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El perfecto uso de este misterio constituye el símbolo: evocar poco a poco un objeto para mostrar un estado de ánimo o, a la inversa, elegir un objeto y extraer de él un estado de ánimo mediante una operación de descifrado.

Mallarmé, Prosas diversas

Tumbado al pie del sarcófago, Vargas tendió la mano y recuperó el tercer triángulo de bronce.

—Ahí estaba —suspiró Ezra—. Si pudiéramos comprender de qué van a servirnos estos objetos…

—Confiemos en Baruel —dijo el monje incorporándose—. Sin duda debió de atribuirles un papel que descubriremos cuando llegue el momento.

La capilla estaba desierta. Entre un tenue olor a incienso y cera ardían decenas de cirios, clavados sobre soportes triangulares a uno y otro lado del altar mayor. A intervalos irregulares, destellos de luz llegaban al pie de un retablo de madera, tiñendo de inquietantes colores las figuras angélicas.

—Y ahora, ¿qué proponéis? —preguntó Sarrag.

—Que abordemos sin más tardanza el próximo Palacio y prosigamos nuestra ruta.

Vargas se sacudió el polvo que manchaba su hábito y se aproximó a los otros dos hombres.

—Comenzaréis sin mí —anunció con voz tranquila.

—¿Cómo? —exclamó Ezra—. Sabéis perfectamente que es imposible. Vuestros fragmentos…

—No os preocupéis, os los revelaré para que completéis los vuestros. Espero que sepáis mostraros dignos de la confianza que deposito en vosotros.

Citó de memoria su texto una vez y luego otra. Seguro ya de que ambos hombres habían retenido todas y cada una de las frases, se dirigió hacia el atrio.

—¿Podéis decirnos, al menos, por qué nos abandonáis tan repentinamente? —protestó Sarrag.

—Para largar velas…

En vista de que sus tres compañeros le observaban con aire dubitativo, aclaró:

—Voy a intentar explicar a mis hermanos que el jardín del Edén tal vez esté también en el oeste.

Cuando se dirigía a la salida, Manuela corrió tras él.

—Os acompaño, fray Rafael. No estará de más que seamos dos para iluminar las tinieblas.

Manuela y Vargas empujaron la puerta. En la penumbra, al principio sólo distinguieron una gran mesa en forma de herradura, y los contornos difuminados de hábitos y sotanas iluminados por los candelabros. A medida que iban avanzando, destacaban otras formas más precisas instaladas en sillones alineados contra la pared. Unas contemplaban la sala con los párpados entornados. Otras permanecían perfectamente erguidas y miraban al vacío en actitud hierática. Sólo algunos de los presentes habían advertido la llegada de Vargas y de Manuela. Los demás escuchaban con gravedad a un orador que estaba de pie ante la mesa. La pareja siguió avanzando hasta que una voz susurró:

—Aquí…, a vuestra diestra…

Escrutaron la penumbra y vieron a Colón, que les indicaba los sitiales que permanecían libres a su lado.

Vargas se instaló. Manuela iba a hacer lo mismo cuando se le heló la sangre en las venas. El personaje que presidía la reunión estaba observándola. ¡Fray Hernando de Talavera! ¿Aquí? Era evidente que no había apartado los ojos de ella desde su entrada en la sala. Se dejó caer junto a Vargas. Aunque hubiera querido batirse en retirada, no habría tenido alternativa: las piernas se negaban a sostenerla.

Por su parte, Hernando de Talavera se dijo que era víctima de una alucinación. Y sin embargo era ella, doña Manuela Vivero en compañía del genovés. ¿Una jugada del destino? ¿Cómo era posible? El monje sentado a su lado sólo podía ser aquel franciscano, Rafael Vargas. El judío y el árabe no debían de andar muy lejos. Y pensar que estaban buscándoles por los aledaños de Cáceres cuando se hallaban aquí, en Salamanca. Era necesario que la mujer no sospechara que la había identificado. Tuvo que hacer un esfuerzo para escuchar al sacerdote que proseguía con su arenga. Era un dominico de semblante pálido y con barba, que hablaba con voz teatral.

—En definitiva, ¿quién es ese hombre? No es hijo del país, un súbdito de nuestras Augustas Majestades, sino un extranjero de Génova, de dudoso origen, nacido sin duda en la hez del pueblo de donde siempre han brotado los pestilentes vapores de la incredulidad.

Una voz, la de Diego de Deza, se alzó para protestar.

—¡Padre Oviedo, vuestra crítica es ofensiva! ¿Qué significa esa alusión a los orígenes modestos del señor Colón? ¿Acaso Nuestro Señor no nació en un establo para traer la luz al mundo?

—¡Claro que sí! Pero nuestra Santa Iglesia tiene muchos motivos para desconfiar de este nuevo Mesías que pretende abrir una brecha en los muros de nuestro universo, construido en más de mil años por los evangelistas, intérpretes del Señor, los padres de la Iglesia y los teólogos. ¡Que se seque la mano de quien dé el primer hachazo!

La enteca silueta se sumió en la oscuridad.

Colón había cerrado el puño.

—No aceptéis el combate en este terreno —aconsejó Vargas inclinándose hacia él—. Caeríais de lleno en la trampa.

El marino no respondió.

Diego de Deza había tomado de nuevo la palabra y decía, con una voz calma que contrastaba con la indignación de su colega:

—El señor Colón se encuentra entre nosotros y está dispuesto a responder a todas las preguntas. ¡Hacedlas!

—¡Las haremos! —replicó un personaje de unos sesenta años.

Por el birrete y la brillante cadena que ornaba su pecho, todos reconocieron al rector de la universidad.

—Previamente —comenzó—, sabed que las preguntas son excesivamente numerosas y complejas para que podamos agotarlas en una sola sesión. Será preciso que el señor Colón esté a nuestra disposición durante las próximas semanas.

Talavera interpeló a Colón.

—¿Podemos contar con vuestra presencia, señor?

El genovés respondió con voz firme:

—Tanto tiempo como sea necesario.

El confesor de la reina lanzó, a su pesar, una furtiva mirada hacia Manuela e invitó al rector a proseguir.

—Iré directamente al grano y, por extraño que pueda pareceros, abundaré en la opinión del señor Colón. ¡Fletemos un navío y partamos hacia el oeste!

Un rumor se alzó entre el auditorio. Imperturbable, el rector prosiguió:

—Creo que nadie ignora que he consagrado toda mi vida a profundizar y ampliar el sistema de Tolomeo, que, aunque tiene varios siglos de antigüedad, todavía hoy es admitido. Pues bien, según sus concepciones, la circunferencia del globo en el ecuador se halla ocupada en una mitad por las tierras y por los mares en la otra. En consecuencia, la masa terrestre de Europa y Asia ocupa ciento ochenta de los trescientos sesenta grados que forman la circunferencia. Lo que significa que, para llegar a las Indias, un navío debería recorrer una distancia de tres mil trescientas setenta y cinco leguas. Las reservas de víveres y agua dulce que lleva una carabela no son eternas; a partir de los treinta días, la muerte acecha las tripulaciones. ¿Entonces? ¡Tres mil trescientas setenta y cinco leguas! —repitió lentamente—. ¿Existe alguna carabela capaz de llevar provisiones y agua dulce para tan largo período? ¿Puede el señor Colón aclararnos este punto?

—Ya veis —susurró Vargas—, es el punto débil de que hablábamos hace un momento. Os toca a vos.

Colón se levantó pesadamente.

—Vuestra pregunta es legítima. Ningún navío de este siglo podría realizar semejante viaje. Probablemente ésta es la razón por la que nadie lo ha intentado hasta hoy. Pero la distancia que hay que recorrer no es de tres mil trescientas setenta y cinco leguas sino de novecientas setenta y siete; menos aún si se miden a partir de las islas Afortunadas.

Una súbita agitación se apoderó de la sala, manifestándose en forma de carcajadas burlonas.

El rector mantuvo la calma y preguntó:

—¿Estáis en condiciones de demostrar lo que decís?

—Sí. Tengo a vuestra disposición un compendio geográfico cuyo título es Imago mundi y que fue redactado hace medio siglo por… —Hizo una pausa deliberada—, el cardenal Pierre d’Ailly. En este compendio, el cardenal afirma que se puede llegar a Asia navegando hacia el oeste, y evoca al geógrafo griego del siglo II, Marino de Tiro, quien, basándose en la velocidad de desplazamiento de un camello, considera que la longitud de Asia es varios centenares de leguas superior a lo estimado por Tolomeo. Ello demuestra que esta parte del mundo ocupa doscientos veinticinco grados y que sólo deja, por lo tanto, ciento treinta y cinco grados de superficie oceánica para llegar a las Indias; sesenta y ocho grados desde las islas Afortunadas.

—A vuestro entender, ¿qué distancia corresponde aun grado?

—Nuestros expertos, en perfecta armonía con la mayoría de sus colegas europeos, se basan en los valores definidos hace más de cuatro siglos por el geógrafo egipcio Al-Farghani. Éste estableció de modo irrefutable que, en el ecuador, un grado es igual a cincuenta y seis millas y dos tercios. Puesto que Al-Farghani desdeñó la milla árabe y trabajó con la italiana, obtendremos una distancia de…

El rector le interrumpió con violencia.

—¡Es increíble! ¿De dónde habéis sacado que el egipcio desdeñó la milla árabe en favor de la italiana?

—Estoy convencido de ello.

—¿Convencido? ¿Es todo lo que podéis decir? Sabéis perfectamente que la milla italiana es más de cuatro leguas más corta. Al adoptarla, reducís pura y simplemente el mundo a un cuarto de su tamaño real.

—En efecto —respondió Colón, que no parecía en absoluto turbado por la observación—, porque también obtengo mis convicciones de las Sagradas Escrituras.

A su alrededor se produjo tal tumulto que fue necesaria toda la autoridad de Talavera para restablecer la calma.

Éste invitó al genovés a explicarse.

—Se trata del segundo libro de Esdras, en el que se afirma que el Señor, de esta circunferencia, hizo seis partes de tierra por una parte de agua. Teniendo en cuenta esta indicación, la distancia entre el este y el oeste no sería de tres mil trescientas setenta y cinco leguas, sino de novecientas setenta y siete. Por eso afirmo que la travesía está a nuestro alcance.

El rector no tuvo tiempo de manifestar su oposición, pues un anciano se había levantado de su asiento.

—¡Herejía! ¿Cómo os atrevéis a vincular un proyecto temporal, que sólo va a satisfacer vuestro orgullo personal, con el mundo espiritual?

Cuando el genovés se disponía a abrir la boca para protestar, la vehemencia del anciano aumentó.

—¡Dos verdades nunca pueden contradecirse! ¡Es preciso, pues, que las verdades de la astronomía se armonicen con las de la teología! El señor Colón —añadió, dirigiéndose al auditorio— acaba de demostrarnos que no es sino un pensador independiente más, como los hay en todas las épocas, en todas las ciencias, e incluso en nuestra santísima religión. —El hombre dio algunos pasos rápidos hasta el centro de la sala antes de proseguir—. ¡Hermanos en Jesucristo! La ciencia es algo humano, pero la fe es divina. La ciencia se equivoca cuando contradice las Sagradas Escrituras, pues sólo ellas poseen la verdad. Las palabras de nuestros evangelistas y nuestros santos vencieron a los paganos del antiguo mundo. Todavía hoy esos hijos de Cristo llevan la cruz contra el islam y sus estandartes enrojecidos por la sangre de España. ¿Qué dice nuestro mayor filósofo y padre de la Iglesia, san Agustín? Tacha de herejía la creencia en las supuestas antípodas, pues en esos lejanos parajes vivirían hombres que no descienden de Adán, cuando las Escrituras enseñan que descendemos de una sola y misma pareja. ¿Quiere hacernos creer el señor Colón que una segunda Arca de Noé navegó hacia el oeste? Las Escrituras no la mencionan. ¡Se nos dice que el mundo es esférico! ¡Absurdo! ¿Acaso la imagen de la Tierra no está tan claramente descrita en el Antiguo Testamento que no queda ya nada por explicar? El cielo, como se afirma en los Salmos, fue tensado como una piel, semejante al techo de una tienda. ¿Alguien ha tendido alguna vez una tienda por encima de una bola? San Pablo, en su epístola a los hebreos, compara también el cielo a un tabernáculo desplegado por encima de la Tierra. Por lo tanto, ésta sólo puede ser y siempre ha sido una superficie plana, aunque irregular. —El anciano señaló con la mano al genovés y exclamó—: ¡Herejía!

Manuela se volvió hacia Vargas para decirle algo, pero su asiento estaba vacío. Casi inmediatamente oyó su voz.

—Permitidme que intervenga. No soy astrónomo ni cosmógrafo. Me llamo Rafael Vargas. Monje franciscano en el monasterio de la Rábida. Antes de revelaros la causa de mi intervención, me gustaría deciros que he hablado con el señor Colón y conozco las lagunas que hay en sus razonamientos. El porvenir nos dirá si acierta o hierra. En cambio, por lo que se refiere a la redondez de la Tierra —continuó, volviéndose hacia el anciano— y sin ser cosmógrafo, permitidme que os confíe unas simples impresiones que nada tienen de erudito ni de hermético: he recorrido tierras y siempre he visto que las cimas de las montañas son lo primero que emerge por el horizonte. He navegado en navíos y he observado que la punta de los mástiles es lo último que sobresale del nivel del mar. Mi observación es, sin duda, la de un niño, no la de un hombre de ciencia, pero es indiscutible. Si todavía hoy quedan ciertos incrédulos que sólo ven en ello una fábula, mañana se impondrá a todos como una verdad.

Una oleada de protestas se alzó bajo la bóveda.

Talavera las acalló dando varios golpes en la mesa con una pequeña maza de marfil, e invitó al franciscano a proseguir.

—Y llego ahora a la verdadera causa de mi presencia aquí. La Iglesia no puede apoyarse indefinidamente en el razonamiento que acaba de enunciar mi hermano. Ha dicho: «La ciencia es algo humano, pero la fe es divina». Ha dicho también: «La ciencia se equivoca cuando contradice las Sagradas Escrituras, pues sólo ellas poseen la verdad». ¿Habéis olvidado acaso las palabras de Nuestro Señor? «Sois la luz del mundo». Si la Iglesia se empecina y persiste en aferrarse al despotismo, no transmitirá al mundo la luz, sino las tinieblas, no la esperanza, sino la desesperación. ¿Y no será, en ese caso, como esos seres descritos por el orador de hace unos instantes, que prefieren sacrificar existencias antes que reconocer a tiempo su error? En vano buscaréis en las Sagradas Escrituras palabras que intenten imponer límites al saber humano. No las hay.

Se pasó suavemente la mano por la frente, como si fuera víctima de un aturdimiento. Una profunda emoción le había dominado y arrastrado más allá de los límites que se había fijado antes de entrar en el tribunal. No importaba, debía ir hasta el final.

—Condenad al genovés si creéis que las pruebas que alega son quiméricas, y sólo por esta laguna. Pero, por favor, si existe una posibilidad de que tenga razón, no arrojéis esos sueños al infierno, pues vosotros habréis construido piedra a piedra ese infierno.

Vargas calló. Una impresionante tensión se había apoderado de la sala. En la penumbra se adivinaban los rostros que le observaban, graves en su mayoría, furiosos algunos. Probablemente fue el anciano el primero en proferir un grito de horror, al tiempo que se persignaba. Siguió una confusión, rara en un lugar donde solían reinar la austeridad y la disciplina. Talavera tardó algún tiempo en reaccionar. Mientras el franciscano hablaba, había sentido nacer en su interior una auténtica emoción procedente de los lejanos horizontes de su memoria, de los tiempos en que él mismo, novicio, imaginaba un mundo —esférico o no— hecho de tolerancia y perdón. Y se preguntó qué papel desempeñaría el monje en aquel asunto y cuáles eran sus vínculos con Aben Baruel.

Miró hacia la sala. Manuela había desaparecido. Vargas estaba junto al genovés y otro hombre se les había unido. Alto, delgado, con barba blanca. ¿Se trataba acaso del segundo personaje, del judío, del llamado Samuel Ezra? Talavera no podía oír lo que decían; sólo veía sus labios moviéndose misteriosamente en la penumbra. Fuera como fuese, Talavera agradeció al Señor que le hubiera permitido encontrar el rastro de aquellos hombres. Tal vez fuese una señal. Ya sólo quedaba avisar a Díaz.

Levantó con mano firme el mazo de marfil y dio un golpe seco.

—Se cierra la sesión —declaró—. Reanudaremos el debate mañana, a la misma hora.

Manuela caminaba rápidamente por la calleja, lanzando de vez en cuando ansiosas ojeadas por encima de su hombro. ¿La había reconocido Talavera? Si era así, no lo había dado a entender. Intentó tranquilizarse pensando que tal vez, absorto en el debate y con la ayuda de la penumbra, no la había identificado. De todos modos, no habría podido arriesgarse a permanecer allí ni un minuto más.

Aceleró hasta que, al llegar a la plaza de Anaya, oyó una voz que gritaba su nombre.

—¡Doña Manuela!

El corazón le dio un vuelco; no se atrevió a volverse. ¿Y si fuese Talavera? Se detuvo y permaneció inmóvil, en actitud resignada. Alguien corría ahora a su espalda.

—¡Doña Manuela! —repitió la voz.

Se decidió a girar sobre sus talones. El temor desapareció en seguida.

—Mendoza —murmuró, exhalando un suspiro de alivio—. Por fin.

En el mismo instante, Rafael Vargas cruzaba el umbral de la sala, donde todavía reinaba el tumulto.

—¿Cuánto tiempo hacía que estabais aquí, rabbi Ezra?

—Lo bastante para no haberme perdido vuestra intervención.

—Pero ¿qué mosca os ha picado? ¿Por qué razón habéis venido? —Vargas arqueó las cejas—. Comprendo. Creíais que no llegaría hasta el final.

—En absoluto. Resulta, sencillamente, que nunca he visto a un cristiano arrojado al foso de los leones y me he dicho que sería ahora o nunca.

Vargas esbozó una breve sonrisa y miró a su alrededor.

—¿Dónde está la señora Vivero?

—La he visto salir cuando acababais vuestro discurso. Probablemente ha ido a reunirse con Sarrag en la capilla.

Un brillo de preocupación apareció en los ojos del monje.

—Es extraño… Habría podido esperarnos.

Los dos hombres siguieron charlando mientras se dirigían a la universidad.

—Cuando pienso que hay seres que dudan aún de que la Tierra es redonda —dijo Ezra—. ¡Es absolutamente increíble! Si no hubiera escuchado a ese brujo con mis propios oídos, nunca lo habría creído. ¡Y por si fuera poco, el rector! ¡Qué cobardía! ¿Podréis explicarme algún día por qué ciertos individuos son tan gallinas? Nunca se atreven a nada, ni a lo peor ni a lo mejor. ¿Cómo es posible? He aquí a un hombre que lleva el birrete y la cadena, que sabe las cosas de la ciencia, y que nada ha hecho para oponerse a los cacareos de ese cura.

—Muy duro os encuentro con vuestro prójimo, rabbi Ezra. El rector ha hecho lo que ha podido. Sólo ha atacado a Colón en el terreno de las ciencias, no en el de la teología.

—Claro, pero en ciertos casos no reaccionar, permitir que hagan o digan, tiene un nombre: ¡com-pli-ci-dad! —repuso Ezra, indignado. Sin darse cuenta había elevado el tono de voz, movido por una especie de frenesí, como si intentara proclamar su rebeldía ante la Tierra entera—. ¡Adonai es testigo! Ese hombre es un cobarde. Cobarde por falta de audacia; cobarde por conformismo. —El mero hecho de pronunciar aquella palabra aumentó su enfado—. En fila y perfectamente alineados. ¡Respetuosos con las leyes, respetuosos con las costumbres, con la opinión y las opiniones! Llegará un día, ya veréis, llegará un día no muy lejano en el que encerrarán en calabozos a hombres y mujeres por la única razón de ser distintos, e inscribirán en su piel: «exiliados a causa del no-conformismo».

»El crimen capital del hombre es su necesidad innata de fundirse en el orden establecido cuando, precisamente, jamás se ha hecho nada grande sin poner en cuestión el orden y las instituciones. Tomad como ejemplo a vuestro Cristo. ¿Qué dijo? “No penséis que he venido a poner paz en la Tierra”; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa”. —Sus labios comenzaron a temblar mientras repetía aquellas palabras—: “¡Los enemigos del hombre serán los de su casa!”. ¿Sois consciente de la profundidad de esta frase? ¡Los suyos, los de su propia carne! Porque una mañana uno se haya despertado distinto. Porque un niño haya expresado de pronto el deseo de ser poeta en un mundo donde la poesía es una tara; porque un hombre, educado durante toda su vida en la esclavitud, se haya atrevido un día a levantarse para expresar a gritos su rechazo; porque un anciano haya jurado haber visto belleza y tolerancia donde su entorno sigue viendo sólo fealdad y pecado. ¡Que el Eterno maldiga el orden establecido! —gritó, alzando el puño hacia el cielo.

—Pero ¿qué os pasa, Samuel Ezra? ¿Son las consecuencias de la fiebre? Que yo sepa, el destino del señor Colón no os afecta.

—No, pero me afecta el mío. ¿De modo que no lo comprendéis? Acabáis de darme una lección de vida, Rafael Vargas. Os he escuchado y, al hacerlo, he tomado conciencia de mi propia mediocridad, de mi encierro. Ha sido como si descorriera una cortina, como si el sol entrara en la oscuridad de mis falsas certidumbres. Y de pronto he comprendido: nada se da por descontado, nada es definitivo… Arraigarse en unas convicciones con el mero pretexto de que son las de la multitud, es vivir en un sudario. ¡Es vivir inmóvil, es acostarse con los muertos!

Con auténtica emoción, el rabino asió la mano del franciscano y la estrechó entre las suyas.

—La señora Vivero tenía razón cuando os sugería que aportarais una chispa de luz a un universo demasiado oscuro —añadió—. Gracias.

El hombre con cabeza de pájaro rozó la cicatriz que adornaba su frente y dijo malhumorado:

—No es fácil hablar con vos sin correr un gran riesgo. ¿Cómo va la herida del árabe?

—Está cicatrizando. Bueno, ¿habéis podido detener a los individuos que nos agredieron?

—Todavía no. Sin embargo, puedo aseguraros que si se atrevieran a intentarlo de nuevo no escaparían. He creído reconocer a nuestro confidente, el servidor del jeque. ¿Sabéis por qué actuó así?

—Lo ignoro, y el jeque también.

Mientras hablaba, Manuela se arregló con cierto nerviosismo el moño.

—¿Cómo es posible que no intervinierais, señor Mendoza? ¿No se supone que debéis seguirnos los pasos?

—Todo ocurrió demasiado deprisa. Habíamos descubierto a aquellos individuos, pero no podíamos imaginar lo que pretendían. Tras su agresión, nos lanzamos tras ellos, pero no conseguimos darles alcance.

Las pupilas de Manuela se ensombrecieron hasta parecer dos pequeños agujeros negros.

—Permitisteis que prendieran fuego a la biblioteca del monasterio. Luego, en Cáceres, fuisteis incapaz de impedir la detención del rabino. Por fin, no contento con no haber podido evitar una agresión que estuvo a punto de llevarnos a la catástrofe, os habéis mostrado igualmente incompetente para echar mano a los responsables.

El hombre con cabeza de pájaro apretó los dientes, dividido entre el imperioso deseo de dar una respuesta hiriente y el temor. Prevaleció el segundo sentimiento.

—Tenéis razón, doña Manuela —dijo con humildad—. Os aseguro que este tipo de error no volverá a producirse. Os lo prometo.

—Cuento con que cumpláis vuestra palabra. Ahora, transmitid la siguiente información: según los datos que he podido reunir, esos hombres están buscando un libro.

Mendoza abrió los ojos con estupor.

—Sí —prosiguió Manuela—, un libro. Podemos deducir que su contenido debe de ser de un valor inestimable. Avisad al inquisidor general lo antes posible.

—Un libro —repitió el hombre con cabeza de pájaro, desconcertado por aquella revelación—. ¿Y creéis que os será posible descubrir de qué trata?

Ella abrió la boca para responder, pero las palabras permanecieron agarradas a su garganta. Ezra y Vargas estaban acercándose.

Adoptó inmediatamente una actitud cortés y dijo en voz alta:

—Lo siento, señor, no conozco la plaza de San Vicente.

Ante la mirada estupefacta del hombre, hizo a sus compañeros un signo con la mano. Entonces Mendoza comprendió. Le dio las gracias y se despidió.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —se extrañó Vargas—. ¿Por qué no me habéis esperado?

—Me asfixiaba en aquella sala. Tenía que salir.

Había respondido con la mayor naturalidad posible, pero de todos modos su voz revelaba cierta tensión. Mientras le hablaba, el monje seguía con la mirada al hombre con cabeza de pájaro, que se alejaba a grandes zancadas.

—¿Qué quería ese hombre?

—Buscaba la plaza de San Vicente.

Vargas asintió vagamente. Estaba claro que su desconfianza, adormecida hasta entonces, había despertado de nuevo. Por fortuna, estaban en el umbral del tercer Palacio, aquel cuya solución ella poseía: De pronto, una idea temerosa se abrió paso en su mente: ¿y si Baruel hubiera cambiado de opinión? ¿Y si después de haber optado por la ciudad de Burgos, hubiese decidido modificar el Palacio? ¿Y si el borrador aprehendido por los agentes de Torquemada fuera un esbozo que no correspondiese al Palacio entregado a Vargas y sus compañeros?

Estaba entre la espada y la pared.