21

Quien comienza por el sueño y la locura, sabe muy bien adonde va: a la locura y al sueño. Pero el razonamiento nos expulsa en plena aventura.

J. Paulhan, Entretien sur des faits divers

Necesitaron seis días para recorrer la distancia que separa Cáceres de Salamanca, tres más de lo necesario. Apenas se habían puesto en camino cuando el rabino perdió el conocimiento y cayó del caballo. Cuando volvió en sí, su debilidad era tan grande que le fue imposible cabalgar de nuevo.

Lo tendieron al pie de un árbol y aguardaron pacientemente que recuperara las fuerzas. Al cabo de unos instantes oyeron que, como en estado de trance, oraba en voz baja.

—Admito ante Ti, Dios, Dios mío y Dios de mis antepasados, que mi corazón y mi muerte están en tus manos.

—¿Qué está farfullando? —exclamó Sarrag.

Ni Vargas ni Manuela respondieron. Ezra proseguía:

—Sea tu voluntad que sane por completo. Y si muero, que mi muerte sea la expiación de los pecados que he cometido ante Ti.

—Delira —diagnosticó el jeque.

Pero, esta vez, el tono deliberadamente irónico no consiguió enmascarar la emoción que se había apoderado de él.

—Escucha Israel, el Eterno es nuestro Dios, el Eterno es uno.

Sarrag se arrodilló junto al enfermo y le interpeló en tono agresivo:

—Samuel Ezra, ¿creéis que es el momento de entregaros a hechizos?

El rabino entreabrió un ojo y respondió débilmente:

—Otro nombre… Llamadme por otro nombre…

Vargas se aproximó a su vez.

—¿Otro nombre?

—Es la fiebre —susurró el franciscano al oído de Sarrag.

—Yo… os… conjuro —gimió Ezra.

Ambos intercambiaron una mirada de perplejidad.

—Está claro —dijo Manuela—. Quiere que le llamemos de otro modo.

—¡Es ridículo! ¿Por qué razón?

—¡Lo ignoro! Pero ¿qué perdéis haciéndolo?

—¿Realmente lo deseáis? —preguntó el franciscano.

El enfermo lo confirmó con un parpadeo.

Vargas vaciló.

—¡No faltan nombres! —se impacientó Ibn Sarrag—. Abd Allah, Muhammad, Tariq…

Su compañero le detuvo con un gesto de la mano.

—En adelante —dijo arrodillándose junto al rabino con cierta solemnidad—, tu nombre será Rafael.

Ezra pareció aprobarlo.

—¡Le habéis dado vuestro propio nombre! —se extrañó Sarrag.

—¿Y qué importa? Es el primero que se me ha ocurrido.

Transcurrió algún tiempo. El rabino permaneció sumido en un profundo letargo hasta el mediodía. Entonces se movió y abrió los ojos.

—¿Os encontráis mejor? —preguntó Manuela.

Ezra halló fuerzas para sonreír.

—Sí.

—¡Muy bien! —dijo el jeque—. Nos habéis dado un buen susto. Ya nos veía cavando vuestra tumba con este calor. ¡Que Alá sea loado!

—¿Podéis ayudarme a sentarme?

El árabe lo asió por los hombros y lo apoyó contra el árbol.

—Os recuperáis deprisa. ¡Diríase que el hecho de cambiar de nombre ha bastado para curaros! Por cierto…, ¿a qué venía eso del nombre?

—Os parecerá pueril —respondió Ezra con gravedad—, pero en el Talmud se afirma que quien cambia de nombre cambia también de destino. —Miró fijamente a Vargas y en sus labios se dibujó una sonrisa de gratitud—. No podíais haber elegido mejor… ¿Sabéis qué significa Rafael?

El monje confesó su ignorancia.

—El Eterno sana.

—En efecto, ni queriendo podría haber encontrado algo más adecuado. ¿Vuestro nuevo nombre os da fuerzas para montar a caballo?

Ezra respondió negativamente.

—Sin embargo, no podemos eternizarnos aquí. Es preciso que lleguemos al próximo pueblo antes de que caiga la noche.

—Lo llevaré en mi grupa —se ofreció el jeque—. Es la única solución. —Tendió los brazos hacia el rabino—. Venid. Os sostendremos.

El rabino hizo una mueca.

—Si de mí dependiera…

—Sí, pero decidimos nosotros. ¡Venid!

Se pusieron en marcha. Era evidente que la transformación del nombre de Samuel en «el Eterno sana» no había bastado para expulsar el mal. El respiro fue de corta duración. Apenas llegaron al valle del Tajo, tuvieron que detenerse de nuevo. Náuseas, temblores; Ezra recaía. Lo tendieron a orillas del río. El jeque se quitó el paño que cubría su hombro y lo mojó en el agua fresca. Envolvió con él al rabino lo mejor que pudo y lo acostaron a pleno sol. Según Sarrag, la evaporación enfriaría el cuerpo y haría bajar la fiebre. No se equivocaba. Dos horas más tarde, el rabino estaba en condiciones de reemprender la marcha.

Al paisaje árido y desnudo que había prevalecido hasta entonces le sucedió el fértil y verdeante de la Vera. Al pie de la sierra de Gredos aparecieron campos de naranjos e higueras, y bosques de encinas atravesados por lentas piaras de cerdos. ¿Fue acaso la visión de aquellos mamíferos, portadores de todos los oprobios, lo que provocó a Ezra un nuevo malestar? Recayó, pero esta vez la providencia acudió en su ayuda en forma de unos pequeños frutos, de un color tostado rojizo, que recordaban la passiflora incarnata y que, según las afirmaciones del jeque, tenían propiedades curativas. Haciendo caso omiso de las protestas de Ezra, obligó a éste a ingerir un puñado y él mismo aplastó algunas en su herida. ¿Coincidencia, o eficacia real de las bayas? Lo cierto es que los temblores de Ezra cesaron y que sus mejillas recuperaron cierto color. Tras una noche de descanso, reemprendieron el camino y, al finalizar la jornada, llegaron al collado de Béjar y a la pequeña villa del mismo nombre, incrustada en sus fortificaciones moriscas; un fragmento de paraíso en el corazón del infierno. Se detuvieron allí el tiempo necesario para que Ezra recuperara las fuerzas. Tres días más tarde, en pleno mediodía, mientras el sol abrasaba la llanura y las campanas de la catedral repicaban, cruzaron las murallas de Salamanca. Una vez en la ciudad, tuvieron dificultades para alojarse. La mayor parte de las posadas estaban, como de costumbre, ocupadas por los estudiantes procedentes de todos los rincones de España y Europa.

Acabaron encontrando una venta no lejos del convento de las Dueñas, entre la calle de San Pablo y la casa de Abrantes.

En cuanto estuvieron instalados, Vargas partió en busca del doctor Miguel Vallat, que según el posadero era uno de los médicos más brillantes de la ciudad. El médico palpó, auscultó, miró los orines y prescribió una terapia tan extravagante que decretaron por unanimidad que el doctor Vallat nunca hubiera debido formar parte del cuerpo médico. Como prueba, Vargas y Sarrag, de acuerdo con Ezra, prescindieron del tratamiento recomendado y, cuarenta y ocho horas más tarde, el viejo rabino estaba en vías de curación.

Aquella noche, la cuarta desde su llegada a Salamanca, Vargas levantó su copa de vino hacia Samuel Ezra y declaró:

Le-hayyim, rabbi, ¡por la vida! Sólo conozco esta expresión en hebreo, pero jamás había creído que la utilizaría de modo más apropiado.

Le-hayyim, amigo mío. Y yo nunca hubiera creído estar tan apegado a la vida. Cuando pienso que, no hace mucho, me atreví a decirle al jeque que recibiría con gozo la hora de mi muerte… Me avergüenzo de mí.

Tenía la tez muy pálida todavía y había adelgazado mucho, pero sus pupilas empezaban a recuperar el brillo. Se incorporó lentamente en la yacija y se dirigió a Manuela en un tono un tanto burlón.

—Ya veis, los hombres se derrumban a la menor ventolera, mientras que vosotras, consideradas criaturas débiles, permanecéis de pie, indestructibles.

—¿Indestructibles? Ya será menos. Tal vez tengamos sobre vosotros la ventaja de la resistencia física, pero todas las monedas tienen reverso. Si bien el cuerpo es sólido, no ocurre lo mismo con el corazón, mucho más vulnerable que el de los hombres.

Ezra iba a replicar cuando la puerta se abrió bruscamente y apareció Ibn Sarrag. Por su aspecto no cabía duda de que había hecho un importante descubrimiento. En dos zancadas estuvo a la cabecera del rabino y se plantó ante él, con los brazos en jarras.

—Os aconsejo que os pongáis de pie, rabbi Ezra, al menos si seguís deseando llegar al final de esta aventura.

—¿Qué habéis encontrado?

—Pitágoras…

Cuando los demás posaron sobre él una mirada interrogativa, explicó:

—Ahora ya está claro que todo se halla en el pentagrama. Él nos ha traído hasta aquí y él nos llevará hasta el tercer triángulo. Fray Rafael nos reveló que representaba el conocimiento y la clave de la alta ciencia. Tenía razón, pero hay algo más. El pentagrama no es una simple figura geométrica. También está unido por un estrecho vínculo al filósofo y matemático griego que acabo de citar.

»Supongo que ninguno de vosotros ignora quién fue Pitágoras —prosiguió después de sentarse—. Sin embargo, permitidme realizar una breve descripción del personaje. Ya veréis como nos será útil. Su nombre, que en sí mismo ya es una rareza, se compone de dos palabras sánscritas: pita, «casa, lugar de reunión», que deriva de pit, «reunir», y gurú, «padre espiritual, el que instruye», palabra que a su vez deriva de gri, «expresar, decir». Así pues, hablando con propiedad, es el maestro de la reunión, de la escuela. No sabemos gran cosa del hombre, salvo que nació en la isla de Samos hace más de dos mil años, que comenzó siendo escultor, de acuerdo con la voluntad de Mnesarcos, su padre, y luego atleta. Más tarde, las lecciones de Ferécides le hicieron abrazar la filosofía. Tras largos viajes que le llevaron sucesivamente a Egipto, Babilonia y la India, fundó en la ciudad italiana de Crotona, en Calabria, una famosa escuela llamada «Escuela Itálica». En realidad, aquella escuela se parecía más a una secta que a una simple reunión de estudiantes. Se inspiraba principalmente en los principios de la ascesis y de la religión órfica. Los discípulos debían hacer un noviciado de silencio que duraba entre dos y cinco años, según la personalidad ligera o grave del individuo, y la enseñanza que se impartía tenía un carácter iniciático. Pitágoras cultivó las matemáticas, la astronomía y, aunque sea un detalle menos conocido, la música. Los descubrimientos que se le atribuyen son debidos, probablemente, al conjunto de esa comunidad de la que fue maestro e inspirador. Le debemos la famosa tabla llamada «de Pitágoras», el sistema decimal, y el teorema del cuadrado de la hipotenusa, retomado luego por Euclides. Hasta ahí, me preguntaréis qué interés tiene para nosotros el personaje, y cuál es el vínculo con Baruel y con nuestra actual búsqueda. Creo conocer la respuesta. ¿Sabéis cuál es el signo de reconocimiento que usaban los pitagóricos? —Tras una profunda inspiración, anunció—: EL PENTAGRAMA.

—Es interesante, en efecto —reconoció Vargas—, pero…

—Esperad. «¡Todo es número!» —declamó con entusiasmo—. Esa era la divisa de Pitágoras y, también, su dogma. Veía en las matemáticas el principio de todas las cosas, la ley misma del universo, hasta el punto de elaborar una verdadera «teología aritmética», una ciencia de las propiedades místicas de los números. El pentagrama y los números. También en Baruel todo es número, no podéis negarlo. Cada uno de sus enigmas está inspirado en los mecanismos pitagóricos. Basta con enumerar todas esas alusiones a la vida y a la muerte. Las dimensiones del templo de Salomón, las de la Kaaba, los triángulos, la cifra 3. Y, volviendo al presente Palacio, encontramos un pasaje que confirma punto por punto esta andadura. Cito: ALLÍ, Y EN ESE NÚMERO, PUEDE ENCONTRARSE AL ESPOSO DE TEANO. HAGA QUE SU GENIO OS INSPIRE. —Un brillo de alegría ardía en sus pupilas—. ¿Tenía razón o no?

La perplejidad general fue todo el eco que encontró su pregunta.

—¡Teano! —gritó con cierta impaciencia—. ¡Teano! ¡Es el nombre de la escuela fundada por Pitágoras en Crotona, en recuerdo de la que fue su esposa y discípula!

Ezra y Vargas intercambiaron una breve mirada.

—¡Caramba! —dijo el rabino incorporándose—, al parecer el aire estudioso de Salamanca os sienta a las mil maravillas. ¿Ha sido vuestro paseo por la ciudad lo que os ha inspirado?

—Más bien los estudiantes y su saber. Me he dicho que, si Baruel hacía tanto hincapié en la universidad, era allí donde tenía más posibilidades de encontrar ciertas informaciones. No me equivocaba.

—Pero —intervino Manuela, que hasta entonces se había limitado a escuchar religiosamente—, ¿adónde nos llevan Pitágoras y sus números?

Sarrag se echó a reír.

—Decididamente, señora Vivero, tenéis el don de hacer preguntas cuyas respuestas ya sabéis. ¿No fuisteis vos la que comparasteis los libros con la materia virgen o fecundada?

—Es cierto.

—Entonces nos limitaremos a basarnos en vuestra definición: ALLÍ, Y EN ESE NÚMERO, PUEDE ENCONTRARSE AL ESPOSO DE TEANO. ¿Vais entreviendo la alusión?

Ella reconoció que no.

—¡Vamos, señora! ¿Vos, tan brillante, realmente no lo veis?

—No —dijo ella, perdida.

—Muy bien. Venid. Podréis juzgar sobre seguro.

Puso la mano en el brazo de Vargas.

—Supongo que vos, fray Rafael, lo habéis adivinado.

—Eso creo —dijo, y se dirigió a la puerta anunciando—: Vayamos al encuentro del esposo de Teano.

Sarrag y Manuela se disponían a seguirle cuando la furiosa voz de Ezra resonó a su espalda.

—¡Eh! ¡Olvidáis lo esencial!

El rabino estaba de pie, poniéndose los botines.

—¿De qué estáis hablando, rabbi?

—¡De mí, jeque Ibn Sarrag! ¡De mí!

Tras una puerta de hierro, en el primer piso de la universidad, la inmensa biblioteca sumida en la penumbra hacía pensar en el vientre de Leviatán. Tenues aromas de cuero y de inquarto brotaban de los anaqueles de roble macizo. Receptáculo del talento humano y de sus balbuceos, granero de las ciencias y las artes, mapamundis desplegados, Mare nostrum y madre de las tinieblas uno junto a otra, tablas de los equinoccios… Más de ciento sesenta mil volúmenes, más de tres mil manuscritos. Todo el saber del mundo conocido reunido entre aquellos muros ocre.

Manuela ahogó un grito de admiración.

—LA MATERIA VIRGEN O FECUNDADA, señora… —susurró Sarrag—. ¿Comprendéis ahora?

Avanzaron por los pasillos con tanta discreción como les fue posible, con tanto respeto como si acabaran de penetrar en un santuario.

—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Ezra.

El árabe apoyó el índice en los labios.

—Chsss… Confiad en mí.

Aquí y allá, como austeras estatuas de mármol, se veían siluetas de estudiantes sumidos en la lectura. Aunque la mayoría eran españoles, numerosos llegaban de todos los rincones de Europa para consagrarse al estudio de las cuatro disciplinas: el arte, el derecho, la medicina y la teología. ¿Cuántos eran? ¿Diez mil? ¿Quince mil? Muchos más, en cualquier caso, que en las otras tres universidades que pretendían rivalizar con Salamanca, ya fuese Oxford, Bolonia o París.

Sarrag señaló una hilera de estantes de impresionante altura.

—Aquí es —anunció en el tono de alguien que revela un secreto—. Fray Rafael, ¿tenéis la bondad de alcanzarme la escalera que está a vuestro lado?

El monje lo hizo.

El jeque trepó por los peldaños hasta que llegó a la altura de unos volúmenes que se distinguían de los demás por sus cantos dorados, y se le oyó proferir un grito contenido de victoria mientras cogía uno de ellos. Bajó y, sin aguardar, con movimientos febriles, examinó el libro. Una hoja colocada a modo de punto sobresalía entre dos páginas. Abrió el volumen por aquel lugar.

—Bueno —se impacientó Ezra—, ¿os explicaréis por fin?

Sin responder, el jeque entregó la obra al monje. Éste cogió la hoja, la desplegó con precaución, e inmediatamente apareció en su rostro una expresión confusa.

—¿Qué pasa? —insistió el rabino.

Su voz había subido de tono, provocando algunas miradas molestas a su alrededor.

El jeque se decidió a hablar por fin.

—Vedlo vos mismo —dijo en tono taciturno.

—¡Estoy soñando! —exclamó pasmado Ezra—. ¿Qué es esto?

—A primera vista —dijo Vargas—, se trata de una partitura musical. Y de un texto: «Gloria y oprobio bajo el sarcófago del obispo».

—¡Claro! Ya lo veo. Pero ¿cómo ha podido saber Sarrag que estaba ahí? ¿Vais a explicaros de una vez?

—Os lo contaré todo, pero propongo que antes devolvamos el libro a su lugar y salgamos de aquí, si no queremos llamar más la atención.

Una vez en el exterior del edificio, dieron algunos pasos por un jardín que extendía su verdeante césped por el recinto de la universidad y se dejaron caer a la sombra de un hibisco de radiantes flores.

—Os escuchamos. En primer lugar, habladnos del libro. Si he leído bien el título en la cubierta, se trata de una obra de Pitágoras.

La música de las esferas, en efecto, que en realidad es la única obra conocida del griego. No nos dejó otro escrito. Si no hubieran existido sus discípulos y el trabajo realizado por Euclides sobre el famoso teorema, podríamos formular ciertas reservas sobre la autenticidad de las investigaciones efectuadas por el personaje. Uno de los enseñantes, al que le he hecho muchas preguntas sobre Pitágoras, me ha proporcionado esta información y revelado la existencia de esta obra en la biblioteca de la universidad. De modo que estaba convencido de que descubriríamos en ella un nuevo indicio.

—En ese caso —se extrañó Manuela—, ¿por qué no os habéis tomado la molestia de examinarla a fondo?

—Porque ya hemos encontrado lo que Baruel quería que encontrásemos. Citó: ALLÍ, Y EN ESE NÚMERO, PUEDE ENCONTRARSE AL ESPOSO DE TEANO. A mi entender, ALLÍ debe interpretarse como «allí, en la biblioteca». Y EN ESE NÚMERO indica el número de la página donde estaba la partitura.

—Es decir…

—La página cuatro. Cuatro, por los cuatro ríos citados en el Palacio: el Pisón, el Guijón, el Tigris y el Éufrates.

—Aunque me duela admitirlo —dijo Ezra—, forzoso es reconocer que habéis dado pruebas, en este episodio, de un notable espíritu deductivo.

—¿Y por qué os duele? —preguntó extrañado Sarrag.

El rabino adoptó un aire de falso enojo.

—¿Qué queréis? No soporto la idea de no ser indispensable.

Durante la conversación, Vargas no había dejado de estudiar la hoja en la que constaban los dos pentagramas musicales. Sin embargo, a juzgar por la contrariedad que dominaba sus rasgos, su examen no le proporcionaba ningún dato.

—¿Alguno de vosotros sabe leer música? —preguntó sin gran convicción.

—Yo tengo algunas nociones —contestó Manuela.

El franciscano le entregó la partitura.

—¿Podríais decirnos si descubrís algo especial?

La joven examinó la sucesión de notas antes de responder:

—Lamentablemente, nada, salvo que la línea melódica es trivial, por no decir simplista.

Canturreó la melodía a media voz. Era una melopea lenta y lúgubre, que fluía en una sucesión de notas en escala y bajaba hasta los graves.

—Baruel el cabalista era también un músico de mérito —ironizó Ezra—. Realmente no comprendo cómo puede indicarnos esta siniestra melodía el lugar donde se esconde el tercer triángulo. Además, ¿a qué viene el texto colocado bajo las notas: «Gloria y oprobio bajo el sarcófago del obispo»? ¿Qué gloria? ¿Qué oprobio? ¿Qué obispo? Recuerdo, ciertamente, que algunos cabalistas, como Abulafia, intentaron muchas veces utilizar la música como un soporte susceptible de conducirlos al éxtasis profético. Pero me niego a pensar que Baruel intente llevarnos en la misma dirección. ¡Sería demencial!

—¿La música? —inquirió Vargas—. ¿Un soporte para el éxtasis profético?

—El principio es de tal complejidad que me costaría mucho explicaros lo que a mí me ha sido muy difícil comprender. Según Abulafia y otros cabalistas, existe un estrecho vínculo entre cierta ciencia musical, perdida hoy al parecer, y la profecía. En relatos como el Sod ha-shalshelet, la música se describe como una disciplina cuyas leyes antaño eran conocidas por los sumos sacerdotes. Puede conducir a la comunión mística y está en relación directa con el modo de pronunciar el tetragrámaton. Parece ser que esta ciencia oculta se conservó, pese a todo, en el círculo de Abraham Abulafia, puesto que este último explica claramente la técnica, que consiste en combinar los caracteres y recitarlos. Compara a menudo el cuerpo del hombre con un instrumento musical, pues, según afirma, tiene cavidades y huecos capaces de producir un sonido cuando el aire pasa por ellos. Las palabras unidas al canto, expresadas y retenidas por el hombre, evocan la presencia de lo divino, el movimiento del Espíritu Santo que penetra en el cuerpo y sale de él creando en quien consigue dominar el proceso la facultad de leer el porvenir.

Ezra se frotó maquinalmente los dedos y prosiguió:

—Sí, ya lo sé…, parece bastante hermético. Dejadme concluir con el testimonio del rabbi Isaías ben Joseph. En esencia decía lo siguiente: «Sabed que el profeta deseoso de profetizar primero tendrá que aislarse durante un tiempo determinado y hacer sus abluciones. Tras ello, regresará al lugar que le convenga y convocará a músicos especialistas en distintos instrumentos, que tocarán para él y cantarán canciones espirituales, y él se inclinará sobre los párrafos de un libro que se resistan a su comprensión». —Una enigmática sonrisa apareció en los labios del rabino—. ¡Ya sólo nos falta convocar a los músicos!

A su alrededor, indiferente a su presencia, proseguía el incesante ir y venir de estudiantes con rostro risueño o aspecto estudioso. Al mundo le importaban un pimiento su búsqueda y sus tormentos. El sol vibraba por encima de las casas de rojizas piedras, arrojando sus rayos a las almenas y torreones coronados por el bosque de campanarios.

—Volvemos a encontrarnos, señores. ¿Cómo están vuestras mercedes?

Aquellas palabras les arrancaron del sopor que comenzaba a invadirles. Un hombre bastante alto, de cabellera completamente blanca y nariz aguileña, se había plantado ante ellos.

—¿De modo que no me reconocéis?

Vargas fue el primero en reaccionar.

—Claro que sí… Sois el marino genovés al que acogimos en la Rábida. ¿Qué estáis haciendo aquí?

El genovés se encogió de hombros, y su mirada se ensombreció.

—Una comisión de expertos va a reunirse dentro de unos minutos allí —señaló un edificio situado a la derecha—, en el convento de San Esteban, para decidir si mi proyecto tiene algún interés.

Vargas presentó el marino a Manuela.

—Señora Vivero, el señor Cristóbal Colón. Piensa partir hacia el oeste, hacia los países donde crecen las especias. Espera que Su Majestad financie la expedición.

Manuela se acarició maquinalmente el lunar.

—¿Hacia el oeste, señor? ¿Y realmente esperáis encontrar tierras?

—Sí, y demostraré que estoy en lo cierto.

Vargas lo observaba con una media sonrisa.

—Muy seguro de vos me parecéis.

—¿Cómo no voy a estarlo? ¿Acaso la Tierra no es redonda?

—Lo es, en efecto. Pero vos no ignoráis que vuestra convicción sólo la comparten un puñado de eruditos, y que ni siquiera éstos son capaces de decir cuál es el tamaño de la esfera, puesto que nadie ha dado nunca la vuelta completa. El trazado de las tierras y los océanos sigue siendo un misterio. La costa oeste de Guinea apenas está definida. Asia se extiende hacia el este sobre superficies de dimensiones desconocidas. Los contornos de sus costas son un enigma y…

—Permitid que os rectifique, fray Rafael —le interrumpió Sarrag—. Lo serán para los europeos, pero no para los viajeros árabes. Y el propio Aristóteles, hace casi mil ochocientos años, dedujo que navegando hacia el oeste necesariamente debía de alcanzarse el este.

—Lo admito, pero ¿dónde están los mapas? ¿Y las pruebas? El problema con el que se enfrenta el señor Colón es muy sencillo: parece lógico que exista una ruta directa entre el oeste de Europa y el este del Asia, porque la Tierra es efectivamente redonda. Pero ¿qué distancia tendrá que recorrer un navío antes de alcanzar el primer paraje? ¿Mil leguas? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Repito pues mi pregunta, señor Colón: ¿De dónde sacáis esa certeza, esa ciega convicción de que la travesía es posible?

—Porque sé que la distancia que debe recorrerse antes de llegar a las costas de las Indias no excederá de novecientas setenta y siete leguas, es decir, unos treinta días de travesía, algo que está al alcance de una carabela bien preparada y cuidadosamente equipada.

—Es lo que imaginaba… —replicó Vargas, como hablando consigo mismo.

—¿Qué queréis decir?

El monje le dirigió una mirada sibilina.

—¿Qué insinuáis? —insistió Colón.

—Rumores…

—¿Qué insinuáis? —repitió el genovés con firmeza.

—Digamos que, si sólo os impulsara la curiosidad de la aventura, no os costaría en absoluto hallar un navío y partir hacia poniente. En cambio, si tenéis la intención de controlar y explotar las tierras a las que pensáis llegar, os es indispensable el apoyo de un soberano. Lo que confirma que estáis muy seguro de vuestra empresa.

—¿Y qué más se dice?

—Que parecéis estar en posesión de un libro de a bordo lleno de bocetos que señalan hitos terrestres, de cartas de navegación robadas a un marino portugués, donde figuran los arrecifes y los fondeaderos. Tenéis también, al parecer, una carta marina establecida por Toscanelli hace unos quince años y que sacasteis de la biblioteca real portuguesa en una de vuestras estancias.

—Delante de Dios, ¿creéis sinceramente lo que estáis diciendo?

—Me guardaré muy mucho de afirmar nada.

—¡Vamos! —gritó Colón—, ¡decid todo lo que pensáis!

A Vargas le repugnaba traicionar al padre Marchena, que le había revelado estas informaciones.

—Digamos que es el producto de ciertas indiscreciones…

El genovés observó un momento a su interlocutor.

—Si lo que decís es cierto, explicadme entonces por qué, en vez de intentar convencer científicamente a Su Majestad y a los expertos, no les revelo las pruebas que se supone que poseo.

—Por dos razones. La primera es que, si actuarais así, lógicamente no podríais imaginar ni por un instante que la corte se doblegara a vuestras extraordinarias exigencias. No puedo imaginar a Su Majestad concediéndoos a cambio de unos documentos, por preciosos que sean, el título de almirante de Castilla, virrey y gobernador de todas las tierras que encontréis, dándoos el control de la administración y la justicia en esos territorios, una décima parte del oro y los tesoros que descubráis, una octava parte de los beneficios y plenos poderes para administrar cualquier litigio comercial. En el mejor de los casos, tal vez os hicieran donación de una suma de dinero; en el peor, podrían exigir de vos que entregarais, pura y simplemente, vuestros documentos so pena de castigo. ¿Estoy en lo cierto?

El genovés se reservó la respuesta.

—Habéis mencionado dos razones.

—La segunda es más decisiva aún: la muerte. Creo que sabéis a qué me refiero.

No hubo respuesta. Fue Manuela quien rompió el silencio.

—¿Por qué la muerte?

—Porque todos los informes de viaje de los pilotos son considerados secreto de Estado. Revelar una información relacionada con la navegación o, simplemente, apoderarse de ella supone ser condenado a muerte. Hace algunos años, un piloto y dos marineros que huyeron de Portugal a Castilla con intención de ofrecer sus servicios a Su Majestad, fueron perseguidos, detenidos y ejecutados inmediatamente. El cuerpo del piloto fue devuelto a Lisboa cortado en cuatro, y expuesto en las cuatro puertas de la ciudad. Pues bien, los documentos que están, o pueden estar, en posesión del señor Colón proceden del cadáver de un marino portugués, que navegaba en un navío también portugués. Así pues, jurídicamente son propiedad de Portugal… Y no me refiero a la carta de Toscanelli. ¿Qué más puedo añadir?

Al genovés se le había descompuesto el semblante, como si ante él se hubiera abierto un abismo y estuviera a un paso de despeñarse.

Vargas prosiguió, con cierta turbación.

—Si os he ofendido…, yo…

—No —interrumpió Colón—, no se trata de ofensa. —Se había quedado pálido y le temblaban los labios—. Lo que me aflige es el ridículo de todo el asunto.

—¿A qué os referís? —preguntó Ezra.

—Imaginad que esas… indiscreciones tengan fundamento. Imaginad que esté realmente en posesión de los famosos documentos y que, por las razones que vuestro amigo acaba de evocar, no pueda mostrarlos. No es sólo mi persona lo que tratarán de destruir, sino la verdad entera, en nombre del oscurantismo, de la ceguera y de la intolerancia. Quienes se disponen a juzgarme son los mismos que hoy amenazan a Nicolás Copérnico, el astrónomo polaco de quien se dice que tiene la desgracia de criticar el sistema astronómico de Tolomeo y, peor aún, de afirmar que la Tierra gira alrededor del Sol y no a la inversa. No lo han arrojado aún a las gemonías, pero, de creer los rumores, la cosa no puede tardar. Esos seres son quienes me señalarán con el dedo a mí, ferviente cristiano, católico, defensor de la fe.

—¿Qué queréis? —ironizó Ezra—, así es la Iglesia. Una vez en ella, hay que cruzarla al paso.

Los rasgos de Vargas se endurecieron.

—¡No perdéis ni una ocasión! Viniendo de un personaje tan intolerante con las demás religiones, este tipo de crítica está fuera de lugar, por no decir que es grotesca.

—En ese caso, ¿por qué no vais a apoyar al señor Colón ante la comisión? ¿Por qué no tenéis el valor de defender la ciencia contra la estupidez y la intransigencia?

—Es cierto —exclamó el genovés—. ¡Venid! Pediré que os citen como testigo. Porque, aparte de Antonio Marchena, vuestro prior, y del padre Diego de Deza, el superior del convento de San Esteban, no hay mucha gente que me apoye.

—Es absurdo. No sé nada de astronomía, ni tampoco de navegación.

—Ya os he dicho que, si bien la comisión está compuesta de eminentes sabios de la universidad y matemáticos, la mayoría de mis detractores son fundamentalmente miembros del clero. Y ellos desempeñarán el papel decisivo, ya que ostentan todos los poderes. ¡La lógica y el razonamiento enfrentándose con las Sagradas Escrituras! Tened la seguridad de que la ciencia, debido a su tozudez, sigue siendo una rama de la teología y se ve encerrada en ella como una nuez en su cáscara. Esperar que la nuez pueda algún día hacer estallar la cáscara ya constituye de por sí una blasfemia. ¡Os conjuro a que vengáis!

—No insistáis —aconsejó Ezra—. No os escucha.

—¿Qué sabéis vos? —protestó Manuela—. ¿No será una ocasión —añadió mirando a Vargas— para aportar una brizna de luz a un universo que, vos y yo lo sabemos, está excesivamente lleno de oscuridad?

El franciscano bajó la mirada y no dijo nada.

—Lástima —capituló el genovés—. Una vez más habría contribuido a atenuar los ladridos de la jauría. Lástima. Ya sólo me queda rogar al Señor. Sólo Él decidirá si saldré de la prueba por la puerta de la gloria o por la del oprobio. Ahora tengo que dejaros —dijo inclinándose ante sus interlocutores—. Mis jueces me esperan. He sido feliz al volver a veros.

—¡Aguardad, os lo ruego! —exclamó Samuel Ezra—. Habéis empleado los términos «gloria» y «oprobio». ¿Lo habéis hecho por azar?

—La verdad es que no.

—¿Por qué, entonces?

—Se trata de una antigua tradición.

—Explicaos, señor —le apremió el rabino.

—En el claustro contiguo a la catedral está la capilla de Santa Bárbara, donde los estudiantes repasan sus lecciones la víspera de un examen. Se encierran allí toda la noche con sus libros, en soledad, y ponen los pies sobre la tumba de un obispo para que les dé suerte. Al día siguiente, si aprueban, pueden pasar con los honores debidos por la puerta principal de la universidad, la de la gloria, donde los aguardan sus compañeros de clase y los profesores para felicitarles y festejarles. En cambio, si fracasan en el examen, se ven obligados a salir por la puerta del claustro, la del oprobio, en el anonimato y ante la indiferencia general. Tal vez sea esta puerta la que voy a cruzar pronto —murmuró con voz abatida—. Adiós, amigos…

Ni Vargas, ni Ezra, ni Manuela respondieron a su saludo. Tenían los ojos clavados en un punto invisible, situado más allá del murete tras el que estaba la capilla de Santa Bárbara, y recordaban la partitura musical y su texto: «Gloria y oprobio bajo el sarcófago del obispo».