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Temed y temblad, como si estuvierais al borde de un abismo, como si caminarais sobre una delgada capa de hielo…

Las entrevistas de Confucio

Burgos

Fray Francisco Tomás de Torquemada se acercó pensativo a la ventana que daba a la ciudad, de la que emergía la imponente masa de la catedral de Burgos. Aquel edificio, la más hermosa expresión del arte gótico de toda España, nunca había despertado la admiración del monje. Él prefería la iglesia de San Nicolás, más refinada, menos pesada.

Algo más lejos, a la derecha, se adivinaban a través del follaje las tranquilas curvas del río Arlanzón y, más lejos todavía, el monasterio de las Huelgas. La imagen de la abadesa, segunda dama de España después de la reina, acudió a su mente. No pudo evitar una sonrisa al pensar en aquella religiosa de turbadora personalidad; se decía que, si el papa estuviera autorizado a casarse, sólo la abadesa sería digna de tal honor.

El papa… La evocación de Inocencio VII suscitó en Torquemada un recuerdo conmovido. ¿Acaso no le debía al Santo Padre haber sido nombrado inquisidor general de Castilla, Aragón, León, Cataluña y Valencia?

Qué largo camino había recorrido el modesto prior del convento dominico de Santa Cruz, en Segovia. Gracias a Dios, por el amor de Dios.

Dios… Poder de los poderes. Sostén de las horas frágiles. Luz de esperanza en la infinita desesperación de los hombres. Él, sólo Él sabía y compartía el espantoso dolor que corroía el corazón de su hijo ante la impiedad que reinaba en este siglo. Herejes de todo pelaje, prédicas de los rabinos, diatribas de los imanes; la gangrena en el cuerpo de España. Dios lo sabía. Y contra aquellas voces que se elevaban en el anonimato de las noches de Sevilla, de Córdoba o de Zaragoza, para criticar (pues Tomás no ignoraba aquellos impíos rumores) su santa misión purificadora, contra aquellas voces, Dios le apoyaba, Dios le inspiraba. Cuando llegara la hora del Juicio final, cuando los ojos de los hombres se hubieran abierto por fin, entonces aquellos que tenían hoy la reprobación en sus labios verían qué lugar reservaba el Señor a fray Francisco Tomás de Torquemada. A su diestra sin duda alguna.

Pero el momento de meditar ya había pasado. El camino de la depuración todavía era largo, y costaba soportar el peso de la cruz de España.

Con paso ágil, Torquemada volvió a su despacho. Ante él estaba el nuevo edicto —el octavo— que se disponía a publicar. El objetivo de éste era definir los casos que hacían obligatoria la delación de aquellos judíos conversos que, aun habiendo prestado juramento de obediencia a la Santa Iglesia, seguían permaneciendo, a hurtadillas, fieles a las creencias de sus antepasados. Leyó:

Artículo 1: Si guarda el Sabbath por respeto a la antigua ley, lo que quedara suficientemente probado si lleva ese día una camisa y ropas más limpias que de costumbre. Si pone en la mesa mantel blanco y se abstiene de encender fuego la noche del día anterior.

Artículo 2: Si retira de la carne de los animales con que se alimenta el sebo o la grasa; si elimina toda su sangre y prescinde de algunas partes, como el nervio ciático.

Artículo 3: Si antes de degollar al animal alaba al Señor, y si examina la hoja de su cuchillo pasando la uña por el filo para comprobar que no tiene muesca alguna, y si a continuación cubre la sangre con tierra.

Artículo 4: Si come carne en cuaresma y en los días de abstinencia.

Artículo 5: Si murmura ciertas plegarias judías inclinando y levantando alternativamente la cabeza con el rostro vuelto hacia el Muro.

Artículo 6: Si ha circuncidado o hecho circuncidar a su hijo.

Artículo 7: Si le ha puesto un nombre hebreo.

Artículo 8: Si ha recitado los salmos de David sin decir al final el Gloria Patri.

Artículo 9: Si en el artículo de la muerte una persona se halla vuelta hacia el Muro.

Tomás hizo una pausa y, tras un corto instante de reflexión, añadió un último artículo:

Artículo 10: Si afirma que la ley de Moisés es tan buena para salvarnos como la ley de Jesucristo, Nuestro Señor.

Con gesto lento, firmó, orando para que el nuevo edicto contribuyera a descubrir mejor a los herejes, los heresiarcas y todos los traidores a la verdadera fe.

Al día siguiente sometería el texto a la Suprema, el Consejo de la Suprema Inquisición. Una vez aprobado el edicto —y no cabía duda de que lo sería—, los tribunales de distrito obtendrían una copia y, luego, los comisarios y familiares tomarían conocimiento de él.

Satisfecho, cogió otra hoja de aquel papel de Játiva que tanto apreciaba y la emprendió con otro proyecto. Distinto. Esta vez el objetivo sería castigar los «delitos paraheréticos» y apuntaría, sin discriminación alguna, al conjunto de la población. Incluidos los «cristianos viejos», calificativo que se aplicaba a todos los que podían demostrar que entre sus ascendientes no había judíos ni musulmanes, ni entre sus descendientes miembro alguno recién convertido al cristianismo. Fray Tomás se dijo que, si subsistía alguna duda sobre el sentimiento de equidad y justicia que le animaba, este edicto acabaría con ella.

Con su torturada caligrafía, escribió el primer caso que merecía castigo:

1. La fornicación.

Y se apresuró a precisar, entre paréntesis, que era preciso rechazar la actitud que consistía en afirmar que el acto sexual con una mujer no casada que lo aceptaba no era pecado mortal.

2. El delito de palabras, frases heréticas, escandalosas o malsonantes.

Tras haber mojado la pluma en el pequeño tintero de cristal, la mantuvo un instante suspendida en el aire, mientras reflexionaba, y prosiguió la redacción con mano más firme.

3. La brujería.

Antes de escribir el cuarto punto, sintió náuseas. El último pecado era, sin duda, el más abominable.

4. La homosexualidad y, consecuentemente, el acto infame que la acompaña: la sodomía.

Sobre este punto, un detalle le molestaba enormemente Se trataba de la bula de Clemente VII, que ordenaba explícitamente a los inquisidores que, en esta materia, procedieran según las leyes seculares vigentes en los distintos territorios de la Corona de Aragón. Dichas leyes exigían que se concediera a los sodomitas el derecho a conocer el nombre de sus acusadores y a ser confrontados con ellos.

Fray Tomás de Torquemada hubiera prescindido perfectamente de esta obligación que, a su entender, estaba en desacuerdo con el reglamento del secreto que presidía las causas de fe. Ya se las arreglaría para hacerlo.

Hizo una pausa y miró con aire ausente el impresionante retrato colgado de la pared de enfrente. Representaba a Isabel y Fernando, los señores de España.

Un rayo de sol había penetrado en la sala, trazando una diagonal perfecta que nacía en una esquina de la ventana para morir al pie del entablado. El retrato pareció más luminoso todavía. Ambos soberanos estaban uno junto a otro, con sus respectivos emblemas al fondo: el yugo del poder en el caso de Fernando, el haz de flechas de la justicia en el de Isabel, y en filigrana esta inscripción: «Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando», lo que algunos interpretaban como una afirmación de la igualdad entre Fernando e Isabel. Pero la divisa en verdad no significaba nada, pues la fórmula exacta era simplemente «Tanto monta», y se aplicaba sólo a Fernando. Se la había sugerido algunos años antes el humanista y lingüista Antonio de Nebrija, miembro de la elite judía que, conociendo bien al personaje, había recordado un episodio de la vida de Alejandro Magno. Éste, durante su expedición a Asia Menor, visitó un día el templo de Zeus en Gordion, donde había un yugo que colgaba de un nudo inextricable. Un oráculo afirmaba que quien consiguiera deshacer el nudo sería dueño de Asia. Alejandro lo intentó y, tras vanos esfuerzos, acabó por cortar el nudo de un mandoble, declarando: «Esto viene a ser lo mismo». Eso es lo que significaba el yugo que, en lo sucesivo, se convirtió en el emblema de Fernando, ilustrado con la divisa «Tanto monta…». Literalmente: Da lo mismo (deshacer o cortar). Una filosofía que se adecuaba perfectamente al carácter del rey: rodear los obstáculos cuando no pueden superarse, cortar por lo sano sin permitir que las dificultades le detuvieran.

Forzoso era admitir que no podía haber una igualdad perfecta entre los dos soberanos, y Tomás reconocía que su preferencia se inclinaba hacia la reina. Sabía la razón. O, mejor dicho, sabía por qué apreciaba menos a Fernando. ¿Acaso no era el aragonés de linaje judío por parte de su madre?

Judío…

Los dedos de Torquemada se crisparon en el borde de la mesa. ¿Le obsesionaría aquel término hasta el fin de su vida?

Como siempre en semejantes momentos, le volvía a la memoria su antepasado Salomón de Vincelar, vendedor de fruta en Teruel. Judío también. Judíos sus hijos: Moshe y Simón. Judíos hasta aquel bendito día de 1348 en que Salomón decidió engrosar las filas de la Santa Iglesia y cambiar su apellido de Vincelar por el de Torquemada. Torquemada, una aldea de la campiña palenciana a la que había emigrado la familia y que inspiró su nuevo patronímico.

Tomás dirigió una mirada hacia sus descarnadas manos. A sus sesenta y cinco, años, parecían ya manos de centenario. Pensar en el flujo sanguíneo bajo su piel apergaminada reavivó la quemazón, siempre idéntica, siempre alimentada por el temor de que, tal vez, en el secreto de aquellos miles de millones de glóbulos quedara un residuo infamante. Él, fray Francisco Tomás de Torquemada, inquisidor general, quizá tuviera reminiscencias de sangre judía.

Un breve golpe en la puerta le apartó de aquellos pensamientos. Un hombrecito de pequeña estatura, encapuchado, avanzó respetuosamente.

—Sed bienvenido, padre Álvarez.

El secretario de Torquemada se acercó a la mesa y presentó unas hojas unidas entre sí por dos anillas de cobre.

—Éstas son las cuentas del último auto de fe.

—¿El de Toledo?

—Sí, fray Tomás.

El sacerdote dejó las hojas ante Torquemada.

§ Vestuario de los penitentes

208.500 m.

§ Estrados, sitiales, bancos

147.250 m.

§ Accesorios, sambenitos, cuerdas, cera, crucifijos, hachones, capirotes

93.062 m.

§ Gratificaciones a las tres compañías de soldados encargadas de mantener el orden

77.500 m.

§ Servicios diversos: verdugos, porteadores para los condenados imposibilitados, músicos

58.590 m.

§ Comida de los penitentes y los ministros del tribunal

57.970 m.

Total en maravedíes

642.872 m.

Torquemada apartó los documentos con gesto de tedio.

—Los gastos de vestuario siguen pareciéndome demasiado elevados.

—Qué queréis… Desde que el Consejo decidió que no se podía seguir exhibiendo a los penitentes descalzos y harapientos, debemos velar para que vayan correctamente vestidos. Tras varios meses encarcelados, la mayoría de ellos carece de todo y, por lo tanto, nos corresponde a nosotros cubrir sus necesidades. En el último auto de fe, tuvimos que calzar a varios condenados, y vestir a seis hombres y otras tantas mujeres. Tuvimos que proporcionar…

—¡Ya basta! —interrumpió secamente Torquemada—. Sé que debemos hacer frente a esos gastos, pero es preciso reducirlos a toda costa. No todo el mundo es tan generoso como la marquesa de Estepa. Hace tres meses, tuve que intervenir personalmente ante Su Majestad para que exigiera que la villa de Madrid financiara los estrados. Pero, como supondréis, no puedo actuar siempre así. Y es impensable reducir los autos de fe por falta de medios financieros. ¡Impensable!

El padre Álvarez procuró adoptar un aire de lo más afligido.

—¿Y la lista? —prosiguió fray Tomás—. ¿Me la habéis traído?

—¿Os referís a las condenas? Claro. La tenéis en las manos. Son las tres últimas hojas.

El inquisidor general se sumió en su estudio:

María de Rivera, setenta y cinco años, nacida en Jaén y domiciliada en Toledo, viuda de Melchor de Torres. Hereje apóstata, judaizante empecinada en la observancia de la ley de Moisés, impenitente. Estrangulada y luego quemada el 28 de abril de 1485.

Catalina Pinedo, cincuenta años, nacida en Madrid y domiciliada en Berlanga, esposa de Manuel de la Pena (huido y buscado por el Santo Oficio por judaísmo). Reconciliada en 1475, se arrepintió en el dolor. Estrangulada y luego quemada el 28 de abril de 1485.

El hermano José Díaz Pimienta, nacido en Segovia, de la orden de la Merced, agente fiscal de alto nivel. Tras haber sido degradado, fue entregado a la justicia como judío obstinado.

Promotor y protector de herejes, falso confesor y simulador impenitente, aunque se convirtió a nuestra Santa Fe la víspera de la ejecución.

Aben Baruel, setenta y cinco años, nacido en Burgos, vendedor de tejidos y domiciliado en Toledo. Reconciliado en 1478. Judaizante relapso, convencido, negativo, impenitente. Se mantuvo en su obstinación hasta que finalizó la lectura de su sentencia. Fue entregado al brazo secular, se le dio garrote y fue quemado.

Tomás frunció el entrecejo.

—Aben Baruel…, es curioso, su ficha indica que se reconcilió con la verdadera fe en 1478.

—Sí, es cierto. ¿Qué os intriga?

—Sabéis muy bien que cuando esta gente se convierte se apresura a tomar un apellido cristiano, pero éste no lo hizo.

El padre Álvarez hizo un gesto de indiferencia.

—Lo que demuestra que, en el fondo, nunca creyó en su conversión y que… —Se interrumpió de pronto y se dio una palmada en la frente—. ¡Ahora que me acuerdo! ¡Permitidme!

Se levantó y recuperó el expediente que acababa de entregar al inquisidor general. Con gesto febril, comenzó a consultarlo hasta que se detuvo ante una hoja.

—¡Aquí está! —dijo mostrándosela al inquisidor.

—¿De qué se trata?

—Cuando los familiares acudieron al domicilio del tal Aben Baruel, registraron las habitaciones como es debido, buscando eventuales pruebas que pudieran apoyar la acusación. Dieron con este documento. Leedlo con detenimiento. Ya veréis, es bastante curioso.

TERCER PALACIO MAYOR

BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.

EL NOMBRE ESTÁ EN 4.

EN ESE MOMENTO ABRIÓ LA BOCA Y DIJO: LLEGARÁ LA HORA EN QUE SE ARROJE AL DRAGÓN, EL DIABLO O SATÁN, COMO SE LE LLAMA, EL SEDUCTOR DEL MUNDO ENTERO, SE LE ARROJARÁ A LA TIERRA Y SUS ÁNGELES SERÁN ARROJADOS CON ÉL. ¡CAINITA!

SU NOMBRE ES A LA VEZ MÚLTIPLE Y UNO:

EL NOMBRE DE LA CONCUBINA DEL PROFETA. EL NOMBRE DE LA MUJER DE LA QUE EL ENVIADO DECÍA: «NO NACE UN SOLO HIJO DE ADÁN SIN QUE UN DEMONIO LE TOQUE EN EL MOMENTO DEL NACIMIENTO. ELLA Y SU HIJO SON LA ÚNICA EXCEPCIÓN». Y FINALMENTE EL NOMBRE DEL ABORTO, EL TEJEDOR DE CILICIO.

TODO ELLO, POR DESGRACIA, NO VALE MÁS QUE UN ESCLAVO. PUES EVOCA AL QUE HUBIERA DEBIDO CAER DE CABEZA, PARTIÉNDOSELA POR LA MITAD, ESPARCIENDO LAS ENTRAÑAS.

EN LA RIBERA, ENTRE LAS DOS ESPINAS DEL SA’DAN —LA DE LA JANNA Y LA DEL INFIERNO— SALVAGUARDÉ EL 3. ESTÁ AL PIE DE LAS LÁGRIMAS DE ÁMBAR, AGUAS ARRIBA DEL SEÑOR, DE SU ESPOSA Y DE SU HIJO.

Y al pie de la página, el nombre de una ciudad subrayado: BURGOS.

—En toda mi vida no he leído un texto más confuso e incoherente. Es buena muestra del delirio de esos heresiarcas. ¿Qué significa este galimatías?

—Lamentablemente, no lo sé. Nuestra gente me dijo simplemente que el marrano manifestó una gran contrariedad cuando advirtió que habíamos encontrado ese documento. Eso es todo.

El inquisidor devolvió la hoja a su interlocutor.

—Conservadlo. Nunca se sabe. Pero, a mi entender, no es más que la expresión de un individuo habitado por el mal. Vos sabéis igual que yo cuán retorcidos son estos seres.

—¡Y a cual más ciego! El musulmán convertido persiste en creer que Dios es árabe. El marrano está convencido de que Dios es judío. ¿Cuándo comprenderán que Dios sólo puede ser cristiano?

—No, no —repuso Torquemada—, también vos estáis en un error.

Una súbita palidez invadió las mejillas de su interlocutor.

—¿Qué…, qué queréis decir?

Una torva sonrisa apareció de pronto en los labios del inquisidor general:

—Dios es español, padre Álvarez, español.

Granada

El jeque Ibn Sarrag agarró a Ezra del cuello y lo sacudió con tal furor que se habría podido temer que el rabino iba a desarticularse y desplomarse.

—¡Perro judío! ¡Infiel! ¡Excremento de mosca! ¡Tu madre se acostó con un escorpión para concebirte!

Samuel, pasmado, buscaba una réplica. El espanto lo paralizaba. Hacía ya un rato que el árabe había irrumpido en su casa con los ojos desorbitados, enloquecido.

Otro empujón, más violento aún que los anteriores, hizo que saliera disparado hacia atrás y chocase contra la pared.

—¡Habéis perdido la cabeza!

—¡Ladrón! ¡Impío!

—¿Ladrón?

—Reconozco muy bien el aire hipócrita de la gente de vuestra calaña. Dicen: «creemos», y cuando están a solas se muerden los dedos de rabia contra ti.

Ezra anunció:

—Azora III… versículo 119.

—¡Callaos! —El árabe puso al cielo por testigo—: ¡Y pensar que se atreve a citar el Libro sagrado! —Agarró a Samuel y le obligó a ponerse de pie—. ¡Vais a devolverme inmediatamente mis Palacios!

—¿Qué Palacios? ¿De qué estáis hablando?

—Dejad ya de jugar conmigo; de lo contrario, juro por Alá que os cortaré el gaznate. O, mejor aún, ¡os denunciaré a los familiares de la Inquisición! Exijo inmediatamente la parte del plano que en derecho me corresponde y que vos me hurtasteis ayer por la noche.

Ezra encontró fuerzas para protestar:

—¡Estáis enfermo! ¡No os quité nada!

—¡Mentiroso!

—Insinuáis que, después de habernos despedido, regresé por la noche y me introduje en vuestra casa para… Esta vez no cabe duda… ¡Habéis perdido la razón!

—¡Persistís en negarlo!

—¡Sí, jeque Sarrag! ¡Lo niego! ¡No me he movido de mi casa! Lo creáis o no, nunca se me ha ocurrido la idea de estafaros.

—¡Granuja!

—¡No! ¡Artrítico!

El árabe le miró estupefacto.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Soltadme y lo comprenderéis.

Ibn Sarrag soltó a su presa.

Apenas liberado, Ezra le mostró sus manos.

—Mirad…

Los dedos estaban deformes, retorcidos sobre sí mismos. Desde el pulgar hasta el meñique, las falanges eran miembros torturados.

—¿Cómo podéis imaginar ni por un solo instante que estas manos sean capaces de forzar una puerta o registrar algo? Me he pasado la noche untándomelas con eucalipto y bálsamo, y retorciéndome de dolor.

El razonamiento debió de dar en la diana, pues Sarrag permaneció en silencio mientras observaba los dedos deformes del rabino. Presa de una lucha interior, acabó preguntando, vencido:

—Y si no habéis sido vos, ¿quién ha sido?

Ezra, furioso, se arreglaba la ropa.

—¡Eso es preguntar demasiado!

—Pero ¿no lo comprendéis? ¡Es muy grave! Ahora alguien está en poder de los Palacios de Baruel.

—¿Qué hicisteis cuando me marché? ¡Responded!

El jeque se dejó caer en la silla más cercana.

—Seguí trabajando en el manuscrito hasta que me venció la fatiga. Como desconfiaba de vos, algo muy natural, lo reconoceréis, decidí ocultarlo. Lamentablemente, no se me ocurrió nada mejor que ponerlo tras una hilera de libros, en un anaquel de mi biblioteca.

—Brillante…

—¡Oh, os lo ruego! Ahorradme vuestros sarcasmos.

—Mis sarcasmos nunca podrán igualar vuestra estupidez. Por vuestra culpa no tenemos posibilidad alguna de encontrar el Libro de zafiro. Sin vuestros fragmentos, nunca podremos resolver los enigmas. ¿Por qué, Aben? —gritó con voz furiosa—. ¿Por qué habéis confiado en esta raza?

—¡Ya basta! ¡Estoy muy lejos de ser tan inconsciente como parecéis creer! El mismo día en que el hijo de Baruel me entregó los Palacios, tomé conciencia de su importancia y saqué una copia. La copia sigue en mi poder, al igual que la carta explicativa que acompañaba los documentos.

—¡Loado sea el Eterno!

—¡Ya veis que esta raza es menos deficiente de lo que parece!

—Explicadme con toda precisión lo que hicisteis tras haber ocultado los Palacios.

—Cerré la puerta con doble vuelta de llave y subí a acostarme. Esta mañana, en cuanto me he despertado, lo primero que he hecho ha sido ir a buscar el manuscrito. ¡Se había esfumado!

Ezra no pudo contener una risita divertida.

—¡Este drama os divierte!

—No, me divierte que carezcáis por completo de espíritu deductivo. Vuestra puerta estaba intacta, ¿no?

—Sí.

—Y habéis creído que yo podía entrar en vuestro despacho sin forzar la puerta. ¿O acaso que había encontrado la llave como por arte de magia? Soy rabino, jeque Ibn Sarrag, no mago.

—Muy bien. Os presento mis excusas.

—En vuestro lugar, yo buscaría al culpable bajo vuestro techo. Sólo uno de vuestros íntimos habría podido observarnos y oírnos. Sólo él habría estado en condiciones de espiaros cuando ocultabais el manuscrito de Aben, sólo él habría sabido dónde encontrar la llave de vuestro despacho. Está muy claro.

Sarrag se frotó nerviosamente la barba varias veces.

—Es imposible. La gente que me rodea es de toda confianza. Mis dos esposas, mis cinco hijos y Solimán, mi servidor. Me apresuraré a deciros, por si estáis pensando en él, que se halla al margen de cualquier sospecha. Además, es demasiado estúpido para haber comprendido algo de nuestra conversación.

—¿Sabe leer y escribir?

—Sí. Pero, os lo repito, no ha podido ser él. Está a mi servicio desde hace casi cinco años. Me lo regaló un cadí amigo mío.

—¿Os lo regaló?

—Eso es. Y siempre ha dado muestras de gran docilidad y de una integridad absoluta.

—Interrogadle, de todos modos. Para mayor tranquilidad.

El jeque clavó en el rabino unos ojos nublados completamente por el despecho.

—Realmente, sois más tozudo que una… —Cambió de opinión y se contuvo—. Muy bien. Iremos a mi casa. Ya veréis como tengo razón.

No la tenía.

Cuando llegaron al domicilio de Ibn Sarrag, Solimán Abu Taleb, el fiel servidor, el hombre que durante cinco años había dado pruebas de una integridad absoluta, se había volatilizado.