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Sí, pero un judío se hace invisible y se ilumina encendiendo los dedos de un niño muerto.
V. Hugo, Torquemada, acto III, escena IV
El crepúsculo se asía aún a los contrafuertes de Sierra Nevada, que habían reaparecido en la lejanía, pero las tinieblas no tardarían en insinuarse en cada rincón del paisaje, hasta que la noche acabase por prevalecer.
Sarrag apretó los dientes. No recordaba haber sentido nunca semejante resentimiento al ver aquellas montañas que anunciaban la proximidad de Granada.
Dentro de dos días, como máximo, cruzarían las puertas de la ciudad. Con las muñecas atadas todavía, el jeque intentaba en vano dominar el sentimiento de frustración que le corroía desde su arresto. La rabia era demasiado grande, demasiado intensa la revuelta. El sueño, apenas iniciado, se había quebrado a causa de la estupidez de un hombre. Giró un poco sobre su montura, que era sujetada por un jinete que trotaba unos pasos delante de él, e interpeló a Ezra.
—El destino es imprevisible, rabbi. Buscábamos el camino del cielo y henos ahora dirigiéndonos al infierno.
—¿Y quiénes son los responsables? ¡Unos árabes! ¡Vuestros hermanos! Como de costumbre, se comportan de un modo ciego, bárbaro.
—Que yo sepa, no son mis hermanos quienes levantan las piras para asaros en ellas —gruñó el jeque—. No seáis estúpido.
—Oh, nada tenéis que envidiar a los cristianos. Vuestros antepasados lejanos, los almohades, esos bereberes puritanos y obtusos, no eran más tolerantes con nosotros. Hubo un tiempo en que también ellos nos hacían elegir entre la conversión y la muerte.
Sarrag escupió en el suelo.
—Bien veo ahí vuestra propensión a meter a todo el mundo en el mismo saco. La mayoría de los musulmanes tiene tantos puntos en común con los almohades como vos con los curas de la Inquisición.
Iba a proseguir cuando, tras un grito de pánico, una voz ordenó:
—¡Al suelo! ¡Al suelo!
El militar no había concluido su frase cuando la flecha de una ballesta rozó la mejilla de Sarrag.
—¡Desatadnos! —imploró.
Pero su voz fue apagada por el rugido de un cañón. Un humeante proyectil venido de no se sabía dónde se llevó por delante a dos jinetes, transformándolos en una masa sanguinolenta e informe.
—¡Los infieles! —aulló un soldado.
Todo sucedió muy deprisa. Unos infantes de la hueste real avanzaban contra el destacamento nazarí, presa del mayor desorden. Ezra distinguió con claridad los uniformes que se deslizaban entre las encinas. Para quien supiera que los infantes españoles eran los más temibles, no cabía duda alguna de que acabarían con los árabes. Habrían podido prescindir del apoyo artillero. Lo más patético, pensó el rabino, era que Sarrag y él iban a ser víctimas de un combate que no les concernía. En un impulso desesperado, pese a llevar las muñecas atadas se dejó resbalar de la silla y cayó violentamente al suelo. En su caída apenas tuvo tiempo de ver que el jeque hacía lo mismo. Tras un nuevo cañonazo, sus caballos se encabritaron, amenazando con aplastarlos con sus pezuñas.
—¡En nombre del Misericordioso, liberadnos! —conminó Sarrag a quien pudiera oírles.
Pero su súplica no tuvo más eco que el estruendo del enfrentamiento, el entrechocar de las hojas y el esporádico silbido de las saetas. Entre nubes de polvo, unas sombras se enfrentaban a su alrededor. Cuerpo a cuerpo. Caían, vencidas, o galleaban, vencedoras. ¿Cuánto tiempo duró el ataque? Lo bastante para que no quedara prácticamente ningún superviviente de los veinticinco hombres que componían el destacamento nazarí. Había sido diezmado. Sarrag y Ezra habían permanecido absolutamente inmóviles, con el rostro hundido en el polvo; tan inmóviles que sólo debían el permanecer vivos al hecho de que les hubieran creído muertos.
Se oían gemidos de los heridos y moribundos, así como el rumor de los infantes de la hueste real, que se habían agrupado y se retiraban hacia poniente. Ni Ezra ni Sarrag levantaron la cabeza. Se oyeron unos pasos ahogados. Luego, como si la pesadilla recomenzara, una voz hiriente amenazó:
—Vais a pagar por nuestros hermanos…
Alguien agarró a Sarrag del cuello y le obligó a ponerse en pie. Lo primero que éste vio fue el alfanje que blandía un jefe árabe, e inmediatamente después su rostro manchado de sangre. Asustado, el jeque se preguntó por qué milagro aquel hombre seguía estando en este mundo. Balbució unas palabras intentando devolverle a la razón, pero era inútil: no le escuchaba. Con un gesto próximo a la demencia, el militar asió el cuello del albornoz de Sarrag con tal violencia que la tela se rasgó, dejando al descubierto el pecho de éste.
—¡Reúnete en el infierno con los infieles!
Ezra, testigo impotente, trató de gritar, pero ningún sonido salió de su garganta.
El hombre apuntó al cuello del jeque, quien cerró los ojos y dio gracias al Todopoderoso.
En ese preciso instante la punta del alfanje se detuvo, casi rozando la yugular.
Sarrag aguardó. La muerte no llegaba. Entreabrió entonces los ojos. El oficial seguía allí, sumido en la penumbra, pero su expresión ya no era la misma. El furor había desaparecido para dejar paso al asombro.
Con los ojos desorbitados, miraba un punto del pecho de Sarrag donde destacaba un medallón de plata.
La media luna y la espada…
—¿De dónde procede este objeto?
—Siempre ha sido mío. Lo heredé de mi padre, y él de mi abuelo.
—¿Sabes lo que representa?
—Claro. Es el emblema de los Bannu Sarrag.
—¿Quieres decir que…? —logró balbucir el hombre.
—Soy un Bannu Sarrag. Mi nombre es Shahir, Shahir ibn Sarrag.
—No…, no es posible.
El militar dejó caer la daga y, asiendo la mano del jeque, se la llevó a los labios.
—¿Podrás perdonarme?
El jeque pareció sorprendido.
—Explícate…
Pertenezco a la guardia de Yusuf ibn al-Barr.
Todo se aclaraba: Yusuf ibn al-Barr no era otro que el jefe del partido Bannu Sarrag, que unos días antes había instalado al nuevo sultán, Boabdil, en el trono de Granada.
Ezra, que seguía en el suelo, no se perdía ni una palabra de la conversación. También él sabía quién era aquel Yusuf ibn al-Barr, al igual que no ignoraba el papel que habían desempeñado en los últimos años los Bannu Sarrag. Recordaba haber hablado del asunto en la terraza del árabe, el día que se conocieron.
—Comprendedlo… Están destruyendo los jardines de Alá. El último sueño árabe en Al Andalus. Como si resistir a los reyes cristianos no fuera ya bastante desesperado, ahora nuestros propios jefes se despedazan.
—Más absurdo todavía es pensar que, algún día, Granada caerá a causa de una rivalidad entre mujeres…
El árabe le lanzó una mirada escéptica.
—Creo que exageráis.
—¿Sí? Desde que una cautiva cristiana, aquella Isabel de Solís que pasó a llamarse Zoraya tras su conversión al islam, entró en la vida del sultán Abu-l-Hasan, el hombre ha perdido la cabeza. Había comenzado su reinado con grandeza y sabiduría, y lo concluye entre la sinrazón y el despotismo. Ha llegado a descuidar a su legítima esposa, Aisha, y muestra su preferencia por los hijos de la cristiana en contra de Abu Abd Allah Muhammad, a quien los cristianos denominan Boabdil, y de su hermano Yusuf. Al advertir que el trono podía escapar a su descendencia, Aisha fomentó una conspiración contra su esposo, con las consecuencias que ya conocemos…
En realidad, todo había comenzado unos quince años antes, cuando el sultán Abu-l-Hasan reinaba en Granada. Temiendo que el poder de la familia de los Bannu Sarrag le hiciera sombra, decidió pasar por las armas a sus miembros más importantes. Los supervivientes no olvidarían nunca aquel acto monstruoso. La rueda del destino nunca está quieta. Cuando Aisha tomó la decisión de derribar a Abu-l-Hasan, ¿quiénes la ayudaron? ¿Quiénes fueron sus partidarios? ¿De dónde habían salido aquellos guerreros que acabaron con el sultán y colocaron a Boabdil en el trono? Eran los Bannu Sarrag, salidos de la tumba.
El rabino se atrevió a murmurar:
—¿Podéis levantarme?
El militar recuperó su alfanje. Primero cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas del jeque; después hizo lo propio con Ezra y le ayudó a ponerse en pie.
—¿Podrás perdonarme? —repitió, verdaderamente abatido.
Por toda respuesta, Sarrag dijo con voz neutra:
—Ayúdanos a recuperar las monturas… Ya hemos perdido demasiado tiempo.
Burgos
Tomás de Torquemada indicó por señas al padre Álvarez que se sentara. Un brillo enfebrecido ardía en su mirada, mientras que un tic nervioso hacía temblar la comisura de sus labios. De vez en cuando cruzaba las manos, las separaba y volvía a cruzarlas. Algunos habrían podido interpretar estos signos como expresión de un gran nerviosismo, pero quien conociera la personalidad del inquisidor general sabía que se trataba sólo de exaltación. Desde que había visto los documentos entregados por el servidor árabe y se había establecido la relación entre éstos y los escritos hallados en el domicilio del marrano, el llamado Abel Baruel, Torquemada no podía estarse quieto. ¡Por fin! Por fin estaba verificándose lo que siempre había presentido: una conjura. Una conjura elaborada por la judería y el islam, cómplices. Ahora tenía la prueba indiscutible, la que podría arrojar a la cara de sus detractores, para demostrarles que aquellas razas impuras —judíos, musulmanes, gitanos, sodomitas— siempre habían perseguido un único y mismo objetivo, la destrucción del catolicismo y de España. Ciertamente, la «prueba» era frágil todavía porque, de momento, se basaba sólo en manuscritos herméticos y en las palabras de un servidor árabe cuyos motivos seguían siendo desconocidos; pero para Torquemada la dificultad había sido siempre un aguijón.
Se arrellanó cómodamente en su sillón y preguntó:
—¿Estáis seguro de que no lo ha olvidado?
—Imposible, el padre Menéndez es el rigor en persona.
—Lo es, pero, como todos los letrados, se muestra a veces distraído.
—Sin duda, pero en el presente caso sabe muy bien la importancia del asunto. Además, creo que le fascina. Bastaba ver su expresión cuando le llevé los documentos. Tras la primera lectura quedó subyugado. Bullía de excitación.
Torquemada reconocía perfectamente en esa reacción el carácter del padre Menéndez, cuyo verdadero nombre era David Toledano. Hijo y nieto de rabino, se había convertido diez años antes a la verdadera fe y se había unido, piadosamente, a la orden de los Hermanos predicadores. Espíritu brillante, profesor por algún tiempo en la Universidad de Salamanca, había conservado de sus orígenes judíos una pronunciada afición a la cábala. Como muchos de sus congéneres, se había consagrado al estudio de esa supuesta fuerza mágica que se basa en el ensamblaje de letras y números, cuyo misterioso poder —se supone— domina el destino. Si existía en toda la península un hombre capaz de explicar las misteriosas páginas redactadas por Aben Baruel, sólo podía ser Pedro Menéndez.
Torquemada iba a expresar de nuevo su impaciencia cuando llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —ordenó de inmediato.
El batiente se abrió, dando paso a un personaje de unos sesenta años. Bajo, recio, de rostro redondo y aspecto afectado con su sayal demasiado grande y sus sandalias. Apretando contra el pecho un puñado de páginas, atravesó la sala y en unas zancadas llegó ante la mesa del inquisidor. Este señaló un asiento.
—Acomodaos, padre Menéndez.
El hombrecillo obedeció con cierta torpeza, visiblemente impresionado por su interlocutor.
Apenas se había instalado cuando Torquemada preguntó:
—Bueno, ¿cuáles son vuestras conclusiones?
El franciscano se aclaró la garganta.
—Estamos ante un asunto poco habitual, por no decir insólito —dijo con una vocecilla aguda que contrastaba con su físico. En vista de que Álvarez y Torquemada guardaban silencio, prosiguió—: He estudiado con la mayor atención los escritos que me habéis confiado. No cabe duda alguna de que se trata de un criptograma.
—Eso ya lo sabíamos, fray Pedro.
—Claro, pero tras ese criptograma se oculta un plan. Un plan elaborado con fórmulas sagradas, extraídas del Nuevo Testamento, del Antiguo y del Corán. Me apresuro a indicar que el autor de este trabajo debía de ser el cabalista y el teólogo más dotado del mundo conocido. Lo que concibió es absolutamente extraordinario. No hay palabras bastante elogiosas para calificarlo.
El inquisidor le detuvo en seco.
—Tened en cuenta que la persona de la que habláis con tanta elocuencia es un conspirador, un enemigo de la fe.
El hombrecillo se asustó.
—No, no, fray Tomás. Yo me refería únicamente al sabio. Sus conocimientos y…
—Habéis mencionado un plan.
—En efecto. Un plan que, tras ser descifrado, debería conducir a quienes estuvieran en su posesión a un lugar u objeto oculto, lo que viene a ser lo mismo. Sin embargo, para lograrlo se les impone pasar por varias etapas o, si lo preferís, varias ciudades.
—¿Cómo habéis llegado a esta conclusión?
—Gracias a esto…
Buscó entre las hojas y eligió una de ellas. Se trataba de la que había sido hallada en casa de Aben Baruel el día de su arresto.
—Mirad —dijo, señalando con el índice el pie de la página.
—Burgos…
—Burgos… Ahí está la explicación. Todos los símbolos escritos en este… Palacio son informaciones que, una vez reveladas, deberían conducir con toda probabilidad a la ciudad de Burgos.
—¿Tenéis pruebas de ello? ¿Habéis intentado descifrar estos símbolos?
Menéndez adoptó una expresión contrita.
—¡Ya lo creo que lo he intentado! Desde que me confiasteis estas páginas no he dejado de hacerlo. He conseguido descifrar algunos pasajes, pero, lamentablemente, me es aún incomprensible en su mayor parte. Hay que reconocer también —aclaró rápidamente en un tono de excusa— que el tiempo que me concedisteis era muy escaso. Fijaos en este párrafo —prosiguió—: TODO ELLO, POR DESGRACIA, NO VALE MÁS QUE UN ESCLAVO. PUES EVOCA AL QUE HUBIERA DEBIDO CAER DE CABEZA, PARTIÉNDOSELA POR LA MITAD, ESPARCIENDO LAS ENTRAÑAS. Tras madura reflexión, creo haber identificado al personaje que se oculta tras esta descripción. —Torquemada y Álvarez prestaron más atención—, TODO ELLO, POR DESGRACIA, NO VALE MÁS QUE UN ESCLAVO. Según la ley mosaica, el precio fijado por la vida de un esclavo era de treinta siclos o ciento veinte denarios. «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré? Estos le pagaron treinta monedas de plata». ¿Os dais cuenta de adonde quiere llegar el autor? —preguntó.
—¿No se tratará de Judas? —sugirió el inquisidor.
—En efecto. Y para borrar cualquier sombra de duda el autor lo confirma con esta frase: PUES EVOCA AL QUE HUBIERA DEBIDO CAER DE CABEZA, PARTIÉNDOSELA POR LA MITAD, ESPARCIENDO LAS ENTRAÑAS. Es el versículo 18 del capítulo 1 de los Hechos de los Apóstoles. Evidentemente, la escena describe…
Esta vez fue Álvarez quien dio la respuesta:
—¿El suicidio de Judas?
—¡Exactamente! —dijo Menéndez presa de auténtico júbilo—. ¿Comprendéis ahora cómo han sido elaborados estos Palacios?
—Es bastante astuto —admitió Torquemada—. Pero ¿qué relación hay entre Judas y la ciudad de Burgos?
Menéndez recobró su aire contrito.
—No tengo ni la menor idea. Para saberlo sería necesario descifrar el conjunto del Palacio.
El inquisidor cogió la hoja y la agitó ante Menéndez.
—Está también esta frase, una frase que se repite como una cantinela: «Bendita es la Gloria de Y.H.V.H. desde su lugar», etc. No soy cabalista, pero tengo la impresión de que es la piedra angular del criptograma. ¿Habéis intentado estudiarla?
—Desde luego. Y tenéis razón al decir que es la piedra angular, pues gracias a ella conocemos el número de ciudades. ¿Me permitís?
Tomó la hoja de manos de Torquemada y leyó en voz alta:
—BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR. EL NOMBRE ESTÁ EN 4. Aquí tenemos una información capital. «El Nombre está en 4» significa que cuatro ciudades separan a los protagonistas del destino final. La palabra «Nombre»…
—Y.H.V.H. Las iniciales… ¿Porqué?
—El tetragrámaton está directamente vinculado con el judaísmo —declaró el cabalista, turbado.
—¿Y qué más?
—Entre los judaizantes nunca se pronuncia el nombre de Dios porque, a su entender, el Nombre es por definición impronunciable. Al parecer, en los primeros tiempos del judaísmo y hasta dos o tres siglos antes del advenimiento de Nuestro Señor, se utilizaba el tetragrámaton cuando se quería evocar al Creador. Más tarde fue sustituido por Adonai o Yab. Hace poco tiempo, algunos cristianos, al leer la Biblia en su versión original, pronunciaron el nombre aplicándole la vocalización Jehová o Yahvé. Pero, en realidad, la evolución del tetragrámaton tiene como punto de partida la escena de la zarza ardiente. Y.H.V.H. es el nombre que Dios eligió para revelarse a Moisés por medio de la fórmula: Ehyhe, acher, ehyhe que significa «Soy el que soy» o «Soy lo que soy». En la época talmúdica los sabios debatieron esta cuestión, que les parecía fundamental: ¿Cuáles son, entre los nombres de Dios, los que estamos autorizados a escribir, a pronunciar o a borrar una vez escritos en un documento? Su conclusión fue que los siete nombres siguientes pueden ser escritos, pero «no borrados»: El, Elohim, Ehyhe, acher, ehyhe, Adonai, Y.H.V.H., Tsevaot y Shaddai. Los demás nombres divinos…
—¡Ya he oído bastante sobre el tema! Necedades, divagaciones…
Torquemada se levantó y comenzó a recorrer la estancia con pasos nerviosos.
—En conclusión, nos hallaríamos ante un plan. Un plan dividido en ocho etapas. Burgos sería una de ellas. La cuarta.
—La quinta —corrigió Menéndez—, pues por encima tenéis tres Palacios llamados menores y uno mayor. Ignoro cuál es el sentido de estas denominaciones, pero sería lógico pensar que antes de Burgos hay cuatro ciudades.
—De acuerdo. Ahora podemos hacernos dos preguntas: ¿Hacia qué o hacia quién se dirige este itinerario? ¿Y por qué motivo, siendo él mismo judío, Aben Baruel consideró útil mezclar a un musulmán en el asunto? Además, tenemos las frases que nos repitió el servidor de ese musulmán, unas frases preñadas de amenazas. Recuerdo esencialmente: «La aniquilación de todo el sistema político y religioso que gobierna España desde que fue instaurada la Inquisición».
—Perdonadme, fray Tomás —intervino Álvarez—. También aseguró haber oído a uno de los individuos decir: «Si fuera así, imagino que sois consciente de que estaríamos ante la más fantástica, la más formidable adquisición de toda la historia de la humanidad. ¡La prueba de la existencia de Dios!».
El inquisidor hizo una mueca desdeñosa.
—Prefiero no hacer ningún comentario. Es completamente ridículo, y sin duda la cita está sacada de contexto. No, no hay duda posible: estamos en vísperas de graves acontecimientos. Se intenta desestabilizar el Estado y la Iglesia, aunque ignoro por qué medios.
Volvió a sentarse y se concentró. Por fin, al cabo de unos momentos que parecieron eternos a sus visitantes, preguntó a Álvarez:
—¿Sabéis ya dónde se hallan actualmente ambos hombres?
—Todavía no, fray Tomás. Tal como ordenasteis, y gracias a la descripción que me proporcionó el servidor árabe, he mandado que sigan su rastro. Pero será necesario cierto tiempo antes de que los familiares los descubran. De momento, todo lo que sabemos es que han salido de Granada.
—Encontradles. Encontradles, pero tened cuidado… —Y añadió, separando bien las sílabas—: No quiero que se les detenga ni que les suceda mal alguno. ¿He sido claro? ¡Ni el menor daño! —repitió con insistencia—. Por mi parte, sé lo que debo hacer.
Álvarez indicó discretamente a su vecino que había llegado el momento de retirarse. Mientras se dirigían hacia la puerta, intercambiaron una mirada furtiva. La misma pregunta debía de vagar por su mente: ¿Cuáles serían las intenciones del inquisidor general?
«No me ha dejado».
La frase pronunciada por Alfonso el Sabio dos siglos antes, evocando la fidelidad de Sevilla en los enfrentamientos que habían opuesto al rey a su hijo don Sancho, seguía vibrando a lo largo de las gruesas murallas construidas por los moros.
Sevilla, flor abierta, flotaba a imagen y semejanza de los bajeles que se deslizaban por las arremansadas aguas del Guadalquivir. Se acercaba el ocaso, pero el estuario seguía animado por una intensa actividad. En la orilla izquierda del Gran Río, entre la Torre del Oro y la puerta de Triana, prolongándose más allá del puente de las Barcas, el Arenal parecía hundirse bajo montones de maderos. En los almacenes se apilaban cargas llegadas del otro extremo del mundo. A lo largo de aquella playa, feria permanente, los dos hombres descubrieron el ir y venir de los navíos que zarpaban hacia las costas bárbaras o regresaban de los flancos del Mediterráneo.
Moros de las galeras, estibadores con el rostro anegado en sudor, mulatas, decidoras de buena ventura, soldados, aguadores, armadores genoveses, capitanes holandeses, marinos venecianos… Aquí, el destino daba cita a la riqueza y la gloria, la miseria y el oprobio.
A lo largo de los embarcaderos dormitaban paños de Castilla, azulejos de Triana, perfumados guantes de Ocaña o de Ciudad Real, sedas de Granada. Todo listo para embarcar.
Ezra y su compañero habían dejado atrás el Arenal e intentaban abrirse camino por entre la abigarrada muchedumbre.
—¡Maldición! —susurró el jeque—. ¡Nunca en mi vida había visto tantos negros!
El rabino le miró de reojo.
—Extraña observación en un hombre de piel… bastante oscura.
—Tal vez mi piel sea oscura, querido rabbi, pero no negra como el ébano. Mire a esa gente.
—Creo que su color os conmueve porque los muros que nos rodean son demasiado blancos. Seamos serios. Sabéis perfectamente que la mayoría de estos hombres son infelices traídos de Guinea para alimentar a Europa de mano de obra. Incluso podrían formar parte de la familia de vuestro fiel Solimán. Ya sabéis, el que se volatilizó con una copia de vuestro manuscrito.
—¡Defended ahora a los infieles!
—No, no. Si algo me sorprendiera, sería más bien la riqueza de algunos vestidos. Mirad… —Señaló una silueta en medio de la multitud—. Esa persona parece abrumada por los bordados, la seda y la estameña.
—¿De qué os extrañáis? —masculló el jeque—. Es una mujer…
Ezra no hizo ningún comentario. Se limitó a concluir que, en boca de un árabe, esa afirmación debía de encerrar un doble sentido.
El centro de Sevilla era mucho más tranquilo que el Arenal. Dando la espalda a la Torre del Oro, ambos jinetes subieron lentamente hacia el barrio de Santa Cruz. En aquel dédalo de callejas, el punto de orientación más evidente era la Giralda, el antiguo minarete de la mezquita almohade, hoy campanario. Era la hora de la oración. Pero no se levantaba voz alguna para llamar a los fieles.
—Estoy agotado —anunció Ezra—. Sugiero que pasemos la noche aquí.
—Eso iba a proponeros yo también.
El árabe descabalgó.
—¿Adónde vais?
—A dar gracias al Altísimo por seguir en este mundo.
Ibn Sarrag llevó su alazán hasta la sombra de un árbol, cogió la pequeña estera de seda colocada en su grupa y se retiró detrás de unos matorrales.
El rabino le dirigió una mirada cansada y, luego, puso a su vez pie en tierra y decidió caminar un poco.
«Y pensar que si no hubiera estado Moisés para atemperar los ardores del Profeta —reflexionaba—, los musulmanes habrían tenido que orar cincuenta veces al día». Ezra estaba en lo cierto. Uno de los hadiz cuenta que el ángel Gabriel condujo a Mahoma al encuentro de su Dios, hacia el «loto del límite» según la propia expresión del Profeta. En el camino de regreso se cruzó con Moisés, a quien dijo que el Eterno había prescrito a su pueblo cincuenta plegarias diarias. «Conozco mejor que tú a los hombres —observó Moisés—. Me entregué con toda mi energía al gobierno de los hijos de Israel, y esta prescripción sobrepasa las fuerzas de tu pueblo. Vuelve, pues, hacia el Señor y pídele que reduzca el número». Mahoma siguió su consejo y el número fue reducido a cuarenta. Moisés intervino de nuevo e incitó al Profeta para que se dirigiera de nuevo al Todopoderoso a fin de obtener menos todavía. Por fin, cuando concluyó aquel vaivén que duró parte de la noche, se había llegado a cinco oraciones. Era un hadiz poco conocido. Ezra lo había descubierto en una obra filosófica, De las profecías y las almas, cuyo autor era el gran médico persa Ali ibn Sina. Pero ¿quién recordaba ya el nombre de Ibn Sina? Despertando de su ensoñación, comprobó que había llegado a la entrada del patio de los Naranjos, en el ala norte de la catedral. Algunas personas charlaban junto a una fuente. Un dominico leía sentado en un banco de piedra, a la sombra de un ibisco. Antaño, los musulmanes efectuaban sus abluciones en este patio antes de orar.
Samuel vaciló un instante sin saber si volver sobre sus pasos, cuando una súbita intuición le hizo dirigirse hacia el eclesiástico.
—¿Puedo? —dijo señalando el banco.
—Claro —respondió el monje con una amable sonrisa. Luego se apartó un poco y se sumió de nuevo en la lectura.
Se hizo el silencio, acunado por el alegre canto de la fuente.
—El Evangelio según san Juan —comentó en tono afable el rabino—. Un texto muy hermoso.
—Ciertamente, el más hermoso de los cuatro Evangelios. «El evangelio espiritual», utilizando palabras de Clemente.
—¿Os referís al discípulo de Pablo? ¿El que se menciona en la Epístola a los Filipenses?
—No —contestó el sacerdote, extrañado—. Me refería a Clemente de Alejandría.
Aparentemente, la observación había impresionado al monje, que ahora observaba a Ezra con curiosidad.
—Parecéis conocer muy bien los textos sagrados. Poca gente ha oído hablar del Clemente al que habéis aludido. Y es que nada se sabe sobre este colaborador de san Pablo, salvo que se le cita en la Epístola a los Filipenses. Os felicito. ¿Sois acaso teólogo?
—Oh, no —dijo el rabino con modestia—. Digamos que todo lo que se refiere a las cosas de la religión me interesa.
—Eso está bien, amigo mío. La religión es la vía más segura hacia la realización del hombre. Fuera de ella no hay salvación. —El dominico subrayó sus palabras con una amplia señal de la cruz, al tiempo que murmuraba—: Dies dammandis aut absolvendis haereticus dictus…
—… destinatus —prosiguió Ezra, aunque sin concluir la frase.
—¡Felicidades! Esto me demuestra que me hallo ante un hijo de nuestra Santa Madre Iglesia.
Una humilde sonrisa iluminó la barba del rabino.
—¿Sois de esta región, padre?
—En efecto, lo soy.
—Me han hablado de un lugar de oración que se halla, al parecer, en Huelva.
—¿Un lugar de oración? ¿A qué os referís?
—Una sinagoga, una catedral, una mezquita, un convento, un monasterio. ¿Caéis?
—La verdad es que no.
—En ese caso, os haré la pregunta de un modo distinto: ¿Hay alguna colina que domine Huelva?
El sacerdote se concentró.
—No caigo… —respondió al cabo de unos instantes—. No que yo sepa.
—¿Estáis seguro?
Esta vez el eclesiástico respondió sin vacilar.
—Sí, conozco perfectamente esa ciudad. Y con razón, puesto que nací en ella. No, no hay ninguna colina que yo sepa —repitió.
—Y sin embargo, alguien de confianza me ha asegurado lo contrario —insistió el rabino—. Incluso me indicó que el lugar de culto estaba en lo alto de una colina, cerca de Huelva.
—¡Es imposible! La ciudad está situada en una península llana como la palma de la mano.
—Pero el Tinto desemboca en el mar en Huelva.
—Es cierto. Pero, os lo repito, no hay ninguna colina.
Ezra meditó un momento y se puso de pie.
—Tengo que dejaros. Adiós, padre.
—Siento no haber podido iluminaros. Que Dios sea con vos.
Ezra giró sobre sus talones. Apenas hubo cruzado el umbral del patio de los Naranjos, se dio de narices con Sarrag.
—Pero ¿dónde estabais? Comenzaba a preocuparme.
—No había por qué. He ido a informarme.
—¿Y…?
Ezra levantó los brazos y los dejó caer a lo largo del cuerpo.
—Las noticias no son buenas. Al parecer, no hay colinas cerca de Huelva.
—¿Cómo? ¿De dónde habéis sacado la información?
—De un sacerdote. Parecía muy seguro de lo que estaba diciendo.
El árabe se abandonó a la desesperación.
—¿Que no hay colinas? Eso significa que nos hemos equivocado de camino. ¡Nuestra magistral interpretación de Tarsis no valía un comino! Que el Señor de los Mundos perdone mi rabia…, pero me gustaría que hiciera pagar a Aben Baruel todo el daño que nos está haciendo. —Con el rostro congestionado, añadió—: ¡No me digáis que debemos dar media vuelta!
—No lo sé. Ya no sé nada. Tal vez fuera más prudente preguntar a otra persona.
—¡No sabéis nada! Tartesos…, Jonás…, el mancebo, el sueño que se vierte en la mar. ¡Viento! ¡Todo era puro viento!
—¡Señor!
Los dos hombres se volvieron a la vez hacia quien acababa de interpelarles. Ezra reconoció al dominico.
—¿Sí, padre?
—Creo que os he inducido a error. Pensándolo bien, hay una colina. Una colina… y un monasterio en la cima. Pero no está en la propia Huelva, sino entre Huelva y el puerto de Palos, a unas dos leguas de ambas villas. Se trata del monasterio franciscano de la Rábida, en la orilla izquierda del río Tinto.
—¿Habéis dicho en la cima de la colina?
Ezra e Ibn Sarrag habían hecho a coro la pregunta, casi gritando.
Algo desconcertado, el sacerdote asintió.
—Puedo deciros incluso que el monasterio en cuestión fue erigido sobre un templo romano consagrado a Proserpina.
El árabe y el judío le miraron atónitos.
—Proserpina…
—Proserpina —repitió el rabino—. Hija de Zeus y Deméter, diosa de la fecundidad y compañera… de Hades.
Callaron, jadeantes, como embriagados por esa evocación.
—SU ERROR FUE SÓLO CODEARSE CON MALIK Y ACHMEDAI —recitó Ibn Sarrag—, Y VIVIR MIENTRAS ESCRIBO EN LO ALTO DE LA COLINA DE SUAVE PENDIENTE, SOBRE LAS RUINAS DEL HADES. Achmedai, Malik: los demonios, y el infierno…
El monje los observaba en silencio y con aire circunspecto.