18
De las cosas que no sabemos, algunas las creemos por el testimonio de otros; es lo que denominamos «fe». Hay otras sobre las que no emitimos un juicio, ni antes ni después de estudiarlas; es lo que denominamos «duda»; y cuando en la duda nos inclinamos más hacia un lado que hacia otro, aunque sin determinar nada de modo absoluto, eso se denomina «opinión».
Bossuet, Tratado del conocimiento de Dios… I, XIV
Habían galopado a rienda suelta. Ahora ya avistaban Torremocha, a menos de una legua al sudeste de las murallas. Ante ellos, la ladera de la sierra se erguía como una muralla esculpida por la mano de un gigante.
Varias toesas por encima de sus cabezas se recortaba una abertura en la piedra tostada. Una senda serpenteaba hacia las alturas y concluía en una abrupta pendiente sembrada de rocas y atormentadas aristas.
—No tenemos elección —advirtió Vargas—, debemos proseguir a pie.
Los demás no vacilaron y pusieron pie en tierra.
—Tendremos que ir deprisa. Dentro de una hora ya no se verá nada. Ni el candil de aceite ni las antorchas servirían de gran cosa.
Ezra observó un momento la pendiente antes de anunciar, desalentado:
—Imposible. No podré. Por más que me esforzase, sólo conseguiría retrasar vuestra marcha. Creo que será más prudente que os espere aquí.
—¡Por fin sois razonable! —dijo Sarrag—. Os lo habíamos advertido y, pese a todo, os habéis empeñado en acompañarnos. Si yo fuera vos —añadió dirigiéndose a Manuela—, acompañaría al rabino. Esta ascensión puede ser peligrosa.
—Tenéis razón. Pero no es el peligro lo que me hace retroceder. —Señaló con enojo su vestido y sus zapatos—. Mi atavío no se ha concebido para este tipo de hazañas.
Sarrag aprobó, examinando la montaña.
—¿Quién habría podido imaginar que las palabras de Baruel, ALLÍ, EN EL VIENTRE DE LAS PIEDRAS, indicaban una gruta? Fray Rafael, ¿cómo os dijeron que se llamaba este lugar?
—La gruta de Maltravieso.
—La gruta de Maltravieso… Sin la ayuda de vuestro hermano templario, habríamos podido eternizarnos buscando un vínculo con «el vientre de las piedras».
—Sin embargo, pensándolo bien —repuso Rafael—, habríamos debido advertirlo en cuanto Baruel mencionó «Jabal al-Nur». Nos empecinamos en buscar una montaña ignorando, id a saber por qué, el otro símbolo, la caverna, aquella caverna excavada en Jabal al-Nur adonde, según vuestras propias informaciones, acudía el Profeta para meditar. Hubiéramos debido pensar en ello, tanto más cuanto que, ya en el primer Palacio, Baruel nos daba una indicación al citar a los «durmientes de Al-Raqim», el versículo extraído de la azora llamada… «la Caverna».
—¿Qué deciros? A toro pasado, evidentemente, el conjunto parece muy claro, pero no es así cuando se analizan los detalles con la nariz pegada al fresco.
—Hablando de frescos, padre Vargas, ¿os dio la impresión de que el descendiente de los Golfines estaba seguro de lo que decía? —se atrevió a preguntar Manuela—. Me refiero a esas efigies que se supone que encontraréis en las paredes.
—El señor Hurtado ha sido muy claro. Es una de las pocas personas de la región que conocen la existencia del lugar. Hemos tenido mucha suerte.
—¿Suerte? —se burló Ezra—. ¡Qué cosas decís! En este asunto, Baruel dejó muy poco lugar para la suerte. Reconozco que hasta cierto punto fue el azar lo que permitió a la señora encontrar la famosa frase: «Los Golfines esperan el día del juicio», pero antes o después habríamos dado con ella. Espero que no imaginaréis que Baruel citó LA HORA Y EL JUICIO FINAL sin estar convencido de que, de todos los habitantes de Cáceres, el señor Hurtado era el más capacitado para indicarnos Maltravieso.
—Tenéis razón —admitió Vargas—. Aben Baruel debía de saber que el hombre conoció bien a mi padre. En cuanto pronuncié el nombre de Pedro Vargas, su expresión, muy fría al principio, se iluminó. No sabía qué hacer para ayudarme. Así me alentó, sin que yo me diera casi cuenta, a ampliar el campo de mis preguntas, hasta que llegué a mencionar el pasaje del Palacio donde se menciona A LOS QUE SE PROSTERNAN, EL SOL, LA LUNA, LAS ESTRELLAS, LOS ANIMALES. Apenas pronuncié estas palabras, me habló de la existencia de esta gruta con paredes llenas de dibujos que se remontan, al parecer, a la noche de los tiempos.
—Muy bien —concluyó el jeque—, ya sólo nos queda verificar si el… «golfo» ha dicho la verdad. ¡Vamos!
Apenas se hubieron alejado, Ezra se dejó caer al suelo suspirando.
—Decididamente… la edad es el peor de los castigos. Nuestras vanidades se extinguen a medida que nos abandonan las fuerzas. Tenéis suerte de ser joven todavía, señora. Aprovechadlo. Aprovechadlo y, sobre todo, sed consciente del tiempo que pasa. Es como un río, señora, fluye inexorablemente y sus aguas no regresan nunca a la fuente.
La mujer sonrió y estuvo a punto de responder que estaba muy de acuerdo con su observación. ¿Habría sospechado que precisamente aquel temor de ver fluir inútilmente los años formaba parte de sus razones para estar allí esa noche?
Como si le hubiera leído el pensamiento, Ezra prosiguió:
—Señora…, hace unos días, cuando irrumpisteis en nuestro camino, defendisteis ardientemente nuestra causa. No obstante, hay una pregunta que ninguno de nosotros os hizo y que, lo confieso, inquieta desde entonces mi espíritu. —La miró fijamente—. Supongamos que habéis dicho la verdad y que Baruel os eligió realmente en nombre de no sé qué principio. He aquí un hombre del que vos no sabíais nada, totalmente ajeno a vuestro corazón, que os encarga encontrar a tres individuos, de los que tampoco sabéis nada, en alguna parte, en un camino de España, para confiarles la solución de un problema que al parecer va a planteárseles en un futuro indeterminado. Reconoceréis que hay en ello algo que yo calificaría de «extravagante» y que se impone una pregunta: ¿por qué aceptasteis?
Manuela sintió que un estremecimiento gélido le recorría el cuerpo. Esperaba la pregunta, pero ignoraba cuándo se la harían. Aconsejada por Menéndez, había preparado incluso una respuesta en la que hablaría de su rechazo por la Inquisición, un rechazo exacerbado desde que su supuesto opúsculo había sido secuestrado, desde que ella había sido encarcelada y entregada a los jueces. Hablaría de sus deseos de venganza contra quienes habían amordazado su obra y la habían humillado. Pero su respuesta fue muy distinta:
—¿Y si os dijera que fue el tedio? Si os dijese que sólo me inspiró el deseo imperativo de sentirme útil, ¿me creeríais?
—Lo presentía… No me preguntéis de dónde procede esa intuición, pero así es. Digamos que son las ventajas de mi edad. Está bien, señora… —añadió en el tono de un maestro que alienta a su alumno—, me gusta vuestra franqueza. —Luego, con aire casi malicioso, dijo—: Una golondrina no hace verano…
Se hizo de nuevo el silencio. A lo lejos se oían las voces de Vargas y Sarrag, quienes proseguían su escalada.
—Me pregunto qué encontrarán allí arriba —murmuró Manuela.
—Sólo lo que Aben haya querido que encuentren…
—A mí, que nada sé de vuestra búsqueda, ¿sabéis en qué me hace pensar todo esto? En la búsqueda de un tesoro.
Él se echó a reír suavemente.
—Nadie podría haberlo expresado mejor, señora. Se trata de un tesoro, en efecto. El más fabuloso, el más fantástico, el más mítico de los tesoros.
Manuela lo observó, preguntándole si debía creerle o no.
—¿Habláis en serio?
—Sí, señora… No lo dudéis… Y cuando llegue el día —dijo señalándola con su deformado índice—, nos entregaréis la llave que nos permitirá apoderarnos de ese tesoro. Porque vos tenéis esa llave, ¿no es cierto? —Antes de darle tiempo a responder, prosiguió—: ¡Seré incrédulo! Es evidente. De lo contrario no hubierais sido tan sincera hace un rato. No cabe duda, tenéis esa llave…
El rabino alzó el rostro hacia la montaña y aguzó el oído.
—Ya no se les oye… Han debido de llegar.
La pendiente era más pronunciada de lo que habían imaginado. Soplaba a ráfagas una ligera brisa que hacía vacilar la llama del candil. Algunas falenas, atraídas por la luz que palpitaba bajo el globo de cristal, revoloteaban a su alrededor, en una zarabanda de enloquecidos aleteos.
—¡Aguardad! —conminó Sarrag, deteniéndose.
Estaba empapado de sudor, y su pecho subía y bajaba como el fuelle de una forja.
—Aguardad —repitió—. Indulgencia para la vejez, fray Rafael.
—Vamos, jeque, no sois viejo. Pero me han dicho que los granadinos comen demasiado. Entre buñuelos, pasteles de migas, rosquillas rellenas de dátiles y mazapán frito en aceite, ¿cómo queréis conservar vuestra energía?
—Querido amigo, podéis criticar cuanto os parezca la cocina árabe; de todos modos, es mucho mejor que vuestros huevos fritos con tocino, vuestros sempiternos «duelos y quebrantos», vuestras sardinas y vuestras patatas.
—En cualquier caso, mi cocina me permite avanzar.
Cuando llegaron a la entrada de la gruta, el sol concluía su descenso entre las cimas de la sierra.
El árabe recobró el aliento y murmuró con una pizca de aprensión:
—No puedo evitar pensar en todos los símbolos que hay ahí dentro y en lo que Baruel quiso transmitirnos; esas reminiscencias de la caverna que todos llevamos dentro y la oscuridad que se halla tras nuestra conciencia. Pienso también en la referencia a los «durmientes de Al-Raqim», los siete misteriosos personajes que se retiraron a una caverna, tal vez parecida a ésta, sin sospechar que iban a dormirse y a conocer la prolongación de su vida. —Hizo una pausa y añadió en voz baja—: Espero que no nos suceda lo que les pasó a ellos: cuando despertaron, habían dormido trescientos nueve años.
El monje fue el primero en penetrar bajo la bóveda rocosa. El suelo estaba cubierto de huesos calcinados. Un poco más adentro identificó unos punzones de madera que parecían endurecidos al fuego. Siguió avanzando. A la derecha había unas bolas de arcilla dispersas en una fosa natural, al pie de una estalagmita que representaba vagamente una forma animal. ¿Qué significaban aquellas bolas? Teniendo en cuenta la forma de la piedra, podía suponerse que los seres que habían ocupado el lugar se entrenaban tirando contra aquel blanco improvisado, a menos que se tratara de un ritual. Vargas levantó el candil de aceite e iluminó las paredes de la gruta. En seguida dejó escapar un grito de estupor.
—Mirad… ¡Mirad!
El espectáculo dejaba sin aliento. Esbozos con predominio de ocres y blancos cubrían la roca; personajes en cuclillas, cazadores que blandían afilados sílex, cabezas de animales, soles de un amarillo azafrán, lunas opalinas, signos misteriosos y, sobre todo —eso era tal vez lo más sorprendente—, entre dos figuras destacaban unas manos pintadas en rojo.
—¡Las manos del ladrón y de la ladrona! —exclamó el árabe—. Las palabras de Baruel: CUANDO HAYÁIS LLEGADO, CORTAD LAS MANOS DEL LADRÓN Y DE LA LADRONA. CUANDO ESTÉN ROJAS COMO LA PÚRPURA, SE VOLVERÁN COMO LANA. Y ahí, mirad ese pájaro y el plumero dibujado sobre su cráneo. ¡Una abubilla! ¡QUE LA ABUBILLA OS ACOMPAÑE! —declamó, como lanzando un grito de triunfo.
Vargas se había acercado al lugar descrito por el árabe. Acercó mucho la lámpara. Primero no descubrió nada especial, luego, por efecto del juego de luz y sombras, reparó en un intersticio parcialmente cubierto por una larga hoja pinada, como la de una palmera, colocada entre dos manos con los dedos abiertos.
—Plumero… Cortad las manos del ladrón y la ladrona… ¡Cortad la hoja, jeque Sarrag! ¡Pronto! ¡O mejor dicho, quitadla!
El árabe no vaciló.
Un objeto metálico sobresalió de la pared de roca. Sin aguardar a que Sarrag lo retirara por completo, Vargas anunció:
—Un triángulo. Otro triángulo de bronce…
En Salamanca
Hernando de Talavera cerró el informe y miró, pensativo, el título que constaba en la página de guarda: Del proyecto de ruta marítima. Asunto Cristóbal Colón. La comisión que la reina le había encargado presidir, para decidir sobre el caso del marino genovés, era un verdadero rompecabezas.
¿Sería posible llegar a la India por el oeste, como afirmaba aquel hombre, cuando todos los cosmógrafos rechazaban esta eventualidad? Y en primer lugar, ¿era realmente de origen genovés? Según las informaciones reunidas por los investigadores, el personaje siempre escribía en castellano a sus compatriotas… italianos. Tres cartas anexas al informe eran prueba de ello. La primera dirigida a Nicolo Oderigo, embajador de Génova en Castilla; la segunda, al banco de Saint-Georges, en Génova. Había una tercera misiva cuyo destinatario era el padre Gorricio, monje italiano y hombre de confianza del marino. Pues bien, la correspondencia estaba redactada de principio a fin en castellano. Otro detalle desconcertante: el cambio de Colombo a Colón. ¿Qué había impulsado a aquel hombre a transformar su apellido? Colón no era en modo alguno la transcripción fonética de Colombo al español. ¿Por qué, entonces? La explicación propuesta se hallaba en la página nueve del informe entregado a Talavera: el nombre del marino habría sido Colón o Colom antes de convertirse en Colombo, y éste se habría limitado a adoptarlo de nuevo en cuanto llegó a España. Cosa curiosa, muchas familias judías catalanas llevaban este apellido. El informe mencionaba, entre otros, a Andreu Colom, que ocho años antes había sido quemado por hereje; y a Tomás Colom y su esposa Leonor, su hijo Joan Colom y su nuera Aldonza, todos perseguidos por la Inquisición por haber enterrado a la nuera de Tomás de acuerdo con los ritos judíos. Todos ellos eran conversos.
También dejaba suponer que el hombre era de corazón castellano el hecho de que —siempre según las informaciones reunidas— en dos ocasiones había manifestado claramente un comportamiento antigenovés. La primera al combatir por el rey Renato cuando éste era considerado un enemigo por los genoveses; la segunda vez, once años más tarde, cuando en la batalla de San Vicente atacó sin miramientos los navíos genoveses.
Sólo había una explicación: los Colombo eran judíos españoles establecidos en Génova, que siguiendo la tradición de sus hermanos habían permanecido fieles a la lengua de su país. Sin embargo, si se tenían en cuenta los comentarios del prior de la Rábida, Juan Pérez, la teoría se derrumbaba. ¿Acaso no les había dicho a los investigadores tener la clara impresión de que «el hombre procedía de otro reino, de otro país, y de que hablaba una lengua extranjera»? A ello se sumaba otro testimonio, el de un monje dominico que había hablado mucho con el genovés. Este había declarado: «Creo que su lengua natural no es el castellano, pues comprende mal el sentido de las palabras y la manera en que se habla». ¿Entonces? ¿Dónde estaba la verdad?
En realidad, lo que molestaba a Talavera no era tanto el debate sobre los orígenes del genovés como su exageración y vanidad. Como prueba, las constantes referencias que hacía a un pasaje de Medea, la sombría tragedia de Séneca: Venient annis saecula seris quibus oceanis vincula rerum laxet: et ingens pateat tellus: Tiphysque novos Detegat orbes: nec sit terris Ultima Thyle. Un párrafo que el genovés se permitía traducir así: «Llegará un tiempo en los largos años del mundo, en el que el mar océano soltará los vínculos que retienen unidas las cosas y gran parte de la tierra se abrirá y un nuevo marino, como el que fue guía de Jasón y cuyo nombre era Tifis, descubrirá un nuevo mundo. Entonces Thule ya no será la última tierra». Traducción que, si bien era exacta en la forma, no dejaba de ser muy libre en el fondo. No cabía duda de que Colón se identificaba con Tifis, adjudicándose esta antigua leyenda. ¡Qué fatuidad! De todos modos, la comisión decidiría.
Llamaban a la puerta. Talavera guardó el informe e invitó a entrar a su visitante. Díaz atravesó la estancia con paso ágil. Antes incluso de llegar a la mesa del eclesiástico, anunció:
—Me lo han confirmado. Han abandonado Jerez de los Caballeros, pero desde entonces, lamentablemente, no hemos conseguido encontrar su rastro.
Un gesto de contrariedad apareció en el rostro de Talavera.
—¿Cómo ha sucedido?
—Al parecer abandonaron la ciudad al ocaso y tomaron la dirección de Torremocha. Entonces los perdimos.
—Es una contrariedad. Una gran contrariedad. ¿Estáis seguro de la competencia de vuestros hombres?
—Respondo de ellos como de mí mismo. Desgraciadamente, se produjo el incidente que no habíamos previsto.
—¿Os referís al arresto del rabino?
—Y a su súbita liberación. Sorprendió a mis hombres. Además, nuestra tarea es especialmente delicada. No sólo debemos procurar que no nos descubran aquellos a quienes seguimos, sino que debemos evitar también a la gente de Torquemada, que no los pierden de vista.
—Hay que encontrarles. Es preciso —insistió con firmeza.
Díaz asintió, con la mirada más gélida que nunca.
—Permaneceré quince días más en Salamanca —prosiguió Talavera—. No vaciléis en venir a verme cuando tengáis novedades. —Y añadió—: Aunque esté presidiendo la comisión. ¿Puedo contar con vos?
El hombre replicó con voz monocorde pero decidida:
—No se nos escaparán.
—Perfecto… Podéis disponer.
Regresó a la mesa de trabajo. De momento, debía ocuparse del caso del genovés.
Alrededores de Cáceres
Ezra contuvo un escalofrío y se envolvió con la manta.
—Jeque Sarrag, ¿no podríais reavivar un poco el fuego? Estoy aterido.
El árabe se levantó de mala gana y arrojó unas ramas a las llamas. Se oyó inmediatamente un crepitar, seguido de un vivo resplandor que proyectó una luz cruda sobre las cuatro siluetas.
—Pensándolo bien —dijo Vargas contemplando los dos triángulos de bronce que estaban en el suelo—, creo que no se puede llegar a otra conclusión que a la que hemos llegado. La idea de Baruel es sencilla: desea obligarnos a encontrar tantos triángulos como enigmas hay por descifrar.
—¿Cuántos? ¿Seis u ocho? Esa manía de los Palacios mayores y menores sigue siendo un problema. Además, ¿por qué afirmáis que Baruel quiere obligarnos a reunir triángulos?
—En mi opinión, temía que consiguiéramos resolver el último enigma, desdeñando interesarnos por los demás. Si fuera así, evidentemente ya no tendríamos ninguna razón para recorrer decenas de leguas por todo el país. Acudiríamos directamente al lugar donde está el…
Como había hecho en la venta, dejó la frase en suspenso, aunque esta vez manifestó su exasperación:
—¡Decididamente, señora, nos creáis ciertos problemas!
Ella hizo un gesto de impotencia.
—Estoy confusa, pero… ¿adónde queréis que vaya? —preguntó señalando el paisaje en tinieblas.
—Decidme, fray Vargas —intervino Ezra—, ¿por qué no revelarle la verdad? —Y precisó en seguida—: En parte, al menos.
—¿Qué queréis decir?
—Revelemos a la señora el objeto de nuestra búsqueda.
—El viaje os ha fatigado, rabbi Ezra. Habéis perdido la cabeza.
—En absoluto, querido. Sois vos quien no comprende bien mi idea.
—Yo la he comprendido —dijo Sarrag. Sin aguardar la aprobación de Vargas, anunció a Manuela—: Estamos buscando un libro.
Ella no pudo contener un respingo de sorpresa.
—¿Un libro?
—Sí. Un libro, señora. Raro, es cierto, muy raro, pero sólo un libro. Me creéis, ¿no es verdad?
Lo más estúpido era que le creía, y no sólo porque Vargas hubiera aludido al Libro. Del árabe emanaba una sinceridad que no podía ser fingida.
Manuela miró al rabino con una sonrisa solapada.
—¿Un tesoro, rabbi Ezra? El más fabuloso, el más fantástico, el más mítico de los tesoros. Y pensar que estuve a punto de creeros al pie de la letra.
El judío se limitó a encogerse de hombros y observó a Vargas:
—¿No es más sencillo ahora? Ya no tendréis que morderos la lengua a cada frase. Y tampoco nosotros, por otra parte. Ahora que el asunto está resuelto, volvamos a nuestros triángulos.
—Sí —dijo Sarrag—. Decíais que Baruel dispuso esos triángulos por miedo a que consiguiéramos resolver el último enigma antes que los demás.
—Eso es.
—¿Puedo haceros una pregunta? —arriesgó Manuela—. ¿Por qué no limitaros, efectivamente, a descifrar el último Palacio? ¿No contendrá, en toda lógica, el nombre de la última etapa?
Ezra emitió una risa fatigada.
—Porque nada demuestra que, desdeñando las precedentes, no perdiéramos preciosos indicios que luego resultarían indispensables al final del viaje. Por otra parte, si Baruel nos lleva de triángulo en triángulo es que persigue una idea precisa. No pondría la mano en el fuego, pero no me sorprendería que, sin todos los triángulos reunidos, fuera imposible acceder al Libro. Baruel no dejó nada al azar. Bastante lo hemos repetido ya: cada uno de sus escritos, cada una de sus directrices es una pieza más en el mosaico. Prescindir de una sola de ellas podría hacernos desembocar en un callejón sin salida. —Se mesó nerviosamente la barba mientras proseguía—: Por oscuros motivos, Baruel desea que atravesemos todas las fases de este viaje. Sería vano intentar evitarlo.
El silencio, apenas turbado por el crepitar de las llamas se hizo más denso. En lo alto, el cielo plagado de estrellas daba la impresión de temblar sobre el cuarteto.
La voz de Manuela se elevó de nuevo.
—Estaba pensando en la gruta de Maltravieso. Reconozco que no he comprendido el sentido oculto tras esta frase: CUANDO ESTÉN ROJAS COMO LA PÚRPURA, SE VOLVERÁN COMO LANA. ¿Y la abubilla? ¿Por qué Baruel eligió ese pájaro y no otro?
—Y sin embargo deberíais conocer la respuesta, señora —se apresuró a responder Sarrag—. Vos misma la formulasteis el día de nuestro encuentro.
La mujer frunció el entrecejo.
—¿Yo? ¿Cuándo? ¿Cuando cité el tarot?
El árabe hizo un gesto negativo.
—¿Los cuatro elementos?
—No, señora.
Manuela reflexionó, al tiempo que se acariciaba distraídamente el lunar.
—Dijisteis: «El sufismo es una filosofía que da primacía a la religión del corazón… Es una reacción contra el lujo y el libertinaje nacidos de las conquistas… y…».
—Su vestidura es el hábito de lana.
—Ya lo veis —dijo el jeque abriendo los brazos—. Conocíais la respuesta: SE VOLVERÁN COMO LANA. De hecho, hay un doble símbolo. El primero nos lo reveló el rabino. Se refiere a la Torá: «Venid y entendámonos —dice Yahvé—. Aunque vuestros pecados fueran como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, vendrían a ser como la lana».
—Isaías 1, 18 —precisó Ezra envuelto en la manta—. Baruel mezcló voluntariamente este versículo con un versículo del Corán. —Se volvió hacia el jeque y preguntó—: ¿Qué dice?
—«Cortad las manos del ladrón y de la ladrona: será una retribución por lo que han cometido y un castigo de Dios». Pero Baruel no se limitó a esta unión de los dos libros sagrados, asoció a ello la visión que otros hombres podían tener de Alá, en ese caso la de los sufís; de ahí la lana. Ésta representa, para ellos, la luz interior, el sirr, el misterio fundamental, al igual que el color rojo representa la sangre, la vida. Como podéis constatar, todo el simbolismo de nuestra misión está representado ahí: el perdón, el castigo, el secreto y, tal vez, a través de los sufís, otro modo de abordar el mundo divino. Y todo ello unido, también, al «Juicio final». Como prueba, este versículo: «Es la jornada en que los hombres serán como mariposas dispersas, en que los montes serán como copos de lana cardada».
—¿Y la abubilla?
Sarrag recitó:
—«Salomón pasó revista a los pájaros, luego dijo: “¿Por qué no he visto a la abubilla? ¿Está ausente, acaso? La castigaré con un cruel castigo o la degollaré, a menos que me presente una buena excusa”». El versículo permite suponer que el pájaro en cuestión desempeñó el papel de mensajero entre Solimán, o Salomón si lo preferís, y la reina de Saba. Por extensión, parece que la abubilla se presenta como un mensajero del mundo invisible.
»En el caso actual, ese mundo invisible no es otro que el de las tinieblas que dormitan en el interior de la gruta. La de Maltravieso. Una alusión que, lamentablemente, no reconocimos ni mucho menos. De no ser por fray Rafael y su amigo templario, es probable que todavía estuviéramos vagando.
—¿Comprendéis ahora por qué sería una inconsciencia por nuestra parte intentar quemar etapas o hacerle trampas a Baruel? —dijo Ezra—. Su cerebro es demasiado complejo. Incluso las palabras que en principio podrían parecer anodinas o incluidas para mantener una sintaxis correcta, se revelan portadoras de un profundo sentido.
»Estoy seguro de que si tuviéramos la desventurada idea de ir directamente a la última etapa, suponiendo que eso fuese posible, lo pagaríamos muy caro. Tal vez, incluso con nuestras vidas —concluyó en tono lúgubre.
—Sin duda os parecerá que esta noche abuso de vuestra cortesía —dijo Manuela—, pero ¿tenéis idea de cuál es nuestro próximo destino?
Sorprendentemente, fue Vargas quien respondió:
—No. Quedan todavía demasiados puntos por aclarar. La única certeza, de la que me apresuro a deciros que carece por completo de interés, es la mención de una catedral en el corazón de una ciudad. No hace falta que os diga, naturalmente, el número de catedrales que existen en este país.
—Ya veo —murmuró Manuela con voz súbitamente cansada—. Es curiosa esa impresión de perpetuo volver a empezar.