24
La caricia y el crimen vacilan en sus manos.
Paul Valéry, Fragmentos del narciso
Cuando Manuela penetró en la capilla de Santa Bárbara, al principio sólo vio a tres estudiantes orando al pie de la estatua de Santiago. Hasta que no se acostumbró a la penumbra no distinguió a Rafael Vargas, arrodillado en un reclinatorio. Con el rostro escondido entre las manos, encorvados los hombros, el monje expresaba con todo su ser una desesperación silenciosa. Ella se negó a turbar aquel recogimiento, se arrodilló a su vez y esperó.
Desde el día en que le acompañara al proceso de Colón, tenía la impresión de andar a la deriva. Era como si Rafael Vargas no fuese ya el mismo personaje.
¿Qué le pasaba? ¿Era posible que, de una noche para otra, los latidos de su corazón, tan regulares hasta entonces, se hubieran transformado en una oscilación comparable a la del mar? ¿Qué había ocurrido de extraordinario para que, en pocas horas, el mundo cambiara hasta el punto de que ella ya no reconociese lo que, todavía ayer, le parecía inmutablemente establecido? Nuevos valores se habían instalado subrepticiamente en los recovecos de su cerebro, precisamente donde ella se había creído siempre invulnerable, donde lo adquirido, las nociones del bien y del mal, las reglas establecidas y transmitidas a lo largo de su infancia, habían permanecido al abrigo de tranquilizadoras murallas. Le costaba definir aquellas emociones intrusas, al igual que no conseguía comprender hacia dónde querían llevarla.
—¿Qué hacéis aquí?
Vargas estaba a su lado, con el semblante dominado por esa desesperación que ella había creído percibir mientras rezaba.
—Yo…
No encontraba las palabras. Se pellizcó los labios fustigándose con el pensamiento. Loca…, estaba volviéndose loca.
—Estaba preocupada. Anoche parecíais terriblemente atormentado…
Él se limitó a inclinar la cabeza, pensativo.
—Venid —dijo—, salgamos.
Una vez que hubieron atravesado el atrio, el monje se dirigió al primer banco de piedra y se dejó caer allí.
—¿Preferís estar solo? —preguntó de inmediato Manuela.
Él respondió negativamente y la invitó a sentarse a su lado.
—¿Dónde están Sarrag y Ezra? —preguntó al cabo de un rato.
—Cuando les he dejado, en el jardín de la universidad. Pero es probable que ya no estén allí; pensaban dirigirse a la biblioteca.
—Para descubrir la identidad del ABORTO.
—Sí.
Un grupo de estudiantes llegó al patio, gesticulando y riendo; la despreocupación de su juventud inundó el claustro. Los jóvenes pasaron junto a la pareja y desaparecieron por una de las puertas que daban a la calleja.
—He matado a un hombre…
Vargas había soltado la frase como una cuchillada.
—No ha sido un crimen. Habéis actuado para salvar a un ser en peligro.
—¿Cómo calificaríais entonces la acción que provoca la muerte del prójimo?
—Creo que la pregunta está mal formulada. Hay diferencia entre defenderse y desear, conscientemente, la muerte de otro.
—Pero de todos modos he quitado la vida.
—Muy bien. Imaginemos entonces las cosas de otro modo. Si Sarrag hubiera muerto por vuestra culpa, quiero decir a causa de vuestra no-intervención, si lo hubierais permitido, ¿no habríais sido también responsable?
—Ya no lo sé.
Vargas siguió hablando en voz tan baja que a ella le parecía, no oírle, sino adivinar sus pensamientos.
—Dios mío… Señor… ¿Por qué? ¿Por qué esos actos que se nos escapan? Demasiado pronto, demasiado tarde. Esas encrucijadas donde nos perdemos. ¿Por qué, Señor?
—Somos sólo pobres seres de carne, y mortales, fray Rafael, no somos diosecillos.
—¿Y vos habláis así? ¿Vos, que dais siempre la impresión de estar por encima de todo?
Ella echó la cabeza hacia atrás, como si estuviera a punto de soltar la carcajada.
—Decididamente…, doy una curiosa imagen de mí misma. Pero bueno, ¿en qué soy distinta a las demás?
Vargas pareció no oír la pregunta.
—Sí, ¿en qué soy distinta? A la mayoría de los seres con quienes nos codeamos les cuesta infinitamente… —vaciló sobre la palabra— encarnarse, existir plenamente, ser. Ofrecemos una apariencia, pero es sólo apariencia, y tras el espejo se oculta la otra parte de nosotros mismos. Sólo los grandes sabios, quienes han alcanzado la plenitud, se presentan sin defensa, sin máscara, sin concesiones y sin miedo de mostrar abiertamente lo que son por dentro. El resto de la gente es miedosa. Desconfiamos de todo y, en especial, de los demás. Quisiéramos abrir los brazos y nos limitamos a dar limosna. Un día nos sorprenden en flagrante delito de falta de audacia, otro, en pleno exceso de temeridad. El camino que lleva a uno mismo es largo, fray Rafael. ¿No os parece?
—Creo que hay actos irreversibles. El que yo he cometido forma parte de ellos.
—¿Sois, pues, mejor que Pedro? A vuestro entender, cuando negó por tres veces al Maestro antes de que cantara el gallo, ¿qué debía hacer? ¿Desertar? ¿Encerrarse en sí mismo? ¿Revolcarse en las cenizas hasta la muerte?
—¡No lo comprendéis! ¡He matado a un hombre!
—¡Ha sido un acto involuntario! ¡Ha sido en legítima defensa!
Sin advertirlo, había gritado más que Vargas, y prosiguió con la misma intensidad:
—¿De dónde sacáis esa necesidad de fustigaros constantemente, de encerraros entre vuestros muros con el pretexto de que el obstáculo os parece insuperable?
—¿Qué estáis diciendo?
—¡La verdad! En el fondo de vos mismo no podéis ignorar que, al matar a ese hombre, no habéis cometido un crimen a sangre fría; y sin embargo, ahí estáis, intentando convenceros de lo contrario.
Ella se había dejado arrastrar por su deseo de sacarle a toda costa de su estado mórbido y, de pronto, advirtió que él podía creer que adoptaba una actitud dura.
—Perdonadme… No quería apenaros. Yo…
—No. No os excuséis. Hay algo cierto en lo que acabáis de decir.
Se oía el alboroto de los estudiantes procedente del jardín de la universidad.
—¿Qué queréis? —prosiguió—. Sin duda me falta humildad y tal vez ya no creo en la felicidad.
Manuela sonrió débilmente.
—Es curioso que me digáis eso. Tenía yo quince o dieciséis años cuando le pregunté a mi padre en qué consistía la felicidad. ¿Sabéis qué me contestó? «Hay que recordar los sueños con el rigor del marino que mantiene la mirada clavada en las estrellas. Luego, es preciso consagrar cada hora de la vida a hacer cuanto podamos para acercarnos a ellos; porque no hay nada peor que la resignación».
—Interesante, pero imperfecto.
—¿Por qué?
—Porque hay momentos en los que la resignación puede revelar la mayor prueba de amor.
—¿Por eso tomasteis las órdenes? ¿Por… resignación?
Vargas repuso sin mirarla:
—Os equivocáis. Las tomé por amor a Cristo, llevado por mi fe en Él. Inspirado por su vida, su muerte y su resurrección.
Había hablado con tanta convicción como le fue posible pero se percató de que no la había convencido.
—Está bien —dijo—, puesto que parecéis dudarlo, decidme qué otro motivo, si no fue la fe, podía llevarme a ese exilio.
Ella no dijo nada. Pensaba en la escena de la fuente, cuando le había agredido en Cáceres poniéndolo entre la espada y la pared. Siempre había sabido el poder que tienen las palabras y cómo podían desvalijar el corazón, pero nunca hasta entonces le había sido posible verificarlo con tanta claridad.
—Os creo —dijo suavemente—. No necesitáis intentar convencerme.
—¿Qué…, qué decís?
Ella repitió su afirmación.
Desorientado, la examinó con suspicacia, intentando hallar en su aprobación una intención hostil. Finalmente, la serenidad que emanaba de ella debió de tranquilizarle, pues la tensión que hasta aquel instante lo había habitado cedió de golpe.
El sol se había desplazado en el cielo y asaeteaba con sus rayos el lugar donde estaban sentados. El sudor hacía brillar el rostro de Vargas. Una dulzura húmeda cubría sus labios. Bajo aquella luz metálica, hacían pensar en un fruto rojo.
Manuela se levantó. El calor se le hacía insoportable.
—Vamos a reunimos con nuestros amigos —dijo con voz insegura—. Tal vez tengan novedades.
—No hay prisa. No habrán encontrado nada. Sé quién es EL ABORTO.
—¿Lo sabéis?
—Hace un rato, mientras meditaba, mi mirada se ha posado en la estatua de Santiago. Naturalmente, he pensado en los apóstoles, en su devoción, en su misión, en todos los obstáculos que debieron superar. Me he preguntado también por qué Nuestro Señor elige a unos hombres y no a otros. ¿Por qué Pedro? ¿Por qué Juan? ¿Por qué nosotros? Sí, eso he dicho, nosotros. ¿Acaso no hemos sido señalados por el dedo de Dios? Y en ese momento he recordado la metáfora del aborto.
Hizo una pausa y miró unos instantes al cielo.
—Es el apodo que adoptó Pablo de Tarso para dirigirse a la gente de Corinto. La cita está en los Hechos. «Luego se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles. Y en último lugar se me apareció a mí, como al aborto». Era su modo de explicar que era el último de los apóstoles, el más pequeño, en una palabra, EL ABORTO. Y hay algo más para confirmarlo: antes de ser llamado por Cristo, Pablo fue tejedor de cilicio, la lana de cabra.
—¡Brillante!
Manuela juntó las manos, simulando un aplauso silencioso.
—Pues no he terminado. Como Baruel nos llevaba hacia los apóstoles, me he dicho que era muy probable que la frase: «POR DESGRACIA, TODO ELLO NO VALE MÁS QUE UN ESCLAVO», estuviera relacionada con otro discípulo de Cristo. No he necesitado buscar mucho: sólo podía tratarse de Judas. Dos razones me han llevado a esta conclusión. La primera es que el precio estipulado por la vida de un esclavo era de treinta siclos o ciento veinte denarios, lo que me ha hecho pensar en este versículo: «¿Qué me queréis dar?, y os lo entregaré. Ellos le pagaron treinta monedas de plata». La segunda razón es aún más precisa: PUES EVOCA AL QUE HABRÍA DEBIDO CAER DE CABEZA, PARTIÉNDOSELA POR LA MITAD, DERRAMANDO LAS ENTRAÑAS. Este versículo, extraído de los Hechos de los Apóstoles, describe el suicidio de Judas.
—¿Y cuál es vuestra conclusión?
Vargas mostró una expresión desolada.
—No puedo proponeros ninguna.
—Lo que equivale a decir que seguimos sin estar seguros de que Burgos sea la próxima ciudad.
—¿Por qué vamos a dudarlo? ¿No lo habéis afirmado vos?
—¿Me creéis? —repuso Manuela, desconcertada.
Él respondió sin vacilar:
—Sí. Y tengo el presentimiento de que Pablo y Judas refuerzan esta convicción.
—¡Dios os escuche! Venid. Vamos a reunimos con vuestros amigos.
Iniciaba ya un movimiento hacia la salida cuando la voz de Vargas resonó a sus espaldas.
—¡Aguardad!
Ella se volvió con una expresión interrogante en los ojos.
—Os he mentido… Creo en Jesucristo Nuestro Señor, en su pasión, en su resurrección, en mi misión de testimonio de esta verdad, pero la resignación no fue ajena a mi decisión de tomar las órdenes.
—Pablo y Judas… —meditó el árabe en voz alta—. Pablo, María y Judas. Reconozco que habéis estado brillante, fray Rafael, pero no hemos avanzado mucho.
—¡Basta ya de mala fe, jeque Sarrag! —criticó Ezra—. Lo que ha descubierto es de la mayor importancia. No nos vengáis, pues, con remilgos y reflexionemos más bien en función de los nuevos elementos. Baruel nos da indicaciones precisas sobre la personalidad del misterioso personaje, ese aborto cuyo «nombre es múltiple y uno». El tal Pablo María Judas. En primer lugar —enumeró con los dedos deformados por la artritis—, lo compara con un dragón y con el diablo. En segundo lugar lo trata de hijo de Caín, lo que podría suponer que lo considera un asesino. En tercer lugar lo compara con Judas y, por lo tanto, con un traidor.
—Funesto individuo —observó Manuela—. Lo menos que puede decirse es que Baruel no lo llevaba precisamente en su corazón.
—Un asesino —dijo Sarrag—. Pero ¿quién sería su víctima? Un traidor. ¿A quién traicionaría?
De pronto, Ezra se llevó la mano a la frente.
—¿Qué os pasa, rabbi? —se preocupó Manuela, precipitándose hacia él.
—Salomón… Salomón ha-Levi —balbució el anciano.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sarrag.
—El verdugo de Burgos.
—Explicaos —rogó Vargas.
—Hace algo menos de un siglo, cuando las conversiones al cristianismo estaban en su punto álgido, un rabino llamado Salomón ha-Levi optó también por la religión de Cristo. El acto en sí mismo no habría presentado ninguna particularidad si, a continuación, aquel renegado no se hubiera hecho cura y si, dado el celo que mostró persiguiendo y matando a sus antiguos hermanos, no hubiese sido elevado a la dignidad cié obispo de Burgos, su ciudad natal. Más tarde formó parte del Consejo de Regencia de Castilla, y su venganza contra los marranos y también contra los judíos que habían permanecido fieles a la fe de sus padres sobrepasó entonces toda la crueldad que pueda imaginarse. Su hijo le sucedió en la dignidad episcopal y participó, en compañía de otros delegados españoles, en el gran concilio de Basilea, donde fue el instigador de los más virulentos decretos antijudíos. Al convertirse al cristianismo, Salomón ha-Levi cambió de identidad. Se hizo llamar… —Ezra contuvo la respiración, como si el mero hecho de pronunciar aquel nombre le resultara insoportable— Pablo de Santa María.
—Efectivamente —asintió Vargas—, podría ser nuestro hombre. En su nombre, múltiple y uno, encontramos a Pablo, llamado el aborto, el vendedor de cilicio. El nombre de la Madre de Cristo, confirmado por el de la concubina del Profeta: María. El hecho de que fuese originario de Burgos y traidor al judaísmo indicaría que la señora dijo la verdad. Burgos es nuestro próximo destino.
La joven profirió un grito de alegría.
—¡Ya veis que tenía razón!
—No tenemos más remedio que inclinarnos —reconoció Sarrag. Y añadió, dirigiéndose a Ezra—: Finalmente, al citar a ese hombre, Baruel reconocía implícitamente que algunos judíos torturaron a los judíos.
Una risita cínica agitó al rabino.
—¡Querido, estáis descubriendo la sopa de ajo! El interés y el poder son al hombre lo que los rayos del sol al heliotropo. ¿Y esos musulmanes que se destripan bajo el cielo de Granada? ¿Y la traición de Boabdil, que según dicen está dispuesto a capitular sin combatir? —Se dirigió a Vargas con una media sonrisa—: También vos tuvisteis vuestro Santa María con Judas, ¿no es cierto?
—Sí. Aunque algunas veces me he preguntado si no sería el amor lo que arrastró al discípulo a su perdición. ¿No era preciso, para que las predicciones de Cristo se realizaran, que alguien desempeñase el papel de traidor? Sin traición no había muerte, no había Pasión, no había Resurrección. Pues bien, ¿qué le dijo Jesús a Judas en la última cena? «¡Lo que tengas que hacer, hazlo pronto!». Esta orden podría interpretarse de mil modos distintos, pues apenas hubo salido el Iscariote el Señor añadió: «Ahora el hijo del hombre ha sido glorificado». Imaginad que fuera su inmenso amor por Cristo, un amor loco, desmesurado, lo que obligara a Judas a meterse en la piel del ser inmundo en que se convirtió, detestado por generaciones enteras hasta el fin de los tiempos. ¿Y si hubiera actuado por instigación del propio Cristo, quien le habría ordenado servir así a la sublime causa?
—Sorprendente teoría —advirtió Ezra sonriendo—. Supondría en ese hombre una extraordinaria noción de resignación y sacrificio.
El monje no respondió. Mientras duró su exposición, mantuvo los ojos clavados en los de Manuela, y aún seguía sin lograr apartarlos.
Sarrag se levantó y, sacudiéndose la djubba, declaró:
—Burgos… Esa ciudad está a más de seis días de camino. Un largo viaje en perspectiva.
Ni Manuela ni Rafael parecían haberle oído.