26
Puesto que Cid en su lengua equivale a señor, no envidiaré tu título de honor.
Corneille, El Cid, IV, 3
Los tres hombres contemplaban el puente como si se tratara de uno de los edificios más hermosos de toda la península, del mundo entero incluso. Sin embargo, aquel puente nada tenía de particular, salvo que a lo largo de los parapetos, a derecha e izquierda, se erguían ocho estatuas: las del «señor» Rodrigo Díaz de Vivar, apodado el Cid Campeador, su esposa doña Jimena, su hijo y cinco personajes más de menor importancia. Coincidencia o no, al preguntar el camino se enteraron de que, para dirigirse a las orillas del río, lo más rápido era tomar por el paseo del espolón y cruzar luego las fortificaciones por el arco de… Santa María. Así se cerraba el círculo de los símbolos: Pablo de Santa María, «de nombre múltiple y uno», nacido en Burgos, «el Señor, la esposa y su hijo».
Habían llegado al pie de la estatua del Cid y estaban contemplándola con tanta curiosidad como exaltación.
—¡Ambiguo personaje! Vertió tanta sangre cristiana como musulmana. ¿Mercenario o patriota? No lo sé. Es probable que fuera ambas cosas.
—¿Está enterrado en Burgos? —preguntó Sarrag.
—A pocas leguas de aquí, en el monasterio benedictino de San Pedro de Cardeña. Dicen que, de acuerdo con su última voluntad, su caballo fue enterrado también junto a él.
—En cualquier caso —añadió Ezra—, puedo aseguraros que era gato viejo. Cuando, expulsado por el rey Alfonso VI, tuvo que exiliarse, pidió dinero a un usurero judío y le dejó en prenda un cofrecillo supuestamente lleno de oro. Pero ¿sabéis qué había realmente en el cofrecillo? Arena. ¡Sólo arena! Cuando el usurero lo descubrió era demasiado tarde.
—Bien hecho —aplaudió el jeque—. Eso os enseñará a los judíos a prestar dinero cobrando intereses, cuando vuestros taryac mitsvot os lo prohíben formalmente.
—Error, querido amigo. Nuestros preceptos sólo prohíben la usura entre nosotros. Un judío no puede prestar a otro judío cobrando intereses; en cambio, no le está en absoluto prohibido hacerlo con todos los demás. Ya veis, de nuevo se trata de una mala interpretación de la ley.
—¡Qué sutileza! —se burló Sarrag—. Vuestra lengua se secaría antes de admitir que hacéis decir a la ley lo que os conviene.
—Pensad lo que queráis. Por mi parte, prefiero encontrar el triángulo antes que enzarzarme en un debate estéril.
El rabino se aproximó al parapeto e inspeccionó las orillas entre las que corrían las tranquilas aguas del Arlanzón.
—Mirad —dijo tendiendo el brazo hacia otro puente situado aguas arriba—. Se trata sin duda del mencionado por Baruel. EN LA ORILLA, ENTRE LAS DOS, HE SALVAGUARDADO EL 3.
—Es muy probable —admitió el franciscano—. El texto dice: «MÁS ALLÁ DEL SEÑOR, DE SU ESPOSA Y DE SU HIJO». En consecuencia, si nos colocamos como si remontáramos el río, el objeto debe de hallarse aquí… o allá —Señaló sucesivamente, con el índice, la orilla derecha y, luego, la izquierda—. Deberíamos…
Un carro cargado de leña llegaba, produciendo un estruendo sordo. Vargas aguardó a que se hubiera alejado para concluir la frase:
—Deberíamos separarnos para registrar las riberas.
—Sí, ya va siendo hora —aprobó Ezra—. Vos y Sarrag tomad la de la derecha, yo tomaré la de la izquierda.
Un instante más tarde, el monje y el jeque remontaban el río mientras Ezra hacía lo mismo por su lado.
Él fue quien descubrió el sauce llorón.
Sus verdes ramas de hundían en las aguas y su desconsolado follaje se reflejaba en el espejo líquido, aguardando no se sabía qué caritativo consuelo.
AL PIE DE LAS LÁGRIMAS DE ÁMBAR…
Un sauce llorón…
Decididamente, pensó el rabino, esta vez Baruel había dado muestras de un singular humor.
Registró atentamente el terreno, pero no vio nada. Se incorporó, avanzó lentamente, inspeccionó el tronco. Torpemente grabadas en la corteza, destacaban cuatro letras: Y.H.V.H. Y justo al pie de las letras, una protuberancia del terreno que, estaba claro, no era efecto de la naturaleza. Se arrodilló y empezó a excavar febrilmente con las manos. Las voces de Vargas y Sarrag resonaron en seguida por encima de las aguas.
—¡Eh, rabbi! ¿Habéis encontrado algo?
Absorto en la búsqueda, Ezra no se dignó contestar. Sus manos levantaron un puñado de tierra, y otro más. En la orilla opuesta, sus compañeros insistían.
—¿Y bien?
Transcurrió algún tiempo. Ezra se irguió. Tenía en la mano el cuarto triángulo de bronce.
Al anochecer, sobre la capital del reino estalló una tormenta como raras veces se había visto en aquella estación. El cielo se había cubierto cuando el sol comenzaba a descender por detrás de las colinas. Cuando hubo desaparecido, totalmente devorado por el horizonte, la ciudad contuvo el aliento. Se oyeron rugidos a lo lejos, pero muy pronto se aproximaron hasta hacerse ensordecedores.
En pocos segundos, quienes estaban fuera regresaron a sus casas. La plaza de la catedral, que solía estar llena de gente, quedó desierta por completo. Vendedores, aguadores y chamarileros desaparecieron por entre las callejas de la ciudad y muy pronto, salvo algunos gatos temerarios, no quedó ni un alma viviente en las calles. Un relámpago surcó el cielo por encima del convento de Las Huelgas, derramando una luz amarillenta en el refectorio donde se habían refugiado los cuatro personajes.
Sentada a un extremo de la mesa, con un chal en los hombros, Manuela contuvo un escalofrío.
—¿Tenéis frío? —preguntó Vargas.
Ella procuró responder con ligereza.
—No, no, todo va bien.
—Es la tempestad —explicó Sarrag—. Estos rugidos tienen cierto carácter de juicio final. Un acontecimiento que las mujeres, naturalmente, no pueden sino captar.
Se echó a reír, pero su risa sonaba a falso. Al igual que les sucedía a sus compañeros, todo en él revelaba cansancio.
Un relámpago más violento que los precedentes y empezó a diluviar.
—Pues menos mal que las religiosas han aceptado concedernos hospitalidad —observó Ezra—. Gracias a vos, Vargas.
Ahora, el redoble de la lluvia había adoptado una cadencia regular que sólo quebraban los rugidos del trueno.
Ezra repiqueteó en la mesa con los dedos y preguntó:
—Por cierto, ¿no estaríais bromeando hace un rato al hablar de esa abadesa, señora de horca y cuchillo, que dirigía el convento hace dos siglos? ¿Realmente tenía derecho de vida y muerte sobre unos cincuenta caseríos?
—Señora de horca y cuchillo… Sí, rabbi. Ya os he explicado que sólo las damas de alto linaje eran admitidas en Las Huelgas como religiosas y, naturalmente, gozaban de extraordinarios privilegios. De ahí el poder de la abadesa.
—Es una locura. No quiero pareceros ofensivo ni provocador, pero, decidme, ¿qué representa Dios en todo eso?
El franciscano eludió la pregunta. Vio sobre la mesa las dos páginas que constituían el conjunto del quinto Palacio y se sumergió en su estudio, aunque sin pasión.
Estalló un trueno, esta vez tan cerca que hizo temblar los muros del refectorio.
—Id a saber —masculló Ezra—. Tal vez esté llegando finalmente el juicio final. Con una ventaja, sin embargo, ¡moriremos rodeados de oraciones y de santas!
Había dicho aquella frase como si fuera una broma, pero nadie pareció advertirlo. Dio un puñetazo en la mesa.
—Pero ¿qué nos pasa? Ya sólo nos quedan dos etapas. Hemos encontrado el cuarto triángulo y, en vez de alegrarnos, estamos tan tristes como en unos funerales.
Vargas miraba distraídamente la hoja del quinto Palacio puesta sobre la mesa. El jeque había sacado una sebha, un rosario de ágata comprado aquella misma mañana a un mercader ambulante sirio, y lo desgranaba lentamente. Por lo que a Manuela se refiere, se mantenía en una rigidez inquieta en el otro extremo de la mesa.
El árabe se decidió a contestar.
—¿Qué queréis comprender, rabbi? Tal vez estemos sencillamente agotados. —Con un gesto seco, se arrolló el rosario al índice—. Habéis hablado de un próximo desenlace… ¿No habrá llegado el momento de recordar el verdadero sentido de nuestro viaje? Totalmente ocupado descifrando enigmas, tal vez nuestro espíritu se haya separado de nuestra primera vocación. Tal vez, al igual que esta lluvia que cae, lavándolo todo, la realidad esté recordándonos a cada uno de nosotros la razón profunda de nuestra presencia aquí.
—Es curioso —advirtió Vargas—. Hoy he tenido la impresión de que nuestras divergencias iban desapareciendo paulatinamente. Pues bien, de pronto, escuchándoos hablar, advierto que el cuadro ya no es el mismo. Parece una obra de teatro en la que los actores se hubieran extraviado en un papel distinto del que les corresponde, hasta que, tomando conciencia de su deriva, el autor los devuelve a la realidad.
—¿La realidad, fray Rafael? —preguntó Manuela—. ¿Dónde está, a vuestro entender? ¿En el abandono del papel o en su recuperación?
—¿Cómo saberlo?
—Voy a responderos —dijo Ezra—. Sueño o realidad, lo esencial estriba en la fidelidad a uno mismo. Tenéis razón al decir que nuestras divergencias se han atenuado sensiblemente a lo largo del viaje. Sin embargo, nuestras convicciones siguen siendo inmutables. Los acontecimientos han podido enmascararlas, pero siguen ahí, siempre presentes en nosotros. Seamos sinceros. Soy judío y seguiré siéndolo hasta el último suspiro. Vos sois cristiano y nada cuestionará vuestra fe en Jesucristo. Sarrag es hijo del islam, un discípulo de aquel que se bautizó como Sello de los Profetas. Ateniéndome a vuestra metáfora, diré que no es el autor quien devuelve a los actores al texto original, sino la proximidad del Libro. Esta noche es el Libro el que se hace presente en nuestro espíritu, y la angustia, olvidada por unos instantes, de no hallar en él el mensaje que nos conforte en nuestras creencias.
Manuela no pudo evitar una observación.
—Es extraño. Estáis evocando vuestras divergencias y parecéis deplorarlas. En ese caso, ¿por qué no decidís teneros mutua confianza? En dos palabras, ¿por qué no os entregáis los fragmentos de Palacio que cada uno de vosotros tiene?
—No os sigo, señora —repuso Sarrag—. ¿Por qué vamos a hacer algo así?
—¿Habéis olvidado acaso que, hace unos días, el rabbi Ezra estuvo a punto de dejarnos? Os recuerdo desesperado ante la idea de veros incapaz de alcanzar vuestro objetivo. Decíais: «Ahí hay un hombre en peligro de muerte. Si desaparece, será el fin del viaje». O también: «Es preciso que el rabino nos entregue los fragmentos de los Palacios que nos faltan. Negarse sería insultar la memoria de Aben Baruel». Imaginad que el próximo desenlace sea menos venturoso y que uno de vosotros desaparezca definitivamente. Ese libro que tanto os interesa estaría para siempre perdido. De ahí mi sugerencia.
—¡Una sugerencia muy juiciosa, en efecto! —aprobó Sarrag de inmediato. Y adoptó un aire ladino para indicar—: ¿Y si comenzarais dando ejemplo, señora Vivero? ¿No tenéis acaso la última clave? Confiádnosla.
Víctima de su lógica y de su espontaneidad, no había sido consciente de que estaba tendiéndose una trampa a sí misma.
—Admitid que esa clave no tiene el menor interés si no se ha reunido el conjunto del texto —repuso con cierta torpeza—. Reunid vuestros Palacios y os la entregaré.
Estaba en el filo de la navaja.
¿Lo presintió Vargas? ¿O la discusión le parecía inútil? Lo cierto es que fue él quien rompió el cerco.
—Dejemos que el porvenir actúe. Puesto que el Libro de zafiro es la palabra de Dios, que Dios decida si somos o no dignos de él.
Manuela dio un respingo. ¿Había dicho Vargas el Libro de… zafiro?
—¿Un libro de zafiro? —preguntó sin vacilar—. ¿La obra que buscáis es de piedra preciosa?
El franciscano se ruborizó.
—¿No respondéis?
Ezra acudió en su ayuda.
—Es posible, señora.
—¿Y eso explica su valor?
Por segunda vez, la pregunta quedó sin respuesta.
Un relámpago iluminó la sala.
—No me diréis nada más…
Lo había dicho en un tono afirmativo.
Entonces, abandonó la mesa y anunció con voz sorda:
—Os dejo, señores… Es triste. Creía haberme ganado vuestra confianza, pero está claro que me he equivocado.
Sarrag miraba fijamente la pared de enfrente. Ezra acariciaba distraído el borde de la mesa. Sólo Vargas pareció preocuparse; aunque no manifestó nada.
Fue sin duda esta última actitud la que más le chocó. Frunció los labios. Estaba claro, concluyó, que bajo su aspecto afable esos hombres eran sólo, en fin de cuentas, gélida reflexión y sequía. Nada obtendría de ellos.
Dirigió a Vargas una mirada amarga y giró sobre sus talones.
—¡Volved! —El franciscano señaló el lugar que ella acababa de abandonar y dijo—: Sentaos. —Luego le ordenó a Ezra—: Enseñadle la carta. Me refiero a la de Aben Baruel.
Curiosamente, el rabino no pareció sorprendido. Buscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó un legajo doblado en cuatro y se lo entregó a la joven.
El árabe estuvo a punto de protestar, pero en una fracción de segundo, ante el rostro decidido de Vargas y Ezra, se contuvo.
—Tomad, señora —dijo este último—. Leed y lo comprenderéis todo.
Manuela cogió las páginas con tanta precaución como si se tratara de una lámina de cristal. En el exterior, la tormenta se había recrudecido.
La joven ya no oía nada. Estaba sumida en la lectura.
¿Ésa era, pues, la famosa conspiración? ¿Un mensaje celestial llegado de la noche de los tiempos? Estaba tan alejado de todo lo que el inquisidor general, la reina o ella misma habían imaginado…
En cierto modo se sintió aliviada. Había aprendido a conocer a los hombres, su formidable ciencia, la profundidad de sus debates. La idea de que pudieran ser simplemente vulgares conspiradores se le había hecho insoportable. Además, la Providencia actuaba en su favor. ¿No estaban acaso en Burgos, el lugar donde residía Torquemada? Mañana mismo, a primera hora, pediría a Mendoza que le arreglara una entrevista con el inquisidor. Se lo explicaría todo. Le hablaría del Libro de zafiro, de la esperanza espiritual que de él brotaba, y sin duda pondrían fin a la operación. Ella recuperaría su libertad. De modo que habría llegado hasta el fin y, esta vez, la reina no podría acusarla de «escaparse», como había hecho en Toledo la noche del auto de fe.
Recuperaría su libertad, sí, pero ¿y luego? La curiosidad la atenazaba. ¿Realmente existía aquel libro? Nada le impedía seguir viviendo hasta el final aquella extraordinaria aventura. Libre ya de sus deberes para con la reina y Torquemada, ¿por qué no proseguir el viaje por puro placer? Habría podido hacerlo si un considerable obstáculo no se interpusiera en su camino: una vez alcanzada la última etapa, se vería obligada a confesar toda la verdad y a revelarles que nunca había tenido la supuesta clave última. ¿Cómo reaccionarían? Además, si comenzaba a hacer confesiones, traicionaría la confianza de la reina. Era preciso pensarlo. De momento, lo más importante era ver a Torquemada. Luego, las cosas estarían más claras.
—Os lo agradezco —dijo devolviendo la carta a Ezra—. Os estoy muy agradecida.
Una sonrisa animó los labios del rabino.
—Creed que lo mismo nos ocurre a nosotros, señora. ¿Debo recordaros el incomprensible episodio de la Torre Sangrienta, los Golfines, la clarividencia que os permitió definir la materia virgen y fecundada? Y, sobre todo, vuestra abnegación el día de mi arresto. Numerosos favores que bien merecían que os reveláramos la verdad.
Ella dio las gracias, visiblemente conmovida.
—Hablando del Libro, ¿sabíais que dos cuentos españoles mencionan su existencia?
Los tres hombres la contemplaron con curiosidad.
—El primero es la historia de un sultán árabe de Granada que recurre a un personaje medio astrólogo, medio alquimista, para que le ayude a vencer a sus enemigos, prodigio que el personaje consigue realizar. Una noche, mientras los dos hombres charlan en el palacio de la Alhambra, el sultán pregunta al astrólogo sobre los orígenes de su poder mágico. Este le revela entonces que mucho tiempo atrás fue a Egipto para estudiar con los sacerdotes sus ritos y sus ceremonias e intentar hacerse dueño de la ciencia oculta por la que tan famosos eran. Cierto día, conversando con uno de ellos a orillas del Nilo, éste le señaló las pirámides: «Todo lo que podemos enseñarte no es nada comparado con la ciencia que encierran estos formidables monumentos. En el centro de la pirámide de en medio, hay una cámara sepulcral donde está encerrada la momia del sumo sacerdote que hizo erigir esta construcción. Con él enterraron un maravilloso libro del saber que contiene todos los secretos de la magia y del arte». Y el sacerdote añadió: «El libro fue entregado a Adán después de su caída, y transmitido de generación en generación. Sólo Aquel que todo lo sabe, sabe cómo llegó a manos del constructor de la pirámide…».
—Sorprendente relato —comentó el jeque—, pero el alquimista debía de tener al menos dos mil años para haber conocido a los antiguos ocupantes del valle del Nilo.
—La leyenda no lo indica.
—Habéis hablado de dos cuentos…
—El segundo se sitúa en una época imprecisa. No recuerdo ya los detalles, pero sé que trata del amor de un príncipe y una princesa obligados a huir de sus parientes, contrarios a su unión. Se mencionan también…, no os riáis, unos búhos que evocan la existencia de ciertas reliquias y ciertos talismanes, que parecen remontarse a la época en que los visigodos reinaban en la península. Entre estos objetos hay un cofre de madera de sándalo, ceñido por cercos de acero al modo oriental y con misteriosas inscripciones que muy pocas personas conocen. Al final del cuento se dice que el cofre contenía un libro misterioso y una alfombra de seda que perteneció al rey Salomón, y que fue llevado a Toledo por los judíos que se instalaron en España tras la caída de Israel.
Una sonrisa iluminó el rostro de Sarrag.
—Es divertido. Sobre todo cuando sabemos que, para los árabes, Salomón era el rey de los djinns, era un hechicero y se desplazaba en una alfombra voladora.
—Lo que demuestra que a menudo es verdad lo que se considera leyenda —subrayó el rabino—, y viceversa. —Meditó unos instantes y se levantó—. Voy a acostarme.
—También yo —dijo Sarrag levantándose de la mesa.
El franciscano enarboló las dos hojas donde habían redactado el cuarto Palacio.
—¿Y qué hacemos con esto?
—Mañana será otro día —replicó Ezra.
—Lástima… Este Palacio es, a mi entender, el más agradable de todos.
Por toda respuesta, el rabino repitió:
—Mañana será otro día.
La puerta se cerró con un ruido sordo, abandonando la estancia al silencio.
Manuela se arregló el chal.
—Creo que yo también voy a acostarme —anunció.
Se disponía a levantarse cuando Rafael declaró:
—También yo quisiera daros las gracias.
—¿Por qué?
—Por aquel día, en Salamanca. Es probable que sin vos nunca hubiese tenido la audacia de prestar mi apoyo al genovés; os agradezco que me impulsarais a hacerlo.
—Digamos que sólo desperté lo que dormitaba en vos.
Vargas cruzó las manos sobre la mesa.
—Hubiera podido zafarme.
—No lo creo. No, siendo lo que sois.
Él frunció el entrecejo.
—¿Qué soy?
—Un hombre que un día perteneció a la orden de Santiago de la Espada, caballero, hijo y nieto de caballero.
Al franciscano le costó ocultar su turbación.
—¿Cómo os las arregláis para poder leer en el corazón de los seres?
Con un movimiento reflejo, ella se cruzó el chal sobre el pecho, como si quisiera protegerse.
—Me atribuís facultades que no poseo. Y aunque las tuviera, no podrían aplicarse a todo el mundo. Sólo a algunos.
—¿De los que formo parte?
Manuela permaneció en silencio. ¿Necesitaba acaso responder?
—Sois imprevisible, doña Manuela. Desde nuestro encuentro, a menudo he pensado que yo también podía leer en el vuestro. Me equivocaba. Cuando os tomé por fuego, erais agua, cuando os imaginé insolente, egocéntrica, imbuida de vos misma, al cabo de una hora erais todo modestia y altruismo. Sí —repitió—, sois imprevisible.
Un trueno arrancó a la joven un grito de espanto.
Tal vez para tranquilizarla, o para reconfortarla, o porque estaba escrito que lo haría, Vargas le asió la mano. Ella no hizo gesto alguno para soltarse. Hubiera sido incapaz de hacerlo, aun habiéndolo querido. Cuando sintió el contacto de su piel, todo deseo de huida la había abandonado.
Rafael movió los dedos, gesto inconsciente o caricia apenas esbozada que ella sintió con tanta violencia como si la hubiera tomado en sus brazos. Manuela había leído un día que no hay verdadero amor sin desesperación de amar; al igual que no había amor a la vida sin desesperación por vivir. Entonces, la comparación le había parecido pomposa, sin interés alguno, y no había intentado profundizar en lo que el autor deseaba expresar. Y he aquí que, esta noche, el sentido de aquellas palabras la alcanzaba de lleno en el corazón.
—Habladme de ella —dijo, asombrada por la firmeza de su voz—. Habladme de esa mujer a la que tanto amasteis.
—¿Realmente lo deseáis?
—Sí, si no os parezco demasiado indiscreta.
Vargas se inclinó y comenzó el relato.
—Fue hace unos tres años. Se llamaba Cristina. Cristina Ribadeo. Había nacido en una ilustre familia de Sevilla. Su padre era el conde Ribadeo; su madre, una prima lejana del rey Juan, el padre de la reina Isabel. Tenía por aquel entonces veinticinco años. Nos encontramos una noche de diciembre, el 21 exactamente, en la boda de una amiga común, la hija del marqués de Ferrol. ¿Describir aquel encuentro? ¿Intentar definir racionalmente lo que se produjo? Sería imposible. A ese estado se le suele llamar «un flechazo». La palabra es ridícula, pero no conozco otra. Si quisiera definir el sentimiento, diría que no es sólo un impulso del corazón, sino del alma; es decir, una fuerza mucho más intensa que sólo aparece una vez en la vida. Nos entregamos ciegos a la felicidad de amar, sin armas, sin desconfianza, derribando todas las murallas, porque sabemos, o creemos saber, que el otro es la parte maravillosamente complementaria y, por fin, recuperada de uno mismo. Mucho más tarde comprendí que esos amores, por reales, por auténticos que sean, son sólo tentativas de amar. Me atrevería a decir que son al amor lo que un esbozo a la obra concluida o el talento al genio.
El joven estrechó con más fervor la mano de Manuela, como si obtuviera de ese contacto fuerzas para proseguir.
—Imagino que el sentimiento era compartido —se atrevió a decir ella.
—Eso creí. Durante largo tiempo estuve convencido de ello. No imaginé que ese tipo de ardor pudiese ser unilateral. Me equivocaba. Podemos reconocer a alguien a quien hemos visto hace mucho tiempo, pero no es forzoso que el otro nos recuerde. Cristina Ribadeo no había advertido aquella parte de ella misma que estaba en mí, pero entonces yo lo ignoraba.
»Aquella noche —prosiguió tras una breve pausa—, nuestro diálogo fue del tipo que impone la promiscuidad de la gente que os rodea, aunque aspiréis a estar a solas con el otro. La fiesta estaba concluyendo. La separación nos acechaba y yo no sabía cómo ni dónde podría volver a verla. No me atrevía a nada, por temor, por pudor, por miedo al ridículo y, sobre todo, porque tenía la sensación de estar sumido en un sueño que, antes o después, concluiría. Y en una decisión totalmente insólita, fue ella la que dio el primer paso. Mencionó, como si tal cosa, que todos los domingos por la mañana iba a misa a la catedral y que, luego, se dirigía acompañada por su dueña a los jardines de Las Delicias. Bebí aquellas palabras como otras tantas indudables promesas de amor.
—¿No faltasteis a la cita?
—De ningún modo. En cuanto llegó el domingo fui a la catedral, me oculté tras una columna y la devoré con la mirada. Luego la seguí hasta los jardines. Cristina no era bella. Tal vez os sorprenda este detalle, pero eso permite imaginar hasta qué punto su personalidad era hechicera. Un amigo a quien hablé de ello me dio esta respuesta: «Si una mujer fea consigue que la amen, la amarán con locura, pues debe tener encantos más invencibles que la mera belleza». —Rafael soltó la mano de Manuela y apretó el puño—. Es bien sabido que en todo desierto hay espejismos. Cristina Ribadeo era mi espejismo. Volvimos a vernos en secreto, sin que nadie lo supiera, y menos que nadie su familia, que no la imaginaba vinculándose a un hombre indigno de su sangre. Y sin embargo, os aseguro que he podido ver en la mirada de hombres y mujeres nacidos en el mismo universo más tristeza que si su destino estuviera vinculado al de los miserables.
En aquel preciso instante de la narración, la voz de Vargas se impregnó de una vibración nueva.
—Nuestra relación duró casi cinco meses. No creo haber conocido nunca a un ser que amase con tanto fervor como doña Cristina. Tal vez os asombre, pero, paradójicamente, en vez de confortarme aquel amor provocó en mí un estado de profundo desequilibrio. Tenía la sensación de haber embarcado en un navío sin gobernalle, sin vela, entregado a los caprichos del océano.
Manuela frunció el entrecejo.
—Perdonadme, pero ¿cómo un amor compartido puede colocar a aquel que es su objeto en un clima de inseguridad? La situación inversa es la que suele sumir en la angustia.
—Naturalmente. Pero eso es así siempre y cuando los actos sucedan a las palabras. En Cristina Ribadeo nada era seguro, salvo su incapacidad para hacer que a sus deseos les siguieran decisiones concretas. El rechazo de la fatalidad es, en algunos, innato; en otros hay un miedo visceral de tener que nadar contra corriente. Qué queréis, la naturaleza es injusta. Las hadas que se inclinan sobre una cuna probablemente están allí por casualidad. Entre las que estaban junto a la pequeña Ribadeo, debió de hallarse el hada buena del bienestar y la fortuna, pero también el hada mala de la versatilidad. Y yo me hallaba a su merced. En seguida lo comprenderéis. Me reveló que desde hacía mucho tiempo estaba prometida a un hidalgo, Pedro de Ortega, hijo de un noble sevillano. Afirmó que no sentía nada por aquel hombre, a quien calificó de insípido y simple. Nunca, me juraba, uniría su existencia a la suya. Y añadía, con aquel fervor cuyo secreto sólo ella poseía: «¡Antes morir!». Sólo con hablar de ello, moría, en efecto, pero con el pensamiento y entre mis brazos. Declaraba regularmente que algún día hablaría con sus padres y les diría con firmeza y determinación que se negaba a casarse con Pedro de Ortega. «Porque os amo. Porque sois mi vida, mi corazón, mi hombre», se apresuraba a añadir.
Rafael volvió a posar su mano en la de Manuela.
—Con el paso del tiempo, me hice más apremiante. Un día exigí que pusiera fin a la mentira en la que vivíamos desde hacía varios meses. Me propuse ir al encuentro de su padre para revelarle nuestro amor. Ella no se opuso, aunque reclamó el plazo de una semana, no porque dudase de su elección, que era irrevocable, decía, sino para evitar que su padre, que se recuperaba de una grave afección pulmonar, se viera afectado por la excesiva emoción que aquella confidencia no dejaría de provocar en él. Y decidió, como si la idea acabase de ocurrírsele, permanecer toda aquella semana a la cabecera de aquel hombre. «Por el bien de nuestro amor —explicó—, para preparar al conde para mi visita».
—¿Y aceptasteis?
—¿Qué alternativa tenía? Yo estaba amordazado, atado, condenado a dejarme dirigir al igual que un ciego sigue a su guía —suspiró—. Habíamos acordado encontrarnos una semana más tarde, un viernes exactamente, junto a la fuente donde solíamos citarnos. La esperé. La esperé hasta que cayó la noche. Al día siguiente fui también. Y al otro, y cada día durante lo que me pareció una eternidad. Por fin, me convencí de que sus padres debían de haberla secuestrado porque, en un momento de sinceridad, les había revelado nuestro amor. Decidí pues acudir a su casa, resuelto a enfrentarme con todos los dragones de la familia Ribadeo. Era un domingo de mayo. Una primavera triunfal impregnaba el aire de Sevilla de los más suaves perfumes. Llamé a la puerta de la mansión. Me abrió una sirvienta. Tenía un aire arisco y unas arrugas de amargura ajaban su rostro. Hubiera debido sospechar que aquel personaje sólo podía ser portador de funestas noticias. Me anunció rudamente que doña Cristina no estaba en casa, ni tampoco el conde, ni miembro alguno de la familia. Cuando me extrañé, gritó: «¡En la catedral, están todos en la catedral!». Y aclaró, antes de darme con la puerta en las narices: «La señorita se casa».
Los dedos de Vargas se crisparon como si intentaran clavarse en la carne de Manuela.
—En ciertos momentos, el cerebro humano se niega a aceptar una realidad ante la que, en otras circunstancias, se habría inclinado naturalmente. Acudí, de todos modos, al pie de la Giralda, y hallé valor para penetrar en la catedral. Cristina Ribadeo estaba allí, efectivamente, arrodillada junto a Pedro de Ortega, aquel personaje a quien, pocas semanas antes, había calificado de «insípido» y «simple».
—¿Y qué hicisteis? No me diréis que…
Se había expresado con voz temerosa.
—Tranquilizaos. No organicé escándalo alguno. No quería añadir la humillación al sufrimiento. No. Me quedé hasta que finalizó la ceremonia. La aceché mientras recorría el pasillo central, del brazo de quien se había convertido en su marido. Pasó junto a mí. Me vio. En sus pupilas apareció un brillo en el que creí leer una emoción diluida, entre el malestar y la abnegación.
Vargas se levantó y se dirigió hacia una de las altas ventanas que daban al jardín del convento. Con la frente apoyada en el dintel, permaneció silencioso.
De la tierra empapada de agua brotaban húmedos aromas, reminiscencias de la pasada tormenta.
Manuela se levantó también y se aproximó a él.
—Puedo imaginar vuestro sufrimiento —dijo en voz baja—, pero ¿por qué cerrasteis la puerta a la vida?
—Sencillamente porque estaba muerto —repuso él sin volverse—. Me encontré de pronto sumido en una espantosa noche. Una noche sin estrellas, poblada de monstruos y espectros que se agarraban a mí e intentaban arrastrarme hacia abismos que presentía sin fondo. Rafael Vargas había dejado de existir; otro había tomado su lugar y nada podía yo contra él. No pasaba un solo instante sin que desfilaran por mi memoria, con la regularidad de los latidos del corazón, las palabras, los gestos, los sueños que habían poblado aquellos días compartidos con Cristina. Su imagen me obsesionaba; fuera donde fuese, su recuerdo permanecía agarrado a mis sienes, hasta el punto de que deseaba que, al volver una calleja, un asesino, un caritativo verdugo, me destrozara el cráneo para terminar de una vez con aquella tortura. Caminé días enteros por Sevilla, y siempre desembocaba en las orillas del Guadalquivir. Me sentaba allí fascinado por el agua, aspirando a acabar, a entregarme al río.
Manuela siguió escuchando, sumamente tensa.
—¿Y cómo recuperasteis la luz? ¿El gusto por la vida?
En un gesto tembloroso, ella adivinó que Vargas cerraba los dedos sobre el crucifijo que llevaba en el pecho.
El monje dio media vuelta.
—Gracias a la oración. Puesto que la fe en los hombres me había abandonado, sólo la fe en Jesucristo podía salvarme. Un día, cuando me hallaba a orillas del río, un hombre se dirigió a mí y, sin aguardar mi autorización, se sentó a mi lado. Me reveló que me había visto a menudo sin atreverse nunca a turbar mis reflexiones. Era un monje franciscano. Se llamaba Juan Pérez.
—¿El prior de la Rábida?
—Él era, en efecto. Por aquel entonces no ocupaba todavía esa función y vivía en el monasterio de San Nicolás, cercano a Sevilla, esperando su nombramiento. Me habló mucho aquel día; yo sólo escuché. Volvimos a vernos dos días más tarde y los días siguientes; pero entonces era yo quien me dirigía a San Nicolás. Obtuve en la calma de aquel monasterio un consuelo y una fuerza que nunca habría sospechado. Encontré en el contacto con aquellos monjes el apaciguamiento y, sobre todo, la reconciliación conmigo mismo. En una palabra: la paz interior. Unos meses más tarde, cuando le llegó a Juan Pérez la hora de marcharse a la Rábida, le pedí que me concediera el favor de seguirle. Aceptó, no sin ponerme en guardia. ¿Estaba totalmente seguro de querer tomar las órdenes? ¿No estaría mi decisión inspirada únicamente por la decepción y el despecho, por aquella resignación que evocabais vos en el claustro, el día en que os confié mi angustia ante lo que consideré, y sigo considerando, un crimen?
Ella aguardó a que prosiguiese sin expresar lo que pensaba al respecto.
—Estaba decidido. Ya no eran mis heridas las que me guiaban. Tampoco intentaba huir de mí mismo. Sólo deseaba entregarme a los demás, poner fin a aquel deseo de placeres temporales y, sobre todo, no ser de nuevo esclavo de mis sentimientos, no conocer otra vez lo que Juan Pérez denominaba, con cierto sentido del humor, «las paradas cardíacas».
—Pero sabíais muy bien que en aquel momento convertíais a todas las mujeres del mundo en Cristina Ribadeo.
—Es cierto. —Evitando su mirada, confesó con pudor—: Hoy ya nada es lo mismo.
Estaban muy cerca el uno del otro. Ella percibía el aliento del hombre y su voz le llegaba como en un sueño. La luz temblorosa de los candelabros los envolvía en un halo tranquilizador que les aislaba momentáneamente del mundo.
—Manuela, vos…
Ella posó un dedo en sus labios.
—No digáis nada. ¿De qué servirían las palabras?
Y sin embargo, muy a su pesar, impulsada por una fuerza irresistible, musitó:
—Os amo.
Él asió las manos de la muchacha, se las llevó a la mejilla para impregnarse de los aromas de su piel.
—Os amo.
Una oleada de inmensa melancolía pareció apoderarse súbitamente de ella.
—¿Somos el esbozo o la obra concluida? —preguntó.
—Desde que os conozco —respondió él, como en sueños—, sé que existen esbozos que poseen una calidez que la obra concluida nunca tendrá, que son el momento único en el que el alma del creador se extiende libremente por la tela, sin apresto, sin reflexión. Algunos esbozos son ya un fin.
Lentamente, la atrajo hacia sí. Manuela se abandonó, con el corazón enloquecido.
Cuando sus labios iban a tocarse, todo el cuerpo de Vargas se contrajo como por efecto de un intenso dolor. Se apartó de ella sin brusquedad y, huraño, miró el crucifijo que adornaba su pecho.
—Dios mío —susurró.
Aunque hubiera proferido un grito, la desesperación que su voz contenía no habría sido más intensa.