructuras ojivales.

—¡Ayudadme a llevar a Ezra!

Inmediatamente, el jeque asió al rabino por las axilas mientras Vargas lo agarraba de los pies. El anciano dejó escapar un gemido. Seguía aferrado al astil de la flecha, como si se tratara del último hilo que lo mantenía vivo.

—¡Tenemos que cerrar el batiente! —gritó Ezra mientras entraban en la sala.

—No hace falta. Ya está.

El árabe se volvió.

Como por ensalmo, apenas hubieron cruzado el umbral el lienzo de pared recuperó su posición inicial interponiendo una barrera infranqueable entre ellos y los soldados.

—Es increíble… —balbució el jeque—. Estamos en manos del Creador de los mundos.

Un nuevo gemido brotó de los labios del rabino. Intentó decir algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta.

—Aquí —sugirió Vargas señalando con la cabeza un pilar—. Dejémosle.

Con mil precauciones, tendieron al anciano. Sarrag se quitó el paño que le cubría el hombro, hizo con él una bola y la colocó con cuidado bajo la nuca del moribundo.

—Valor, rabbi. Si la hora no ha llegado en el cuadrante del cielo, no moriréis.

Ezra parpadeó.

—La hora… La hora se ha detenido, jeque Sarrag… Aguarda las palabras sagradas.

Vargas y el árabe estaban desconcertados. Parecían dos huérfanos.

—Hay que encontrar el Libro —dijo el monje—. Por él —añadió, señalando a Ezra.

Lanzó una mirada circular. La sala estaba desnuda. Ni el menor rastro de objeto, ni la menor marca.

—¿Dónde? ¿Dónde puede estar?

Comenzó a recorrer la habitación. Iba de un lado a otro, inspeccionando los muros en busca de un indicio.

—¡Vargas!

—¿Qué pasa?

—La sala es circular, como el disco.

—Es cierto, ya lo había advertido.

—Los pilares…

—¿Qué tienen de particular?

—Son seis. Y también ellos forman un círculo.

Turbado, el franciscano miró a su alrededor. El jeque tenía razón.

—Las últimas recomendaciones de Baruel decían: «HAY QUE MIRAR LO EXTERIOR DESDE NUESTRO INTERIOR». Tal vez por «interior» entendiera al centro.

En unas zancadas, el monje se situó en el centro de la sala. Escrutó atentamente el lugar y levantó los brazos en signo de desaliento.

—Nada…

Sarrag se había reunido con él.

—El rabino va a morir…

—Ya lo sé… Lo sorprendente es que no haya muerto aún. ¿Qué hacemos?

En su desesperación, casi había gritado.

Iba a comenzar de nuevo, al azar, cuando la mano del árabe lo retuvo con firmeza.

—Aquí, a nuestros pies.

El monje bajó los ojos.

Imperfecta, apenas visible, una estrella de seis puntas estaba grabada en la losa sobre la que permanecía Vargas. Un examen más atento reveló en uno de los lados una rendija, justo lo bastante ancha para introducir una hoja.

—Ya no tengo el cuchillo —gimió Sarrag.

—No importa. Yo tengo uno.

Uniendo el gesto a la palabra, sacó un puñal del bolsillo de su sotana.

—¿Cómo? ¿Cómo es posible? Un día dijisteis que nunca llevabais armas.

—Sí, Sarrag… Un día.

Ya se había agachado, y estaba introduciendo la punta del puñal para utilizarlo como palanca.

—Ayudadme…

El árabe acudió en su auxilio. Con gestos que apenas ocultaban su frenesí, consiguieron al cabo de unos instantes desprender la losa.

—Ahí está… —susurró Vargas.

A menos de media toesa de profundidad había un bloque en forma rectangular envuelto en una gruesa funda de cuero. Movidos por un impulso casi inconsciente, Sarrag y Vargas tendieron las manos hacia el objeto, y siguiendo el mismo impulso se detuvieron en seco.

—Ni vos ni yo —dijo el monje—. Él.

El árabe asintió sin reservas.

Vargas cogió el bloque y lo estrechó contra su pecho; luego se dirigió rápidamente hacia donde se hallaba el rabino y se arrodilló a su lado.

—Aquí está, hermano mío —anunció, muy pálido.

En su semiinconsciencia, Ezra se agitó. Reuniendo la energía que le quedaba, rozó el objeto con la mano.

—Desenvolvedlo.

El jeque retiró la funda de cuero con infinito respeto, y apareció una tablilla de zafiro. Tenía una transparencia irreal, y medía un codo y medio de largo por uno de ancho.

—En nombre de Dios, el que hace misericordia, el Misericordioso, loado sea Dios, Señor de los mundos…

Al mismo tiempo que Sarrag recitaba la Fatiha, él colocó la tablilla, bien recta, ante el rostro del rabino.

Éste abrió los ojos de par en par. En una aureola azulada acababan de surgir las cuatro letras:

EHYEH, ACHER, AHYEH

YO SOY EL QUE SOY

Y, debajo, un texto en letras de oro que Ezra consiguió leer con voz sorprendentemente clara:

YO SOY EL DIOS DE TU PADRE, EL DIOS DE ABRAHAM, EL DIOS DE ISAAC Y EL DIOS DE JACOB.

BENDECIRÉ A QUIENES TE BENDIGAN.

REPROBARÉ A QUIENES TE MALDIGAN. POR TI SERÁN BENDITAS TODAS LAS NACIONES DE LA TIERRA. HE INSTITUIDO MI ALIANZA ENTRE TÚ Y YO, DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN, UNA ALIANZA PERPETUA.

PARA SER TU DIOS Y EL DE TU RAZA DESPUÉS DE TI.

Las frases se fundieron en la luz azulada y la tablilla recobró su transparencia.

Con los ojos llenos de lágrimas y el rostro transfigurado, Samuel Ezra murmuró:

—Parto en paz… Que su nombre, tan grande, sea magnificado y santificado en el mundo que Él creó según Su Voluntad… Que haga venir su reino durante vuestra vida y en vuestros días y en vida de toda la Casa de Israel, que sea pronto y en un tiempo cercano, y decid…

No pudo concluir su plegaria.

Todo su cuerpo se contrajo y su cabeza cayó hacia un lado.

Había muerto, pero cada partícula de su rostro irradiaba paz y felicidad.

Vargas y Sarrag permanecieron inmóviles, petrificados, incapaces de apartar los ojos de él.

El jeque se volvió hacia el franciscano y dijo con la voz quebrada:

—De modo que… son el pueblo elegido…

—Parece, en efecto, que ésa sea la única verdad.

—¡No puedo creerlo!

Lo que podía parecer cólera era sólo desesperación.

Con un gesto rápido, volvió hacia él la tablilla de zafiro. De inmediato, un brillo idéntico al que había iluminado el rostro de Ezra lo inundó a su vez, arrancándole un grito de espanto. Otro texto se inscribió en la piedra:

EHYEH, ACHER, AHYEH

YO SOY EL QUE SOY

¡HE AQUÍ EL CORÁN!

NO CONTIENE DUDA ALGUNA.

ES UNA DIRECCIÓN PARA AQUELLOS QUE TEMEN A ALÁ, AQUELLOS QUE CREEN EN EL MISTERIO.

EN CUANTO A LOS INCRÉDULOS, EN VERDAD ES INDIFERENTE PARA ELLOS QUE LES ADVIERTAS O NO LES ADVIERTAS: NO CREEN.

HAN DICHO: «NADIE ENTRARÁ EN EL PARAÍSO SI NO ES JUDÍO O CRISTIANO.» ÉSE ES SU QUIMÉRICO DESEO.

¡VUESTRO DIOS ES UN DIOS ÚNICO!

NO HAY MÁS DIOS QUE ÉL: EL QUE HACE MISERICORDIA, EL MISERICORDIOSO.

Como la primera vez, las palabras se desvanecieron en la transparencia del zafiro. Paralizado por la emoción, Sarrag se tambaleó. ¿Habría sido víctima de una alucinación? ¿Habría soñado despierto? No, había leído perfectamente las frases, estaban inscritas para siempre en su memoria.

No lejos de él, Vargas lo contemplaba presa de la mayor confusión. Había visto que el brillo brotaba de nuevo, pero no había podido leer el nuevo mensaje.

Preguntó, incómodo:

—Decidme, ¿qué habéis leído?

Con voz trémula, el árabe repitió textualmente lo que la piedra acababa de transmitirle.

Presa del vértigo, el monje se pasó la mano por la frente.

—¡Es imposible! ¡Dadme la tablilla!

En cuanto estuvo en sus manos, se dejó caer de rodillas y clavó los ojos en la superficie azulada.

La piedra se inflamó inmediatamente, por tercera vez, y el franciscano pudo leer:

EHYEH, ACHER, AHYEH

YO SOY EL QUE SOY

EN VERDAD, EN VERDAD OS DIGO, YO SOY LA PUERTA.

QUIEN CREE EN MÍ, NO ES EN MÍ EN QUIEN CREE, SINO EN QUIEN ME HA ENVIADO.

YO, LA LUZ, HE VENIDO AL MUNDO PARA QUE QUIEN CREA EN Mí NO PERMANEZCA EN LAS TINIEBLAS.

ESTOY EN EL PADRE Y EL PADRE ESTÁ EN MÍ. Y TODO LO QUE PIDÁIS EN MI NOMBRE, LO HARÉ, PARA QUE EL PADRE SEA GLORIFICADO EN EL HIJO.

QUIEN OS ESCUCHA, ME ESCUCHA. QUIEN OS RECHAZA Y ME RECHAZA A MÍ, RECHAZA A QUIEN ME HA ENVIADO.

Absolutamente trastornado, Rafael Vargas gritó con voz implorante:

—Dios…, Dios Todopoderoso…, perdonadnos.

La nada se había vuelto a apoderar del zafiro. Pero, a diferencia de las anteriores ocasiones, el color azul que hasta entonces había dominado se cubrió progresivamente de otro matiz, impreciso primero, hasta que, fragmento tras fragmento, prevaleció el rojo y el conjunto ofreció el aspecto de una espantosa mancha de sangre.

Sin que necesitaran decir una sola palabra, uno y otro supieron que la misma visión acababa de traspasar su alma y que aquella visión llevaba en su seno todo el absurdo, toda la locura, toda la intolerancia y todo el orgullo de los hombres.

Aguardaron sin saber qué hacer, perdidos en el silencio.

Finalmente, la piedra recobró su apariencia original y, antes de que pudieran reaccionar, se desasió de las manos de Vargas y pareció flotar en el aire, perder consistencia hasta que, de pronto, se convirtió en polvo.

Casi simultáneamente, el lienzo del muro que daba al corredor giró, dejando el paso libre.

Fuera, una violenta ventolera agitaba la copa de los cipreses.

A la luz crepuscular, el patio del castillo había adoptado la apariencia de un abismo desprovisto de color. El cielo se había oscurecido; sólo al oeste prevalecía el rojo.

Rafael Vargas fue el primero en aparecer en lo alto de la escalinata, con el cuerpo de Ezra en brazos.

Dejó vagar la mirada por las sombras fantasmales reunidas al pie de los bastiones. Creyó reconocer en una de ellas a Hernando de Talavera. Y un poco más allá, como si orara, la evanescente silueta de Manuela Vivero.

Entonces caminó hacia ella.