3
Dale una limosna, mujer, pues en la vida no hay peor desgracia que ser ciego en Granada…
Granada, 6 de mayo de 1487
La mano diestra de Samuel Ezra mesaba nerviosamente la afilada punta de su barba. Hizo una mueca. Hoy más que nunca, sus torpes dedos, corroídos por la artritis, le hacían sufrir horriblemente.
Leyó de nuevo el último párrafo de la carta de Aben Baruel y se oyó decirle al joven que aguardaba, silencioso, sentado al fondo de la estancia:
—Tu padre era mi más querido amigo… Mi más querido amigo —repitió con insistencia.
—Lo sé, rabbi Ezra. Y era un sentimiento compartido. Mucho antes de conoceros, lo sabía todo sobre vos. Incluso en mis más remotos recuerdos, dos nombres aparecen sin cesar en boca de mi padre: el vuestro y el de Sarah, mi difunta madre.
El rabino inclinó silenciosamente la cabeza. Un candelabro iluminaba su rostro anguloso, casi macilento. La luz hacía una pausa en su frente abrumada por las arrugas, se deslizaba como a trompicones a lo largo de la nariz y se detenía un breve instante en las grises ojeras antes de diluirse en el azul celeste de los ojos, único claro en aquel conjunto torturado y sombrío. ¡Qué contraste con la resplandeciente juventud de Dan Baruel! Una veintena de años se oponían a los setenta de Ezra. Dos existencias: una en el alba, la otra en el ocaso.
Qué penosa era esa emoción que, formando una bola, se había insinuado en él y cuyo origen conocía perfectamente. No tenía nada que ver con la información —por extraordinaria que fuera— que contenía la carta de su amigo; era sólo pesadumbre. Una inmensa pesadumbre y, tal vez también, la súbita percepción de un nuevo fragmento de vida que se alejaba.
De pronto se oyeron unas detonaciones ahogadas por la lejanía; luego unos cañonazos. Gritos. Una nueva salva.
Dan, asustado, dio un respingo.
—Pero ¿qué pasa?
—Son esos árabes locos, que vuelven a destrozarse.
—¿Entre sí? Creía que estaban en guerra con los castellanos.
—Sería muy largo de explicar. Digamos que desde hace varios meses una guerra civil sucede a otra guerra, y que al ritmo que van las cosas ya no quedará un solo guerrero granadino vivo para enfrentarse con los castellanos. Isabel y Fernando podrán conquistar la ciudad con las manos vacías. Volvamos a la carta. Está fechada el 3 de febrero. Estamos a 6 de mayo. ¿Por qué has esperado tanto tiempo para manifestarte?
—No he hecho sino respetar las indicaciones que mi padre me había dado. Al hacerme depositario de estos documentos, insistió en que en ningún caso debía entregároslos sin tener la seguridad formal de su muerte. Pues bien, su encarcelamiento duró casi dos meses. El auto de fe tuvo lugar el 28 de abril.
Ezra contuvo una arcada.
Auto de fe. El auto público de fe. La locura de los hombres resumida en unas pocas palabras. En el espíritu del rabino, una serie de imágenes comenzó a desfilar entrecortadamente. «Renegar de la fe conduce al castigo», pensó a su pesar, para reprocharse de inmediato esa reflexión que —lo sabía en su fuero interno— era tan simplista como injusta.
—Ahora estás solo en el mundo.
—Huérfano, rabbi, pero no solo. Estoy casado.
—¿Casado? ¿A los veinte años?
—Tengo veintiséis.
—Entonces ya no vivías con tu padre. Y en ese caso, esos documentos…
—Mi mujer y yo vivimos en Cuenca. Allí vino mi padre a buscarme. Y debo regresar en seguida —se apresuró a precisar—. Tengo un niño de dos años y mi trabajo me espera.
—¿Qué haces?
—Tengo un puesto en casa de un curtidor.
—Ni hablar de marcharte en plena noche. ¿Has comido?
El joven rechazó el ofrecimiento con un gesto tímido.
—Sí, sí, debes comer algo. Cuenca no está ahí al lado. Y también tienes que descansar. ¡Teresa!
Se oyó un ruido de pasos y apareció una sirvienta: formas curvas, delantal atado a la cintura, cabello de azabache recogido en un moño, cara redonda. Unos cuarenta años.
—Teresa, encárgate de alimentar a este muchacho. Ha hecho un largo viaje. Y prepara una cama. Dormirá aquí esta noche.
La mujer asintió y, con un movimiento afable, indicó a Dan que la siguiera.
Una vez solo, Ezra observó con mirada vacilante el «plano detallado, elaborado en forma de indicios» que su amigo difunto le había legado. ¿De dónde salía aquella sensación de malestar, aquel sentimiento de aguda curiosidad mezclada con temor? Hizo una profunda inspiración y se sumergió en el estudio del documento.
¿Cuánto tiempo duró su lectura? No hubiera podido decirlo. Cuando se incorporó, las velas expiraban. La cera fundida y endurecida de nuevo había cubierto por completo de estalactitas los brazos del candelabro. Las mechas se habían retorcido. Era previsible que iban a apagarse. El alba apuntaba por los postigos entornados.
Ezra permaneció inmóvil, deshecho a causa de la fatiga y la confusión. Apenas oyó la voz somnolienta de Dan Baruel, que le preguntaba:
—Rabbi… ¿habéis pasado toda la noche en vela? ¿No os encontráis bien?
La respuesta fue inmediata.
—¡No! ¡No me encuentro bien!
—¿Queréis hablar de la carta de mi padre?
—No es la carta el motivo. —Golpeó las páginas con su deformado índice—. El manuscrito está incompleto.
El muchacho, desconcertado, se aproximó.
—¿Qué queréis decir?
—Quiero decir, hijo, que por razones que no me explico tu padre se ha permitido una broma a mis expensas. —Sin darle tiempo a replicar, Ezra prosiguió—: Escúchame atentamente. El texto es una especie de libreta dividida en ocho partes desiguales. Cada una de estas partes está encabezada por la palabra «Palacio». No me pidas que te explique el sentido de este término ni las razones por las que tu padre ha considerado útil emplearlo. Te basta con saber que podría sustituirse «Palacio» por «Capítulo». ¿Me sigues?
El joven asintió.
—A primera vista, el lenguaje es incoherente, denso; escapa a la comprensión. Imagina un paisaje cuyos colores y formas hubieran estallado. Un decorado invertido. O, mejor aún, piensa en el retrato de un hombre en el que cada uno de sus rasgos hubiera sido sustituido por un símbolo que no tuviese nada de humano. Sin embargo, te lo aseguro, el texto es de un extraordinario rigor.
—De hecho, mi padre concibió lo que se llama un «criptograma».
—Exactamente. Sin embargo, y es eso lo que me desconcierta, la mayoría de las frases que lo componen están inconclusas. Mira.
Dan se inclinó por encima del hombro del rabino y leyó:
PRIMER PALACIO MAYOR
BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.
EL NOMBRE ESTÁ EN 6.
EN ESE MOMENTO INTERROGUÉ AL PRÍNCIPE DE LA FAZ. LE DIJE: ¿CUÁL ES TU NOMBRE? ÉL ME RESPONDIÓ… ¿FORMABA PARTE…? YO, QUE ME CRUCÉ CON ÉL, PENSÉ POR UN TIEMPO EN LLAMARLE CON EL NOMBRE DE AZAZEL. ME EQUIVOCABA. SU ERROR FUE SÓLO CODEARSE… Y ACHMEDAI, Y VIVIR MIENTRAS ESCRIBO EN LO ALTO DE LA COLINA DE SUAVE PENDIENTE, SOBRE LAS RUINAS DEL HADES.
AL PIE DE ESTA COLINA DUERME EL HIJO DE JAVÁN, Y SU SUEÑO MURMURA AL VERTERSE EN EL MAR: CREO QUE NO EXISTE… CREEN LOS HIJOS DE ISRAEL. ESTOY ENTRE…
El joven tuvo que leerlo dos veces antes de atreverse a declarar:
—¡Es un verdadero rompecabezas!
—Ya te lo advertí. Pero insisto: aquí hay rigor. Codificado, pero lo hay. Naturalmente, no todo el mundo puede descifrar esta amalgama de símbolos, y no era éste, además, el deseo de tu padre. Tan sólo un cabalista que al mismo tiempo fuera un erudito excelente tendría posibilidades de hacerlo. Aben no dudaba de que ese cabalista pudiera ser yo.
—Y sin embargo, hace sólo un momento habéis hablado de farsa.
—Eso es, pero también te he dicho que la farsa no estaba en el contenido, sino en su falta de inconclusión. Mira… Lee en voz alta este párrafo.
Dan iba a hacerlo cuando el estruendo de las armas resonó de nuevo. A su pesar, el joven lanzó una mirada de angustia a la calle.
—No temas. Combaten en la Qasba, en el otro extremo de la ciudad. Vamos, lee.
—EN ESE MOMENTO INTERROGUÉ AL PRÍNCIPE DE LA FAZ. LE DIJE: ¿CUÁL ES TU NOMBRE? ÉL ME RESPONDIÓ…
—¿Comprendes ahora?
—Lo siento, rabbi Ezra. Es tan confuso…
—Repite lentamente la primera frase.
—LE DIJE: ¿CUÁL ES TU NOMBRE? ÉL ME RESPONDIÓ…
—Me respondió ¿qué? ¿No te das cuenta de que falta la continuación? Y, más adelante: FORMABA PARTE…, ¿de qué? Hay tres puntos suspensivos y una continuación que no tiene sentido. Y las lagunas se repiten.
Ezra señaló de nuevo con el índice otro párrafo:
—SU ERROR FUE SÓLO CODEARSE… ¿Codearse con quién? Y también aquí: CREO QUE NO EXISTE… Y, por último: CREEN LOS HIJOS DE ISRAEL. ESTOY ENTRE…, ¿entre qué?
La voz del rabino había subido de tono.
—Si sólo hubiera una frase inconclusa, podría achacarse a un momento de distracción. Pero no es así, puesto que el hecho se repite. ¿Cuál es el motivo? ¿Por qué se entregaría Aben a esta mistificación? Al hacerlo, la carta que acompaña a este documento no tiene razón de ser.
—Tal vez haya una explicación.
—Te escucho.
El joven pareció de pronto molesto.
—Es posible que las palabras que faltan estén en otra parte.
—¿En otra parte?
—Sí, tal vez estén en el pliego que entregué ayer por la noche, justo antes de venir a veros.
—¿Quieres decir que había otra carta?
—Sí, casi idéntica a ésta.
El rabino se asustó.
—¿Acaso tu padre redactó una copia? ¿A quién se la entregaste?
—A un tal… —hizo un esfuerzo para recordar el nombre—, jeque Ibn Sarrag. Shahir ibn Sarrag.
Ezra estuvo a punto de atragantarse.
—¿Un gentil?
—Un musulmán, sin duda alguna.
—Pero ¿quién es ese individuo?
Dan movió la cabeza, turbado.
—No me lo reprochéis, rabbi. No sé nada acerca de él. Lo único que sé es que mi padre insistió en que acudiera primero a su casa.
Decididamente, aquello era demasiado. Tras la impresión provocada por la muerte de su amigo, se había enfrentado a la alucinante historia del diálogo con el Eterno, y ahora ese árabe… Se cubrió el rostro con las manos y masculló una serie de palabras que, de no haber sido tan confusas, habrían podido tomarse por una reflexión en voz alta.
—Algo se me escapa y no soporto esta sensación.
—Me hubiera gustado ayudaros, pero…
Ezra saltó de su asiento con inesperado vigor. Hasta entonces Dan no se había percatado de su altura. El rabino era mucho más alto que la media, y su extremada delgadez, en vez de afear su figura, le confería una indudable elegancia.
—Vas a conducirme inmediatamente a casa de ese hombre.
—Imposible, rabbi. ¡Debo regresar a Cuenca! Sin contar con que sería una auténtica locura salir a la calle en estos momentos.
Con gesto nervioso, el rabino recogió los documentos y, tras meterlos en un zurrón, se precipitó hacia la puerta.
—¡Ahora! —ordenó en un tono que no admitía réplica—. ¡Ahora!
Apenas hubieron cruzado el umbral de la casa, un frío seco se apoderó de ambos hombres. A su alrededor, una fina alborada avanzaba sobre la ciudad por un cielo rosa pálido, tamizado por los blancos reflejos de Sierra Nevada.
En el barrio sur resonaba el estruendo de los cañones.
—¿Dónde? —preguntó Ezra—. ¿Dónde vive?
—Aquí mismo.
—¿Te refieres al Albaicín?
—Sí, pero en lo alto de la colina. La pendiente es empinada y debemos calcular una hora de camino, poco más o menos.
—Ni hablar de ir a pie.
—¿Entonces…?
—Entonces ¿qué? Tengo un caballo y todavía soy perfectamente capaz de montarlo.
En un patio posterior había, en efecto, un caballo. Dan había imaginado una especie de jamelgo agotado; pero no, era una montura soberbia, negra y con dos manchas blancas en las patas.
—¡No te quedes ahí plantado! ¡Ayúdame a ensillarlo!
Sin saber cómo, el joven se encontró en la grupa, trotando por las serpenteantes callejas. Contra lo que pudiera parecer, teniendo en cuenta su edad, Ezra montaba erguido como un palo, con un ademán decidido que le daba un aspecto altanero.
Muy pronto, a su derecha, en la cima de un montículo boscoso se alzó la sombra de la Roja, la Alhambra, el palacio moro del que, debido al esplendor que emanaba, se decía que había sido erigido por las propias manos de Alá. Rodearon un aljibe, uno de los innumerables depósitos públicos que abastecían de agua la ciudad, y bordearon los jardines del Generalife, llenos de cipreses y malvarrosas. A la altura del Darro, cruzaron el puente del Cadí y giraron a la derecha. Unos hombres armados corrían no se sabe hacia dónde, sudorosos, con aspecto despavorido.
Cuando llegaron a la cima de la colina, un gran sol cobrizo comenzaba a aparecer por encima de las Torres Bermejas.
Ante la mezquita de Abd al-Rahman, Dan señaló una casa aislada, de un blanco inmaculado, en la que destacaban dos pequeñas ventanas con ajimeces.
—Aquí es.
—Perfecto. No tardaré.
El anciano rabino puso pie en tierra.
—¡Un momento, rabino Ezra! No puedo esperaros. Es preciso que regrese a Cuenca. Ya os lo he dicho, tengo mujer e hijo.
Ezra dio media vuelta. Una expresión de culpabilidad había aflorado en su rostro.
—Lo comprendo. Perdóname si te he molestado. Quédate el caballo.
—Os lo agradezco, pero no me hace falta.
El rabino lo observó un momento en silencio.
—Tsetekha le-shalom. Buen viaje, hijo mío. —Sin pensarlo dos veces, atrajo al joven hacia sí y lo estrechó contra su pecho—. Tsetekha le-shalom… —repitió.
Luego se apartó, se colocó bajo el brazo el zurrón que contenía el manuscrito de Aben Baruel y recorrió los pocos pasos que lo separaban de la morada del árabe.
Una vez ante la puerta, asió el picaporte de hierro y, sin vacilar, dio un golpe seco.
—Entrad. Os aguardaba.
¿Era su imaginación, o había una pizca de ironía en la expresión del personaje que le recibía?
—¿Me aguardabais?
—Sí. En fin, sería más exacto decir que aguardaba a alguien sin saber a quién. Si me habéis encontrado es que conocéis mi nombre; ¿tendríais la cortesía de revelarme el vuestro?
—Samuel. Samuel Ezra.
—Salam aleikum, aunque sin duda preferiréis shalom lekha.
El atisbo de ironía que el rabino había percibido en su interlocutor estaba precisándose. Dominando a duras penas la irritación que sentía, Ezra respondió encogiéndose de hombros.
—¿Queréis seguirme? Estaremos más tranquilos en mi gabinete de trabajo. Los niños no tardarán en despertar.
Como todas las viviendas árabes de Granada, ésta se distinguía por su exigüidad. Al igual que las moradas construidas sobre una pendiente, no tenía patio. Atravesaron el vestíbulo, un estrecho corredor en ángulo, y llegaron al umbral de una estancia luminosa de modesto tamaño. Una mesa de roble macizo colocada en una gran alfombra de seda rectangular destacaba a contraluz. Los muros provistos de anaqueles, atestados de libros, conferían al conjunto una atmósfera de estudio. Una pequeña puerta que se recortaba al fondo, a la derecha, daba a una terraza.
El árabe señaló un diván cubierto de almohadones de brocado.
—Os lo ruego, acomodaos.
Ezra aprovechó que se dirigía a su mesa para examinarlo con atención.
El hombre era de estatura media. Tenía el cuello ancho. Encogido sobre sí mismo, a la manera de un toro, desprendía una impresión de robustez. Podía tener cincuenta y cinco o sesenta años. La parte inferior de su rostro se ocultaba tras una espesa y canosa barba, que se estrechaba hacia las orejas. Enmarañadas cejas coronaban una sombría mirada.
Fuera, el estruendo de los cañones había aumentado.
—Debíais de estar muy impaciente por llegar aquí. En este momento no es agradable pasear por las calles de Granada.
Ezra no respondió.
—Parecéis contrariado, ¿o me equivoco?
No cabía duda: el hombre se estaba burlando. Le atenazó el recuerdo de Aben Baruel: ¿con qué clase de logogrifo se había divertido? Estuvo a punto de levantarse e irse.
—Jeque Ibn Sarrag, si yo estoy contrariado, creo que vos tenéis también motivos para estarlo.
—Es posible. Todo dependerá de las conclusiones a las que vos y yo lleguemos. En fin…, si lo deseáis. —Antes de que Ezra tuviera tiempo de replicar, preguntó—: ¿Creéis en esa historia del Libro de zafiro?
—¿Y si os devolviera la pregunta?
—Querido amigo, somos demasiado sutiles para perder el tiempo con este juego. Respondedme. ¿La creéis?
—¿Y si os dijera que sí?
Ibn Sarrag echó ligeramente la cabeza hacia atrás y permaneció unos instantes en esta posición, pensativo.
—Reconoced, de todos modos, que sería extraordinario. ¿Conocíais bien a Aben Baruel? —preguntó sin transición.
—Era mi más querido amigo. Pero ¿y vos? ¿Cuáles eran vuestros vínculos?
—Era también mi más querido amigo.
—¡Bromeáis!
Una entristecida sonrisa iluminó la espesa barba de Ibn Sarrag.
—Vuestra reacción no me sorprende en absoluto. Os estáis preguntando cómo es posible que Aben, el judío, haya podido conceder su amistad a un árabe, un hijo del islam, «un goy», como dicen los vuestros. ¿Es así?
Ezra intentó disimular su turbación.
—Para disipar cualquier malentendido, sabed que los judíos no me gustan demasiado. No siento excesiva simpatía por vuestra raza. Lo que yo amaba en Aben Baruel era el hombre.
Al menos las cosas estaban claras.
—Ésa es la diferencia que hay entre vos y yo. Lo que yo amaba en Aben era también el judío.
—¿El judío… converso? ¿O el otro?
—Me decepcionáis enormemente, Ibn Sarrag. Y pensar que hace un instante hablabais de sutileza. Lo olvidaba: sois árabe.
Ahora le llegó al jeque el turno de sentirse incómodo.
—¿Y si habláramos de vuestras dotes? Pues imagino que si Baruel os eligió, no lo hizo sólo a causa de su amistad.
—Sin duda. Supongo que las cualidades intelectuales que halló en vos se encuentran también en mí. Vos debéis de ser capaz de recitar de memoria las ciento catorce azoras.
—Y vos debéis de ser uno de los escasos seres que pueden presumir de saberse de memoria los cinco libros que componen la Torá.
Ezra se limitó a asentir con una inclinación de cabeza.
—Volvamos al Libro de zafiro.
Samuel iba a responder cuando fue interrumpido por tres golpes secos dados a la puerta.
—¡Entrad! —gritó Ibn Sarrag.
Un joven sirviente, de unos veinticinco años, de rasgos finos y altivo porte, avanzó llevando una minúscula bandeja con un vaso humeante.
—Vuestro té, señor.
El jeque se dirigió a Ezra.
—Tal vez también os apetezca tomar uno.
—De buena gana.
—Sirve a nuestro huésped, Solimán, y trae otro.
El servidor se marchó mirando de reojo a Samuel.
—¿Un esclavo? —se burló Ezra.
—Esclavo o sirviente, ¿hay alguna diferencia?
—Y no pequeña. En uno de los casos el individuo es libre.
—Querido amigo, todo depende de la idea que os hagáis de la libertad. Pero no vamos a enzarzarnos ahora en ese debate. Creo que hay algo más esencial: el Libro de zafiro. Habéis insinuado que podía existir realmente.
Ezra bebió un trago de té antes de afirmar:
—Estoy convencido de ello.
—Si así fuera, imagino que sois consciente de que estaríamos ante la más fantástica, la más formidable adquisición de toda la historia de la humanidad. Un tesoro infinito. ¡La prueba de la existencia de Dios!
—Olvidáis añadir un detalle más prosaico: sería, en un plazo más o menos breve, la aniquilación de todo el sistema político y religioso que gobierna España desde que fue instaurada la Inquisición.
Sarrag enarcó las cejas.
—No veo muy bien la relación.
—La descubriréis el día, si es que llega, en que descifréis el contenido del mensaje.
—Decidme si me equivoco, pero tengo la impresión de que presentís de qué trata ese contenido. Podría ser, por ejemplo, un versículo que afirmara la preeminencia del judaísmo sobre las otras dos religiones. ¿Estoy en lo cierto? —Una ligera sonrisa levantó sus labios mientras añadía—: Para mí, sólo encontraremos las instrucciones de Alá.
—Sin querer ofenderos, Elohim o Adonai me parece mucho más apropiado.
—¿Por qué razón?, decidme. ¿Os escandaliza acaso la palabra «Alá»?
—No me escandaliza. Sin embargo, está inevitablemente unido a vuestra religión. Si tenéis una copia de la carta de Aben, no se os ha podido escapar que el elemento principal de este asunto es el tetragrámaton: Yod, He, Vav, He. No veo qué relación guarda este texto con el islam.
La llegada del joven sirviente interrumpió por segunda vez la discusión. Tras haber servido a su señor, salió del despacho lanzando otra mirada escrutadora al rabino.
—Me parece que pontificáis mucho —prosiguió Ibn Sarrag—. El tetragrámaton se encuentra en el núcleo de la carta de Aben, es cierto; pero no ocurre lo mismo con el resto. Me refiero al plano.
El jeque tomó una hoja manuscrita que había en la mesa y señaló el zurrón que Ezra había depositado sobre sus muslos.
—Imagino que todo está ahí.
—Lamentablemente no, puesto que vos tenéis una parte.
—Pensad que padecemos del mismo mal. Os propongo comparar el primer Palacio. Os daréis cuenta de que estáis cometiendo un error al rechazar el islam.
—Muy bien.
Ezra comenzó a leer lentamente:
—PRIMER PALACIO MAYOR. BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR. EL NOMBRE ESTÁ EN 6. EN ESE MOMENTO INTERROGUÉ AL PRÍNCIPE DE LA FAZ. LE DIJE: ¿CUÁL ES TU NOMBRE? ÉL ME RESPONDIÓ… —Tras hacer una pausa, añadió—: Supongo que vos tenéis la continuación.
Ibn Sarrag lo confirmó:
—ME LLAMO MANCEBO.
—¿FORMABA PARTE…
—DE LOS DURMIENTES DE AL-RAQIM?
—¿Queréis repetirlo?
—Los durmientes de Al-Raqim. Este término no os dice nada, claro.
Ezra se vio obligado a reconocer que no.
—Esta expresión forma parte de la décimo octava azora, llamada «de la Caverna». En numerosos versículos aparece esta alusión a los «durmientes». Tomad el versículo 9, por ejemplo: «¿Comprendes que los hombres de la caverna y de Al-Raqim constituyen una maravilla entre nuestros signos?». O el versículo 18: «Habrías creído que estaban despiertos, pero dormían». —El jeque hizo deliberadamente una pausa antes de concluir con un amago de sonrisa—: Ya veis que Alá se halla implicado en este asunto. Además, no se trata sólo de este párrafo sobre los «durmientes». ¿Queréis que sigamos adelante?
Ezra se arrellanó en el diván y prosiguió:
—YO, QUE ME CRUCÉ CON ÉL, PENSÉ POR UN TIEMPO EN LLAMARLE CON EL NOMBRE DE AZAZEL. ME EQUIVOCABA. SU ERROR FUE SÓLO CODEARSE…
—FUE SÓLO CODEARSE CON MALIK…
El rabino soltó un gruñido:
—¡Al parecer, todas las palabras ajenas a la mística judía me han sido negadas!
—No soy yo quien lo dice. Malik es, en cierto modo, el equivalente del nombre que sigue, es decir, Azazel…
—Y de Achmedai —repuso Ezra, señalando una palabra del párrafo—, pues a continuación dice: «Y Achmedai». Ahora bien, en nuestra mística Achmedai es el demonio, más concretamente, el demonio de la unión conyugal, mientras que en la literatura midrásica y cabalística se considera que Azazel combina los nombres de dos ángeles caídos: Uza y Azael. Al bajar a la tierra en tiempos de Caín, se habían corrompido moralmente. De hecho, Azazel podría ser el equivalente del diablo.
—Imagino que sabéis lo que son los hadiz.
—¡Qué pregunta! Son colecciones que reúnen los actos y las palabras de vuestro profeta.
—Pues bien, sabed que en ellos se menciona a Malik. Mahoma, bendito sea su Santo Nombre, lo evoca como el guardián de los infiernos: «Vi también a Malik, el guardián del infierno y el Anticristo». Nuestros tres personajes son, poco más o menos, hermanos. —Ibn Sarrag abrió los brazos—. ¿Seguís rechazando a Alá?
Por toda respuesta, Ezra se levantó del diván y se acercó al jeque.
—¡Prosigo! Y ACHMEDAI, Y VIVIR MIENTRAS ESCRIBO EN LO ALTO DE LA COLINA DE SUAVE PENDIENTE, SOBRE LAS RUINAS DEL HADES. AL PIE DE ESTA…
—AL PIE DE ESTA COLINA DUERME EL HIJO DE JAVÁN, Y SU SUEÑO MURMURA AL VERTERSE EN EL MAR: CREO QUE NO EXISTE…
—CREO QUE NO EXISTE NINGÚN DIOS SALVO AQUEL EN EL QUE CREEN LOS HIJOS DE ISRAEL. ESTOY ENTRE LOS…
—ESTOY ENTRE LOS… ¡SOMETIDOS! —Sarrag pronunció la última palabra en un tono triunfal—. Todo este párrafo redactado por Aben está inspirado, palabra por palabra, en la azora X, versículo 90: «El faraón dijo: “Creo que no existe ningún Dios salvo Aquel en el que creen los hijos de Israel. Estoy entre los sometidos”». La última palabra alude claramente al islam. No ignoráis que en árabe la palabra «islam» procede del verbo aslama, que significa «sumisión». Sumisión a Dios, evidentemente. Así pues, los musulmanes son por definición los «sometidos».
Ambos hombres se observaban como dos luchadores en la arena.
Ibn Sarrag fue el primero en tomar la palabra. Su voz había perdido algo de seguridad.
—¿Puedo haceros una confidencia? Me siento perdido.
—También yo lo estoy. Sobre todo cuando pienso que sólo hemos sobrevolado el primer Palacio y que hay siete más.
Nuevas detonaciones, más cercanas que las precedentes, hicieron temblar la estancia. El jeque golpeó la mesa con la palma de la mano.
—¡Malditos sean los príncipes y los intrigantes que los apoyan! ¡Que Satán los arroje a la gehena y nos libre de ellos para siempre!
Una divertida sonrisa animó los labios del rabino.
—¿Así habláis de vuestros hermanos?
—¿Mis hermanos? Si esos musulmanes que se matan entre sí son mis hermanos, ¡reniego de ellos! ¡Esos enfermos están cometiendo un crimen contra Alá, contra la propia naturaleza! ¡Venid! —dijo, levantándose bruscamente—. Quiero enseñaros algo.
El jeque se precipitó hacia la pequeña puerta abierta en el muro, abrió el batiente e invitó a su visitante a salir a la terraza.
—¡Ved! ¡Admirad esos esplendores!
Se abarcaba con la vista toda Granada y el paisaje circundante. La ciudad jadeaba ya bajo la canícula. La resquebrajada Vega danzaba entre el vapor y la ligera brisa de Sierra Nevada. Justo enfrente se distinguía la Alhambra, los patios, los jardines llenos de rosas y limoneros. Abajo, en un estrecho barranco que iba ensanchándose al salir de la montaña, se extendía el valle del Darro. De no ser por el rugido de los cañones procedente de la Qasba, se habría podido oír el murmullo del río. Hacia el sur, todo era una inmensa extensión de bosques y vergeles, y entre ellos, los plateados meandros del Genil alimentaban innumerables canales de riego.
—Comprendedlo… Están destruyendo los jardines de Alá. El último sueño árabe en Al Andalus. Como si resistir a los reyes cristianos no fuera ya bastante desesperado, ahora nuestros propios jefes se despedazan.
—Más absurdo todavía es pensar que, algún día, Granada caerá a causa de una rivalidad entre mujeres…
El árabe le lanzó una mirada escéptica.
—Creo que exageráis.
—¿Sí? Desde que una cautiva cristiana, aquella Isabel de Solís que pasó a llamarse Zoraya tras su conversión al islam, entró en la vida del sultán Abu-l-Hasan, el hombre ha perdido la cabeza. Había comenzado su reinado con grandeza y sabiduría, y lo concluye entre la sinrazón y el despotismo. Ha llegado a descuidar a su legítima esposa, Aisha, y muestra su preferencia por los hijos de la cristiana en contra de Abu Abd Allah Muhammad, a quien los cristianos denominan Boabdil, y de su hermano Yusuf. Al advertir que el trono podía escapar a su descendencia, Aisha fomentó una conspiración contra su esposo, con las consecuencias que ya conocemos…
Sarrag hizo un gesto de mal humor.
—¡No me importan esas camarillas! Que mueran todos, pero que sobreviva Granada. Pues si los árabes pierden la última tierra andaluza, perderán para siempre el derecho a la felicidad.
Mientras ambos hombres discutían, la calma había caído sobre la ciudad. Se percibía el murmullo del Darro; los perfumes habían despertado de pronto, saliendo del refugio al que los había arrojado la mortífera locura de los hombres.
—¿Y si prosiguiéramos nuestra conversación en el interior? —sugirió Ezra.
El jeque asintió.
Apenas sentado a su mesa, quiso saber:
—¿Os habéis preguntado ya por qué optó Aben por el término «Palacio»? ¿No hubiera sido más sencillo emplear el de «enigma»?
—Recordad que en los escritos que nos ha dejado, pone de relieve al personaje de Enoc, subrayando que fue el primero en detentar el mensaje divino. ¿Cómo no relacionarlo con esas misteriosas obras llamadas «libros de Enoc»? Pensad que existen y que son tres: el libro de Enoc etíope, el libro de Enoc eslavo, y el libro hebreo de Enoc. ¿Sabéis qué nombre se le ha dado al conjunto?
Sarrag respondió negativamente.
—«La literatura de los Palacios». Y tampoco hay que olvidar que el libro hebreo de Enoc está también dividido en Palacios.
—No habéis respondido a mi pregunta. ¿Por qué el término «Palacio»?
—Supongo que porque, en el lenguaje hermético, «Palacio» evoca el secreto. Es la morada del soberano y, por ello, el centro de un universo, de un país. Deduzco, pues, que dividiendo su plano en «Palacios» nuestro amigo quiso llamar nuestra atención sobre la importancia de lo simbólico en nuestra búsqueda. Tal vez sea una advertencia disfrazada.
—¿Y esa indicación contigua? Me refiero a la palabra «mayor».
El rabino levantó los brazos al cielo.
—Me he fijado. Califica unos Palacios de «menores» y otros de «mayores». Reconozco que de eso no sé nada.
—Además, ¿por qué el hecho de descifrar el sentido oculto de estos Palacios, si es que lo conseguimos, va a llevarnos al Libro?
Samuel Ezra fue a sentarse en el diván.
—Imagino que si consiguiéramos penetrar en los símbolos que contiene el texto, hallaríamos al mismo tiempo indicaciones precisas sobre el lugar donde está oculto el Libro. —Exhaló un suspiro—. Me he pasado toda la noche dándole vueltas al asunto.
—Consolaos, lo mismo he hecho yo. De todos modos, en este embrollo tenemos una certeza que se resume en dos puntos: los ocho Palacios están divididos; vos poseéis una parte, yo la otra.
—¿Y eso qué significa?
El anciano rabino había hecho la pregunta por pura fórmula. En realidad, conocía perfectamente la respuesta. El jeque había llegado a la misma conclusión que él.
—Por razones que se nos escapan, nuestro amigo Aben Baruel quiso unirnos.
—¡Amarrarnos, querréis decir!
—Nada conseguiríais sin mí. Y viceversa.
—Es completamente grotesco, ¡reconocedlo!
—Grotesco, tal vez. Pero nada podemos hacer, Ezra. Es así.
—Decidme, Ibn Sarrag, ¿por qué os interesa ese Libro? Toda su tradición es judía. Desde los albores de la humanidad, sólo ha sido confiado a judíos. Lo habéis leído igual que yo: Abraham, Jacob, Leví, Moisés, Josué, Salomón, Itzhak Baruel y los demás personajes anónimos. El alma de ese Libro está cargada de la historia de mi pueblo.
—¡Vuestra pregunta me pasma! ¿Qué hombre, sabio, poeta, enamorado de las ciencias o las letras, príncipe o mendigo, no ha soñado un día entrever, aunque sólo sea durante el tiempo que dura un parpadeo, la prueba indiscutible de la existencia de Dios? Respondedme. Mostradme a ese hombre. Además, si he comprendido bien la explicación de Aben, este Libro respondería a las preguntas fundamentales que los hombres se hacen. Y dice «los hombres». No especifica los judíos. ¿Creéis acaso que no hay lugar en el conjunto para los descendientes de aquel que se bautizó a sí mismo como «el Sello de los Profetas»? Me refiero a Muhammad, cuyo santo nombre bendiga el Todopoderoso.
Ezra no dudó ni un instante.
—Ninguno. No en este contexto. Os lo repito: el Libro está destinado a mi pueblo, el pueblo elegido.
El árabe alzó los brazos al cielo con despecho.
—¡Por fin la expresión que estaba esperando! El pueblo elegido. La eterna reivindicación. ¿Habéis olvidado acaso que ya no tenéis derecho a ella, si es que alguna vez lo tuvisteis? ¡Traicionasteis los preceptos transmitidos por Moisés! ¡Y no una vez, sino mil! ¿Debo recordaros lo que el Profeta dijo de vosotros? «Quienes estaban a cargo de la Torá, y luego no la aceptaron, se parecen al asno cargado de libros».
Ezra se incorporó, blanco como la cera.
—El asno os saluda, jeque Ibn Sarrag.
—Como queráis.
El rabino recogió apresuradamente los papeles y corrió hacia la puerta.
—¡Partid, Samuel Ezra, partid! —Cuando el batiente se cerraba, añadió—: Pero pensad que no huís de mí. ¡Huís de vuestro amigo Aben Baruel! ¡Traicionáis su memoria! ¡Su memoria!
Con un gesto rabioso, Ibn Sarrag barrió las páginas dispersas sobre su mesa.
—¡Condenados sean los incrédulos!
—Se os ha olvidado mencionar una azora, jeque Ibn Sarrag…
El árabe dio un respingo. No había oído regresar a Ezra.
—Sí —prosiguió éste—. Si mi memoria no me engaña se trata del versículo 47 de la azora II: «¡Oh, hijos de Jerusalén! Recordad los beneficios con los que os he colmado. ¡Os he preferido a todos los mundos!».
El árabe se relajó ligeramente.
—Acabáis de darme una razón suplementaria para intentar encontrar ese Libro; y la más excitante, con mucho. Citaré las palabras de Baruel: «De este modo los hombres estarían en condiciones de recuperar la luz en los instantes de tinieblas, el consuelo en las horas de duda, la prudencia cuando reinara la locura, la verdad cuando dominase la mentira». Sabremos por fin quién estaba en lo cierto, Muhammad o Moisés, quién detentaba la religión legítima, la única.
—En ese caso, abandonar la búsqueda sería, efectivamente, un sacrilegio. No me perdonaría perderme la revelación final: el islam confrontado a su extravío.
—Mi querido Ezra, un error de ochocientos años, pase. ¡Pero una patraña que se remontase a Adán y Eva! ¡Reconoced que sería el apoteosis!
El rabino hizo un gesto de desdén.
—Ya lo veremos. De todos modos, llamo vuestra atención sobre el hecho de que Aben no dice ni palabra sobre el contenido del mensaje que le fue revelado. Es posible que hallemos la tablilla y que se haya sumido de nuevo en el silencio.
—¿No creéis que la apuesta justifica el juego?
Samuel asintió.
—Sólo lamento una cosa: tener que jugar con vos a ese juego.
Ibn Sarrag meneó la cabeza.
—Para consolaros, rabbi Ezra, pensad que habríais podido topar con algo peor.
—¿Peor que un musulmán?
—Sí. Habríais podido topar con un cristiano.