16
¡Santiago y cierra España!
Cervantes, Don Quijote
Al sol de mediodía, la ciudad de los caballeros parecía salida directamente de un libro de grabados. La luz que golpeaba de lleno las murallas acentuaba el ocre de las piedras y el gris de los adoquines. Del Arco de la Estrella al Arco de Cristo, el azur se fundía en la maraña de callejas entrecortadas por escaleras.
La sombra dé una torre fortificada se prolongaba por el adoquinado, antes de morir en el umbral de una morada señorial. Una pequeña iglesia dormitaba bajo el calor. Una fuente de mármol, veteada de malva, canturreaba en el centro de la plaza. Allí habían descabalgado los cuatro jinetes. El árabe y el judío se habían dejado caer en los peldaños que rodeaban el estanque. El monje, de pie, apoyado en el murete, observaba el marco. A pocos pasos, Manuela, inclinada sobre el pretil de la fuente, tomaba a manos llenas agua para rociarse el cuello y los antebrazos con salvaje alegría. Cuando se incorporó, finas gotitas sembraban su piel como minúsculos destellos de luz. Había peinado sus cabellos en un moño y ofrecía sus rasgos a la tibia brisa. La sangre brincaba en su cuello desnudo con un enloquecido palpitar deliciosamente ambiguo. Unas perlas de agua se habían deslizado por su camisa, por el escote apenas abierto sobre su pecho. Estaba en aquellos instantes más hermosa que nunca, hermosa como puede serlo la ternura o la certidumbre del amor. Tal vez la comparación era excesiva, pero en cualquier caso fue la que se le ocurrió a Vargas. La observó un momento más, mientras ella se pasaba un pañuelo por los párpados, y luego se dirigió hacia el árabe. Ya había contemplado demasiado a aquella mujer.
—Bueno, ¿qué os inspira este paisaje?
—De momento, no veo Jabal al-Nur, ni a esos hijos del Hombre que esperan el Juicio final, ni a los que se prosternan, y menos aún a un ladrón o una ladrona; y tampoco veo ninguna abubilla.
Mientras hablaba, sumergió también las manos en la fuente.
—Sugiero que vayamos a buscar algún indicio —dijo Vargas.
—¿Y adónde pensáis ir? —preguntó el rabino.
—A ningún sitio en concreto. Ya encontraremos alguna señal que nos ponga en el buen camino.
—Haced lo que os plazca. Yo me asfixio. —Señaló la iglesia—. Os esperaré dentro. Necesito frescor.
Sarrag, que estaba inclinado sobre la fuente, se incorporó estupefacto, con el rostro empapado.
—¿Habláis en serio?
—Sí.
—¿Vos en una iglesia?
—Yo en una iglesia, sí —repitió Ezra—, y en sábado por añadidura, el día del Sabbath. ¿Acaso la casa de vuestro Dios negaría a un rabino que huye del calor lo que concede a los perillanes que huyen de la justicia?
Sin aguardar más, se marchó a grandes zancadas.
—Vaya —observó Sarrag dirigiéndose a Vargas—, ese judío no dejará nunca de tomaros el pelo.
La observación provocó en Vargas un suspiro de desaliento.
—¿Venís?
El árabe asintió y propuso a Manuela:
—¿Vos también, señora?
La joven declinó la invitación.
—Estoy agotada. Me quedaré aquí vigilando los caballos.
—Como queráis.
Y siguió a Vargas.
Sentada a la sombra del portal de la iglesia, la joven recogió las rodillas contra el pecho y cerró los ojos. Se sentía vacía. Una fatiga, tanto física como moral, había sucedido a la euforia de los primeros momentos. Ella, tan empeñada en que su apariencia fuese irreprochable, se sentía ahora un auténtico harapo. Todo su guardarropa eran tres modestos vestidos, una mantilla y dos pares de botines.
No entendía nada de aquella historia. Ninguno de aquellos hombres parecía un conspirador obsesionado con llevar a la ruina a España o a la cristiandad. En ningún momento les había oído insinuar nada equívoco, ni la menor amenaza solapada. ¿Acaso era sólo apariencia?
El único indicio que había captado —en verdad ínfimo— era la alusión de Vargas, en la venta, a un libro… La observación no se le había escapado. Cuando examinaba el triángulo, había dicho: «Sin duda este objeto está vinculado al Libro…». ¿De qué libro se trataba? ¿Por qué se había sentido violento tras haber dicho estas palabras, como si hubiera cometido la torpeza de revelar alguna información esencial? Era preciso que intentara saber algo más.
De pronto, un ruido de cascos llamó su atención y abrió los ojos. Unos jinetes, algunos de ellos armados, acababan de llegar a la plaza. Su primer pensamiento fue que se trataba de miembros de la Santa Hermandad en busca de algún malhechor. Saltaron de sus monturas. Los vio hablar; uno de ellos hizo una señal y, con paso ágil, entró en la iglesia.
Intrigada, Manuela se levantó y, sin poder definir la razón, sintió que la angustia se apoderaba de ella. Pasaba el tiempo. Los hombres, con la espada en el cinto, habían retrocedido unos pasos; algunos curiosos se mantenían a una prudente distancia. Relinchó un caballo. Se oyó una risa. El hombre que unos instantes antes había penetrado en el edificio, reapareció. Manuela ahogó un grito. No iba solo. Ezra caminaba a su lado. Sintió el impulso de correr hacia ellos, pero en el último momento su instinto le ordenó permanecer quieta. Sin embargo, el rabino no parecía demasiado inquieto. Discutía con uno de los jinetes, de un modo natural, y Manuela incluso creyó ver una sonrisa en sus labios. Más tarde, una vez que el grupo se lo hubo llevado, comprendió que lo que le había parecido una sonrisa era sólo la expresión de una resignación afligida. De pronto, alguien asió por las muñecas al judío y se las ató a la espalda. Los jinetes montaron de nuevo salvo tres de ellos, que se colocaron a derecha e izquierda de Ezra, abriendo el último la marcha. A los primeros curiosos se habían sumado muchos más. Se oían murmullos por doquier. ¿Había oído mal, o realmente una voz había gritado: «¡Blasfemos! ¡Marranos!»?
Estaba aterrada. Ezra acababa de ser detenido y había muchas posibilidades de que hubieran sido los familiares de la Inquisición. Pero ¿por qué razón había intervenido el Santo Oficio? ¿Acaso el enviado de Torquemada había decidido actuar por cuenta propia? ¡Era impensable!
Habían agarrado a Samuel por el brazo y lo arrastraban a través de las callejas.
Manuela se dijo que no tenía otra alternativa que seguir a los milicianos, esperando dar con Vargas o Sarrag.
La muchedumbre se había dispersado. Ella era la única que seguía al cuarteto por aquel dédalo de callejas, algunas tan estrechas que al sol le costaba abrirse camino desde lo alto del cielo. Unos peldaños que llevaban Dios sabe dónde interrumpían la sucesión de adoquines. Pasaron ante casas de piedra gris, se cruzaron de vez en cuando con la mirada miedosa o reprobadora de sus habitantes. Apareció una plaza. Un palacio. Los dejaron atrás. Justo cuando Manuela llegó ante el imponente portal de roble macizo, tuvo la fugaz visión de una inscripción grabada en el dintel: «Aquí esperan los Golfines el día del juicio». Los cuatro hombres acababan de doblar la esquina de la plaza. Un edificio abrumaba con su inquietante masa el resto del decorado. Unos hombres hacían guardia ante una reja. Más allá se veía un pequeño patio desierto. Los milicianos se habían detenido. Manuela vio que uno de ellos sacaba del bolsillo un capuchón. Pese a que Ezra retrocedió, se lo pusieron de modo que le tapara por completo la cabeza. Si quedaba alguna duda, ese gesto la disipaba: Ezra iba a ser encarcelado. Cubrir el rostro del inculpado y ocultarlo a las miradas era una de las sacrosantas reglas inquisitoriales, que exigía mantener el anonimato de éste; y no por razones humanitarias, sino porque era preciso que los demás presos no pudieran identificar en momento alguno al recién llegado, y viceversa. El constante secreto, piedra angular del Santo Oficio.
La reja se había abierto. La flaca silueta del rabino desapareció, devorada por la oscuridad.
Pero ¿qué había ocurrido? ¿Era posible que Ezra hubiera cometido una acción sacrílega estando en la iglesia? No. Él no. Manuela había oído decir a menudo que, a veces, los judíos convertidos se comportaban de modo blasfemo en las iglesias. Como aquel racionero, Juan del Río, que enseñaba el judaísmo al pie de los altares, o aquel jerónimo que utilizaba el confesionario con el mismo objeto, o también aquel prior llamado García Zapata, que, durante la misa, en vez de las palabras consagradas pronunciaba frases irreverentes. Pero Samuel Ezra no podía haber cometido actos tan viles; estaba convencida de ello.
—Doña Manuela…
Una mano se había posado en su hombro. Se dio la vuelta y reconoció al hombre con cabeza de pájaro. El familiar apoyó un dedo en los labios y la invitó a seguirle. Doblaron por la primera esquina. Al ver un rincón sombrío, se detuvo.
—Venid —murmuró—, no os quedéis ahí, podrían vernos.
Manuela preguntó, nerviosa:
—¿Estáis al corriente? El rabino ha sido…
—Sí, lo sé, lo hemos visto todo. No tenemos nada que ver. Han sido los responsables del distrito de Cáceres, actuando por propia iniciativa.
—¡Pero es increíble! ¿Un arresto en pleno día? ¿De qué se le acusa?
—Estoy como vos. Y también ignoro si ha habido investigación. Pues, como bien sabéis, damos siempre muestras de gran discreción cuando instruimos un caso. Nunca detenemos a nadie a ciegas. Cualquier encarcelamiento va precedido de minuciosas investigaciones. De lo contrario, ¿dónde estaría la justicia?
García Mendoza se había expresado en el tono de un enterrador que comprueba que se ha llenado bien la fosa.
—De todos modos —prosiguió—, vamos a salir de dudas. Tengo un documento firmado por el propio inquisidor general que debería darme acceso al expediente. Mientras, id a reuniros con vuestros amigos. Ya me las arreglaré para teneros al corriente.
—No sé cómo pensáis hacerlo, pero tened presente que si uno de los tres hombres falta, todo el plan del padre Torquemada se vendrá abajo.
García se pellizcó los labios con nerviosismo. En la voz de la mujer había captado mucho más que una simple advertencia. Se jugaba su porvenir en el Santo Oficio.
—Separémonos —dijo a guisa de respuesta—. Aquí corremos demasiado peligro.
En cuanto la vieron aparecer en la plaza, Rafael y Sarrag corrieron hacia ella.
—¿Dónde estabais? —vociferó el monje. Sin darle tiempo a responder, anunció con una voz áspera en la que Manuela creyó percibir cierta suspicacia—: Ezra ha sido capturado por la Inquisición.
—Lo sé. Han venido hace un rato a detenerlo.
—¿En la iglesia? ¿Se han atrevido?
—No. Un hombre ha ido a buscarlo al interior. Supongo que ha debido de invocar un pretexto lo bastante creíble como para que Ezra confiara. Luego le han atado las muñecas y se lo han llevado a la cárcel.
—Pero ¿por qué razón? —preguntó Sarrag—. ¿Ha hecho o dicho algo incorrecto?
—También yo lo he pensado. Pero ¿consideráis a Ezra capaz de un acto tan estúpido?
El árabe replicó con un gesto en el que se sobreentendía: «¡Id a saber!».
A su lado, Vargas observaba atentamente a la joven.
—Señora —dijo muy despacio—, ¿estáis segura de que no tenéis arte ni parte en este asunto?
—¿Insinuáis que soy responsable del arresto de Ezra?
—No insinúo nada, me lo pregunto, eso es todo.
La dureza del tono le llegó al corazón.
—¿Me lo preguntáis, fray Rafael? ¿Y en nombre de qué? ¿Qué os permite creer que yo pueda ser culpable de semejante acción?
—Vuestra súbita aparición, esa injerencia plagada de preguntas sin respuesta. Sólo vos sabéis la verdad, señora.
Esta vez, Manuela estalló:
—Ignoro lo que tenéis en el fondo de vuestra alma, fray Rafael, pero lo que hay debe de ser muy amargo. Desde el primer momento en que nos vimos habéis intentado mancillar lo que soy —tendió la mano como si rechazara un objeto invisible—, no, no hablo de lo que nos obliga a cohabitar. Lo que intentáis ensuciar es mi persona, a la mujer. La mujer es lo que os irrita, fray Rafael.
Él soltó una carcajada, pero nadie habría podido decir si era una forma de expresar su diversión o, por el contrario, un modo de protegerse.
Como un cazador que sabe que su presa no puede escaparse, Manuela siguió atacando con más precisión aún.
—¿Tanto habéis sufrido en el pasado para haberos vuelto tan desconfiado con las mujeres? ¿Acaso una de ellas marcó cruelmente vuestro corazón y vuestra memoria?
Había dado en el blanco. Rafael se quedó lívido, y en su rostro apareció una expresión de sufrimiento tan insoportable que, inmediatamente, Manuela se arrepintió de sus palabras.
Él no replicó; se batió en retirada refugiándose en el silencio.
Sarrag decidió poner fin al enfrentamiento.
—Hay un hombre en peligro de muerte —dijo con gravedad—. Si desapareciera, sería el fin del viaje.
—¡Dios no permitirá que fracasemos!
Vargas se había sobrepuesto y había pronunciado su afirmación con una confianza tan viva como inesperada.
—Inch Allah —dijo Sarrag—. Pero ¿cómo resolveremos la situación? ¿Tomando por asalto la cárcel? ¿Defendiendo la causa de Ezra? ¿Ante quién? Sabéis tan bien como yo que una vez el preso ha sido encerrado en las celdas inquisitoriales, cae el velo y ya no es posible contacto alguno con el mundo exterior.
Tras una pausa, añadió en un tono sobrecogedor:
—El rabino tendrá que doblegarse.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Manuela.
—Es preciso que nos entregue los Palacios que nos faltan. Si se niega, será injuriar la memoria de Aben Baruel.
—Aun suponiendo que acepte cedérnoslos, cosa que dudo, ¿cómo podríamos hacerlo? —observó el monje—. Acabáis de decirlo: una vez en la cárcel, el inculpado queda en total aislamiento.
—No lo sé. Tenemos que encontrar un medio.
Manuela se atrevió a proponer.
—Mañana, al amanecer, podría intentar hacerme pasar por la hija de Ezra, y tal vez…
—Ni lo soñéis —dijo Vargas—. Sería como intentar excavar una roca con los dedos.
El jeque se dejó caer al pie de la fuente.
—¡Qué pérdida! Nunca podremos saberlo. Hace millones de años que el hombre busca la gran prueba, la demostración irrefutable de…
—¡Callad! —le interrumpió Vargas.
Sarrag lo miró, pasmado por la violencia de su reacción.
—Pero ¿qué os pasa? Yo…
—¡Os digo que calléis! ¡No es ni el momento ni el lugar de abandonarse a la desesperación! Podrían oírnos.
Manuela se acercó a ellos. En su sien latía una vena.
—Ese «podrían» se refiere a mí, jeque Sarrag. En efecto, mejor haríais callando. Tal vez podría hacer que os detuvieran, como he hecho detener a Samuel Ezra.
No hubo reacción.
Por encima de sus cabezas, un águila real giró unos instantes antes de deslizarse entre las torres.
—Señora —dijo finalmente Sarrag—, os habéis ofrecido a representar el papel de la hija de Ezra. Las posibilidades de que os permitan verle son casi nulas; creo, sin embargo, que vale la pena intentarlo. Si, como me temo, se os niega la entrada, sólo nos quedará abandonar nuestra búsqueda y dar marcha atrás.
Ahora, se dijo Manuela, su suerte estaba en manos del hombre con cabeza de pájaro.