32
Sin embargo, me asustaba pensar que aquel sueño había tenido la claridad del conocimiento. ¿Tendría el conocimiento, recíprocamente, la irrealidad del sueño?
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido
Burgos, julio de 1487
Hacía ya un rato que, de espaldas a su secretario, Francisco Tomás de Torquemada contemplaba los dos campanarios de la catedral con tanto interés como si los viera por primera vez.
—Recapitulemos —dijo volviéndose hacia Álvarez—. Doña Manuela nos ha traicionado; nuestros tres hombres han regresado a Granada; y, según Mendoza, toda esperanza de encontrar el Libro de zafiro se ha desvanecido.
El secretario asintió, aunque precisando:
—Está también la información según la cual un grupo de individuos merodea por el barrio del Albaicín, por los alrededores de la casa del árabe.
—¿Han intentado saber quiénes son?
—Valiéndose de su función en el Santo Oficio, Mendoza interrogó directamente al que parecía desempeñar el papel de jefe, pero éste se encerró en un mutismo total.
—Es curioso… ¿Acaso alguien más se interesa por el contenido del Libro? —Sin hacerse alusión alguna sobre la capacidad para responder de su interlocutor, Torquemada prosiguió—: Si así fuera, su presencia significaría que, al igual que nosotros, quieren estar absolutamente seguros de que no hay posibilidad alguna de encontrar el Libro.
El inquisidor general volvió a su puesto. Hundió el rostro entre sus manos y permaneció largo rato callado. Álvarez se preguntó si estaría rezando o si se encontraría mal. En la duda, consideró más prudente guardar silencio. Finalmente, Torquemada se incorporó. Su rostro expresaba la más viva contrariedad.
—¿Quién? —gritó de pronto—. ¿Quién está al corriente de la existencia del Libro? ¿Quién, aparte de vos… —Álvarez, muy a su pesar, dio un respingo—, el cabalista que redactó la falsa carta de Baruel, la señora Vivero, Su Majestad y yo? —De nuevo sin aguardar respuesta, repitió con firmeza—: ¿Quién más? Lo olvidaba… —añadió con voz casi inaudible—, Hernando de Talavera.
El estupor apareció en el rostro del secretario, y su pulso se aceleró. Aterrorizado, se preguntó si el inquisidor sospecharía de él.
—Padre Talavera, no pensaréis que…
—No pienso nada, pero contemplo todas las posibilidades. —Sus dedos se unieron sobre la mesa—. No habréis olvidado nuestra discusión, aquí mismo. Cuando le expuse el asunto, comenzó poniendo en duda la seriedad del informe, para manifestar luego su oposición a cualquier tentativa de recuperar el Libro.
—Lo recuerdo perfectamente. Y recuerdo también su respuesta cuando le preguntasteis si estaba dispuesto a correr el riesgo de presenciar la muerte del cristianismo y de España. Os dijo…
—¡Lo sé!
Sus dedos se cerraron hasta el punto de que los nudillos adquirieron un color blanco lechoso.
—¡Aquellas palabras me han obsesionado día y noche! Me han perseguido, perniciosas como la peste. Se atrevió a afirmar que no se puede desear mantener una herejía a toda costa e indefinidamente, con el único pretexto de no herir el orgullo y la vanidad.
El inquisidor se mantuvo erguido contra el respaldo del sitial. Estaba fuera de sí y ya no intentaba dominarse; sus labios temblaban, deformados por un rictus.
—El orgullo… Si el orgullo es la defensa de la fe contra las herejías, si quiere ser una muralla contra las influencias nefastas de la ciencia y los propagadores de sofismas, si expresa la voluntad de preservar y transmitir la única vía justa frente a todas las demás, la vía de las Sagradas Escrituras, entonces sí, ¡soy el orgullo!
Se detuvo y apuntó temblando con el índice a su secretario.
—¿Sabéis qué es el orgullo, padre Álvarez? Es sólo la certidumbre de haber nacido para algo que sólo nosotros podemos concebir. —Aporreó la mesa con el puño—. ¿Comprendéis, padre Álvarez? ¡SÓLO NOSOTROS PODEMOS!
Calló, tragó una bocanada de aire e inclinó la cabeza hacia delante con una especie de abandono.
Paralizado, el dominico dejó pasar unos momentos antes de decir:
—Fray Tomás, ¿qué decidís? Mendoza aguarda vuestras órdenes.
—No los perdáis —ordenó—. No los perdáis de vista ni un momento. El mensaje de Dios no debe caer en unas manos que no sean las nuestras. ¡Quiero ese Libro! Una vez en nuestro poder, que maten a los tres hombres. ¡Allí mismo! Por lo que se refiere al grupo de individuos que os han indicado, ¡que lo disuelvan! Comunicad a Mendoza que doblaremos sus efectivos.
Sobreponiéndose a sus temores, el secretario se aventuró a precisar:
—Fray Tomás, sabéis muy bien que el plan de Baruel era incompleto. Podemos esperar en vano…
—En ese caso, mis órdenes deben cumplirse con mayor razón aún. ¡Que los maten!
Al día siguiente, en Toledo
Un rayo de sol, delgado como un hilo, se filtraba a través de las cortinas ligeramente corridas. Desde que había regresado de Salamanca, a Hernando de Talavera le costaba cada vez más soportar la luz directa; quizá se debiera a un deseo inconsciente de sumirse en la soledad de las tinieblas, más propicia al recogimiento. Contempló sucesivamente a su sicario y al padre Álvarez.
—Me cuesta creer que este asunto desemboque en un callejón sin salida. ¿Por qué razón han regresado a Granada?
Era la segunda vez que hacía la pregunta.
—No les quedaba otra alternativa —respondió Álvarez.
—¿Estáis absolutamente seguro? ¿En Caravaca sólo encontraron un disco de terracota? ¿Nada más? ¿Nada que se pareciera a una tablilla de color azul?
—Nada más, fray Hernando, os lo aseguro —contestó Álvarez. Y adelantándose a la siguiente pregunta, añadió—: El franciscano leyó en voz alta estas palabras que estaban escritas en el dorso del disco: «Hay que mirar lo exterior desde nuestro interior».
Talavera se negaba a creer que aquella búsqueda por toda la península pudiera quedar en nada. Faltaba una pieza que sin duda se les había escapado a los tres hombres. Hoy estaba tan convencido de su existencia como escéptico se mostrara al comienzo del asunto sobre la realidad de una epístola firmada por Dios. El plan de Baruel había sido elaborado con demasiada sabiduría para ser un callejón sin salida. Faltaba una pieza… ¿Podrían encontrarla alguna vez aquellos hombres?
Era curioso. Desde que había presidido en Salamanca aquella comisión de cosmógrafos, teólogos y astrónomos, recordaba sin cesar un párrafo de los Hechos de los Apóstoles: «Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: “Atenienses, os veo en todo eminentemente religiosos. Pues, al pasar y mirar lo que pertenece a vuestro culto, he encontrado incluso un altar con esta inscripción: ‘Al Dios desconocido.’ Ese, a quien adoráis sin conocerle, es el que yo os anuncio”».
¿Y si la última expresión de la fe fuera no intentar atribuir a Dios un pasado, un presente, un origen, una historia?
Se detuvo junto a la mesa y pasó lentamente la mano por la superficie. ¿Podría alguna vez imaginar aquella mesa el carpintero que la había construido? ¿No sería nuestro inconmensurable orgullo lo que nos impulsaba a resolver lo insoluble? «Yo soy el que soy». Esta afirmación aparecía sin cesar en los Palacios. ¿No podía interpretarse como la expresión de la propia voluntad de Dios? «No me atribuyáis nombres. Aceptadme tal como soy, es decir, Desconocido».
Apartó aquellos pensamientos y retomó el hilo de la conversación.
—Padre Álvarez, ¿me aseguráis que los esbirros del inquisidor general no han relacionado conmigo a los hombres de Díaz?
Con gran alivio del secretario de Torquemada, el propio Díaz lo tranquilizó.
—En absoluto, y no es de extrañar, ya que mis hombres ignoran por completo el papel que vos jugáis en este asunto. Obedecen mis órdenes, eso es todo. Sin embargo —se apresuró a añadir—, debéis saber que en estos momentos nuestra misión se halla gravemente comprometida.
—Tenéis razón —confirmó Álvarez—. El inquisidor se ha encargado de doblar los efectivos colocados a las órdenes de Mendoza. Si decidieran intervenir, aniquilarían a vuestros hombres. A menos que…
Dejó voluntariamente la frase en suspenso.
—¿A menos que qué? —interrogó Talavera.
—Su Majestad… Si pudierais intervenir ante ella —sugirió Álvarez con timidez—, tal vez entonces tendríais una posibilidad de invertir el equilibrio de fuerzas.
El confesor de la reina se permitió unos instantes de reflexión y su mirada pareció perderse en el vacío.
—Lo pensaré. —Se volvió hacia Díaz y añadió—: Quedaos esta noche en Toledo. Os haré saber mi decisión.
Granada, por la noche
De pie en la terraza de su casa, con el rostro vuelto hacia el cielo constelado de estrellas, Ibn Sarrag murmuró:
—No me creéis, Rafael, y sin embargo todo está escrito ahí arriba.
Se acercó a una impresionante bandeja de plata damasquinada, colocada en un trípode de madera y sobre la que había una vasija llena de un brebaje ambarino y una copa medio llena. El jeque cogió la copa y se la llevó a los labios.
—De modo, jeque Sarrag, que esta noche habéis decidido infringir la ley del Profeta.
El árabe se dejó caer entre los almohadones, haciendo vacilar la llamita del candil de aceite.
—Amigo mío…, no cerremos los ojos. Los musulmanes, especialmente los más ricos, siempre han apreciado el vino a pesar de las prescripciones de Mahoma. Por primera vez, es cierto, infrinjo deliberadamente la ley. Pero ¿qué queréis?, la debilidad anida en el corazón del hombre, y esta noche soy débil. ¿Qué os hace vacilar a vos? —preguntó, ofreciendo la copa al franciscano.
—Nada. Nada salvo que el apóstol Pablo nos enseñó que es preciso que los servidores de Dios sean honorables, no dados a la bebida, con el fin de mantener el misterio de la fe en una conciencia pura.
—Resulta paradójico, ¿no os parece? La Santa Cena de vuestro Mesías, que conmemoráis desde hace casi mil quinientos años, estaba compuesta de pan y de… vino.
—Ya sé —se apresuró a rectificar—, hay cierta diferencia entre beber un trago y emborracharse. Por lo que a mí respecta, esta noche mi tristeza es demasiado grande. Que Alá me perdone; seré pagano mientras dure mi embriaguez.
Mientras hablaba, volvió a servirse una copa.
—¿Realmente no os tienta? —insistió.
Vargas vaciló unos instantes. Un brillo nostálgico se encendió en sus pupilas por un segundo.
—Dadme —dijo—. Me reprocharía dejaros solo…
Cogió la copa y la vació de un trago.
—¿Seré acaso menos virtuoso que Noé, que lo primero que hizo después del diluvio fue embriagarse?
—Ya veis que los patriarcas eran también hombres —observó doctamente Sarrag. Y recitó—: «El bajel navegaba con ellos entre olas parecidas a montañas. Noé llamó a su hijo, que permanecía en un lugar apartado: “¡Oh, hijo mío, ven aquí con nosotros, no te quedes con los infieles!”». —Su rostro se ensombreció de pronto y, sin transición, gritó con rebeldía—: ¡No lo comprendo! ¡Nunca comprenderé para qué nos ha servido este viaje! Tantos esfuerzos para nada. Tantas esperanzas reducidas a cenizas.
El franciscano no hizo comentario alguno. Se sentía igualmente desamparado. Al día siguiente regresaría a la Rábida, a su monasterio, y aquello sería el final del sueño. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. El aire de Granada era suave, estaba impregnado de tomillo y azahar. Contempló el paisaje nocturno. A lo lejos se vislumbraban, como sombras fantasmagóricas, las cumbres blancas de Sierra Nevada. El Genil dormitaba en brazos de la Vega. Las torres cuadradas de la Alhambra velaban. ¿Quién habría podido creer que aquella armonía no era más que apariencia? La guerra rugía a pocas leguas de allí. Muy pronto derribaría los últimos obstáculos y aquel vivir sereno habría terminado.
Cuando os escuchaba hablar de esos raros instantes en los que se tiene la seguridad de que el otro forma parte integrante de ti, de que te completa, yo sólo tenía un deseo, el de gritaros que vos representáis todo eso para mí.
La voz de Manuela Vivero resonaba lacerante en sus oídos. Vargas se crispó como si un puñal al rojo vivo se hundiera en su carne. No debía desfallecer. Pertenecía a Dios. El tiempo cerraría su herida y los recuerdos se diluirían con el paso de las estaciones…
Pero todo cambió en el instante en que comencé a amaros.
Ella había mentido.
—Sarrag… Servidme un poco de vino —dijo, apartando de su mente aquellos pensamientos.
El jeque se disponía a hacerlo cuando la pequeña puerta que separaba la terraza del gabinete de trabajo del árabe se entreabrió, mostrando en la penumbra la enflaquecida silueta de Ezra.
—¡Venid, rabbi! Unios a nuestras melancolías.
El rabino no se inmutó. Permaneció en el umbral observándoles, muy erguido, casi hierático.
Sarrag repitió su invitación.
Se oyeron unos pasos. En el débil halo de luz, Ezra avanzó con impresionante rigidez. Hasta que no llegó junto a ellos, los dos hombres no advirtieron que llevaba unos papeles en la mano.
—Acercad el candil —fueron sus primeras palabras—. Necesito más luz.
Se sentó en el suelo, y dio la impresión de que se recogía antes de pronunciar con voz vibrante:
—Berechit… Al comienzo. «Al comienzo creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la faz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas. Dios dijo: “Haya luz”; y hubo luz. Y vio Dios ser buena la luz, y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día y a las tinieblas noche, y hubo tarde y mañana, día primero».
Ezra acarició maquinalmente los contornos de su barba.
—Así hasta el sexto día —prosiguió—. El sexto, Dios hizo al hombre. Seis, el número de Palacios, seis triángulos equiláteros, seis puertas en los muros de Jerez de los Caballeros. Un disco grabado con seis muescas. —Adoptó un aspecto tranquilo para anunciar—: La clave estaba en el número 6.
Como si temieran romper el hilo, Vargas y Sarrag no se atrevían a decir nada.
—Desde nuestro regreso a Granada, no he dejado de rememorar el camino recorrido. He pensado en cada línea, cada palabra, he vuelto a vivir mentalmente cada una de nuestras etapas. Entonces he obtenido una certeza que se resume en una palabra: «rigor». El rigor manifestado por Baruel a lo largo de la redacción de sus enigmas. Apoyándome en esta verdad, un elemento contradictorio me ha saltado en seguida a la vista. En ese conjunto de absoluta coherencia había algo incoherente: el viaje a través de la península. Fuimos de una ciudad a otra en un movimiento desprovisto, a primera vista, de significado. Huelva, Jerez de los Caballeros, Cáceres, Salamanca, Burgos, Teruel, Caravaca, Granada. Decidme: ¿qué relación hay entre estas villas? Ninguna. O tan poca que no puede tomarse en cuenta seriamente. Nuestro periplo ha parecido más un vagabundeo que un trazado elaborado. ¿Qué había sido del rigor y la lógica a las que Baruel nos tenía acostumbrados? ¿Era imaginable que hubiese podido elaborar los Palacios al azar, en función de una torre o una gruta descubierta en un recodo del camino?
Hizo una breve pausa y prosiguió:
—En el plan de Baruel nunca hubo lugar para la improvisación y el azar. ¿Por qué entonces, de pronto, en este punto preciso, actuó de un modo distinto? He deducido que esa debilidad tenía forzosamente que ocultar algo.
Se hizo de nuevo el silencio.
Sarrag cogió la copa y, contemplando su ambarino contenido, dijo en voz baja:
—Rabbi, parece evidente que habéis llegado a una conclusión. No nos tengáis sobre ascuas.
El viejo rabino se agitó. Por efecto de la pálida luz, los contornos angulosos de su rostro se habían dulcificado.
—Mirad —dijo desplegando una hoja sobre la bandeja de plata—. Tenéis ante vuestros ojos un mapa de España. Yo mismo lo he dibujado, de ahí su imperfección. Como podéis comprobar, figuran las ciudades que hemos visitado, así como los reinos de los que forman parte. —Se detuvo y preguntó a Sarrag—: ¿Podríais traerme un tintero y un cálamo, por favor?
El árabe se levantó y al cabo de un momento regresó con los objetos reclamados.
—Observad bien —anunció el rabino—. Si unimos con un trazo las villas que hemos cruzado, obtenemos esto:
—A priori no parece muy interesante —comentó Vargas—. Salvo, tal vez… —Centró su atención en el mapa y lo acercó más a la luz—. Un pentágono, pero totalmente asimétrico. Tiene cinco lados, pero ahí se detiene la semejanza.
—En efecto, por eso se me ha ocurrido utilizar otro procedimiento.
Ezra cogió otra hoja en la que también estaba dibujado el mapa de España y comenzó a unir las ciudades situadas en los extremos sudoeste y sudeste, así como las que estaban en los extremos noroeste y nordeste.
Dejó el cálamo y preguntó:
—¿Qué veis ahora?
Por el tono de su voz era evidente que no esperaba una respuesta. Entonces comenzó a trazar nuevas líneas. Una comenzaba en Huelva y otra en Caravaca para reunirse en el mismo punto: Burgos. Luego unió Salamanca y Teruel con Granada.
Apenas hubo terminado el dibujo, Sarrag masculló:
—¿Se…, será posible?
Tenía los ojos clavados en el mapa. A su lado, Vargas también examinaba desconcertado la figura geométrica que acababa de surgir de los dedos de Ezra.
El rabino aspiró una bocanada de aire y prosiguió:
—No sois víctimas de una ilusión. Es el Sello de Salomón. Al igual que el pentágono, también sus dimensiones son imperfectas; sin embargo, existe un modo de corregir esta asimetría. —Cogió la última hoja y la retuvo entre las manos—. He pensado en Baruel, en su método y, sobre todo, en la cifra 6, que parecía estar en la base de todo. ¿Cuántas ciudades hemos visitado?
Sarrag respondió maquinalmente:
—Ocho, contando Granada.
—En consecuencia, sobran dos. En cambio, si revisamos nuestro método de cálculo…
—Os referís a manipular los números como hicimos apoyándonos en la Da’wa. ¿No creéis que sería forzar la realidad para que se adecuara a nuestros deseos?
—No, jeque Sarrag, no me habéis comprendido. No propongo modificar el método de cálculo sino los elementos que deben calcularse. Reflexionad. Puesto que sumando las ciudades es imposible que consigamos obtener el número fundamental, es decir, 6, no son las ciudades lo que debemos tomar en consideración, sino otros hitos.
El interés de sus dos compañeros había llegado al máximo. El árabe se había servido otra copa de vino, pero había olvidado llevársela a los labios.
—Recordad. ¿No está el plan de Baruel dividido en Palacios mayores y menores? Hasta esta noche, no habíamos intentado nunca averiguar la causa de estos apelativos. E hicimos mal, porque ahí estaba la respuesta. ¿Qué tenemos si resumimos el conjunto?
Cogió el cálamo y garabateó:
- Huelva, Palacio mayor.
- Jerez de los Caballeros, Cáceres y Salamanca, Palacios menores.
- Burgos, Palacio mayor.
- Teruel, Palacio mayor.
- Caravaca, Palacio mayor.
- Granada, Palacio mayor.
—Seis —dijo con calma tras dejar el cálamo en el tintero.
—Seis, en efecto —repitió Vargas—. ¿Y qué? No veo cómo modifica eso la simetría del Sello.
Con un gesto de la mano, Ezra apaciguó la impaciencia del franciscano.
—Palacios mayores, Palacios menores. ¿Por qué Baruel dio deliberadamente esos calificativos a determinados destinos? ¿Por la importancia que tienen esas ciudades? Burgos tiene tanto prestigio como Salamanca, y Cáceres no es más rica que Jerez de los Caballeros. ¿Por su situación geográfica? En absoluto. Así pues, repito mi pregunta: ¿por qué? Mirad atentamente el mapa.
Transcurrió largo rato antes de que Vargas declarase con voz ronca:
—Los reinos.
—Bravo —le felicitó Ezra.
El rabino cogió de nuevo el cálamo e hizo una lista con el nombre de las ciudades y los reinos a los que pertenecían.
- Huelva, Palacio mayor. Reino de Sevilla.
- Jerez de los Caballeros, Cáceres y Salamanca, Palacios menores. Reino de León.
- Burgos, Palacio mayor. Reino de Castilla.
- Teruel, Palacio mayor. Reino de Aragón.
- Caravaca, Palacio mayor. Reino de Murcia.
- Granada, Palacio mayor. Reino de Granada.
—Seis reinos. De nuevo el misterioso número que nos acompaña desde el comienzo de nuestra búsqueda. Se impone una conclusión: no hay que unir entre sí las ciudades sino los reinos.
Uniendo el gesto a la palabra, cogió la última hoja y repitió su croquis. Cuando hubo terminado, dejó el mapa en la bandeja:
—Amigos míos, he aquí el Sello de Salomón reconstruido en toda su perfección.
Fascinados, Vargas y Sarrag contemplaban el mapa, incapaces de decir una palabra.
—¡Rigor y lógica! Como siempre había pensado, el azar no tenía cabida en el plan de Baruel. Nuestros desplazamientos por la península respondían a un deseo muy madurado.
El árabe frunció el entrecejo. Un detalle que no figuraba en las versiones precedentes acababa de llamar su atención. Puso el índice sobre la ciudad de Toledo.
—¿Por qué esa cruz en el centro del Sello?
Los labios del rabino esbozaron una tranquila sonrisa.
—Porque aquí encontraremos el Libro de zafiro.
—¿Cómo podéis estar tan seguro?
—Aquí y en ninguna otra parte —insistió Ezra.
Mientras acariciaba maquinalmente sus entumecidos dedos, comenzó a desarrollar sus argumentos.
—Vosotros y yo sabemos que el Sello de Salomón no es una banal construcción geométrica, sino la verdadera suma del pensamiento hermético. Contiene los cuatro elementos: el primer triángulo, con la punta hacia el cielo, representa el fuego. El segundo, que apunta hacia abajo, el agua. El triángulo del fuego, truncado por la base del triángulo del agua, designa el aire. En oposición, el triángulo del agua truncado por la base del triángulo del fuego corresponde a la tierra. Todo lo reunido en ese hexagrama constituye el conjunto de los elementos del universo. Además, si se consideran las cuatro puntas laterales de la estrella, vemos manifestarse las correspondencias entre los cuatro elementos y sus propiedades, opuestas dos a dos: me refiero a lo cálido, lo seco, lo húmedo y lo frío. El Sello de Salomón aparece entonces como las síntesis de los opuestos y la expresión de la unidad cósmica. Algunos cabalistas añaden los siete metales básicos: plata, hierro, cobre, estaño, mercurio y plomo.
—Vuestra exposición sigue sin explicar por qué razón habéis elegido el sur de Toledo.
—Porque representa, aproximadamente, el centro del Sello. El centro: el oro y el sol.
—Habéis dicho muy bien: aproximadamente. Lo que nos hace pensar que un cálculo más preciso desplazaría este centro. En consecuencia…
Ezra no pareció afectado por la observación del árabe.
—He examinado atentamente la región. A este respecto, quiero felicitaros, jeque Sarrag, por la calidad de las obras que componen vuestra biblioteca. Compulsando el tratado de vuestro conciudadano el geógrafo Ibrahim Abu Bakl, he descubierto que al sur de Toledo, en la periferia de ese centro aproximado, hay un edificio que elimina toda duda y apoya mi hipótesis. —Puso el índice en la cruz y anunció—: ¡El castillo de Montalbán! ¿Habéis oído hablar de él? —preguntó a Vargas.
La mirada del franciscano expresó la perplejidad que lo dominaba.
—Creo que se trata de una plaza fuerte, erigida hace algo más de un siglo por el infante donjuán Manuel.
—Eso es. ¿Y sabéis en qué paraje se edificó el castillo? En una fortaleza, fray Rafael. Una fortaleza construida a su vez… —Hizo una pausa deliberada antes de revelar—: Los Templarios… Vuestros hermanos.
En el rostro del monje apareció una expresión de estupor.
—¿Y sabéis qué forma tiene el castillo? —prosiguió Ezra—. ¡Tri-an-gu-lar! ¿Me habéis oído? Triangular… —Todo su cuerpo se tensó, como un animal que se dispusiera a dar el golpe de gracia—. Dos de sus bastiones son pentagonales. El pentágono, el triángulo. Los Templarios. El castillo de Montalbán reúne todos los componentes de los seis Palacios. ¿Comprendéis ahora por qué he optado por ese centro aproximado?
Un pesado silencio fue el único eco que obtuvo su pregunta.
Al fondo, en el horizonte, el alba empezaba a despuntar sobre la Vega.