28
El gozo de satisfacer un instinto salvaje es incomparablemente más intenso que el de satisfacer un instinto ya domado.
Sigmund Freud
Manuela se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y se hizo un ovillo en la cama. Estaba rota, furiosa, con los nervios de punta. «¿El señor de Vincelar? Pues es, sencillamente, el apellido que llevaba la familia Torquemada hace aproximadamente un siglo, antes de su conversión al cristianismo».
¡Con qué desvergüenza se había lanzado a aquella sucesión de mentiras! ¡Con qué maestría había conseguido darles el pego! Naturalmente, el rabino tenía razón al decir que eran muy pocos los que conocían la genealogía del inquisidor general. Ella había intentado ayudarles espontáneamente, proporcionándoles la respuesta, y cobró conciencia de su ligereza demasiado tarde. Conocía aquellas informaciones sobre Torquemada por boca de la reina. Ella se lo había contado todo sobre los orígenes del inquisidor. Pero ¿cómo explicárselo sin traicionarse? Sus dedos se crisparon sobre una esquina de la sábana. No podía más. Aquella aventura se estaba convirtiendo en una pesadilla. Si al menos hubiera podido confiarse a Vargas y liberarse de la enorme carga que pesaba sobre sus hombros. Mentir, seguir mintiendo. ¿Hasta cuándo? Intentó tranquilizarse diciéndose que, a aquellas horas, Isabel y Torquemada ya habrían leído su carta.
Un golpe seco en la puerta le hizo dar un respingo. Se levantó rápidamente y se sentó en el borde de la cama, esforzándose por aparentar la mayor naturalidad posible.
—Entrad —dijo con voz pausada.
El batiente se abrió. Vargas apareció en el umbral.
—Los caballos están ensillados, no tardaremos en partir.
Ella se levantó al instante y comenzó a recoger sus cosas.
—¿Creéis que el viaje será largo? —preguntó, tanto para disimular su nerviosismo como para poblar el silencio.
—Sí, eso me temo. Más de cien leguas nos separan de Teruel. —Y añadió, con voz insegura—: Debéis de estar agotada.
—No. Bueno… sí.
No se atrevía a mirarle y seguía doblando maquinalmente sus ropas.
Él permaneció un momento observándola antes de decir, con la misma voz vacilante:
—Voy…, voy a avisar a Sarrag y Ezra.
Se oyeron unos pasos. Ella se puso algo tensa mientras esperaba que se cerrase la puerta; pero nada ocurrió. Extrañada, se dio la vuelta y descubrió que Vargas seguía allí, pero muy cerca de ella.
—Ya no sé…, ya no sé dónde estoy. Todo está tan enmarañado, tan confuso.
—¿Nos queda alternativa? No nos separan sólo los hombres. Entre vos y yo se yergue un obstáculo que nos supera, que os supera.
Había recalcado voluntariamente el «os». Y él creyó percibir en ello una pizca de reproche.
—¡Estoy lista!
La vibración de su voz revelaba mucho más que sus palabras.
—¿De qué sirve torturarnos? ¿Por qué repetir lo que ya sabemos? Os pertenezco. Vos pertenecéis a la Iglesia y a Dios.
Su mirada la atravesó como si no la viera, como si observase algo invisible que se hallaba muy lejos, detrás de ella.
—Pertenezco a Dios, sí, Manuela, sin duda alguna, con todo mi ser, con toda mi alma… —Su afirmación terminó en un susurro—: Pero a la Iglesia…, ¿le he pertenecido alguna vez realmente?
Conmovida por sus dudas, ella sintió que perdía la cabeza. Se había jurado mostrarse fuerte. No. El envite era demasiado grave, las consecuencias daban vértigo. Sobreponiéndose, anudó con firme gesto el cordón de cuero de su bolsa y anunció:
—Estoy lista.
Burgos
Ante la atenta mirada del inquisidor general, el padre Álvarez acabó de informar a Hernando de Talavera de las últimas novedades del caso. Mientras había durado el relato, el inquisidor permaneció inmóvil, con una rigidez hierática. Sin embargo, interiormente estaba exultante; no podía saber que, ya la víspera, Talavera había sido puesto al corriente por el padre Álvarez.
Apenas se hizo el silencio, Torquemada tomó la palabra.
—Bueno, fray Hernando…, ¿no tenía yo razón? ¿No eran fundados mis temores?
Impávido, el confesor de la reina repuso:
—He escuchado el relato con el mayor interés. Tal vez os sorprenda, pero sólo confirma mis primeras impresiones. No veo ni sombra de conspiración.
—Pero…, el Libro…
—El Consejo del Santo Oficio tiene tareas más importantes que ocuparse de una fábula.
El inquisidor general se quedó lívido; sin embargo, intentó mantener la calma.
—Fray Hernando, permitidme deciros que vuestra conclusión me parece algo…
—¿Ligera?
—Digamos que… precipitada. Se plantea una cuestión y vos no intentáis profundizar en ella.
—Es probable. Pues, desde el momento en que considero que se trata de un cuento, profundizar me parece vano. Esta historia del Libro de zafiro es ridícula. Perdonadme, pero me cuesta imaginar a Dios Todopoderoso entregado a este tipo de ejercicios.
Torquemada frunció imperceptiblemente el entrecejo.
—Desconfiemos de Dios, fray Hernando. Puede sorprendernos todavía. El diluvio, Babel, Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot transformada en estatua de sal, el maná en el desierto, las aguas divididas del mar Rojo, las plagas de Egipto. Es larga la lista de obras divinas que desafían la lógica de los hombres. Dios tiene su propia lógica. Él ES. Recordadlo.
—Muy bien —dijo Talavera sacudiendo con un breve gesto un hilo imaginario de su sotana—. Dadme entonces una razón precisa para que el Santo Oficio se interese por una tablilla de zafiro.
—Se trata del destino de España —contestó Torquemada con una nota dramática en la voz. Se levantó del sillón, presa de un acceso de fiebre—. ¡Imaginadlo! Imaginad, aunque sólo sea por un instante, que el Libro existe. Imaginad que, efectivamente, sea el receptáculo de un mensaje de Dios a la humanidad. Nos hallaríamos entonces ante la más vertiginosa de las alternativas: o el mensaje confirma la preeminencia del cristianismo, o la abole en favor del islam o del judaísmo. Si por desgracia esta segunda eventualidad resultara cierta, entonces sólo podríamos rezar por la salvación de nuestras almas y por la muerte de España. Significaría que todo aquello en lo que creemos, todo aquello por lo que combatimos desde hace siglos, no tendría razón de ser. ¡Aniquilados! ¡Eliminados! Y la condena nos aguardaría al final del camino, puesto que seríamos nosotros los herejes.
»¡Os estoy hablando del fin del mundo! —prosiguió, clavando en Talavera una mirada extraviada—. ¡El absurdo triunfante! ¡El error cósmico! Las Cruzadas, el Santo Sepulcro, las catedrales, Roma, las bulas, los edictos, el nacimiento, la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, los santos, los mártires… ¡Todo borrado! ¡Estoy hablando del fin de un mundo! —repitió, separando bien las palabras.
Talavera no había parpadeado. En ningún momento había perdido la impasibilidad. Su réplica fue fría, gélida.
—Hombre de poca fe. ¿Hasta ese punto dudáis? ¿Hasta el punto de considerar que la vida y la muerte de Nuestro Señor Jesucristo puedan ser borradas? Si realmente, y ni por un instante lo imagino, semejante posibilidad existiera, entonces sólo nos quedaría pagar el precio de nuestro extravío y hacer penitencia hasta el final de los tiempos.
El inquisidor general, como presa del espanto, inició un retroceso.
—¿Estaríais dispuesto a aceptar el riesgo de que se derrumbara España y la civilización cristiana?
—Sí. Y sin remilgos. Si se hubieran equivocado hasta este punto, ni la una ni la otra merecerían vivir más tiempo. No se puede desear mantener a toda costa, e indefinidamente, una herejía, con el único pretexto de no herir el orgullo y la vanidad.
—¡Nunca! —exclamó Torquemada—. ¡Nunca permitiré que ese día llegue!
—¿Cómo podréis impedirlo? ¡Después de todo, no vais a interponeros en los designios de Dios!
—No, pero sin duda me interpondré en los designios de los hombres.
—¿Pensáis hacer que los detengan? —preguntó lacónicamente Talavera.
—¡Oh, no! Eso sería muy estúpido. Si actuara así perderíamos, al mismo tiempo, la oportunidad de echar mano al Libro. Pues, hermano Talavera, aunque en mi evocación haya mencionado lo peor, no por ello olvido lo mejor, y me refiero a la confirmación de la preeminencia del cristianismo. En el caso de que obtuviéramos esta prueba, la situación se invertiría. ¡Qué revancha! ¡Qué resonante triunfo sobre los bárbaros! —Rodeó la mesa con paso rápido y se dejó caer en el sillón—. Por eso no detendré a esos individuos. Esperaré primero a que me lleven hasta la tablilla de zafiro. Y allí, según lo que descubramos, decidiré.
Talavera fingió sentir cierto interés.
—No veo cómo vais a hacerlo sin correr el riesgo de despertar sus sospechas.
—Olvidáis a doña Manuela. Ella seguirá informándonos. Gracias a ella, muy pronto sabremos dónde está el Libro. —Torquemada se inclinó hacia el padre Álvarez, confinado en un silencio ausente—. Encargasteis a Mendoza que la avisara, ¿no es cierto?
—Así es, padre Torquemada. Mañana, como máximo, habrá visto a la señora.
—¿Está al corriente la reina? —preguntó Talavera.
—Lo está —respondió el inquisidor.
—¿Y os ha concedido su aval?
—Sin la menor vacilación. No he tenido dificultad alguna en convencerla del riesgo que corríamos y que vos os negáis a considerar.
Talavera se incorporó rápidamente.
—Habéis tomado vuestras decisiones y comenzado a ponerlas en práctica. Mis consejos no son de utilidad alguna. Permitid que me retire.
El inquisidor general se puso en pie a su vez.
—No temáis. Estoy convencido de que triunfaremos.
Talavera, sin contestar, se dirigió lentamente hacia la puerta. Cuando ponía la mano en el picaporte, preguntó:
—¿Conocéis a Ornar Jayyam, el poeta persa?
Torquemada respondió negativamente.
—Tiene una cuarteta que me gusta bastante. Sin duda ha sido esa tablilla de zafiro lo que me lo ha recordado: «Más allá de la creación, como más allá de los cielos, buscas la tablilla y el cálamo, el paraíso y el infierno. Se lo he comunicado a Nuestro Señor. Él me ha respondido: “En ti se hallan todas las cosas: el paraíso y el cálamo, la tablilla y… el infierno”».
Teruel
Cuenta la leyenda que el ejército de Alfonso II tenía que defender el valle del Turia contra una tropa de jinetes moros. Antes de atacar, los árabes soltaron unos toros en cuyos cuernos habían atado estopa inflamada. Una de esas bestias, con las astas llameantes, se quedó atrás y, sin razón aparente, se detuvo en la cima de uno de los montes que dominaba el valle. Aquello fue interpretado inmediatamente por el ejército cristiano como una señal del cielo. En efecto, quiso la casualidad que, algunos días antes, Alfonso hubiera recibido un mensaje en sueños: tenía que fundar una ciudad donde apareciese un toro brillando como una estrella. Así apareció Teruel. Casitas de ladrillo y muros almenados erigidos sobre las riberas del Turia, entre agrietadas colinas y vertiginosos acantilados de arcilla roja.
Al llegar al pie de una de las numerosas torres que dominaban la ciudad, Sarrag emitió un silbido de admiración y dio gracias a Alá por el ingenio de los arquitectos árabes.
Dio algunos pasos y señaló con el dedo un lienzo de piedras en el que se veía el escudo de la ciudad: un toro.
—¡El toro de fuego! —exclamó triunfal—. ¿No os lo había dicho?
Ezra se limitó a asentir con un gruñido.
—Tengo hambre —dijo—. Tengo sed. Y me duelen los riñones.
—No voy a contradeciros —admitió el jeque—. El resto del Palacio puede esperar hasta mañana. Buscaremos una yacija. ¿Venís, fray Rafael?
—A mi entender, sería una lástima no recuperar el quinto triángulo antes de llenar el estómago.
—Ni hablar —protestó Ezra—. En primer lugar, acabo de decíroslo, estoy molido y —señaló sucesivamente a Sarrag y Manuela— no soy el único. Además, Adonai me perdone, estoy hasta las narices de tanto descifrar. Mis facultades de reflexión están saturadas, aniquiladas. En estos momentos, si me preguntarais qué animal tiene cuatro patas y crines, y relincha, os respondería que se trata de una tortuga.
—Como queráis —dijo con indolencia Vargas. Y añadió, como si tal cosa—: Sin embargo, bastaría con que os inclinarais para recogerlo.
—¿Recoger el triángulo?
—Eso es. Está allí, muy cerca.
Sarrag miró al monje con aire incrédulo.
—¿Os referís al quinto triángulo?
—¿A cuál va a ser, jeque Sarrag?
Ezra se puso en jarras y dijo con inconmensurable fatiga:
—Muy bien. ¿Dónde está?
Vargas señaló la cima de la torre.
—A PONIENTE DE LA SOMBRA INCLINADA ENCONTRARÉIS EL 3. —Retrocedió hasta que estuvo a unas diez toesas del edificio—. Venid —dijo a los otros—. Acercaos un instante y decidme qué veis.
Ezra avanzó arrastrando los pies.
—¿Qué pasa?
—Espero vuestras observaciones.
Los tres, con gestos tan concordantes que parecían haberse puesto de acuerdo; echaron la cabeza hacia atrás y, con la mano a modo de visera, comenzaron a examinar cuidadosamente la construcción de piedra.
A juzgar por las divertidas miradas que les lanzaban los viandantes, debían de tener un aspecto bastante chusco.
—¡Vargas! —gruñó el rabino—. Si intentáis tomarnos el pelo, os aseguro que vais a pagármelo. ¡Nada! ¡No veo nada extraordinario! Es una torre como las hay miles en España. Estoy de acuerdo en reconocerle cierta belleza, pero eso es todo.
Sarrag iba a hacer la misma observación, pero Vargas le indicó por señas que esperara.
—Mirad a vuestra izquierda, allí.
Las miradas siguieron la dirección indicada por el franciscano. Se trataba de una torre idéntica a la que acababan de examinar.
—¿Y qué?
—Está inclinada —observó Ezra.
—Efectivamente —confirmaron Manuela y Sarrag—. Se inclina hacia el oeste.
Vargas esbozó una tranquila sonrisa.
—Si no fuera así, ¿no sería exactamente igual que la torre a cuyo pie nos hallamos? A PONIENTE DE LA SOMBRA INCLINADA ENCONTRARÉIS EL 3 —repitió, recalcando las palabras—. UN CADÁVER SEÑALÓ CON SU MARCA LAS DOS SOMBRAS GEMELAS. La sombra inclinada… Las dos sombras gemelas…
Ni Ezra ni el jeque se atrevían a aprobar o rechazar la hipótesis del franciscano.
—Tal vez estéis en lo cierto —concedió Manuela—. Pero ¿qué hacéis con lo que precede o lo que sigue a estas frases? —Tendió la mano—. ¿Podéis darme vuestras notas, por favor?
Él se las entregó.
—Ved —continuó Manuela—. ¿Qué hacéis con todas estas indicaciones? ¿Quiénes son A’h y A’hoth? ¿Dónde está el cadáver?
—La respuesta es sencilla: no creo en las coincidencias. —Señaló las torres—. No puedo imaginar que las SOMBRAS GEMELAS y la SOMBRA INCLINADA representen algo distinto a estos dos edificios.
La voz del rabino se elevó, algo distante.
—Señora, habéis preguntado quiénes son A’h y A’hoth. Estas palabras significan «el hermano» y «la hermana», y a veces suelen emplearse como sinónimos de Ich e Icha: el hombre y la mujer, el macho y la hembra. De todos modos, no veo la utilidad de esos sobrenombres. Mucho me temo que nuestro amigo tome sus intuiciones por realidades.
—Por otra parte, no sólo están A’h y A’hoth —añadió el jeque—. El texto habla de un cadáver que, al parecer, SEÑALÓ CON SU MARCA LAS DOS SOMBRAS GEMELAS. Pero yo no veo ninguna tumba ni sepultura. ¿Y vos?
Vargas no respondió. Acababa de dirigirse a un aguador que pasaba por su lado.
—Perdonadme, señor. Necesito una información. ¿Sabéis si esta torre tiene una historia?
El hombre se echó a reír.
—Sin duda no sois de aquí. De lo contrario no me haríais esa pregunta. Claro que tiene una historia, pero está vinculada a otra torre, la que vemos allí, cerca de la catedral.
—Si no es abusar demasiado —rogó Vargas—, ¿podríais decirnos en pocas palabras de qué se trata?
—Claro. Ésta es la Torre de San Salvador. La otra, la inclinada, se llama de San Martín. Se cuenta que, antaño, cuando los moros ocupaban la ciudad, dos arquitectos árabes se enamoraron perdidamente de la misma mujer, una princesa llamada Zoraida. Para resolverlo, el emir les propuso construir cada uno una torre. Aquel que construyera la obra más hermosa obtendría la mano de la princesa. —La sonrisa del aguador se veló un poco mientras concluía—: Sin duda adivinaréis quién venció. Hasta que la Torre de San Martín no estuvo acabada, su creador no advirtió la inclinación.
—¿Eso es todo? —preguntó Vargas, decepcionado.
—Sí, señor. En fin, casi todo. El vencedor se casó con la hermosa Zoraida y el vencido… —Hizo un gesto de aflicción—, el vencido no soportó perder a su amor. Entonces se arrojó desde lo alto de la torre. Desde aquélla, la Torre de San Martín.
El franciscano se volvió hacia sus compañeros.
—¿Seguís creyendo ahora en las coincidencias? —Y susurró en tono confidencial—: UN CADÁVER SEÑALÓ CON SU MARCA LAS DOS SOMBRAS GEMELAS.
Se habían separado al entrar en una especie de camino de ronda que formaba un círculo al pie de la torre inclinada. Ezra y Vargas iban de este a oeste; Manuela y Sarrag habían tomado la dirección contraria.
Apenas habían recorrido una legua cuando el jeque, pensativo, se dirigió a la muchacha.
—Curioso personaje nuestro amigo Vargas, ¿no os parece, señora? Siempre está donde no se le espera. Cuando lo conocí, lo primero que pensé es que era demasiado joven para ayudarnos. Pero en seguida me demostró que me equivocaba; es más, me dejó pasmado con sus conocimientos. Luego creí que sería incapaz de dar pruebas de independencia de espíritu con respecto a sus hermanos y la Iglesia en general.
—¿Confundíais, tal vez, ceguera y sentido del deber?
—No lo creo. También en este punto me equivoqué. El modo en que se implicó, los riesgos que corrió para defender al marino genovés demostraron que tras el sacerdote había un espíritu libre. Finalmente me dije que su vocación había debido de llevarle lejos de la realidad.
—¿Qué entendéis por «realidad»?
—La vida, el sufrimiento, la muerte, el amor.
La muchacha se sobresaltó. ¿No estaría el árabe jugando con ella? Si era así, estaba decidida a no caer en la trampa. De modo que, con la mayor naturalidad, observó:
—No sé qué imagen os hacéis del sacerdocio. Cristo, sin duda lo ignoráis, conoció esa «realidad» de la que habláis. Así que un sacerdote…
—He mencionado también el amor. Y, que yo sepa, Cristo no vivió este sentimiento.
—¡Qué lejos estáis de la verdad! Ciertamente no amó en el sentido carnal del término, pero su Pasión, su sufrimiento, su sacrificio, todo en Él fue sólo amor.
El árabe adoptó un aire de reproche.
—Vamos, señora, sabéis perfectamente que los sacerdotes no son Cristo. Son, ante todo, hombres.
Ella se detuvo. El jeque estaba empezando a irritarla.
—¿Y si me dijerais adónde queréis llegar en vez de dar tantos rodeos?
Él la miró con una seriedad que desmentía el brillo malicioso de sus pupilas.
—¡Oh! A ningún sitio en especial.
—¡Vamos, jeque Sarrag!
—Digamos que, de vez en cuando, compruebo que algunos seres se creen predestinados para cierta tarea cuando, en realidad, están hechos para algo muy distinto.
Ella no conseguía descubrir su pensamiento, de modo que aguardó la continuación.
—Mirad, señora —prosiguió él en un tono sensiblemente distinto, cálido—, en Oriente creemos ciertas cosas. Cosas que vosotros, los occidentales, consideráis absurdas o ridículas. El mal de ojo forma parte de estas cosas, pero también, e iba a decir sobre todo, la predestinación. Estamos convencidos de que todo ha sido escrito de antemano en el Gran Libro de las estrellas: nuestras alegrías, nuestras penas, nuestros amores, la hora de nuestro nacimiento y la de nuestra muerte. Vosotros os negáis a seguir esta filosofía y preferís emplear, cuando se producen acontecimientos extraordinarios, palabras como Providencia, coincidencia o, también, azar. Vargas ha dicho, hace apenas un momento, que no creía en las coincidencias. Tiene razón. Tampoco yo creo en ellas.
La desconfianza en la que Manuela se había atrincherado al inicio de su conversación había cedido.
—Cada uno de nosotros tiene que desempeñar un papel —prosiguió Sarrag—. A menudo consiste sólo en ser un simple inspirador; en ocasiones incluso un instigador. A veces se nos hace aparecer en la vida de una persona, en el preciso momento en que ésta se halla en una encrucijada. Deliberadamente o no, influimos en su elección. La persona optará por una dirección u otra, y su porvenir se verá transformado. Conozco seres que nunca habrían caído en la desesperación si alguien hubiera hallado la palabra justa para retenerles.
—Cuando habláis de una vida que podemos haber transformado, ¿es para bien o para mal?
—¡Sólo Alá lo sabe! De lo único que yo estoy seguro es de que estaba escrito que desempeñaríamos ese papel, ese día a esa hora; al igual que, una vez cumplida nuestra tarea, desapareceremos de la existencia de ese ser. Nuestro amigo Vargas está en la encrucijada. Señora, rezo al Todopoderoso para que, por vuestra mediación, Vargas tome el camino acertado. Eso es lo que quería deciros.
—Si los orientales tienen razón, jeque Sarrag, sabed entonces que ya es demasiado tarde: yo no podría añadir nada más, y mucho menos quitar.
El árabe hizo un vago signo de aprobación y, considerando sin duda que todo había sido dicho, siguió a lo largo del camino de ronda.
Instantes más tarde se encontraban con Ezra y Vargas. Ambos hombres se hallaban sentados en un talud y contemplaban, con aire meditabundo, el quinto triángulo de bronce colocado entre ambos, sobre la hierba.
A su diestra, a media altura de la almenada muralla, se veía una cabeza de toro esculpida. Justo debajo había una amplia grieta. Ezra y Vargas habían debido de encontrar allí el objeto.
Mientras se acercaban, Manuela oyó al árabe declamar:
—ENCONTRARÉIS EL 3 AL PIE DEL MURO DONDE ESTÁ ESCRITO: MOISÉS VINO A VOSOTROS CON PRUEBAS IRREFUTABLES, PERO EN SU AUSENCIA PREFERISTEIS EL BECERRO.