6
Soy García de Paredes, y además… pero me basta decir: español.
García de Paredes, La contienda
Al descubrir la traición de su fiel servidor, Ibn Sarrag había pasado de la más viva cólera al más profundo abatimiento. Ahora se hallaba desplomado entre los almohadones, atónito.
—Escuchadme —dijo Ezra en un tono que pretendía ser apaciguador—, no es el fin del mundo. Vuestro servidor ha huido, pero reflexionad un poco. ¿Con qué ha huido? Con unas pocas páginas manuscritas que, vos lo sabéis muy bien, están amputadas; unos enigmas tan complejos que sólo hay dos hombres en toda España capaces de sacar algo de ellos. Sin querer dar muestras de excesiva vanidad, sabemos que esos dos hombres somos vos y yo. Calmaos, pues. Intentemos más bien proseguir el trabajo que iniciamos.
El árabe se agitó, siguiendo el hilo de sus pensamientos.
—Se me escapa la razón que ha movido a ese individuo a robar los papeles. ¿Por qué? ¿Qué se ha imaginado?
—Creo que sorprendió nuestras conversaciones y, probablemente, dedujo que podía apoderarse solo del Libro de zafiro.
—Pero ¿para qué? Ese desharrapado no es ni un letrado ni un teólogo. En toda su existencia no ha dado muestras de la menor aptitud, salvo para servir.
—Lo ignoro, jeque Ibn Sarrag. Tal vez pensó que se trataba de un objeto precioso del que podría sacar provecho. Pero dejad ya de haceros mala sangre. El ladrón no se ha llevado la carta explicativa de Baruel, y eso es lo esencial. Reconoceréis que, sin ese documento, nadie puede comprender la utilidad de los Palacios. ¿No imaginaréis ni por un solo instante que alguien pueda descifrar esos textos codificados y, por añadidura, incompletos? Vamos, os lo ruego, recuperad la sangre fría y concentrémonos en algo más urgente. Tarsis…
Ibn Sarrag no pareció reaccionar a las frases del rabino. Con la mirada perdida, permanecía inmóvil. Sin embargo, anunció:
—Tarsis es la transcripción semítica de la palabra «Tartesos». Tartesos es el antiguo nombre del Tinto. Lo he comprobado.
Ezra lo contempló boquiabierto.
—¿El Tinto? ¿Os referís al río?
El árabe asintió.
—¿Estáis absolutamente seguro?
—Ya os lo he dicho, lo he comprobado.
Samuel lanzó un grito que debió de resonar en toda Granada.
—¡Prodigioso! Jeque Ibn Sarrag, ¡sois prodigioso!
Se precipitó sobre una hoja de papel y, frenético, comenzó a tomar unas notas. Al cabo de un rato levantó la cabeza. Temblaba de excitación.
—Escuchadme… ¡Estamos quemándonos! Nuestro guía es un hombre joven —proclamó con voz febril—. Ese joven vive en un lugar de oración. El lugar se halla sobre una colina. La colina está cerca de una villa regada por el Tinto. O, si lo preferís…, el Tartesos.
Esta vez, Sarrag pareció salir de su sopor.
—¿Cómo llegáis a la conclusión de que el lugar de oración se halla sobre una colina?
—Recordad el texto de Baruel: Y VIVIR MIENTRAS ESCRIBO EN LO ALTO DE LA COLINA DE SUAVE PENDIENTE, SOBRE LAS RUINAS DEL HADES. AL PIE DE ESTA COLINA DUERME EL HIJO DE JAVÁN. Nuestro guía vive en la cima de una colina, al pie de la cual corre el Tinto. —Para acabar su demostración, añadió—: Y SU SUEÑO MURMURA AL VERTERSE EN EL MAR. En consecuencia, encontraremos la colina en el lugar donde el río se vierte en el mar. Está claro, ¿no?
El jeque se incorporó rápidamente y fue a buscar un mapa de España.
—Veamos…
El rabino se reunió con él. Transcurrió algún tiempo.
—¡Huelva! —exclamaron casi al unísono.
—En efecto. Ahí desemboca el Tinto. Debe de haber más de cincuenta leguas. Está casi en la frontera con Portugal. Además, como sabéis muy bien, la guerra asola toda la comarca. La Vega ha sido casi sistemáticamente talada por las tropas castellanas. Desde la caída de Alhama, que dominaba la carretera de Granada a Málaga, Al Andalus es una inmensa encrucijada donde continuamente se cruzan en ambos sentidos las tropas moras y las de la hueste real.
—¿Tenemos elección?
El jeque insistió.
—Es un largo camino, Ezra. No subestimo vuestra resistencia, pero semejante viaje podría afectaros mucho antes de lo que imagináis. En cambio, si fuera yo solo a Huelva, po…
—¿Os estáis burlando? ¡Ni hablar! Los dos empezamos y los dos proseguiremos.
—Sed franco. ¿Teméis que os engañe?
El rabino se irguió, con las manos en las caderas.
—Pues bien, sí. Os respondo sin la menor vacilación: ¡sí!
—Está claro…
Sin esperar más, se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde vais?
—A despedirme de mis esposas y mis hijos.
El sol caía a plomo sobre la cabeza de los dos caballeros, mientras un persistente olor a cenizas impregnaba el aire hasta las raíces del cielo, ahogando los lánguidos perfumes del tomillo y el azahar. Sarrag había dicho la verdad. Desde que, seis días antes, habían salido de Granada, sólo habían atravesado tierras quemadas, campos asolados, molinos, granjas, aldeas enteramente devastadas. Ya habían presenciado algaradas en dos ocasiones, y escapado de milagro a las tropas de ambos bandos. Pues —y ahí estaba el doble peligro—, cuando no eran los musulmanes quienes mandaban expediciones para apoderarse de pastores y ganado, eran los destacamentos cristianos quienes tomaban la iniciativa.
A las huertas abandonadas habían sucedido paisajes arrasados, poblados unas veces por robles enanos, otras por madroños. Habían atravesado olivares todavía en pie, entrecruzados por brillos rojizos. En aquellas atormentadas horas, la tierra de Al Andalus hacía pensar en un cuerpo de mujer; desplegada unas veces, abierta a la vida; encogida otras ante la muerte y, sin embargo, invariablemente con el poder de engendrar.
Los dos hombres acababan de penetrar por el sur en el valle del Guadalquivir. Aquí la atmósfera parecía más apacible. Salvo una caravana cargada de trigo y centeno, victoriosa de no se sabía qué razzia, la mayoría de la gente que encontraban formaba parte de aquellos que solían recorrer los caminos de la península: chamarileros, muleros que transportaban lana o vino, comerciantes, pastores de la Mesta que se adentraban en las cañadas con sus rebaños, mensajeros que llevaban de posta en posta noticias de la corte, o monjes mercedarios que pedían limosna por todo el país para rescatar a los cautivos.
Algo inclinado sobre su caballo bayo, con un albornoz de lino y un casquete de lana púrpura en la cabeza, sudando a mares, Shahir ibn Sarrag abría la marcha. Unos pasos más atrás, Ezra, muy erguido, parecía indiferente a la fatiga y los embates del sol. Por razones que sólo él conocía, se había disfrazado: vestido de basto paño, con la cabeza cubierta por un sombrero negro de estrechas alas, y en los pies unos rústicos botines, parecía un campesino de la Mesta.
—Bueno, Sarrag, ¿lo soportáis?
—Pensad en vos, rabbi. Yo cuento con la protección de Alá. Desde que salimos —añadió el árabe sin transición— me preocupa una idea. Hemos descifrado lo fundamental del primer Palacio, pero quedan esas curiosas citas que se refieren al infierno y a los demonios.
Samuel entornó displicentemente los ojos.
—Tampoco yo las he olvidado, pero ¿quién sabe? Tal vez en Huelva encontremos la explicación.
—O el infierno…
El jeque señaló un punto que había ante ellos, a un lado del camino.
—Una venta. Nos quedan todavía cuatro horas de camino antes de llegar a Sevilla. Propongo que hagamos ahí un alto, hasta que el sol se vuelva más clemente.
Lanzaron sus monturas al galope. Unos minutos más tarde se detenían ante un edificio encalado, mal construido y de aspecto poco acogedor.
Entraron con los caballos en un refugio que parecía un establo.
Ibn Sarrag vio a un chiquillo, improvisado palafrenero que estaba almohazando a una mula.
—¡Pequeño! Ocúpate de nuestras monturas.
El niño se apresuró a obedecer.
Vaharadas de aceite rancio impregnaban el aire de la sala. Ibn Sarrag y Ezra intercambiaron una mirada de resignación y se instalaron en la primera mesa disponible.
—¿Qué tomaréis? —preguntó el árabe.
—Qué pregunta —masculló Samuel—, ya sabéis que aquí todo se reduce a dos platos, un mendrugo de pan negro y… una cuenta exhorbitante.
—Ezra, reconoced que, en lo que a la comida se refiere, sois un verdadero pelmazo.
Sin esperar la respuesta del rabino, Ibn Sarrag llamó al mesonero. Éste se plantó ante ellos, con la panza por delante y los bigotes mugrientos.
—Buenos días…
—Queremos comer —dijo Ibn Sarrag.
—Hay tortilla, garbanzos, huevos fritos con tocino y, como todos los viernes, bacalao.
—Muy bien, judías y lentejas.
—Una de garbanzos. ¿Y vos, señor?
—Una tortilla. Pero antes me gustaría comprobar la calidad de los huevos.
El mesonero lo miró, pasmado.
—¿La calidad de los huevos? Pero si son del día. ¡Irreprochables!
—No lo dudo. De todos modos, quisiera comprobarlo.
Ibn Sarrag dio una patada por debajo de la mesa a la tibia de Samuel.
—Dejad ya esa comedia —masculló entre dientes.
Su interlocutor le dirigió una mirada asesina y prosiguió el diálogo.
—¿Es fresco el bacalao?
—Señor —se impacientó el mesonero—, ya os he dicho que aquí todo es de excelente calidad.
—Vaya por el bacalao.
—Si tenéis sed, tengo un tonel de vino de Jerez.
—No, nada de vino. En cambio, una jarra de agua será bienvenida.
El mesonero se inclinó y se dirigió a la cocina.
—Ezra —protestó el árabe—, ¿cuándo vais a terminar con esa comedia? Si quisierais llamar la atención a toda costa sobre vuestro judaísmo, no actuaríais de otro modo.
—No veo por qué os pone en ese estado que yo quiera comprobar la calidad de los huevos.
—Ya veis que tenía razón hace un momento, cuando os he dicho que erais un pelmazo. Desde que salimos de Granada, alimentaros ha sido una verdadera hazaña. ¡Como si no bastara con recorrer un país en guerra! —Contando con los dedos, enumeró—: Os ofrecen una tortilla: no. ¿Por qué razón? Por miedo a que uno de los huevos utilizados tenga aunque sólo sea una microscópica gota de sangre. Os ofrecen carne: no de nuevo. El animal tiene que haber sido degollado por un matarife ritual, vuestro shochet, y además haber sufrido un tratamiento de una complejidad que…
—¿Habéis terminado?
—¡No! ¡Y no un animal cualquiera! ¿Por qué? Por una historia de pezuñas y rumiantes. La liebre os está prohibida porque rumia aunque no tiene pezuñas; el cerdo, porque tiene pezuñas aunque no rumia; el caballo…
—Querido amigo, en lo que al cerdo se refiere os recuerdo que no me vais a la zaga.
—Es cierto, pero eso y el alcohol es lo único que me está prohibido. Mientras que, para vos, incluso la vajilla puede llevar al pecado. Necesitáis una para la carne, otra para los lácteos. Vos…
—¡Esto es el colmo! —El rabino señaló con el dedo a Sarrag—. ¿Y si os recordara a mi vez que os está prohibido orinar sujetando la verga con la mano derecha? ¡Os está prohibido satisfacer una necesidad natural mirando a La Meca o de espaldas a ella! Sólo podéis hacerlo de cara al este o al oeste. ¿Y si os recordara también que en el desierto debéis limpiaros el culo utilizando un número impar de piedras? —Recobró el aliento y concluyó con firmeza—: Jeque Ibn Sarrag, o ponéis fin a vuestra estúpida letanía, u os dejo aquí y prosigo solo mi camino.
El árabe alzó los ojos al cielo.
—Pero ¿por qué, Alá, por qué habéis unido mi destino al de este individuo?
Se retiraron cada cual a su rincón, limitándose a observar a la gente que les rodeaba. Los personajes reunidos eran, en cierto modo, el espejo de la España de aquel año 1487. La mirada de Ibn Sarrag se detuvo en un hidalgo enfundado en una collera de tela blanca encañonada y almidonada, y cuya cabeza daba la impresión de que descansaba sobre ella como una sandía en una fuente de encaje. La capa parecía algo gastada, y las plumas y cintas que adornaban el sombrero tenían un aspecto mustio. El árabe se preguntó si el hombre sería un hidalgo «de sangre», puro y noble por excelencia, o, más modestamente, un hidalgo «de bragueta» que gozaba de exención fiscal por el mero hecho de haber tenido… siete hijos varones. Fuera como fuese, su destino no era realmente envidiable: el hidalgo no posee, como los grandes, vastos territorios y numerosos vasallos; los altos cargos, los mandos de prestigio no son para él. Y algo más triste todavía: no interviene en las intrigas palaciegas. Su único capital es ese honor recibido como herencia de un linaje de ancestros que combatieron y siguen combatiendo por la fe. Lamentablemente para él, cada vez quedan menos moros en tierras de España, y el honor es escaso.
En la mesa vecina, la silueta inclinada de un caballero, con la espada enfundada, se recortaba como sobre el fondo aceitoso de una tela. Llevaba calzas acuchilladas y camisa de cuello almidonado, y de su actitud no emanaba tanta tristeza.
Más lejos había una pareja de gitanos. Perdidos, a decir del pueblo, vagabundos, folloneros, mentirosos y estafadores.
Al fondo de la sala, unos miembros de la Santa Hermandad ofrecían, por su parte, la apariencia del rigor en marcha. Aquel ejército de milicianos que en el pasado viera varias veces la luz, había acabado por completarse gracias al impulso de Isabel y Fernando.
Su misión era hacer reinar el orden y la ley en las provincias. El castigo se infligía en el lugar de los hechos, instantáneamente y de modo ejemplar. Los autores de un robo de más de cinco mil maravedíes eran condenados a que les cortaran un pie; los autores de un crimen eran ejecutados a campo abierto, atados en el primer árbol y asaeteados.
Algunos decían que ése era un mal menor, que antes de la instauración de la «Santa Hermandad» la inseguridad se había adueñado del país, los ladrones la emprendían impunemente con toda clase de bienes, se incendiaban casas y cosechas, se cometían asesinatos, y la justicia parecía impotente para encontrar o castigar a los criminales. De modo que…
El jeque se inclinó para examinar mejor al último personaje: el monje. ¿Era un efecto de su imaginación? Creyó entrever en los reflejos de su tonsura aquella España a la que Isabel y su esposo aspiraban desde que gobernaban la península. Una España una, santa, católica y apostólica.
Una España que soñaba en su próxima liberación, a fin de que jamás mente alguna recordara en lo sucesivo la palabra «mozárabe», que denominaba al cristiano que vivía en territorio musulmán, pues Granada iba a caer muy pronto y no quedaría ya territorio musulmán alguno; a fin de que nunca volviera a pronunciarse la palabra «mudéjar» para hablar del musulmán que vivía en territorio cristiano, pues Granada iba a caer muy pronto y no quedarían ya musulmanes. Los tiempos de Alfonso VII, que se hacía proclamar «emperador de las tres religiones», habían pasado definitivamente. Mañana el olivo se parecería a la palmera, el hibisco al limonero, se eliminarían todos los perfumes para que sólo subsistiera uno.
Sarrag miró a Ezra con expresión enfurruñada. Estaba claro que sus pensamientos habían hecho la misma andadura.
El árabe prosiguió en voz alta su reflexión.
—¿Conocéis la leyenda de la puerta de Yusuf, en Granada?
—He oído hablar vagamente de ella, pero os confieso que no la recuerdo bien.
—Es una de las puertas que llevan a la Alhambra. Fue construida hace más de un siglo por el sultán Yusuf Abu al-Haggag, que reinaba por aquel entonces. Dos símbolos de esa puerta llaman la atención de los creyentes.
Ezra le interrumpió.
—Cuando habláis de «los creyentes» supongo que os referís sólo a los musulmanes, claro.
—Evidentemente. En la arcada exterior de la puerta —prosiguió Sarrag, imperturbable— hay grabada una mano con los dedos extendidos, pero no separados; en la arcada interior, una llave. Como bien sabéis, la mano está ahí para conjurar el mal de ojo; es una constante entre los árabes. Por lo que a la llave se refiere, representa la primera azora, la Fatiha, «la Apertura». Pero esos dos significados eran demasiado simplistas o demasiado profundos para los granadinos, que les dieron otra explicación: «Cuando la mano coja la llave, Granada será conquistada». Ignoro qué pensáis vos de las supersticiones, pero desde el último temblor de tierra la mano se ha acercado a la llave… Está ya a tan sólo una pulgada.
El rabino frunció el entrecejo.
—Imaginad que soy supersticioso…
—De todos modos, el combate es desigual. Por un lado tenemos una organización sin fallos, una inquebrantable voluntad política representada por Fernando e Isabel; por el otro, un emirato reducido que posee el encanto del pasado, en ocasiones el gusto por el heroísmo, pero que está cada vez más aislado del mundo exterior. Un año, dos, cinco… Ignoro la hora final, pero algún día diremos que Al Andalus será pasado.
—Me pregunto qué sucederá con los árabes que permanecen en la península, con los árabes y con nosotros, los judíos.
Ibn Sarrag esbozó una triste sonrisa.
—Se exiliarán, sin duda…, a no ser que se vuelvan buenos cristianos.
La llegada del mesonero puso fin al diálogo.
—Aquí está, señor. Garbanzos y bacalao, y una jarra de agua fresca.
Se lo agradecieron con una inclinación de cabeza, pero ambos sabían que habían perdido el apetito.
Creyeron que tendrían las suficientes energías para llegar a Sevilla antes de que la noche hubiera caído, pero la edad, la falta de costumbre y aquel sol metálico acabaron por resultar más fuertes. Amordazando su orgullo, Sarrag se rindió el primero.
En plena campiña andaluza, bajo un cielo tachonado de estrellas, habían improvisado una hoguera y se habían dejado caer sobre la hierba, destrozados, con el cuerpo dolorido.
—Lo siento, rabbi… Aunque el Libro de zafiro hubiera estado a tan sólo una legua, habría sido incapaz de dar un paso más.
—No carguéis con la culpa, Sarrag. Si el Libro de zafiro hubiera estado ahí mismo, a un paso, yo no habría podido ni tender la mano. Mirad, es preciso saber resignarse y reconocer el instante en que nuestra juventud nos abandona. —Ezra cruzó las manos bajo la nuca y prosiguió como si hablara consigo mismo—. En el fondo, el cuerpo que tenemos… ¡qué fardo! Espero que el día de la resurrección nos veamos libres de estas vísceras, de estas imbéciles tripas y del cortejo de males que las acompañan. El día de la resurrección… —repitió como un eco—. Inch Allah, como decís vosotros.
Sarrag se incorporó, un tanto sorprendido por el tono neutro que su compañero había empleado.
—Sin duda me equivoco, pero parecéis no creer mucho en ella.
—Creo, creo, amigo mío, creo con todo mi ser. Lo que habéis advertido en mi voz era ajeno a cualquier duda; se trataba simplemente de nostalgia. Ruego a Adonai que ese día llegue pronto. Mañana.
Una risita agitó el pecho de Ibn Sarrag.
—Muy impaciente me parecéis.
—Tenéis razón. Lo estoy. —Samuel se apoyó en un codo y prosiguió con inesperado fervor—: Los hombres están locos. Los hombres están enfermos. En el instante preciso en que abandonan la infancia, les domina la demencia. Comienzan a gesticular, a desplazar el aire, a correr tras las nubes, esperando en su locura poder alcanzarlas. Son como gente que sufre y a la que se ha privado de opio. —Se dejó caer de espaldas y repitió—: Los hombres están locos.
—¿Y nosotros, rabbi Ezra, no creéis que también nosotros estamos locos? ¿Qué hacemos aquí, en plena noche, en este rincón perdido de Al Andalus? ¿No es una pura inconsciencia? Abalanzarse hacia lo desconocido confiando en unas páginas legadas por un amigo, ¡porque este amigo nos asegura haber descubierto una tablilla que habla! ¡El apoteosis de lo irracional! Una piedra equívoca que detenta, al parecer, un mensaje divino del que lo ignoramos todo. Y también ignoramos si aquel ser querido fue víctima de una alucinación. ¿Le llamáis a eso «razón», rabbi?
—Jeque Ibn Sarrag, habéis hablado de lo irracional. Desde Tolomeo, y aun mucho antes, los sabios han procurado explicar el curso del universo. Han dedicado su vida a esa búsqueda y han desaparecido sin haber encontrado una explicación. ¡Oh, sí, claro! Innumerables teorías llenan la historia, pero ni la más mínima certidumbre, sólo suposiciones. Ahora bien, si tuviera que aplicar vuestro razonamiento, según el cual puesto que no hay explicación las cosas son irracionales, ilusorias, entonces el mundo, la naturaleza, la vida, este cielo que vibra, las estaciones, la facultad de amar no tendrían razón de ser, puesto que no han sido explicadas. Y sin embargo estamos vivos. La tierra existe y existimos. ¿Dónde está entonces lo irracional? ¿Dónde comienza y dónde termina? ¿Por qué va a ser más absurda nuestra búsqueda que el hecho elemental de vivir? Si aceptáis vivir, aceptáis al mismo tiempo jugar una partida de ajedrez donde los peones son espejismos, emociones, movimientos furtivos. Nada es real, salvo en nuestra imaginación.
—O en la imaginación de otro. Más allá de nosotros mismos…
—Una entidad grandiosa. El pensamiento de…
—¿De Alá…?
—De Yod, He, Vav, He.
Una ráfaga de viento hizo danzar el follaje.
—Volvamos a lo racional, pues —dijo Ibn Sarrag como si quisiera romper la atmósfera ensoñadora en la que su diálogo los había sumido—. Una vez en Huelva, ¿cómo podremos identificar el lugar dé oración?
—Encontrando primero la colina.
—Es fácil decirlo. ¿Y si hubiera varias colinas alrededor de la ciudad?
—En ese caso, dudo mucho que en lo alto de todas ellas hayan construido un lugar de culto. —Ezra se puso de costado, presentando la espalda al jeque—. Buenas noches, Sarrag —añadió—. Mañana será otro día.
El árabe no respondió. Estuvo unos instantes mirando las estrellas y, luego, cerró los ojos.
—¡Arriba!
Sarrag no tuvo tiempo de apartar la manta de lana bajo la que había pasado la noche. Una patada le alcanzó en el estómago, arrancándole un grito de dolor. Tendido a su lado, el rabino —cuya avanzada edad había debido de despertar algún instinto caritativo— conocía una suerte más clemente. Le obligaron a ponerse de pie, pero sin violencia. Una veintena de hombres armados formaba un círculo a su alrededor. Ni Ezra ni el jeque les habían oído llegar. Por el modo en que iban vestidos, no cabía duda de que se trataba de militares nazaríes.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —gritó uno de los individuos con aspecto de ser el jefe.
El jeque se había sobrepuesto y mantenía la cabeza alta, muy dueño de sí.
—Ignoro quién eres, pero evidentemente desconoces por completo el sentido del honor. ¿Así se comporta un árabe con su hermano?
A guisa de respuesta, el hombre le propinó un resonante bofetón.
—¡Hijo de perra! ¿Cómo te atreves? —replicó, al tiempo que desenfundaba un alfanje de acero tornasolado y apuntaba con él la yugular de Sarrag—. Contempla tu muerte —anunció con voz dura.
—Deteneos —protestó Ezra—. ¡No tenéis derecho!
—Apenas te mantienes en pie, anciano… Guarda tu aliento para lo que te queda de vida.
—No tenéis motivo alguno para actuar de esta suerte. No somos culpables de nada.
La hoja rozó la mejilla del rabino, que permaneció impávido.
—Basta ya de cháchara. Decidme más bien qué estáis haciendo y adonde vais.
Ezra decidió responder.
—Nos dirigimos a Huelva.
—¿A Huelva? ¿Por qué razón?
—Por el placer de viajar —dijo Sarrag con ironía.
—El placer de viajar —repitió el militar—, claro. ¿Y de dónde venís?
—De Granada.
—Pues hace ya tiempo que viajáis por la región.
—Así es.
—¿Sin objetivo preciso?
—Acabamos de deciros que vamos a Huelva —respondió Ezra con impaciencia.
—Sí, pero no por qué motivo. ¿Sois acaso mercaderes?
—No —repuso Sarrag—. Simples viajeros.
El militar señaló con el índice el sombrero negro y los botines de Ezra.
—Vas vestido como un campesino de la Mesta.
—En efecto…, lo soy —dijo el rabino, vacilando un poco.
—Sin carro, sin ninguna clase de género… ¡Detenedlos! —ordenó de pronto el soldado.
En unos segundos se encontraron con las muñecas atadas a la espalda.
Sarrag intentó protestar de nuevo.
—¡Esto es una insensatez! ¡Decidnos al menos de qué nos acusáis!
—No sigas haciéndote el listo, hermano. Sabes perfectamente de qué se trata. Ayer por la noche, a una legua del pueblo de Alhendín, una caravana de víveres y municiones que se dirigía a la fortaleza sitiada de Montejícar fue interceptada por un destacamento castellano. Pero los cristianos no tenían medio alguno de conocer la presencia de una caravana en esta región. Les avisaron; les guiaron incluso. Esta misma mañana hemos tenido la confirmación de ello: ha sido obra de unos traidores.
El estupor se pintó en el rostro del jeque.
—Y los traidores…
—Dos árabes: el primero de unos sesenta años, de estatura media, cuello ancho, barba canosa y tupida, cejas pobladas. El segundo más viejo, de rostro anguloso, muy alto y delgado.
—¿Y si os dijese que mi compañero es judío?
Un brillo iluminó las pupilas del militar.
—¿Yehudi?
Sarrag asintió.
—Bueno, no me extraña. Llevan la traición en la sangre. De todos modos, judío o no, os devolveremos a Granada.
Ezra dirigió una mirada de desesperación a Sarrag. Estaban viviendo una pesadilla.
—No comprendo nada —exclamó el jeque—. ¿Por qué a Granada?
—Para poneros en manos de mis superiores, y luego… —Dibujó en el aire un nudo corredizo—. Colgados, hermanos…, seréis colgados. Y dad gracias a Alá, pues si no hubiese recibido órdenes habría arreglado la cosa aquí mismo.
Sarrag abrió la boca para expresar su furor, pero no tuvo tiempo. Le dieron un fortísimo golpe en la nuca y se desplomó inerte.
Burgos
El padre Álvarez se preguntó si estaría siendo víctima de una mistificación. Las páginas que el joven, un árabe de Granada, acababa de entregarle, se parecían asombrosamente al documento hallado en el domicilio de aquel marrano cuyo nombre había olvidado. ¿Cómo se llamaba? Barel, Barual… El mismo estilo pomposo, las mismas frases incompletas, un montón de símbolos bíblicos lanzados al azar. Salvo que esta vez no se trataba de una página, sino de diez. Álvarez se pasó nerviosamente la palma de la mano por la tonsura y dijo:
—Repíteme tu nombre.
—Solimán Abu Taleb.
—Afirmas que has encontrado estos documentos en el gabinete de trabajo de tu señor.
—Así es…
—Supongo que los habrás leído.
El joven asintió.
—Muy bien. En ese caso has podido constatar, como yo, que nada de comprometedor hay en ello. Se trata pura y simplemente de un galimatías y, por lo tanto, carece de toda consistencia. Explícame qué interés puede tener esto para el Santo Oficio.
—Ya os lo he dicho. Están relacionados con la seguridad del país y la de vuestros hermanos católicos. Si hubierais escuchado la conversación entre mi señor y su visitante judío, como yo tuve ocasión de hacer, habríais llegado a la misma conclusión: se trata de una conjura.
El padre Álvarez se arrellanó confortablemente en su sillón.
—¿Quieres repetirme con la mayor fidelidad posible lo que oíste?
—El jeque dijo: «Si fuera así, imagino que sois consciente de que estaríamos ante la más fantástica, la más formidable adquisición de toda la historia de la humanidad. ¡La prueba de la existencia de Dios!».
El sacerdote dio un respingo, como si un rayo acabara de caer en la estancia.
—¿Cómo?
El joven se disponía a repetirlo desde el comienzo, pero el sacerdote ordenó:
—Sólo la última frase.
—«La prueba de la existencia de Dios».
—¿Son ésas las palabras que pronunció? ¿Estás seguro?
—Alá es mi testigo. Lo juro.
Álvarez se acarició de nuevo la tonsura. Decididamente, la historia tomaba un giro como mínimo inesperado. Hizo una profunda inspiración e invitó al árabe a proseguir.
—El rabino respondió en seguida: «Olvidáis añadir un detalle. Sería, en un plazo más o menos breve, la aniquilación de todo el sistema político y religioso que gobierna España desde que fue instaurada la Inquisición». El jeque replicó: «No veo muy bien la relación». Y el judío dijo: «La descubriréis el día que descifréis el contenido del mensaje».
—¿El mensaje? ¿Qué mensaje?
El árabe abrió las manos en señal de impotencia.
—No lo sé. Sólo habló de «mensaje».
—¿Y luego?
—Por desgracia me resultó imposible escuchar el resto de la conversación. La esposa de mi señor me reclamó y tuve que ayudarla en las tareas domésticas. Sin embargo, pasé una o dos veces ante el despacho y agucé el oído. Pude captar fragmentos de frases en las que se hablaba de un plan y de un nombre que aparecía sin cesar: Aben Baruel.
«Aben Baruel —pensó Álvarez—. Ese era el nombre del marrano».
De modo que el árabe decía la verdad. Si verdaderamente se trataba de una conjura, debía informar en seguida a quien correspondiese. Sin embargo, su experiencia le susurraba que desconfiara de todo y de todos; incluso de los delatores. Si por casualidad el árabe pretendía enmarañar las pistas, si era un simple peón hábilmente manipulado por otros, había que responder. Álvarez decidió actuar con mucha astucia.
—Solimán —comenzó con voz dulzona—, ante todo debes saber que te agradecemos tu gestión. Estoy convencido de que te la ha inspirado tu sentido del deber. Pero… —Hizo una pausa y señaló con la mano los documentos que había ante él—. Realmente no veo en qué puede interesar este asunto al Santo Oficio —añadió.
El joven dio literalmente un brinco.
—¿Cómo?
—Tranquilízate. Es evidente que desconoces las reglas a las que estamos sometidos. Te las expondré brevemente. La primera misión del Santo Oficio es perseguir a los judíos conversos que permanecen fieles a las creencias de sus antepasados. A los judíos conversos, insisto, pues a veces reina cierta confusión entre la gente. No perseguimos a todos los judíos; sólo a aquellos que aceptaron integrarse en el seno de la Iglesia y que, una vez bautizados, traicionan en secreto el juramento prestado. Otro aspecto de nuestra misión es castigar a quienes llevan a cabo actos o pronuncian frases contra la fe o la Santa Inquisición. Tenemos igualmente poder para aprehender y prohibir la publicación de ciertas obras susceptibles de mancillar las almas o sembrar la turbación en los espíritus. Finalmente, debemos perseguir y detener a los sodomitas y los brujos. Aclarado este asunto, dime en qué puede afectar a tu señor cualquiera de esas acusaciones.
El sirviente recitó con aire desesperado:
—«¡La aniquilación de todo el sistema político y religioso que gobierna España desde que fue instaurada la Inquisición!». ¡Dijo eso! ¿Qué más queréis?
—No es bastante. Digan lo que digan nuestros contradictores, el Santo Oficio no practica una justicia ciega. Está basado en principios de derecho. De lo contrario, ¿crees que daríamos tantas garantías a los acusados? Por ejemplo, exigir que las declaraciones de los testigos sean confirmadas por personalidades independientes a la investigación. ¿Les proporcionaríamos la asistencia de un abogado si estuviéramos desprovistos de equidad?
Por supuesto, el padre Álvarez omitía precisar que las personalidades «independientes» eran sacerdotes, buenos y píos servidores de la Iglesia a quienes les costaría mucho oponerse a sus hermanos, y que el abogado lo designaba la propia Inquisición.
—Antes de que salgas de aquí —prosiguió con voz serena—, me gustaría saber por qué tienes tanto empeño en que el tal Ibn Sarrag pierda la cabeza. Al fin y al cabo eres árabe y musulmán como él. ¿Por qué, entonces?
El servidor repuso, levantando la frente:
—¡Tengo mis razones!
—¿Dinero?
—¡Nunca!
—¿Qué, entonces?
—Os lo repito: tengo mis razones. ¿De qué iba a serviros conocerlas?
El sacerdote no insistió.
—De acuerdo. Por el momento lo dejaremos así.
El joven se disponía a pronunciar una parrafada de protesta, pero Álvarez lo detuvo con un firme gesto de su mano.
—La entrevista ha terminado.
Solimán se levantó, furioso.
—¡Lo lamentaréis! ¡Lamentaréis haberos tomado este asunto a la ligera!
Acto seguido dio un violento portazo que hizo temblar el artesonado.
En cuanto estuvo solo, el sacerdote se levantó y se dirigió hacia una puerta oculta. Tenía que hacer dos cosas: la primera, dar órdenes para no perder la pista del árabe; la segunda, comunicárselo en seguida a Torquemada.