8
No es el hecho de que las cosas nos parezcan inaccesibles la razón de que no nos atrevamos; es el hecho de no atrevernos la causa de que nos parezcan inaccesibles.
Séneca
Toledo
Bajo la bóveda de la catedral, el órgano emitió un largo gemido que recorrió la nave, el bosque de pilares, y fue a morir en el coro. El oficio estaba finalizando.
El viejo arcipreste, con los cabellos más blancos que el amito, se volvió hacia los fieles y, con un gesto envuelto en seda blanca, como abrumado por el peso del alba, la estola y la casulla, les dio la bendición.
Con el pelo cubierto por una mantilla de encaje negro, Manuela Vivero lanzó una discreta ojeada a la pareja real. ¿En qué estarían pensando en ese momento? ¿En la infanta Juana, nacida en esta ciudad nueve años antes y que, con su vestido de satén rosa pálido y calzada con zapatos de seda, ofrecía el espectáculo de una muñeca retrasada? ¿Oían brotar de las profundidades de la noche la voz de Rodrigo Díaz de Vivar, que cuatro siglos antes se había arrogado el título de emperador de Toledo? ¿Se preguntaba Isabel por qué el romancero y los poetas de la España cristiana habían convertido al personaje en un héroe, el Cid, el sid, el Campeador, cuando había desvalijado iglesias, incendiado monasterios, matado tanto a cristianos como a moros? Sin duda Jimena, su tierna esposa, sabía la respuesta. Pero Jimena había muerto hacía mucho tiempo. ¿O quizá los pensamientos de Isabel eran de orden más personal? Tal vez estuviera rememorando los consejos de su confesor, Hernando de Talavera, arrodillado una fila más atrás. Talavera, que la había convencido de que aceptara ser la depositarla de los pecados de su marido y se comprometiera a asumir la educación y dotación de los hijos naturales que Fernando había tenido antes de su matrimonio, así como de cuidar a sus madres, amantes del príncipe aragonés. No…, en la tibieza de aquella catedral de Toledo, Isabel debía de soñar con España. La España muy pronto unida. Una España que habría recuperado su honor y la pureza de su sangre. Una España en pie en nombre de Cristo.
Manuela observó a Talavera con disimulo. Extraño personaje… Recordaba claramente haber descubierto en el prelado, el día del auto de fe, una actitud contraria a aquella «manifestación de la fe». Sin embargo, dado que ella misma experimentaba ese sentimiento, se había dicho que su espíritu debía de confundir su propia opinión con la del sacerdote. Por lo demás, cuando volvía a pensar en ello se lo reprochaba un poco, no por haber flaqueado en el último momento, sino por no haberse atrevido a expresar a Talavera (ni tampoco a la reina) su rebelión ante la crueldad del espectáculo. Y sin embargo, había valor dormitando en su interior. Lo que más echaba en falta no era vivir, sino encontrar sentido a su vida, obsesionada como estaba, desde su más tierna infancia, por la certidumbre de que todo lo que un ser no probaba con actos, no existía.
Desde que había nacido tenía la sensación de vivir abrumada por tenaces ataduras, que le hacían daño cada vez que intentaba romperlas. Liberarse le había parecido imposible. Pero ¿no es cierto que consideramos imposibles las cosas para excusarnos a nosotros mismos? Mientras tanto el tiempo, a semejanza de las burbujeantes aguas de un río, fluía, el reloj de arena se vaciaba. Y por fin, una mañana…
Dominando el Gloria le pareció oír una voz que le susurraba un párrafo del Eclesiastés, su lectura preferida:
«… porque mocedad y juventud son vanidad. En los días de la juventud acuérdate de tu Hacedor, antes de que vengan los días malos y lleguen los años en que dirás: “No tengo ya contento”; antes de que se oscurezcan el sol, la luna y las estrellas, y vuelvan las nubes tras el aguacero; cuando temblarán los guardianes de la casa, y se encorvarán los fuertes, y cesarán de trabajar las muelas, porque son pocas, y se oscurecerán los que miran por las ventanas, y se cerrarán las puertas de fuera, y se debilitará el ruido del molino y el canto de los pájaros, y se atenuarán las canciones, y habrá temores en lo alto y tropezones en el camino […] antes que se rompa el cordón de plata, y se quiebre la ampolla de oro, y se haga pedazos el cántaro junto a la fuente, y se rompa la polea en el pozo, y se torne el polvo a la tierra que antes era…».
Manuela suspiró e intentó concentrarse en la plegaria; fue entonces cuando descubrió la presencia de Tomás de Torquemada. Debía de estar observándola desde hacía rato, pues la saludó con una ligera inclinación de cabeza, como si hubiera permanecido a la espera de esta oportunidad.
La joven recordó la nota que le había mandado desde Burgos, una nota extraña, sibilina, que concluía con una petición. Pronto iría a Toledo y manifestaba el deseo de verla. Se trataba de un asunto Urgente del que quería hablarle. Nada más. Recordaba haber coincidido con él, en un pasado lejano, en casa de la condesa de Bobadilla. El personaje le había parecido como mínimo antipático, por no decir detestable. ¿Qué querría?
Le devolvió el saludo y procuró pensar sólo en la oración.
Huelva
En la cima de la colina que dominaba Huelva, rodeado de pinos de ancha copa, el monasterio de la Rábida era uno de esos tranquilos lugares donde Dios puede hallar refugio lejos del estruendo del mundo. Ningún ruido penetraba en aquel lugar donde se denominaba «vanidad» lo que algunos llamaban «gloria».
En la entrada se erguía una gran cruz de hierro.
Las avenidas de piedra encerraban soberbios jardines que relajaban la mirada sin distraerla.
Destacaba un claustro, del que emanaba una sensación de serenidad.
Acababan de introducir a Ibn Sarrag y Ezra en el gabinete del prior. La estancia olía a cera. Los muros recubiertos de madera respiraban austeridad y recogimiento.
El padre Juan Pérez invitó a ambos hombres a acomodarse. Tras él, ocupando un lugar destacado, a media altura, una imagen de San Francisco de Asís recordaba a los visitantes, por si fuera necesario, a qué orden pertenecían los ocupantes de la Rábida.
—De modo, hermanos, que os dirigís a Santiago de Compostela.
Fray Juan Pérez se había expresado con una voz fluida, muy dulce, que contrastaba con su físico. De unos cincuenta años, con la tez amarillenta y reseca y la barbilla oculta por una barba grisácea cuya forma recordaba la de un chivo, parecía un hombre en perpetuo estado de sufrimiento. Vestía el hábito franciscano, un basto sayal gris con una cuerda de cáñamo alrededor de la cintura, y llevaba el cráneo tonsurado.
—Sin embargo —prosiguió—, estáis muy lejos del camino que toman habitualmente los peregrinos que van a recogerse ante la sepultura de Santiago. Centenares de leguas os separan de Puente la Reina, Burgos, León y las demás etapas…
—Fray Juan Pérez, no tengo que explicaros cuántos caminos llevan al Campo de la Estrella.
—Naturalmente. —Hizo una corta inspiración—. ¿Puedo atreverme a pediros que me confiéis los motivos que os han llevado a emprender tan ardua peregrinación? ¿Peregrinatio provoto? ¿Per comissionne? ¿Ex poenitentia? ¿Devotionis causa?
Ibn Sarrag lanzó una mirada de angustia a Ezra. Estaba claro que no había comprendido ni una palabra de aquella enumeración. ¿Por qué diablos habría utilizado el pretexto de la peregrinación?
El judío acudió en su ayuda.
—Nuestro acto está sólo inspirado por el deseo de llegar al lugar donde descansan los santos despojos de nuestro protector, el lugar donde es posible estar más cerca de él. Además… —Mostró sus manos—, ved esta miseria. Espero que el matamoros se digne aliviar mis sufrimientos.
—¿El matamoros? —preguntó el franciscano—. Supongo que sabéis que la frase significa «el matador de árabes».
—Por supuesto. ¿No acudió Santiago, más de una vez, en ayuda de los cristianos? ¿No fue él quien, hace siete siglos, montado en su corcel blanco, salvó a nuestros hermanos en Covadonga, sembrando el pánico entre los moros? ¿Y no fue él también quien apoyó, más tarde, al rey Ramiro I contra el emir Abd al-Rahman II?
—Exacto. Os felicito por conocer tan bien esos detalles de la vida del protector de nuestro país.
Ezra adoptó una actitud modesta.
—Volviendo a vuestro deseo —prosiguió el prior—, permitidme que os diga que son escasos los peregrinos que van a Santiago para solicitar la curación de alguna enfermedad o la salud del cuerpo. Muy al contrario. El peregrino debe estar sano para afrontar tan dura prueba. Además, sin duda lo sabéis, de los veintidós milagros atribuidos a Santiago y escritos en el libro II del Codex Calixtinus, sólo tres se refieren a intervenciones del santo para curar enfermedades.
Ezra no se desconcertó.
—¿Está prohibido esperar?
—La esperanza, claro. La esperanza y la fe.
Una campanilla tañó varias veces en el silencio.
—Debemos separarnos. Es la hora del Ángelus.
—Naturalmente, padre —dijo Ibn Sarrag levantándose al mismo tiempo que Ezra. Y añadió—: Sin querer abusar de vuestra cortesía, ¿creéis que nos sería posible pasar aquí la noche?
—Hermanos, ¿ignoráis acaso que el derecho de asilo es inherente a la Rábida, como a cualquier lugar de oración? Id a ver de mi parte al hermano Orellana. Él os indicará vuestras celdas.
—Gracias, fray Juan. Tenéis toda nuestra gratitud. No abusaremos de vuestra hospitalidad.
Cuando llegaron a la puerta, Ibn Sarrag se dio la vuelta y preguntó en un tono indiferente:
—¿Por causalidad habéis recibido recientemente a uno de nuestros hermanos que se dirigía también a Santiago de Compostela? ¿A un tal Baruel, Aben Baruel?
Al mismo tiempo que pronunciaba el nombre de Aben, observó a su interlocutor para evaluar el impacto de sus palabras. No advirtió reacción especial alguna.
—No. No recuerdo a nadie con este nombre.
—Baruel. ¿Estáis seguro?
—Sí.
El árabe consideró más prudente no insistir.
Una vez a solas, fray Juan Pérez permaneció pensativo. Eran realmente unos curiosos peregrinos, y no sólo por su físico, sobre todo el del hombre de la piel atezada. Ni el uno ni el otro llevaban los atributos de los peregrinos: ni concha cosida a sus ropas, ni esclavina, ni petaso, ni escapularios. Tampoco bordón envuelto en un pañuelo. Extraño…
Apenas hubieron salido, mientras caminaban bajo las arcadas, Ezra observó:
—Habéis estado a punto de ponernos en una situación comprometida. ¿Porqué habéis elegido la excusa de la peregrinación?
El árabe se encogió de hombros.
—No lo sé. Es lo primero que se me pasó por la cabeza. No imaginaba que iba a abrumarme a preguntas. Por cierto, parecéis estar más al corriente que yo de las leyendas vinculadas a Santiago.
—Poseo, en efecto, ciertos conocimientos al respecto. En fin de cuentas, ¿no es el santo más venerado de España?
—Y sin embargo, si no recuerdo mal, ese apóstol murió acuchillado en Jerusalén, en tiempos del rey Herodes, ¿no? ¿Qué relación tiene entonces con la península?
—No lo sé muy bien. Al parecer, Santiago evangelizó el país y, más tarde, una estrella milagrosa indicó el lugar donde yacía su cuerpo. Allí se edificó el Campo de la Estrella. Y a eso se le añade la historia de una concha… En fin, no os sorprenderá que os diga que no encuentro interés alguno en estas fábulas. Por lo demás, si el asunto despierta vuestra curiosidad, siempre podréis encontrar a alguien más adecuado que yo. —Señaló hacia el edificio principal—. Aquí no faltan cristianos, ¿no os parece?
El árabe masculló entre dientes:
—¿Y si fuéramos a buscar al hermano Orellana?
El sol se había puesto y el viento del norte envolvía el monasterio. El mar, que una hora antes resultaba visible todavía, ya sólo era un espejo ciego. De la capilla brotaba el canto de completas; inflexiones de voces al unísono, mezcla de piedad y, ¿quién sabe?, de soledad.
En el refectorio desierto, Ezra e Ibn Sarrag, sentados uno junto a otro, miraban pensativos el chisporroteo de las llamas en la chimenea. Por toda decoración había un gran crucifijo colgado de la pared e imponentes mesas rectangulares que trazaban dos largas líneas paralelas de una punta a otra de la sala. Junto a la puerta ardía un cirio.
—Ahora que lo pienso —dijo de pronto el rabino—, ¿por qué razón le habéis mencionado al prior el nombre de Aben Baruel?
—Por si acaso. Me he dicho que podía ser el guía que estamos buscando. ¿He hecho mal?
—A mi entender, era inútil. Fray Juan Pérez no tiene precisamente aspecto de mancebo…
El jeque asintió blandamente.
—De todos modos, no tardaremos en saber a qué atenernos. Si realmente vive en el monasterio un monje joven, lo veremos durante la comida.
—A menos que, para nuestra desgracia, haya decidido ayunar esta noche.
Las llamas seguían danzando en la chimenea. Se hubiera dicho que, de vez en cuando, se movían al ritmo de las voces que seguían brotando de la capilla.
—Sabéis… —prosiguió el rabino.
El resto de la frase quedó en suspenso. Un hombre acababa de entrar en el refectorio. Tras una vacilación se dirigió hacia ellos con paso ágil. Era bastante alto, de rostro alargado y provisto de cierta nobleza. Su nariz aquilina formaba una sombra dura debajo de la frente. Tenía los ojos azules, bastante vivos. Y, como un detalle sorprendente, su cabellera era completamente blanca, aunque sólo debía de tener unos treinta años.
Saludó cortésmente a los dos hombres y comentó con una sonrisa.
—Nos hemos adelantado.
Ezra e Ibn Sarrag le devolvieron el saludo. Ambos habían observado que el hombre no llevaba sotana.
—Parece ser que nuestros estómagos carecen de piedad —ironizó el jeque.
El hombre se echó a reír y se sentó a su mesa.
—¿Estáis de paso en la Rábida?
—Sí, nos marchamos mañana. ¿Y vos? —preguntó con impaciencia.
—Llegamos anteayer, de Lisboa.
—¿Llegasteis?
—Mi hijo Diego me acompaña. El pobre pequeño soportó mal el viaje. También yo estaba agotado.
A lo lejos, las voces habían callado. Se oyó un rumor de pasos, el roce de las sotanas. Podía adivinarse a los monjes dispersándose por el helado silencio de los corredores.
—Ya está —dijo el hombre—. Por fin podremos sustentarnos. —Y añadió con amargura—: Jamás hubiera creído que, para mí, el alimento se convertiría algún día en un objeto de búsqueda.
En su boca, la palabra «búsqueda» sonaba a mendicidad.
—¿Os habéis recogido ya ante la imagen de la Virgen milagrosa? Está en la capilla. Recé ante ella en cuanto llegué. Recé con devoción, con todo mi ser, para que mi destino se aclare por fin y los demonios del infierno dejen de oponerse a mi sueño.
—¿LOS DEMONIOS? ¿EL SUEÑO?
Esta vez el rabino no pudo aguantarse.
—¿Por casualidad conocéis a un hombre llamado Aben Baruel?
—¿Cómo decís?
—Aben Baruel.
El hombre pareció reflexionar.
—Es un nombre judío.
El rabino asintió.
El otro adoptó un aire sentencioso y repuso, agitando el índice ante la nariz de Ezra.
—No hay que fiar de judío romo, ni de hidalgo narigudo, narogordo, narilongo…
El rabino apretó los dientes y se dijo que si había una posibilidad de que aquel individuo fuese el mancebo, aun en contra de la voluntad de Baruel, lo estrangularía.
El hombre preguntó:
—¿Por qué voy a conocer a ese personaje? ¿Es marino? ¿Cosmógrafo?
Ezra dirigió una mirada de desaliento a Ibn Sarrag.
—Olvidadlo —dijo el árabe, igualmente abrumado. Y, sin duda por cortesía, agregó—: Al parecer, os interesa la navegación.
—¡Soy marino, señor! Y de la mejor escuela: la de Génova.
—Interesante —comentó el jeque, con la cabeza en otra parte.
—A los seis años manejé ya mi primer remo. A los siete, conducía una vela hasta el extremo del gran malecón del puerto de Génova. ¡Una proeza! Desde entonces, he navegado por todas las aguas conocidas: las islas griegas, San Pietro, Cerdeña, Sicilia, Túnez, Chipre, las costas de Guinea, las costas portuguesas, Madeira, las islas Feroe e incluso Thule.
Ibn Sarrag soltó a su pesar una risita divertida.
—¿Y os veis reducido a… buscar alimento?
—No os andéis por las ramas. Mendigar sería más apropiado. ¡Sí, mendigo porque nadie quiere aceptar los imperios que ofrezco! —Había manifestado tan súbita pasión que turbó a sus interlocutores—. Llegará un día en que hagamos saltar las ataduras de los océanos que nos rodean. Ese día se abrirá un país infinito y Thule ya no será la última tierra.
—¿Un país infinito?
—Sí, en el oeste. Lo sé. Basta con leer a Plinio, Plutarco, D’Ally o Marco Polo para convencerse. ¿Conocéis a Toscanelli? —preguntó sin solución de continuidad.
Ambos respondieron negativamente.
—Murió hace tres años. Era ciertamente el mayor cosmógrafo de todos los tiempos. Era también médico. Vivía en Florencia. Toscanelli escribió una carta que yo tuve en mis manos cuando estaba en Portugal. Iba dirigida al cardenal Fernando Martínez. El propio Toscanelli me facilitó una copia. Conozco su contenido de memoria. —El hombre se aclaró la garganta y declamó—: «A Fernando Martínez, canónigo de Lisboa, Pablo, médico, envía sus saludos. Me ha complacido saber que estás bien y que gozas de la intimidad y el favor de tu rey, príncipe generosísimo y magnífico. Como en el pasado te hablé de una ruta para llegar al país de los aromas, por vía marítima, más corta que la que abrís por Guinea, el serenísimo rey desea ahora algunas aclaraciones a este respecto, o mejor una demostración que muestre de algún modo esta ruta, para que incluso la gente menos instruida pueda, si es necesario, verla y comprenderla.
»Aunque sepa que eso puede demostrarse con ayuda de una esfera, que es la forma del mundo, he decidido para mayor facilidad indicar esta ruta con la ayuda de una carta náutica. Envío por consiguiente a Su Majestad un mapa trazado con mis propias manos, en el que se han dibujado vuestras costas con las islas de las que deberéis partir poniendo siempre rumbo hacia el oeste». —El genovés recobró el aliento y repitió con firmeza—: Hacia el oeste. ¿Lo habéis oído, señor? El oeste.
Ezra contuvo un bostezo.
Por lo que a Ibn Sarrag se refiere, se limitó a parpadear.
Los primeros monjes cruzaban el umbral del refectorio.
—Salvados… —susurró el rabino al oído de su compañero.
Uno de los sacerdotes se acercó al marino genovés.
—Buenas noches, hermano. ¿Se encuentra mejor el pequeño Diego?
—Sí, padre Marchena. Gracias a Dios.
—Bien. Nos veremos dentro de un rato en la biblioteca.
El marino asintió con gratitud.
Cuando el sacerdote se hubo ido, explicó:
—Es el padre Antonio Marchena, el astrónomo del monasterio. Sabe que tengo razón y ha prometido ayudarme. Estoy convencido de que lo hará.
Siguió hablando sin darse cuenta de que ya no le escuchaban.
El árabe y el judío miraban fijamente a un personaje que acababa de sentarse en la mesa opuesta. A priori nada le distinguía de los demás monjes presentes, salvo que era rubio y, con mucho, más joven.
¿Veinticinco años? ¿Veintiocho? Tenía cara de ángel…
Toledo, aquella misma noche
—Bueno, Majestad —concluyó Tomás de Torquemada—, os lo he dicho todo.
Se volvió hacia Hernando de Talavera buscando su aprobación, pero este último mostró un rostro impenetrable.
Torquemada apretó los dientes.
Talavera le había parecido siempre insoportable. Naturalmente, estaban los rumores que corrían acerca de sus orígenes. Al parecer, era hijo natural del conde de Oropesa y una judía de Toledo. ¡Un bastardo, vamos! Estaba también su turbio pasado. Se decía que a la edad de treinta años había ingresado en un convento de la orden de los jerónimos, y más tarde se había convertido en prior del monasterio del Prado. Luego, la gente se perdía en conjeturas sobre las circunstancias que lo habían llevado a ser el confesor de Isabel. Una cosa era cierta: actualmente su autoridad era grande, tanto en el campo político como en el de los asuntos financieros. Tomás tenía situado al personaje desde hacía mucho tiempo. Ya en su primera entrevista el instinto le había dicho que desconfiara de él. Y había tenido razón. ¿Acaso Talavera no había expresado en voz alta su feroz oposición al establecimiento de la Inquisición? ¿No había intentado por todos los medios convencer a Isabel para que reconsiderara su decisión? A Dios gracias, había fracasado. Un fracaso por otro lado sorprendente cuando se conocía la influencia que ejercía sobre la reina. ¿Quién ignoraba en España de qué modo se había desarrollado el primer encuentro entre Talavera e Isabel? En el pasado, la reina solía arrodillarse junto a un sitial o un banco, mientras que su confesor la escuchaba de pie. Cuando fray Hernando llegó aquel día, no respetó la tradición y se sentó. «Ambos tenemos que arrodillarnos», observó en seguida la reina. Talavera respondió, con la placidez que le caracterizaba: «No, señora, yo debo permanecer sentado y Vuestra Alteza de rodillas, pues éste es el Tribunal de Dios y yo estoy aquí en su nombre». E Isabel se doblegó.
Torquemada estaba convencido de que su compatriota no comprendía en absoluto el drama que vivía España. No había dejado de intentar limar asperezas. Con una ingenuidad que dejaba desarmado a cualquiera, predicaba que la conversión al cristianismo debía ser el resultado de una adhesión sincera y no de una coacción. Eso era desconocer el alma judía. ¡Y si sólo se tratara de los judíos! También el islam hallaba gracia a sus ojos. Talavera consideraba un honor vivir en buen entendimiento con el clero musulmán, y procuraba que las mezquitas estuvieran adecuadamente cuidadas. Había llevado el absurdo hasta pedir que algunos sacerdotes aprendieran árabe (como él mismo había hecho), con el fin de evangelizar mejor a aquella parte de la población que no hablaba español. En verdad, la iniciativa habría podido considerarse loable si hubiera producido resultados concretos. Pero, hasta el momento, todo demostraba que la política de Talavera era un fracaso.
—Fray Tomás, imagino que estáis seguro de lo que afirmáis. Se trata de una conspiración.
—He expuesto al pie de la letra todo el asunto a Vuestra Majestad. Ella es el único juez. Sin embargo, si me permitís expresar mi opinión os diré que no sólo estoy seguro, sino que además nos queda poco tiempo.
La voz de Talavera se elevó, pausada, armoniosa.
—Fray Tomás, a riesgo de pareceros lento en la comprensión de las cosas, no logro realmente ver dónde se menciona una conspiración —dijo señalando las páginas dispersas sobre la mesa de la reina—. Un amasijo de palabras inconexas, desprovisto de lógica. Frases repetidas por un sirviente cuya intención no se os habrá escapado, pues está claro que pretende perjudicar a su señor… Por mucho que escudriño, analizo estas informaciones desde todos los ángulos, no veo perfilarse la sombra de una conspiración que atente contra la seguridad del Estado y, menos aún, de la Iglesia.
Torquemada se esforzó en dominar su exasperación.
—Y sin embargo, puedo afirmaros que así es. Reflexionad. El autor de estos escritos, que vos calificáis de «amasijo», no es un desharrapado cualquiera. Utilizando las palabras del padre Menéndez, es probablemente «el cabalista y el teólogo mejor dotado de todo el mundo conocido». ¿Por qué razón un hombre de semejante envergadura iba a divertirse redactando un texto de este tipo?
—Probablemente por simple juego, por placer intelectual.
—¿Por qué, entonces, implicar a otros personajes? Y a un árabe, por añadidura.
Talavera no respondió.
—Si todo eso fuera un puro juego —insistió Torquemada—, ¿por qué el árabe y su cómplice judío habrían decidido, de pronto, abandonar Granada y partir hacia Sevilla? Según nuestras últimas informaciones, están ya en los alrededores de Huelva. Yo…
La reina le interrumpió con viveza.
—Habéis encontrado, entonces, su rastro…
—Sí, Majestad.
Talavera hizo una mueca de falsa admiración.
—Habéis tenido mucha suerte.
—La suerte nada tiene que ver con esto, fray Hernando. ¿Habéis olvidado acaso que el Santo Oficio dispone de la red de informadores más tupida que existe? Su gran movilidad, la solidaridad de sus miembros, su presencia en toda la superficie del territorio la convierten en un arma prodigiosamente eficaz.
—Es cierto, es cierto —aprobó doctamente el confesor de la reina.
—Hay algo que se me escapa, fray Tomás —intervino ésta—. Estáis convencido de que esos individuos están conspirando contra el Estado y sabéis dónde se encuentran. Decidme, entonces, a qué esperáis para detenerlos.
—Creo, Majestad, que sería un gran error. Ya os he explicado que el plan se descomponía en ocho partes, cada una de las cuales llevaba a una ciudad, hasta desembocar en un destino final. Si detenemos ahora a estos hombres, nunca conoceremos los entresijos de la historia ni la razón del periplo.
—Muy bien, ¿qué sugerís entonces?
—Dos cosas: la primera, continuar siguiéndoles, no perder su rastro, espiar cada uno de sus gestos preparados para intervenir en cuanto se vea la necesidad; en cuanto a la segunda, es más delicada.
—Os escuchamos, fray Tomás.
—Sugiero que infiltremos a alguien, que introduzcamos en su ámbito a una persona en quien tengamos una confianza absoluta y cuya misión sea arrancarles la mayor información posible sobre el objetivo que persiguen. Así no avanzaríamos sobre un terreno movedizo, sino por un camino iluminado y seguro.
La reina aprobó, manifiestamente seducida.
—La idea es muy interesante. No obstante, topa con un obstáculo considerable: ¿por qué motivo van a aceptar esos dos hombres la presencia de una tercera persona? Si realmente están tramando Dios sabe qué contra España, no es imaginable que carguen con alguien ajeno a su causa.
—Vuestra Majestad tiene razón. No habría razón alguna para que lo hicieran, a menos que… —Hizo una pausa deliberada antes de finalizar la frase—. A menos que la tercera persona les parezca indispensable.
—¿Y de qué modo podría lograr algo así?
—Sé uno que no fallaría. Puedo revelároslo con todo detalle, y si lo deseáis…
Hernando de Talavera le interrumpió secamente.
—Sea cual fuere vuestra arma, ¿de dónde sacaréis a una persona de confianza con el suficiente talento para no despertar sospechas? Pues, si he leído bien vuestro informe, esos conspiradores nada tienen de vulgares bandoleros. ¿Acaso no acabáis de decirnos, hace un instante, que el autor de esos escritos era «el cabalista y el teólogo más dotado de todo el mundo conocido»? En tal caso, las personas a quienes ha confiado su plan sólo pueden ser eruditos, espíritus muy despiertos. ¿Qué hombre podría engañarlos?
Torquemada lo miró con irónica indulgencia.
—Fray Hernando, ¿acaso he hablado yo de un hombre? No, no que yo recuerde. En ningún momento he hablado de un hombre —repitió.
—Pero, entonces…
Por toda respuesta, el inquisidor general señaló el sillón situado ante la mesa de la reina.
—¿Puedo sentarme, Majestad? La exposición puede alargarse bastante.