14
La inteligencia se caracteriza por el poder indefinido de descomponer según una ley cualquiera y recomponer de acuerdo con cualquier sistema.
Bergson, La evolución creadora
Debía de estar loca.
¿En qué asunto se había embarcado? ¿En qué dédalo había aceptado adentrarse? ¿Lo había hecho por amistad? ¿Como un modo de demostrar su gratitud a la reina por los favores concedidos a su hermano? ¿Por sentido del deber? ¿Como un desafío? ¿Por amor a España? ¿O bien, aunque le costaba reconocer esta eventualidad, porque hasta entonces su existencia había sido roma y estéril? Probablemente el conjunto de todas aquellas razones reunidas la habían impulsado a decir sí a Isabel y al inquisidor general.
Envuelta en su manta, mantuvo los ojos cerrados para saborear mejor su soledad. Adivinaba a su alrededor los postreros esfuerzos de la noche luchando contra el ascenso del día; pronto el astro solar recuperaría sus derechos sobre Sierra Morena. Por extraño que pareciese, no había sentido miedo ni dudas. Ni la noche anterior, mientras se esforzaba por convencer a los tres hombres, ni en ese instante, sumida aún en la incertidumbre. Y había algo más sorprendente todavía: a los primeros y febriles instantes les había sucedido una sensación de serenidad, en cierto modo como la que se apodera del actor cuando dice la primera réplica. ¿Cómo explicárselo? Hasta entonces, nada la había preparado para afrontar semejante prueba. Había vivido una infancia tranquila, protegida de todo, educada en la calma de aquellas casas en las que nada ocurre salvo lo previsible. No había contemplado más que una faz del mundo; la otra sólo la había entrevisto a través de sus lecturas. ¿Por qué, entonces? ¿De dónde procedía aquella exaltación ante la peligrosísima situación en la que se había metido? Sin duda tenía por primera vez la impresión de estar viva.
Alguien se movía a pocos pasos de ella. Oía una discusión en voz baja.
Se había jugado el resto. O bien había conseguido sembrar la duda en su espíritu, y en ese caso estaban obligados a concederle una oportunidad, o bien se mantenían en su posición y todo estaba perdido. En esta última eventualidad, no tendría más remedio que informar de su fracaso a los siete familiares de la Inquisición a los que Torquemada había encargado protegerla y seguirla como su sombra: siete hombres armados hasta los dientes, bajo el mando de un individuo con cabeza de pájaro, García Mendoza, que en aquellos momentos debía de estar agazapado no lejos de allí, dispuesto a saltar a la primera señal que le hiciese.
«Ayer por la noche intentaron asesinarnos prendiendo fuego a la biblioteca del monasterio donde nos habíamos reunido. ¿Cómo no preguntarse por el papel que vuestros amigos han desempeñado en el asunto?». Los familiares y ella misma habían asistido, como impotentes testigos, al incendio que arrasó la biblioteca.
También ellos se habían preguntado la causa del siniestro. ¿Negligencia o acto deliberado? En este último caso, las consecuencias podrían resultar dramáticas, pues si alguien más seguía los pasos a aquellos hombres, en cualquier momento podía trastocar los planes de la Inquisición.
El rabino…, singular personaje. ¿Sería su avanzada edad, aquella afección que le roía los dedos o su aire perpetuamente afligido? Forzoso era reconocer que de él emanaba algo atractivo. El árabe, por su parte, era un hombre de una pieza, sin asperezas. Debía de pertenecer a esa clase de individuos que no se andan con remilgos y a los que no afectan los estados de ánimo.
Finalmente, el que más la intrigaba era el franciscano. ¿Qué papel representaba en este asunto? En fin de cuentas, ¿no era hijo de la Iglesia y, al igual que Manuela, depositario de un honor sagrado: ser católico y español de pura cepa? Sin embargo, de los tres hombres él había sido quien se había mostrado más contrario a ella. ¿Acaso no había sido el primero en desmontar su relato? ¡Y con qué cinismo! Si perseguía el mismo objetivo que ella, si también él estaba allí para desenmascarar la conspiración, ¿no hubiera sido más juicioso mantenerse al margen? Sólo podía haber una explicación para aquel comportamiento: era el más peligroso y el más decidido de los tres.
De pronto cobró conciencia de que, desde hacía ya un rato, las voces habían callado y el silencio reinaba a su alrededor. Se arriesgó a moverse, abrió los ojos y se incorporó lentamente.
El árabe estaba en cuclillas sobre una pequeña alfombra de seda, de cara a La Meca, descalzo y la frente apoyada en el suelo.
A su derecha, con un casquete en la cabeza y un chal blanco sobre los hombros, la frente y el brazo izquierdo adornados con unos curiosos estuches de cuero negro, sujetos por cintas negras también, el rabino permanecía de pie, vuelto hacia Jerusalén.
Entre ambos, fray Rafael, arrodillado, desgranaba en voz baja un rosario.
Pero ¿estaban locos aquellos tres individuos?
La línea del horizonte, bañada aún por los últimos restos de noche, vibraba a impulsos del día mientras un trazo rojizo, interceptado por las cimas, rayaba el cielo iluminando con suave luz la cara frontal de la sierra. La plegaria de los tres hombres se prolongó hasta que las últimas sombras se disiparon y el resplandeciente círculo del sol apareció en su totalidad.
Sarrag fue el primero en acercarse a Manuela.
—¡Vamos! Nos marchamos.
Ella dio un respingo. El corazón se le aceleró en el pecho.
—Sin mí…
—He dicho que nos marchamos, todos. ¡Vamos! Doblad vuestra manta.
Ella levantó la barbilla.
—¡Jeque Ibn Sarrag, guardad ese tono altivo para vuestras esposas, os lo ruego! —Acto seguido llamó al monje, que se dirigía a los caballos—. ¡Fray Rafael! ¿Podéis darme una explicación?
—El jeque os ha respondido. Os llevaremos con nosotros.
—Que yo sepa, eso es una consecuencia, no una explicación.
—¡Vamos, os lo ruego, dejad ya de fingir! —exclamó el monje, irritado—. Sabéis perfectamente que no tenemos más elección que la de hacer con vos el viaje. Si hay una posibilidad entre un millón de que hayáis dicho la verdad, si Aben Baruel os concedió realmente su confianza, si es cierto que os confió la supuesta llave de la última puerta, entonces estamos condenados a soportaros a nuestro lado. Utilizando un símil ajedrecístico —añadió mirándola con amargura—, nos ha ahogado.
—¿Qué significa?
—Hacer que el rey contrario no pueda moverse sin quedar en jaque. ¿Os basta ahora la explicación?
—Me contentaré con ella, fray Rafael.
En el momento en que Manuela giraba sobre sus talones, él la amenazó:
—¡Desconfiad, de todos modos! En el caso presente, el rey podríais ser vos. Habéis afirmado que Baruel os confió la solución del «tercer Palacio». ¡Espero por vos que sea la solución correcta!
Manuela no pareció conmoverse.
—Ya veremos, fray Rafael. ¿Acaso el porvenir no pertenece a Dios?
Mientras hablaba, con un movimiento natural se soltó la negra cabellera, que se derramó en ondulantes olas por su nuca y sus hombros.
El monje frunció la frente, desconcertado por aquel gesto bastante incongruente. La observó unos instantes y se dirigió de nuevo hacia su caballo.
Con aire desenvuelto, Manuela contempló el paisaje. Los familiares no debían de estar lejos. No podía verles, pero notaba su presencia. Sus cabellos, que tan ostentosamente acababa de soltar, eran la señal convenida para informarles de que todo se desarrollaba como Menéndez y Torquemada habían previsto. Aguardó unos instantes más, muy a la vista, para que no quedara duda alguna, y se dirigió a su vez hacia los caballos. Ahora le tocaba actuar a ella. Todo estaba por hacer. Cuanto antes supiera lo que tramaban aquellos individuos, antes los arrojarían al lugar donde debían estar: al fondo de un calabozo.
Nunca la claridad del sol había parecido tan viva.
La inmensa llanura se recortaba hasta perderse de vista, salpicada de cardos y madroños esparcidos. A la derecha, a una distancia que el ojo apenas podía distinguir, aparecía un molino, cruda mancha perdida en la luz.
Ezra descolgó el odre de piel de cabra que pendía a la diestra de su silla y lo tendió a la mujer, que cabalgaba a su lado. Ella lo cogió, bebió un largo trago y se lo devolvió.
—Os lo agradezco. De entre todos estos hidalgos, vos me parecéis el más cortés. Os doy las gracias.
—Oh, no hay mérito alguno. Es la edad, señora… Estoy en ese momento de la vida en el que decidimos limar aristas. Lo que os parece sabiduría es sólo cansancio.
Ella sonrió y prosiguió con la mayor naturalidad posible:
—Esta mañana me habéis autorizado a partir con vosotros, pero nada me habéis dicho de nuestro destino. ¿Querríais confiármelo?
—No veo ningún inconveniente. Jerez de los Caballeros.
—Supongo que habéis optado por esa ciudad tras haber descifrado lo que Baruel denominó el «primer Palacio menor».
—¿Cómo podría ser de otro modo?
La mujer dejó pasar unos instantes y comentó como quien no quiere la cosa:
—Tantas informaciones enmarañadas y herméticas sólo para referirse a una villa…
Ezra la gratificó con una sonrisa enigmática y dirigió su atención al camino.
Era evidente que no le sacaría nada más, de modo que consideró más prudente cambiar de tema.
—Os he observado mientras orabais. ¿Qué representan esos pequeños cuadrados de cuero atados a vuestro brazo y vuestra frente?
—¿Realmente os interesa?
—Claro.
—Son los tefillin. «Y atarás las palabras divinas como signos a tu mano, y serán un adorno entre tus ojos». Cada uno de los cuadrados contiene los cuatro pasajes de la Torá donde se mencionan.
—¿Y tenéis que llevarlos al orar?
—Sí. A partir de nuestra mayoría religiosa se nos prescribe ponernos regularmente los tefillin todos los días laborables, en la plegaria matutina. En principio, deberíamos llevarlos todo el día, pero en estos tiempos difíciles, la prudencia…
—Reconozco que no capto bien el símbolo.
Él sonrió con condescendencia.
—¿Cómo podríais hacerlo? Sois cristiana…
—Ante todo soy española, señor —replicó ella con orgullo, como si lanzara un desafío.
—Pues bien, los tefillin son un signo de que el hombre dirige su corazón, sus pensamientos, su voluntad hacia el Creador, en un deseo de sumisión absoluta. De ahí que se coloquen en el brazo izquierdo, junto al corazón, y en la frente. Por otra parte, el Midrash…
—¿El Midrash?
Una risita agitó la barba del rabino.
—Olvidaba la ignorancia de los gentiles. El Midrash es el comentario rabínico de la Torá. Su objetivo es explicar distintos puntos jurídicos o prodigar una enseñanza moral a través de relatos, parábolas o leyendas.
—¿Una interpretación de la ley?
—Algo así. Puesto que ésta es a menudo elíptica, los primeros sabios procuraron ir más allá del sentido literal de los textos para desprender su esencia, su sentido subyacente. Además, no existe uno sino tres Midrash, el antiguo, el medio y el tardío. Pero no me pidáis que os los explique en profundidad; sería demasiado aburrido. Tanto más cuanto que al Midrash se suma la Mishnah, «la ley oral», si preferís llamarla así.
Manuela abrió los ojos, expresando su sorpresa.
—¿La ley oral? ¿Queréis decir una ley transmitida verbalmente por Dios?
—El Levítico dice: «Tales son las decisiones, las sentencias y las leyes que el Eterno estableció entre él y los hijos de Israel, en el monte Sinaí, a través de Moisés». De hecho, eso significa que el Creador otorgó dos Torá, una escrita y otra oral. Esta última consiste en una explicación verbal de la ley escrita, lo que implica que la ley escrita no basta por sí sola. Por ejemplo, tomemos un versículo que suelen arrojarnos con frecuencia a la cara: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente. A quien cause una lesión a un hombre, ésta le será devuelta». Ésta es la ley escrita.
»La ley oral, por su parte, nos informa de que este versículo no debe tomarse al pie de la letra, pues no hay modo de saber si las consecuencias de la pérdida de un ojo para una persona equivaldrían a las consecuencias de la pérdida de un ojo para otra. Por ello hay que interpretar el texto como si aludiera a una compensación financiera: el valor de un ojo por la pérdida de un ojo. La persona responsable de la herida tendrá que pagar una indemnización por el perjuicio que ha provocado. El único caso en que puede aplicarse la ley del talión es en el asesinato, pues es el único en el que la revancha puede ser de idéntica naturaleza que la falta. ¿Lo habéis comprendido, señora?
Manuela abrió la boca para contestar, pero Vargas se le adelantó:
—No os sorprenderá que os diga que, en ese campo, prefiero la actitud de Cristo. —Con una ligera presión en las riendas, acercó el caballo al rabino y prosiguió—: No hay ambigüedad alguna en sus palabras: «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: No me hagáis frente al malvado; al contrario, si alguno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra, y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado». ¿No es este lenguaje, claramente, el del amor y la generosidad? No podéis negar que el cristianismo ha predominado siempre sobre el judaísmo: el amor y la generosidad, y también la tolerancia.
El rabino se adelantó al monje y se atravesó en el camino.
—¿El amor y la generosidad?
—¿Lo dudáis? La propia vida de Cristo atestigua estos preceptos. No os ofendáis, pero su enseñanza es con mucho más caritativa que la que encontramos en el Antiguo Testamento.
—¡Tenéis razón, fray Rafael, y olvidáis citar otros versículos! Tomad uno cualquiera: «Vosotros sois la luz del mundo. Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a Vuestro Padre, que está en los cielos». O también: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. Pues si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?». E incluso: «No juzguéis y no seréis juzgados. No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. ¡Que quien esté libre de pecado tire la primera piedra!».
Una terrible palidez había invadido el semblante del anciano. Con un gesto deliberadamente teatral, alzó el puño hacia el cielo y clamó:
—¿Oís, hermano Torquemada? ¿Y vosotros, hermanos inquisidores? ¡Vosotros sois la luz del mundo! ¡La luz del mundo! ¡Sois el amor y la generosidad! ¡Vergüenza para la infame ley del talión! ¡Larga vida a vos, padre Torquemada, y a vuestros sucesores! ¡Larga vida! —Jadeante, prosiguió—: Habéis cometido el acto de traición más innoble, el más blasfemo de la historia de la humanidad: teníais un profeta, teníais un mesías… ¿Qué hicisteis de sus enseñanzas? Él perdonó a la mujer adúltera; vosotros la habéis lapidado. Él designó a una prostituta para que anunciara su resurrección, una resurrección que es el fundamento de vuestra fe. Vosotros sólo sentís desprecio por estas mujeres, cuando no las quemáis en una hoguera. Él entró en Jerusalén montado en un asno, con toda humildad. Mirad ahora vuestro oro y vuestros tesoros, y de qué boato se rodean sus sucesores.
»Imaginemos que tengáis razón, fray Rafael —continuó con voz trémula—, imaginemos que nosotros, los judíos, pertenecemos a una religión bárbara, encorsetada e intolerante. Muy bien; de todos modos tendríamos una excusa: seguimos esperando al mesías. Vosotros, en cambio, le habéis visto ya, en carne y hueso. Al parecer, vuestro santo Tomás incluso lo tocó con el dedo después de su resurrección. Y al parecer ese Mesías murió para redimir los pecados de toda la humanidad. Vamos, decidme: ¿qué habéis hecho de él? ¡Decídmelo, Vargas!
Con un gesto seco, hizo dar media vuelta a su caballo y se lanzó al galope entre una nube de polvo, adelantando a Sarrag.
—Ha perdido la cabeza, palabra —dijo Vargas, pasmado.
—Deberíais saber —repuso Manuela secamente— que, si bien la humildad abre las puertas del paraíso, la humillación abre las del infierno.
Y se alejó a su vez tras el rabino.
—Bien, amigo mío —dijo Sarrag volviendo la cabeza hacia el monje—, lo menos que puede decirse es que nuestro amigo judío es terriblemente susceptible.
Vargas, trastornado, no encontró nada que responder. Apartó la vista y la clavó en el horizonte.
Los labios del jeque se fruncieron en una forzada sonrisa.
—Supongo que, para vos, el islam tampoco vale mucho más que el cordón de vuestras sandalias.
—¡Lejos de mí semejante idea! Si he dado esa impresión, sabed que lo lamento.
—Sea como fuere, podemos pensar lo que queramos de esos judíos, y os aseguro que no los llevo en el corazón, pero debemos reconocerles algo: a diferencia de vuestros sacerdotes y mis imanes, nunca he visto a un rabino tomando las armas en nombre de Abraham o de Adonai para forzar a nadie a convertirse. Nunca han derramado sangre en nombre del proselitismo. Dudo que los cruzados o los guerreros de Alá pudieran decir lo mismo…
El franciscano se encerró en un silencio total, con el pensamiento perdido en el camino que ondulaba por la despellejada llanura y en Manuela, que galopaba junto a Ezra. No dijo una palabra más en todo el viaje, hasta que apareció una mancha blanca, como un gran copo de nieve caído sobre las primeras estribaciones de Sierra Morena. Entonces anunció:
—Jerez de los Caballeros.
Toledo, a la misma hora
Hernando de Talavera ordenó con voz potente:
—¡Podéis entrar, señor Díaz!
El chirrido de la puerta girando sobre sus goznes llenó la estancia.
Un hombre de unos cuarenta años, de aspecto rígido, apareció en el umbral.
—Aproximaos, tomad asiento.
El visitante obedeció. Algo extraño emanaba de él; especialmente de sus ojos. Eran de un azul glacial, como si el hombre estuviera ciego.
—Todo está en orden —dijo con una voz casi inaudible—. Nuestros hombres los han encontrado. Creo que a estas horas no deben de andar ya muy lejos de Jerez de los Caballeros.
El confesor de la reina mostró una expresión satisfecha.
—De modo que el padre Álvarez nos dijo la verdad.
El hombre frunció la frente, como si tensara el arco de sus cejas.
—¿Lo dudabais?
—¡Ya lo creo! En algunos seres, la versatilidad es una segunda naturaleza. Mucho me temo que el padre Álvarez forma parte de ellos. Es un camaleón, creedme. Sé que es capaz de servir a Dios y al Estado, al igual que su dueño, el inquisidor general. Al Estado y a sus intereses personales. Y de nuevo a Dios. Por eso quise poneros tras la pista de esos hombres. Sea como fuere, habéis hecho un excelente trabajo. Ahora no hay que perderles.
—Contad conmigo, padre Talavera. Sabed, de todos modos, que la tarea no es fácil. Los esbirros del inquisidor los siguen como sus sombras. Corremos enormes riesgos. Podríamos ser descubiertos en cualquier momento.
—Confío en vos. Lo conseguiréis.
Fray Hernando meditó unos instantes antes de preguntar de nuevo:
—La mujer…, ¿sigue acompañándoles?
Díaz asintió.
La mirada de Talavera se perdió. Vio en su pensamiento a Manuela Vivero, sentada a su lado, el día del auto de fe en la plaza Zocodover. Nunca habría podido imaginar, dados sus orígenes, su medio, su propia condición de mujer, que conseguiría integrarse entre aquellos tres hombres. La proeza merecía un saludo.
Díaz carraspeó, arrancándole de su meditación.
—Debo ir a Salamanca —prosiguió Talavera—. Su Majestad me ha encargado presidir una comisión que debe reunirse allí en los próximos días. Os avisaré cuando llegue el momento y os diré dónde podéis localizarme. ¿Estamos de acuerdo?
—Absolutamente. Ahora tengo que marcharme. El camino es largo hasta Jerez de los Caballeros.
Talavera autorizó al hombre a retirarse. En cuanto estuvo solo se levantó y comenzó a recorrer la estancia, con la espalda ligeramente inclinada. A la luz del naciente día, sus rasgos presentaban un tinte ceroso que acentuaba la delgadez de su rostro.
Como un fulgurante relámpago, el rostro hierático de Tomás de Torquemada atravesó su mente. A su pesar, se sorprendió apretando los puños. Torquemada y su demencia. Torquemada y su grandilocuencia, su exageración en todo. Una personalidad devorada por la ambición, embrujada por la obsesión de dejar su nombre, al precio que fuera, en el libro de oro de España. Pero, por encima de todo, lo que Talavera no soportaba era la creciente influencia que él ejercía, desde hacía algún tiempo, en la reina. Era urgente terminar con eso, y aquella supuesta conspiración le brindaba la ocasión soñada. Si los hombres eran inocentes, y Talavera estaba íntimamente convencido de ello, el ridículo transformaría al gran inquisidor en un bufón. Si eran culpables, entonces no dudaba de que sería más rápido que Torquemada. En ambos casos saldría ganando. Era sólo cuestión de semanas, de días tal vez.
El castillo de los Templarios contiguo al pueblo proyectaba la sombra gris de sus torres hacia la iglesia de Santa María de la Encarnación, erigida al este de los fosos. Aquí y allá se veían hombres armados que iban y venían a lo largo de los caminos de ronda. Una oriflama de vivos colores azotaba el aire. Algo más abajo, un collado formaba una pasarela que unía dos verdeantes colinas. En la cima de una de ellas, la ciudad de las seis puertas ofrecía al sol el espejo de sus casas blancas, sus campanarios de irregulares siluetas que se empecinaban en arañar el cielo.
—¿Qué os parece? —preguntó Sarrag volviéndose en su silla—. Baruel no habla de un castillo, sino únicamente de una torre. Recordad: EN EL LINDERO DE LA CIUDAD, EN EL CORAZÓN DE LA LLANURA DE SENAAR SE YERGUE EL EDIFICIO SANGRIENTO. Sólo puede tratarse, pues, de una de esas torres. Cuento seis. En vuestra opinión, ¿cuál es el edificio sangriento?
Vargas respondió:
—El único modo de saberlo es preguntarlo —respondió Vargas—. Esperadme aquí.
Se irguió apoyándose en los estribos y galopó hasta la puerta del castillo. Le vieron interpelar a un centinela de guardia. La conversación entre ambos hombres se prolongó un rato. Luego apareció otro personaje bajo la bóveda y se reanudó la conversación. Finalmente, el monje dio las gracias con un movimiento de cabeza y, volviéndose hacia sus compañeros, les indicó por señas que se reunieran con él.
—¿Y bien? —preguntó Sarrag deteniendo su caballo ante Vargas.
—Ha sido una discusión difícil. En estos momentos, el castillo se encuentra excepcionalmente bajo la protección del corregidor encargado de la circunscripción. El conde de Granina, que debe tomar posesión del edificio, llegará esta tarde. Mientras, he conseguido que nos concedan un favor. Podremos visitar las torres, en concreto una de ellas: la Torre Sangrienta.
—¿La Torre Sangrienta? —exclamó Sarrag—. Explicaos.
—¿Conocéis el nombre de este castillo? —Rozó suavemente el pequeño crucifijo de madera que llevaba colgado al cuello—. Caballeros Templarios. Así pues, tenía razón cuando afirmaba que había una relación entre Hiram y los Templarios. —Miró a Manuela con un irónico temblor en la comisura de los labios—. Me he permitido decir al capitán que los antepasados de la señora Vivero formaban parte de los Templarios que cayeron aquí, batallando contra los moros. El lugar tiene, pues, para ella un gran valor sentimental; todo lo que desea es recorrerlo, aunque sea a toda prisa. Me atrevo a esperar que no me guardaréis rencor por esa mentira piadosa —añadió, fingiendo excusarse—. En fin de cuentas, puesto que sois de los nuestros es natural que nos seáis útil, ¿no os parece?
Ella guardó silencio y pensó, en su fuero interno, que sería la primera en aplaudir cuando cargaran de cadenas a aquel renegado.
—Por pura anécdota, ¿sabéis qué me ha respondido el capitán? —prosiguió Vargas—. Que penetrar en el edificio está formalmente prohibido, pero que como una excepción, nos permitirá visitar una sola torre. Y ha añadido: «La más simbólica, la Torre Sangrienta». —Rafael señaló la segunda torre, la que dominaba el ala norte—. Allí está. ¿No precisó Baruel que EN EL LINDERO DE LA CIUDAD, EN EL CORAZÓN DE LA LLANURA DE SENAAR SE YERGUE EL EDIFICIO SANGRIENTO? Pensamos que se trataba de un paraje donde había tenido lugar una tragedia. Recordad, rabbi Ezra, vuestras propias palabras: «La palabra “sangriento” hace pensar que el edificio fue testigo de un drama». La torre de la sangre.
—¿Os ha explicado el capitán de dónde viene ese nombre?
—Sí. Allí mataron a los Templarios que se negaban a entregar el castillo a los nobles de la región. Fue hacia el mes de mayo de 1312.
—¿Los nobles mataron a los Templarios? —preguntó el árabe—. ¿Por qué motivo? Siempre pensé que los caballeros habían combatido a vuestro lado, al lado de los reyes cristianos de España, contra nosotros, los moros.
—Y así es, pero hubo ciertos problemas. Tras la abolición de la orden por el concilio de Viena, en 1312, se decidió que todos los bienes de los Templarios pasarían a una orden hermana, la de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén. Pero los acontecimientos se desarrollaron de un modo distinto. Tras la anarquía que siguió a la muerte de Fernando IV, algunos nobles, carentes del menor sentido del honor, decidieron echar mano a las propiedades en cuestión. Este castillo formaba parte de ellas. En su intento por conservarlo para que, de acuerdo con el concilio de Viena, fuera entregado a los Hospitalarios, los Templarios fueron aniquilados. El último grupo se refugió en lo alto, en la cima de aquella torre. De ahí su nombre…
—Pues bien, he aquí un hermoso ejemplo de la iniquidad característica de la raza humana —ironizó Ezra—. Dicho esto…, ¿y si fuéramos a descubrir, por fin, qué se esconde tras el misterioso número 3?
Inmersos en su investigación, olvidaron proponer a Manuela que los acompañara.
Ezra escupió, jadeó, maldijo y acabó dejándose caer, como un muñeco desarticulado, contra el murete de piedra.
—Nunca más… —tartamudeó—, nunca más… ¿Los habéis contado? Yo lo he hecho… Doscientos setenta y dos peldaños…
—La culpa es vuestra —repuso Vargas—. No teníais ninguna necesidad de subir.
—Tiene razón —asintió el árabe—. ¿Qué temíais? —Mostró el vacío, que formaba un círculo a su alrededor—. Ninguna puerta secreta… La única posibilidad es volver a bajar por donde hemos subido. —Se acercó al murete y se asomó—. Debe de haber por lo menos cien codos de altura.
—A vuestro entender —dijo el monje—, ¿qué debemos buscar? ¿Un objeto? ¿Un libro? ¿Un signo?
—De nada sirve preguntárnoslo. Busquemos.
Sarrag se agachó y comenzó a inspeccionar el suelo, pasando lentamente la mano por las losas de dura piedra en busca de un intersticio, un desnivel o un saliente.
Por su lado, el monje hizo lo mismo, pero a lo largo del murete, desde el umbral hacia la derecha.
Ezra se encargó de inspeccionar el lado izquierdo.
Hacía un buen rato ya que Manuela se había unido a ellos, pero o bien ninguno había advertido su presencia, o bien, lo cual era más probable, su presencia los dejaba indiferentes. Apoyada en una jamba de la puerta, la joven los observaba con curiosidad.
Transcurrió algún tiempo. Las campanas de la ciudad comenzaron a repicar. Su sonido metálico se elevó hacia el cielo y volvió a descender para diluirse en la tibieza de las escarpadas callejas.
—¡Nada! —maldijo el árabe—. ¡No encuentro nada!
—Si supiéramos al menos lo que buscamos —se lamentó Ezra—. EN EL LINDERO DE LA CIUDAD —recitó lentamente— EN EL CORAZÓN DE LA LLANURA DE SENAAR SE YERGUE EL EDIFICIO SANGRIENTO. ENCONTRAREIS ALLÍ EL NÚMERO 3. ¡Debe de haber alguna indicación tras estas palabras!
Manuela eligió ese momento para dar un paso adelante.
—Si me permitís… ¿No acabáis de citar «la llanura de Senaar»?
—Así es…
—¿No era Senaar la tierra donde se erigió la Torre de Babel?
Los tres hombres la miraron con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo lo sabéis?
—Como cualquier católica ferviente, he leído la Biblia. Si mi memoria no me es infiel, el relato de Babel se encuentra en el Génesis, pero no recuerdo en qué parte.
—Al principio del capítulo 11 —dijo Ezra.
—Creo que la frase hace una alusión muy clara a lo que es «incomprensible».
—¿Qué queréis decir?
—El Señor confundió sus lenguas para frenar a los hombres en su ambición, ¿verdad? «He aquí un pueblo uno, pues tienen todos una lengua sola. Se han propuesto esto, y nada les impedirá llevarlo a cabo». Entonces, Yahvé decidió que la lengua de unos resultara incomprensible para los otros. ¿Qué significa incomprehensibilis? Califica aquello que no se comprende y también aquello que no se puede «captar». ¿Me equivoco?
—No. ¿Qué intentáis probar?
—En realidad, no lo sé muy bien. Cuando me hablasteis de la personalidad de Aben Baruel, insististeis en su afición por los detalles llevada hasta el extremo y, empleando vuestras propias palabras, «con una sutileza que raya el prodigio». Por lo tanto, hay muchas posibilidades de que…
La expresión de Vargas, atento al principio, se había oscurecido.
—¡No perdamos tiempo! Reanudemos la búsqueda.
—¡Esperad! —exclamó Sarrag—. Escuchadme. Tal vez la señora no esté equivocada. Pensadlo. En el caso que nos ocupa, ¿qué es lo que no se puede «captar» sino el objeto que buscamos? Lo que podría suponer que está «fuera del alcance». Y si está fuera del alcance, no podemos encontrarlo aquí. —Golpeó el suelo con el pie—. Aquí, en este perímetro.
—¡Os estáis perdiendo! —desaprobó Rafael—. Baruel precisó que hallaríamos el objeto en lo alto del edificio sangriento, no en otra parte.
—Nunca he dicho lo contrario, pero repito que…
—¡Señores!
La voz de Ezra chasqueó como un látigo. Ambos hombres se volvieron. Con el aspecto de un adolescente que acaba de gastar una broma, el rabino blandía, como un estandarte victorioso, un triángulo, un pequeño triángulo de bronce.
—Pero…, pero… —balbució el jeque—, ¿de dónde habéis sacado este objeto?
Ezra indicó la cara oculta del murete.
—Del otro lado. Del lado invisible. Fuera del círculo…, incrustado en un intersticio. Bastaba inclinarse para recuperarlo. —Miró a Manuela con una sonrisa de complicidad—. Incomprehensibilis… ¿Era ésa la palabra latina?