19

Esta piedra está debajo de ti, como para obedecerte. Está por encima de ti, como para reinar sobre ti; pues procede de ti. A tu lado, es como tu igual.

Rosinus ad Sarratantam,

en: Art. aurif. I.P. 310

El fuego ya no era más que un montón de cenizas, y la luna, que había salido, aureolaba con sus plateados rayos las cimas de la sierra.

Envuelta en una gruesa manta de lana, Manuela dio unos pasos antes de dejarse caer sobre un pequeño talud de arena. Hacía más de una hora que se había despertado y no podía conciliar de nuevo el sueño. Intentó poner en orden sus pensamientos.

De modo que estaban buscando un libro. Un libro oculto en alguna parte, en un rincón de la península. Tres hombres que sólo tenían en común sus enormes conocimientos.

¿Dónde estaba la conspiración que Torquemada temía? ¿Un libro, por precioso que fuera, podía desestabilizar el Estado o la Iglesia? Manuela comenzaba a dudarlo. ¿Y por qué razón aquel marrano, Aben Baruel, se había empeñado en concebir un criptograma de tamaña complejidad en el que se mezclaba el Corán con el Nuevo Testamento, el Nuevo Testamento con el Antiguo? ¿No sería un simple juego de sabios? Imposible.

Exhaló un suspiro. ¿De qué le servía atormentarse? Tan sólo un hombre tenía respuesta para las preguntas que estaba haciéndose; y ese hombre había muerto un 28 de abril en una hoguera, en Toledo.

Se disponía a volver hacia el campamento, cuando la voz de Vargas resonó a su espalda.

—¿No dormís?

Se volvió, sorprendida. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?

Él se excusó:

—Os he asustado…

Manuela adivinó que bajaba los ojos en la penumbra.

—Tampoco vos dormís. Supongo que son esos enigmas.

—Entre otras cosas.

—Debo reconocer que la tarea es ardua.

—Cualquier dificultad es relativa, porque depende de los motivos que nos impulsan a actuar.

Manuela tuvo que esforzarse para hacer en un tono natural la pregunta que le abrasaba los labios.

—Y a vos, ¿qué os motiva? ¿Erais amigo de Baruel?

—Si lo que cuenta es la intensidad del sentimiento y no su duración, entonces, en efecto, era amigo de Baruel.

La respuesta no era clara, pero Vargas debía de tener sus razones.

—¡Qué paradoja! Vos, un padre franciscano, asociado con un judío y un musulmán.

—Y la relación os sorprende.

—¿Puedo seros sincera? La respuesta es sí. No es que la asociación me parezca criticable en sí —se apresuró a aclarar—, sólo incongruente.

Vargas reflexionó unos instantes y señaló las estrellas.

—Son innumerables, ¿lo veis? Forman parte del mismo cielo y, sin embargo, ninguna se parece a otra y cada una es dueña de su propio universo. Lo mismo ocurre con los hombres. ¿Os satisface mi respuesta? —La pregunta fue inmediatamente seguida por otra, más grave—: Señora, ¿quién sois? Quiero decir, ¿quién sois realmente?

No había animosidad en el tono empleado. Se advertía que intentaba librarse definitivamente de las dudas que le asaltaban para respirar mejor, para poner fin a la tensión que subsistía entre ellos.

Manuela esbozó una sonrisa forzada.

—Digamos que soy una de estas estrellas, fray Rafael. ¿Os satisface mi respuesta?

Él entreabrió los labios para replicar, pero ella prosiguió:

—Intentaré dormir. Mañana el camino puede ser largo. Buenas noches.

El monje no respondió.

Manuela avanzó unos pasos. De pronto dio un traspiés y no tuvo más remedio que agarrarse al brazo del franciscano para no caer. A su pesar, sus cuerpos se estrecharon, sus dos siluetas se unieron por unos instantes. La reacción del monje fue sorprendente: la rechazó con violencia, echándose hacia atrás.

—Caramba, fray Rafael, tenéis un curioso modo de ayudar a la gente.

—Estoy…, estoy confuso —balbució él.

La joven creyó oportuno aclarar:

—Mi caída no ha sido premeditada, ¿sabéis…?

A continuación reemprendió la marcha hacia el campamento.

Más tarde, cuando sus párpados se cerraron, vencidos por la tensión y el sueño, tuvo la clara sensación de que el cuerpo de Vargas seguía pegado al suyo…

El día había nacido… Se notaba ya que el calor iba a ser asfixiante.

Ezra fue el último en despertar, con la tez pálida, los rasgos tensos, el rostro marcado por profundas ojeras azuladas. Se unió con paso vacilante a sus compañeros instalados alrededor de la fogata apagada. Absortos en la tarea de descifrar el siguiente Palacio, Sarrag y Vargas apenas le devolvieron el saludo. Sólo Manuela, sentada aparte, mostró su preocupación por el semblante fatigado del rabino.

—¿No os encontráis bien?

El anciano masculló algo y preguntó, dejándose caer entre el monje y el jeque:

—¿Cómo va eso?

—Creo que hemos avanzado bastante —dijo Vargas—. Mirad esto —añadió, tendiéndole una hoja.

Ante la somnolienta mirada de Ezra apareció el Palacio que habían reconstruido la víspera.

SEGUNDO PALACIO MAYOR

BENDITA ES EA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.

EL NOMBRE ESTÁ EN 5.

LA SHEKINAH HABRÍA PODIDO PERMANECER EN SI LOS HOMBRES NO HUBIERAN TRAICIONADO. ME CONFIARON SUS DIMENSIONES: 30 CODOS DE LONGITUD, 10 DE ANCHURA, Y 12 Y MEDIO DE ALTURA. PERO AÑADIERON QUE PODÍA TENER TAMBIÉN 30 CODOS DE ALTO Y 20 DE ANCHO.

EN LAS PROXIMIDADES DE EL EDIFICIO NO ES UN PENTAGRAMA, AUNQUE SEA LA UNIÓN DE LOS DESIGUALES. SUS MUROS CONTIENEN LA MATERIA VIRGEN O FECUNDADA Y SU MAJESTUOSA SOMBRA SE PROYECTA EN EL PISÓN, EL GUIJÓN, EL TIGRIS Y EL ÉUFRATES. ALLÍ, Y EN ESE NÚMERO, PUEDE ENCONTRARSE AL ESPOSO DE TEANO.

HAGA QUE SU GENIO OS INSPIRE.

El monje indicó las anotaciones escritas más abajo.

—Como veis, esta vez nos encontramos ante un Palacio llamado «mayor» y el número que indica la presencia del «nombre» ha cambiado. Está en 5. Además, la letra hebraica está invertida. ¿Estáis seguro de eso, rabbi?

—Totalmente —confirmó Ezra—. Es como si hubiera escrito la letra B así: B. —El anciano dibujó la letra en la arena con el índice—. A menos que fuerais ciego, lo habríais advertido de inmediato. Por eso os dije ayer que, al cometer deliberadamente ese error, Baruel quiso llamar nuestra atención sobre una oposición. se pronuncia beth y significa «casa». Bethleem, «la casa de la vida». También en árabe. Sarrag lo confirmó.

—Pues bien, beth, o «casa», es un término que en su acepción común significa «morada», lugar donde se vive; pero tiene también otro sentido, el de «mansión del Eterno», es decir, iglesia, mezquita o sinagoga. ¿Cuál de los dos sentidos elegir? El segundo, sin duda. ¿Qué nos permite afirmarlo? El término que acompaña a la frase, la palabra «shekinah». «La shekinah habría podido permanecer en (o la casa) si los hombres no hubieran traicionado». La shekinah es «la presencia del Eterno en el mundo». En la literatura talmúdica, la expresión designa al Señor cuando se manifiesta en determinado lugar: en la casa.

Vargas aprobó y tomó la palabra:

—Hemos llegado a la conclusión de que esa «casa» sólo puede ser una iglesia.

—¿Por qué elimináis los otros dos lugares de oración? —se extrañó Manuela—. Me refiero a la mezquita y la sinagoga.

Vargas iba a responder, pero el jeque fue más rápido.

—En este caso concreto no puede tratarse de ninguna de las dos. Si tenemos en cuenta la frase: SI LOS HOMBRES NO HUBIERAN TRAICIONADO, está claro que no puede tratarse de una mezquita. Si el texto hubiera sido redactado por alguien que no fuese Aben Baruel, podría subsistir alguna duda, pero en este caso es imposible. Baruel habla de traición. Traición a Dios, evidentemente. Para un judío, ¿quién ha podido llevar a cabo ese acto, sino los responsables de la Inquisición? Es decir, los actuales amos de la Iglesia.

—Me parece que confundís traidor y enemigo —objetó Manuela—. Baruel dice: SI LOS HOMBRES NO HUBIERAN TRAICIONADO. Acepto que la Iglesia sea enemiga de los conversos, pero ¿a quién ha traicionado?

—Sencillamente al Eterno, señora —respondió Ezra—. Sea cual fuere el nombre que le demos, ¿ha predicado alguna vez el asesinato, la violencia? Y en consecuencia, ¿no es traicionarle infringir lo que nos ha enseñado?

La joven tuvo que admitir que era un razonamiento lógico.

Sarrag tomó de nuevo la palabra.

—Hace unos instantes, Ezra evocaba la idea de oposición. Baruel invirtió voluntariamente la letra beth. Al hacerlo, nos advertía que esa casa es lo opuesto a una sinagoga. Puesto que la mezquita ha sido eliminada, y os daré pruebas de ello dentro de un momento, ¿qué puede oponerse a una sinagoga si no es una iglesia?

—Si recuerdo bien —dijo Manuela dirigiéndose a Vargas—, ayer dijisteis que en la ciudad que debíamos descubrir había una catedral. ¿Por qué una catedral y no una iglesia?

Creía que Vargas se limitaría a soltarle una de las acerbas frases a las que la tenía acostumbrada, pero en contra de lo esperado éste le respondió en tono amable.

—Mi certeza de que se trata de una catedral se apoya en la continuación del texto. Mirad. —Le ofreció la hoja—. Leed este párrafo: ME CONFIARON SUS DIMENSIONES: 30 CODOS DE LONGITUD, 10 DE ANCHURA, Y 12 Y MEDIO DE ALTURA. PERO AÑADIERON QUE PODÍA TENER TAMBIÉN 30 CODOS DE ALTO Y 20 DE ANCHO. He aquí una serie de números que a primera vista no representan nada especial. Sin embargo, tienen un sentido que nos ha sido revelado por nuestro amigo Ezra. Los números 30, 10 y 12 y medio subrayan también una idea de oposición. No la misma que la de la sinagoga y la iglesia, sino otra más ingeniosa aún. Basta multiplicar esas cifras por dos para obtener las dimensiones de un edificio.

—¿Cuál?

Manuela había hecho la pregunta con la ansiedad propia de un niño metido de lleno en el juego. En realidad, así era como se sentía. Desde que habían empezado a descifrar este Palacio, se había dejado absorber totalmente por aquellos circunloquios del pensamiento. Además, y esto era tal vez lo más sorprendente, daba la impresión de que los tres hombres encontraban muy natural que ella interviniera.

—El templo de Salomón —respondió Vargas.

—¿Cómo?

La exclamación de la joven quedó ahogada por la voz de Ezra recitando:

—«Tenía la casa que Salomón edificó a Yahvé sesenta codos de largo, veinte de ancho y veinticinco de alto». Sesenta, veinte y veinticinco, es decir, el doble de los valores mencionados por Baruel.

—Por esta razón estamos convencidos de que la casa que buscamos no es una iglesia sino una catedral, pues sólo una catedral podría compararse con un lugar tan prestigioso.

Manuela pareció concentrarse en aquel cúmulo de informaciones que acababan de comunicarle y exclamó:

—Olvidáis una cosa: PERO AÑADIERON QUE PODÍA TENER TAMBIÉN 30 CODOS DE ALTO Y 20 DE ANCHO. Son cifras distintas. ¿A qué corresponden?

Entonces intervino Sarrag:

—Hace un momento parecíais perpleja cuando os hemos dicho que la oposición evocada por Baruel no podía aplicarse a una mezquita. Estas cifras lo demuestran: 30 CODOS DE ALTO Y 20 DE ANCHO.

—No lo comprendo.

—¿Sabéis qué es la Kaaba?

Ella respondió negativamente.

—La Kaaba es al islam lo que el templo de Salomón al judaísmo y el Santo Sepulcro a la cristiandad —explicó el jeque—. Es un edificio cúbico erigido en el centro de la sagrada mezquita de La Meca, cuyos orígenes se pierden en la historia de los hombres. En la esquina oriental hay incrustada una piedra negra. Las dimensiones de la Kaaba son…, ¿no lo adivináis? —preguntó, esbozando una sonrisa maliciosa.

—¿Acaso…?

—Sí, quince codos de alto y diez de ancho. Esta vez el resultado no se obtiene multiplicando sino dividiendo entre dos las cifras de Baruel. Por ello he afirmado que lo opuesto de una sinagoga no podía ser una mezquita, pues ésta se halla situada en el texto en el mismo nivel que el templo de Salomón.

—Decididamente —dijo Manuela, aturdida—, si Baruel era un genio del simbolismo, vos no le vais a la zaga. ¡Ni mucho menos! Habéis mencionado una piedra negra incrustada en una esquina de la Kaaba. ¿De dónde procede?

—Según la tradición, Adán, tras ser expulsado del paraíso, edificó una primera Kaaba. Lo demuestra una inscripción en siríaco hallada en el interior de la construcción y que dice lo siguiente: «Yo soy Dios, el Señor de Bacca. La creé el mismo día en que creé los cielos y la tierra, el día en que formé el sol y la luna, y dispuse a su alrededor siete ángeles invencibles. En verdad subsistirá mientras permanezcan de pie esas dos colinas, fuente bendita de leche y agua para su pueblo». Arrastrada más tarde por el diluvio, la Kaaba fue reconstruida por Abraham y su hijo Ismael, que como sabéis es el antepasado del pueblo árabe. Padre e hijo colocaron en la esquina sudeste del edificio esa piedra traída por el ángel Gabriel.

Manuela abrió los ojos con expresión de asombro.

—¿Queréis decir que el lugar más sagrado del islam fue concebido por el Padre del pueblo judío y por el de los árabes, ayudados por un ángel?

—Así es.

Aquella revelación tuvo la virtud de turbar profundamente a la joven. Como si adivinara la andadura de sus pensamientos, el rabino juzgó prudente ponerla en guardia.

—No os dejéis inducir a error, señora. Esos paralelismos sólo son derivaciones, iba a decir sustituciones, inspiradas por una sola religión. Nada habría podido existir si no hubiera aparecido Abraham. Él es el árbol…

—¿No podríamos suponer que ese árbol dio fruto? —repuso Vargas con firmeza—. Os referís al cristianismo…

—Exacto. Si admitís la existencia del árbol no podéis negar sus consecuencias. Por otra parte, Cristo nunca rechazó o negó la religión de Abraham; muy al contrario, se hizo ampliamente eco de ella. «No penséis que he venido a abrogar la ley o los Profetas: no he venido a abrogarla, sino a consumarla. Porque en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una jota, ni una tilde pasará de la ley hasta que todo se cumpla».

La cita no logró convencer a Ezra.

—Amigo mío, el único punto en el que estoy de acuerdo es que, en efecto, vuestro Cristo no aportó nada que no estuviera ya escrito en la Torá.

—Naturalmente, debéis de opinar lo mismo en lo que se refiere al profeta Mahoma —dijo Sarrag con la misma firmeza que Vargas.

El rabino adoptó una actitud desolada.

—Os lo ruego, jeque Ibn Sarrag, no me obliguéis a responderos, pues si hay un profeta al que se podría calificar de «plagiario» es el vuestro.

—¿Mahoma un plagiario?

Sarrag había palidecido ante la blasfemia.

El rabino no pareció advertirlo y prosiguió, imperturbable:

—Hasta un niño podría verlo. Mahoma no hizo más que inspirarse un poco en Moisés y Aarón, un mucho en Abraham, añadió una pizca de David, Noé, Goliath, Isaac, Elías, Jacob y, como colofón, mezcló a Cristo con una onza de Virgen María y de ángel Gabriel.

El árabe aspiró una bocanada de aire.

—Es espantoso —dijo—. Nada podrá alterar nunca vuestra fatuidad y vuestra arrogancia.

Había hablado sin levantar la voz, pero su furor contenido revelaba una violencia mucho más amenazadora que si hubiese gritado a pleno pulmón.

Se levantó y dio un paso hacia el rabino. Parecía que se iba a abalanzar sobre él.

—¿Sabéis lo que dijo el Profeta? «Creemos en Dios, en lo que nos ha sido revelado, en lo que fue revelado a Abraham, a Ismael, a Isaac, a Jacob y a las tribus, en lo que le fue dado a Moisés, a Jesús y a los profetas de parte de su Señor. No tenemos preferencia por ninguno de ellos». ¿Me habéis oído, Samuel Ezra? ¡Por ninguno de ellos!

En aquel preciso instante, un imperceptible siseo hendió el aire. Como lanzado desde el cielo, un puñal se clavó en el brazo izquierdo de Sarrag.

Manuela profirió un grito de terror.

El árabe vio brotar las primeras gotas de sangre. Su atónita mirada iba de la herida al rabino. Éste, inmóvil, le miraba sin comprender.

—¡Allí! —gritó Rafael Vargas—. ¡Un hombre huye!