20
Podemos anudar un hilo roto, pero siempre tendrá un nudo en medio.
Proverbio persa
Vargas se había lanzado tras el fugitivo, que corría como un galgo, serpenteando entre las matas. El hombre se volvió, lanzó una ojeada furtiva a su perseguidor y, como si hubiera descubierto al propio diablo pisándole los talones, corrió más deprisa todavía. Mientras le seguía los pasos, Vargas se dijo que aquel individuo tenía que ser muy estúpido para arriesgarse a actuar así, al descubierto, sin la protección de la noche. El hombre acababa de llegar al pie de un cerro, probablemente el único en diez leguas a la redonda. Subió hasta lo alto y bajó por la vertiente opuesta. Vargas escaló a su vez el montículo. Al llegar a la cima vaciló unos momentos. El fugitivo parecía haberse volatilizado. Lo vio por unos segundos corriendo hacia un bosquecillo de acebo. El franciscano bajó por la pendiente, tropezó, logró recuperar el equilibrio y, tan rápido como pudo, corrió hacia el bosquecillo donde acababa de desaparecer el hombre. Había subestimado a su presa. Apenas se había metido entre los arbustos cuando aparecieron dos hombres. El primero, una especie de gigante de ébano, le cerró el paso. Vargas no vio al segundo, pero intuyó su presencia. Todo lo que pudo recordar más tarde fue el desplazamiento del aire y el sordo ruido de un objeto chocando contra su nuca. Luego, nada, su caída al fondo de un gran abismo.
Cuando recobró el conocimiento estaba solo. Sus asaltantes se habían volatilizado. Ningún ruido, salvo el lejano eco de la voz de Manuela gritando su nombre. Hizo una mueca de dolor. ¿Cómo diablos habían podido aparecer y desaparecer aquellos hombres con tanta rapidez?
—¿Estáis herido?
Manuela había llegado a su lado, jadeante, asustada.
—Todo va bien —la tranquilizó Vargas—. ¿Y el jeque?
—A Dios gracias, la herida es menos profunda de lo que parecía. Han debido de lanzar el puñal desde muy lejos. Venid, volvamos al campamento.
—Supongo que os habréis percatado de que iban sólo a por él —murmuró el monje mientras caminaban.
—Sarrag, al menos, está convencido de ello. Además, afirma conocer la identidad de su agresor. Al parecer se trata de su antiguo sirviente, un árabe llamado Abu Taleb.
—Podría ser cierto. Ayer, sin ir más lejos, en Cáceres, mientras os esperábamos, me dijo algo sobre esta cuestión. Había visto a un hombre en la muchedumbre que le resultaba conocido.
—¿No creéis que si se tratara de su sirviente le habría reconocido en el acto?
—A juzgar por lo que acaba de pasarme —se frotó la nuca—, Sarrag no lo vio a él en la feria, sino a uno de sus cómplices. Al menos le acompañan dos hombres. Lamentablemente, he tenido el triste privilegio de tratar con uno de ellos, un negro.
—El día de nuestro encuentro, Ezra mencionó el incendio de la biblioteca de la Rábida. ¿Fue entonces Taleb quien lo provocó?
—Es evidente.
—Pero ¿qué rabia impulsa a ese sirviente a matar a su amo?
—Quizá le deba alguna gratificación… —repuso Rafael Vargas con ironía, aunque sin mucha firmeza—. En cualquier caso, es la pregunta que le haré a Sarrag —añadió apretando el paso.
El árabe protestó con rotundidad.
—¡Os repito que no sé nada! Mientras estuvo a mi servicio, di pruebas de la mayor solicitud para con esa serpiente. ¡Nunca suelo martirizar a la gente que me sirve!
—¡Pero bueno! —exclamó Vargas—, tiene que existir una explicación. ¡Pensadlo! ¡Intentad saber, al menos, qué pudo impulsarle a hurtar los Palacios de Baruel!
El jeque lanzó una ojeada al improvisado vendaje que le habían puesto y dijo con cansancio:
—¿Cuántas veces tengo que decíroslo? No tengo ni la más mínima idea. Ni la más mínima.
—Lo que está claro —observó Manuela— es que tenemos un asesino pisándonos los talones. Y todo hace pensar que, mientras no se haya vengado de Ibn Sarrag, seguirá intentándolo.
Y al mismo tiempo pensó: «El hombre con cabeza de pájaro». Debía avisarle en seguida. Aquel sirviente podía poner en peligro toda la empresa.
—Permitidme que os rectifique —dijo el rabino—. El que corre peligro no es sólo Sarrag. Somos todos.
—Exageráis —protestó Rafael—. Habrían podido matarme hace un rato, pero se han limitado a dejarme inconsciente.
—Si queréis saber mi opinión, habéis tenido mucha suerte. No vacilaron en hacerme encarcelar.
—¿Queréis decir que…?
—¡Es evidente! No fui detenido por casualidad, víctima de un vulgar fanático que reconoció en mi frente la marca del pueblo elegido. Si, para perjudicar a su antiguo señor, el tal Abu Taleb debe sacrificarnos, lo hará sin vacilar, no lo dudéis. Recordad el incendio de la Rábida.
Un opresivo silencio cayó sobre ellos. En adelante iban a vivir día y noche, fueran a donde fuesen, hicieran lo que hiciesen, dominados por el temor.
Sarrag fue el primero en sobreponerse y anunciar con voz firme:
—Os propongo que, en cuanto lleguemos a nuestro próximo destino, compremos armas e intentemos dar caza a ese energúmeno.
—¿Armas? —exclamó Ezra—. ¡Soy incapaz de derramar sangre!
—No importa. ¡Ya aprenderéis!
—No matarás —recordó con firmeza Vargas—. Coincido con el rabbi. Vos, Sarrag, haced lo que os parezca.
—¿Preferís que os asesinen sin defenderos?
—Bastará con los puños.
—¿Las manos desnudas contra una daga? Tengo ganas de asistir al espectáculo. ¿Y vos, señora, compartís su opinión?
Ella no respondió. Sus preocupaciones eran muy distintas. No comprendía por qué Abu Taleb se empeñaba en acabar con el jeque. En fin de cuentas, ¿no le había pagado generosamente Torquemada por las informaciones que le había proporcionado? ¿Por qué, entonces? Mendoza… ¿Cómo era posible que no hubiese intervenido para impedir el ataque?
Salamanca
A Talavera le dominó un acceso de cólera.
—¡No jugáis limpio, padre Álvarez! ¿Tengo que recordaros que llegamos a un acuerdo? ¿Debo recordaros sus términos?
El secretario de Torquemada replicó débilmente:
—Padre, os he mantenido al corriente de todo lo que sé. Debéis creerme.
—¡Mentira! Teníais que informarme cotidianamente del menor acontecimiento que se produjera, y desde vuestro último mensaje, ¡nada!
Álvarez repuso con cierta turbación:
—No podía relataros hechos inexistentes. Hasta hoy no hemos conseguido descubrir el objetivo que persiguen esos individuos. Ni la sombra de un indicio.
—¡Es increíble! Pero ¿qué hace doña Manuela?
Álvarez se secó el sudor que corría por su frente.
—Con toda sinceridad, soy incapaz de contestaros. Imagino que hace lo que puede. Pero ¿qué queréis?, la partida es difícil.
Talavera siguió escrutando a su interlocutor con un elocuente mutismo. De pronto preguntó:
—¿Dónde están ahora?
—Según las últimas noticias, en la región de Cáceres.
—¿Y eso es todo?
—No hay más. Os lo aseguro.
Talavera inspiró profundamente y miró la pared, frente a él.
Había hecho bien en apretarle las tuercas a aquel vendido para meterle el miedo en el cuerpo.
La región de Cáceres… Tenía que avisar inmediatamente a Díaz.
En los aledaños de Cáceres
Ezra temblaba de fiebre. Lo habían tapado con dos mantas, pero nada calmaba los espasmos que recorrían su cuerpo. Inclinada sobre él, Manuela le secó la frente empapada en sudor.
—¡Sólo faltaba esto! —maldijo Sarrag—. Como si no fuese bastante desgracia que yo me haya convertido en un lisiado. Si queréis saber mi opinión, lo más prudente sería dar media vuelta y regresar a la venta de Cáceres.
—¡Ni hablar! —replicó Ezra—. Tenemos que proseguir.
—¿Quién habla de abandonar? Necesitáis cuidados. Tenéis que descansar en un lugar cubierto.
—El sol no tardará en poner la llanura al rojo vivo, y vuestra dolencia empeorará.
—Os equivocáis. El calor me hará sudar más y propiciará que la enfermedad salga del cuerpo. De todos modos, se trata de mi salud. ¡Prosigamos!
—Si al menos encontrásemos algunas plantas medicinales —dijo Sarrag—, podríamos prepararle una decocción. Incluso las rosas servirían. Desmenuzadas y mezcladas con alheña, son un milagroso ungüento.
—No son rosas lo que deberíais encontrar, sino más bien el nombre de nuestro próximo destino —gruñó el rabino—. Cuanto antes lleguemos, mejor nos irá.
—Tenéis razón —reconoció el árabe—. Acabemos de descifrar los malditos enigmas. EN LAS PROXIMIDADES DE EL EDIFICIO NO ES UN PENTAGRAMA, AUNQUE SEA LA UNIÓN DE LOS DESIGUALES. Decíais, fray Rafael, que en la antigüedad la forma pentagonal era el símbolo del saber.
—Así es. Para los antiguos, el pentagrama era una figura del conocimiento. Representaba una de las claves de la alta ciencia. Algunos magos lo utilizaban y siguen utilizándolo para ejercer su poder.
Sarrag se incorporó ligeramente.
—Hay ahí dos direcciones que deberíamos seguir: la idea del poder y del conocimiento representados por esta figura geométrica, y la idea de asociación de elementos de fuerzas distintas: LA UNIÓN DE LOS DESIGUALES.
Los tres hombres se sumieron en un estudioso silencio, al mismo tiempo que Manuela lanzaba de vez en cuando inquietas miradas a su alrededor. Esperaba ver aparecer de un momento a otro al sirviente árabe o a sus acólitos dispuestos a hacerles picadillo. A decir verdad, le extrañaba que no lo hubieran intentado todavía. ¿Quién —salvo Vargas— estaría en condiciones de enfrentarse a ellos? Sarrag había perdido el uso de un brazo, y al rabino apenas lo sostenían las piernas.
—Creo que la respuesta está en la frase siguiente —declaró de pronto Vargas.
—¿A qué frase os referís? —preguntó el jeque.
—A ésta: SUS MUROS CONTIENEN LA MATERIA VIRGEN O FECUNDADA Y SU MAJESTUOSA SOMBRA SE PROYECTA EN EL PISÓN, EL GUIJÓN, EL TIGRIS Y EL ÉUFRATES. Si definiéramos lo que podría ser «la materia», tendríamos un indicio más.
—VIRGEN O FECUNDADA —repitió Sarrag, como si pensara en voz alta—. ¿Y si se tratara de una mujer?
Manuela no pudo contener la risa.
—¿Creéis que una mujer puede ser una «materia»?
—Todo depende del modo en que Baruel utilizara el término. ¿Qué es la materia sino una sustancia sólida, resistente, divisible y móvil?
—¿Un ser vivo es una sustancia divisible?
—¿Por qué no? El único problema es que dividido no sería ya de este mundo.
Vargas reflexionó unos instantes antes de advertir a sus compañeros:
—Tengo la impresión de que, en el presente caso, la palabra «materia» sólo puede ser aplicable a un elemento natural o fabricado por el hombre. Pero examinaremos más adelante el detalle. Tomemos, más bien, el resto: Y SU MAJESTUOSA SOMBRA SE PROYECTA EN EL PISÓN, EL GUIJÓN, EL TIGRIS Y EL ÉUFRATES. Aquí no cabe duda alguna. Son los nombres de los cuatro ríos derivados del que fluía por el jardín del Edén. «Salía del Edén un río que regaba el jardín y de allí se partía en cuatro brazos».
—¿Dónde está la analogía entre los ríos, el pentagrama y una materia virgen o fecundada?
—Existe. Debemos encontrarla una vez más. Sin embargo, me pregunto si no será más bien la imagen subyacente lo que Baruel intentaba indicarnos.
—¿Cuál? —preguntó Sarrag.
—Sencillamente, el jardín del Edén.
—Es posible, en efecto.
—Queda una frase a la que no habéis considerado útil prestar atención —intervino Ezra— y que, sin embargo, está estrechamente vinculada al Edén: SU MAJESTUOSA SOMBRA SE PROYECTA. Estoy convencido de que esta sombra no es sino el árbol, y me refiero al árbol de la vida.
—¿El árbol de la vida? —repitió Vargas dubitativo.
—Eso es. ¿Acaso no se le llama también el «árbol del conocimiento»?
—Tal vez tengáis razón. Pero falta definir la razón por la que Baruel nos lleva por este camino.
Se quedaron en silencio y se dejaron acunar por el vago murmullo del viento que soplaba entre la maleza.
—Creo haberlo encontrado… —anunció de pronto Manuela—. El edificio que se haya junto a la catedral probablemente es un lugar donde se enseña.
Ninguno de los tres dijo nada.
—De ahí LA MATERIA VIRGEN O FECUNDADA —aclaró la joven—. A mí, que siempre he sentido pasión por la lectura, esa materia me hace pensar en los libros. Las páginas en blanco son vírgenes; escritas, han sido fecundadas.
»El conocimiento, la alta ciencia, los libros —enumeró—. ¿No advertís que Baruel insiste en elementos que se refieren al saber? Parece lógico que el edificio, que NO ES UN PENTAGRAMA y que se haya cerca de la catedral sea una escuela o…
—¡Una universidad! —interrumpió Vargas, presa a su vez de un febril entusiasmo—. Por lo que se refiere a la frase LA UNIÓN DE LOS DESIGUALES, podría perfectamente aplicarse a los estudiantes con más o menos talento. ¡Salamanca! —exclamó, levantando el brazo en señal de triunfo—. La ciudad de Salamanca y su universidad. El principal lugar de cultura y conocimiento de toda España.
El árabe miró a Manuela con una pizca de admiración.
—Que el Altísimo sea loado por los dones que os ha concedido. Rabbi, nos marchamos a Salamanca, ¡ciudad de los médicos y del saber! Podremos cuidaros. ¿Estáis contento?
No obtuvo respuesta. Ezra dormía a pierna suelta.