12
Os conjuro, hijas de Jerusalén, que, si encontráis a mi amado, le digáis que desfallezco de amor.
Cantar de los Cantares 5, 8
Ibn Sarrag se debatía furiosamente intentando forzar el picaporte, pero en vano. Sin hacerse demasiadas ilusiones, dio un golpe con el hombro para intentar derribar la puerta. Se oyó un ruido sordo. Nada más.
—¡Estamos perdidos!
Levantó la cabeza hacia el nivel superior de la sala. Allí arriba no sólo se difundía el humo, sino también una oleada rojiza.
Vargas había recuperado los documentos esparcidos en la mesa y los estrechaba contra su pecho.
—¡Escuchadme! Hay una puerta secreta por la que se accede a un pasadizo que desemboca en el claustro. Debemos encontrarla.
—¿Encontrarla? ¿No sabéis dónde está?
—No. Pero sé que existe porque a menudo he oído hablar de ella al padre Marchena. ¡Seguidme!
—¡Un momento! —gritó el rabino—. Quiero recuperar mis Palacios.
El monje lo observó, desconcertado, y le mostró los documentos.
—No temáis. No he olvidado nada.
Indiferente a la respuesta, Ezra se abalanzó sobre él.
—¡Devolvedme las hojas que me pertenecen!
—¿Ahora? ¿Aquí? Tendríamos que seleccionarlas. ¿No veis que el incendio se está extendiendo?
—Me da igual el incendio. Si debo perecer carbonizado, las cartas de Baruel perecerán conmigo.
—¡Estáis loco!
—¡Mis Palacios!
Sarrag intervino:
—En ese caso, fray Rafael, también yo quiero recuperar los míos.
Se oían gritos de terror y la campana de alarma, que había comenzado a sonar en la lejanía. El incendio se extendía con peligrosa rapidez y lanzaba espantosos destellos que teñían de rojo los muros, los libros y los rostros de los tres personajes.
—Muy bien —capituló el monje—. Os los devuelvo… Todo es vuestro… —Depositó los documentos en la mesa y añadió—: Arregláoslas como podáis… Yo sé mi texto de memoria.
—Ya lo sé. Lo que demuestra cómo la edad altera las facultades —masculló Ezra—. Sé de memoria la Torá y no he conseguido retener una decena de páginas.
Sarrag había vuelto a su lado. Ante los consternados ojos de Vargas, ambos hombres comenzaron a repartirse los Palacios como dos avaros que se repartieran sus monedas de oro.
—Si tenéis ganas de asaros, estáis en vuestro derecho. En cuanto a mí, intentaré hallar la salida. ¡Valor, señores!
—¿Cómo? —aulló Sarrag—. Ni hablar. Vais a esperarnos.
El monje desapareció.
—¿Qué os dije hace ya algún tiempo? —maldijo el jeque—. ¡Ya veis que hay algo peor que un musulmán!
Absorto en la selección de los manuscritos, Ezra se limitó a tender una de las hojas a su interlocutor.
—Ésta os pertenece. Yo…
El final de la frase se perdió en un violento acceso de tos.
—Rápido…, rápido, hay que salir de aquí.
Sarrag no respondió. También él comenzaba a acusar el efecto de las emanaciones tóxicas.
Por encima de ellos, una estantería se derrumbó con un espantoso crujido, proyectando una lluvia de cenizas enrojecidas. Algunas sembraron de estrellas ocre las ropas de Ezra, otras cayeron sobre su barba o sobre los documentos que tenía en las manos. Presa del pánico, dejó caer los legajos y se agitó como un perro mojado, palmeándose el pecho y las mangas en una sucesión de gestos enloquecidos.
—¿Qué estáis haciendo? —dijo Sarrag fuera de sí, al tiempo que se abalanzaba sobre las hojas esparcidas por el suelo y las recogía con un frenesí rayano en la demencia.
—¡Devolvédmelas! —exigió Ezra a voz en cuello—. ¡Esos textos son sagrados! ¡El Santo Nombre del Eterno está escrito en ellos!
—¡Os los devolveré, viejo loco! ¡Pero cuando hayamos salido! —Sarrag boqueó a su vez, al borde de la asfixia—. ¡Venid, seguidme!
El rabino titubeó, lívido. Estaba a punto de desvanecerse.
El árabe se metió los legajos bajo el albornoz y, asiendo del brazo a Ezra, le empujó hacia delante.
—¿Adónde vais?
—El infiel ha hablado de una puerta secreta, ¿no?
Sin soltar al rabino, siguió avanzando por el pasillo. A uno y otro lado sólo se veían estanterías. El crepitar de las llamas se confundía con un chisporroteo difuso. Habríase dicho que llovía arena sobre las paredes.
—Arderemos vivos —masculló Ezra.
Habían llegado al fondo de la sala. A derecha e izquierda se abrían otros dos pasillos. El jeque vaciló un instante.
—¡Alá maldiga a los hipócritas! ¡Ese escorpión nos ha engañado!
Las piernas del rabino vacilaron. Sin la ayuda de Sarrag se habría desplomado.
—Intentémoslo por la derecha —sugirió el árabe.
Chispas incandescentes fulguraban por todas partes en una nube de fuego y polvo. El jeque dio un paso adelante, pero las lágrimas anegaban sus ojos; no conseguía orientarse.
—¡Por aquí! —resonó de pronto la voz de Rafael Vargas—. ¡Por aquí! ¡A vuestra izquierda! ¡La pequeña escalera!
El árabe intentó localizar al monje.
—¡Canalla! —consiguió vociferar—. ¡Ya no veo nada! —Sacudió al rabino, que desfallecía—. ¡Ezra! ¡Maldito vejestorio! ¡No es el momento!
Pero él mismo sentía que las fuerzas le abandonaban. Entre la humareda oyó la voz del monje, que gritaba de nuevo:
—¡Haced un esfuerzo! La escalera… A la izquierda…
Sarrag pensó: «Sólo tendría una oportunidad de conseguirlo. Lo siento por el rabino…». Se disponía a soltar a Ezra cuando advirtió que sus párpados se agitaban como las alas de una mariposa aterrorizada.
—No… No podéis abandonarme… ¡No!
Estaba claro que el árabe libraba un combate interior. A su alrededor, las llamas reptaban por el embaldosado. Entonces notó que le arrancaban a Ezra de los brazos.
¿Cómo había conseguido Vargas llegar hasta ellos? En aquel instante, aquello parecía un milagro.
—Por aquí… ¡Venid! —ordenó el monje sosteniendo a su vez al rabino.
Al principio Sarrag pareció no reaccionar. Luego acabó obedeciendo. Titubeante, como si saliera de un profundo letargo, se lanzó tras los pasos del monje.
El aire fresco del claustro azotó su rostro con violencia.
La noche estaba poblada de gritos. Al pie del ala donde se hallaba la biblioteca corrían siluetas en todas direcciones. Los acentos metálicos de la campana de alarma seguían trepando hacia las estrellas. Vargas tendió al rabino, inconsciente, en la hierba y se arrodilló a su lado.
Sarrag se dejó caer junto a ellos.
—Jamás había visto la muerte tan de cerca —jadeó entre dos espasmos respiratorios.
El monje no respondió. Palmeó varias veces la mejilla del rabino.
—¡Rabbi Ezra! ¡Rabbi Ezra! Todo ha terminado. Estáis a salvo.
Tuvo que repetirlo dos o tres veces antes de que el anciano reaccionara. Por fin, articuló penosamente:
—Los Palacios de Baruel…
—Se han salvado.
—¿Y el árabe?
Fue el propio jeque quien respondió:
—Siento decepcionaros. Alá es grande. Estoy todavía en este mundo.
El rabino se apoyó en un codo.
—Jeque Ibn Sarrag, habéis escapado al fuego de los hombres, pero no escaparéis al del cielo.
—¿Así me lo agradecéis? ¡Acabo de salvaros la vida!
—¿Salvarme la vida? ¿Le habéis oído? —dijo dirigiéndose a Vargas. ¡Sin vuestra intervención habría dejado que me asara entre las llamas!
—Dejad ya de decir tonterías —replicó el árabe—. Para empezar, no olvidéis que si yo he estado a punto de cometer un crimen, éste… —Y señaló con el índice a Vargas— estaba dispuesto a cometer dos. ¡Vos y yo hubiéramos sido las víctimas!
Un brillo de suspicacia apareció en la mirada de Ezra, pero desapareció de inmediato.
—No, sé que miente. Vos nos habéis salvado la vida. Que Adonai os bendiga.
Vargas adoptó un aire desdeñoso, como si su acto no tuviera importancia, y señaló hacia la biblioteca, que seguía ardiendo.
—¿No os preguntáis qué ha provocado el incendio? ¿Cómo ha sucedido? ¿Por qué estaba la puerta cerrada con doble vuelta de llave?
Sarrag respondió con gravedad.
—Me he hecho la pregunta en cuanto he advertido que nos habían encerrado. Porque no cabe duda alguna: nos han encerrado.
—Pero ¿quién podría desear nuestra muerte? —preguntó Ezra—. ¿Y por qué razón?
Vargas volvió la espalda a los dos hombres y se puso a observar a sus hermanos, que con improvisados medios intentaban detener el avance del fuego.
—La biblioteca se ha perdido…
—¡Habéis hecho una pregunta! —dijo Ezra—. ¿No tenéis alguna idea de cuál es la respuesta?
El monje respondió sin volverse.
—Ni la más mínima.
—Y sin embargo, el que ha intentado matarnos sólo puede ser alguien de la Rábida, uno de vuestros correligionarios.
—No necesariamente. Vosotros os beneficiabais del derecho de asilo, un derecho sagrado donde los haya. Pero cualquiera procedente del exterior habría podido acceder a la biblioteca. Una vuelta de llave y asunto arreglado.
—¿Habíais dejado la llave en la cerradura…?
—Evidentemente. ¿Por qué iba a retirarla? ¿Qué podíamos temer?
—Pero, entonces, ¿quién ha intentado matarnos?
—¿Quién intenta matarnos? —rectificó Sarrag—. Ahora ya sabe que estamos sanos y salvos. Debe de estar agazapado en alguna parte, observándonos… Aquí… —Señaló un bosquecillo que formaba una mancha en la oscuridad— o allá… —Su mano se desplazó hacia una arboleda—, nos acecha…
—Entremos —sugirió Vargas—. Mañana decidiremos.
—Si queréis mi opinión —dijo Sarrag levantándose—, lo mejor que podemos hacer es abandonar este lugar lo antes posible y ponernos en camino hacia Jerez de los Caballeros. Ya nada nos retiene en el monasterio.
—Tenéis razón. Aunque, por desgracia, mucho me temo que os veáis obligados a marcharos sin mí.
—¿Cómo? —se inquietó el rabino—. ¿Tanto os ha asustado el incidente que abandonáis la investigación?
—En absoluto. Pero parecéis olvidar que tengo un compromiso con la orden. No se puede abandonar un monasterio de la noche a la mañana.
—Hablad con el padre Pérez. Pedidle autorización para ausentaros por algún tiempo.
—¿Sí? ¿Cuánto tiempo? ¿Y con qué pretexto? ¿Debo revelarle el auténtico motivo, hablarle del Libro de zafiro?
—No creo que sea conveniente.
—Ya veis que no es tan sencillo.
—¡Decidle que uno de vuestros parientes está muy enfermo! ¡Que os reclaman urgentemente en vuestra familia! ¿Qué sé yo? ¡Ya encontraréis una excusa!
—Lo pensaré… La noche es buena consejera. ¿Y si entráramos?
Cuando iniciaron el regreso a la luz de las estrellas, una forma se agitó tras unos matorrales. Una mano apartó el follaje.
Burgos, aquella misma noche
El padre Álvarez se removió en el sillón, como si estuviera sentado en un caldero ardiente. Jamás en toda su vida se había hallado en una situación tan incómoda. Levantó hacia Hernando de Talavera un rostro implorante.
—Padre, intentad comprenderme, lo que me pedís es extremadamente delicado.
—No os pido nada; os lo exijo.
—Pero eso sería traicionar la confianza del inquisidor general.
—Un nuevo error. ¿Quién habla de traicionar? Sólo espero de vos que me comuniquéis las mismas informaciones que lleguen al padre Torquemada. Me parece legítimo, y añadiré que también natural, ser puesto al corriente de los acontecimientos, como lo está el inquisidor. Comprenderéis que sería malsano, peligroso incluso, que este asunto de la conspiración fuera seguido por un solo hombre, por cualificado que esté. Llevando a cabo esa tarea, sólo cumpliríais con vuestro deber. Nada más. —Talavera añadió, en un tono apenas más conciliador—: Su Majestad os estará muy agradecida. Y yo también, claro. En caso contrario…
Calló. Pero su silencio era más elocuente que la peor de las amenazas.
Álvarez advirtió que no tenía elección.
—De acuerdo —dijo con voz apagada—. Se hará como deseáis.
—Perfecto, padre Álvarez, no esperaba menos de vos. —Su sonrisa se acentuó mientras precisaba—: Naturalmente, esta discusión quedará entre vos y yo. Más aún, nunca se ha celebrado.
… Al día siguiente, aledaños de Huelva
El sol abrasaba con sus rayos la llanura. Una llanura desierta cuyo manto de hojas se perdía en el horizonte, perturbada únicamente por la presencia de tres jinetes que avanzaban por el polvoriento camino. Una llanura que desvelaba la salvaje quietud de Extremadura en la inocencia de su soledad. Tan sólo el sol la visitaba, derramando capas de oro sobre los matorrales de jara, algunos alcornoques y las laderas de las colinas, impregnadas de perfume de peonías. Bajo esta luz dorada, la tierra que se extendía al pie de Sierra Morena parecía un animal feliz, perdido en el fin del mundo, lejos de todo, libre de todo.
Sarrag se volvió en su montura y preguntó a Vargas:
—¿A cuánto estamos de Jerez de los Caballeros?
—Podríamos llegar a medianoche, pero no sería prudente ni útil. Es preferible que hagamos un alto cuando el sol empiece a declinar. Así entraremos en la ciudad al amanecer.
—Al final no habéis tenido problemas con vuestro superior. No ha puesto muchas dificultades para concederos el permiso.
—Sí, seguí vuestros consejos. Por lo tanto, he mentido.
—¿Le habéis contado lo de las obligaciones familiares?
Vargas asintió.
Quizá por la reserva que mostraba el monje, el rabino volvió a la carga.
—¿Estáis seguro, al menos, de no haberle revelado la verdadera razón de vuestro viaje?
—No suelo faltar a la palabra dada, rabbi Ezra. Mi negativa a confiaros los documentos de Aben Baruel ya debería haberos convencido de ello.
Ezra asintió y cargó sus sospechas en la cuenta de su eterna desconfianza.
—¿Sabéis dónde estamos actualmente? —preguntó de pronto.
—¡Qué pregunta!
—Me he expresado mal. Quería decir si sabéis cuál es el símbolo de esta región. El ala oriental. He hojeado recientemente una descripción bastante hermosa de España, imaginada por un geógrafo árabe, un tal Yusuf ibn Tasfin. Comparaba la península con un águila cuya cabeza fuera Toledo, el pico, Calatrava, el cuerpo, Jaén, las garras, Granada, el ala derecha, Occidente, y el ala izquierda, Oriente. Estamos, pues, viajando por el ala oriental.
—No creí que fuerais tan sensible a la poesía, rabbi Ezra —bromeó el jeque.
—Pues ya veis que lo soy. Más os sorprendería aún si os dijera que, de entre todas las formas de poesía, la de los poetas árabes es la que más me conmueve.
Ibn Sarrag frunció el entrecejo, como si sospechara que su interlocutor estaba tendiéndole una trampa.
—¿Tenéis algún conocimiento en este campo? —se aventuró a preguntar con prudencia.
—Alguno. Me gustan mucho autores como Abu Nuwas o Al-Mutanabbi, pero mis preferencias se inclinan por Saadi.
El rabino recitó:
Si aquella a la que amo en secreto
viniese un día a atizar
los deseos de mi tembloroso corazón,
entonces, por su sombra a mi lado,
le donaría sin vacilar
Samarcanda e Ispahan.
Sarrag asintió, dividido entre la sorpresa y el interés.
—Nada iguala la poesía árabe o persa —comentó Ezra—. Es indiscutible que vuestros poetas manejan admirablemente la metáfora.
—Sin duda voy a sorprenderos —dijo Vargas—, pero no veo interés alguno en esa sucesión de rimas. Si tuviera que definir la poesía, diría que es un ejercicio literario que consiste en cambiar de línea antes de finalizar una frase.
—No me sorprendéis; me entristecéis.
Habían recorrido unas cinco leguas, sumido cada uno de ellos en sus pensamientos, cuando mediante una presión en las riendas Sarrag colocó su montura a la altura del rabino.
—¿Sabéis? También entre los judíos hay un poema. Un poema que, por sí solo, reúne todos los poemas imaginados por el corazón del hombre, incluso los de los poetas árabes de más talento.
Y recitó a su vez, lentamente, con voz pausada:
Duermo, pero mi corazón vela.
Oigo a mi amado que llama.
Abreme, hermana, amiga mía,
mi perfecta paloma,
pues mi cabeza está cubierta de rocío,
mis cabellos, de la escarcha de la noche.
Me he quitado la túnica,
¿cómo voy a ponérmela de nuevo?
Me he lavado los pies,
¿cómo voy a ensuciarlos?
Mi amado, entonces,
metió la mano por la ventana,
y mis entrañas se estremecieron.
Me levanté
para abrir a mi amado,
y de mis manos goteó mirra,
y de mis dedos mirra virgen,
que cubrieron el pestillo de la cerradura…
Esta vez quien se sorprendió fue el rabino.
—Los versículos 2, 3 y 6 del cuarto poema del Cantar de los Cantares. Es increíble… Sabía que sois un erudito, pero de todos modos…
—Oh, no os mostréis tan impresionado. Son los únicos versos que conservo en la memoria.
—Es curioso —bromeó Vargas—, habéis retenido el único escrito de la Torá que no habla de Dios, sino del amor.
—¿Acaso no es el amor una emanación del Altísimo? ¿La más turbadora, tal vez?
—Aunque fuera una emanación de Dios, sin duda no sería la más turbadora. El amor es un sentimiento peligroso. Aquel a quien habita podría compararse con un viajero que mira el sol de frente. ¿Qué ve? Una luz difusa, contornos inciertos, y en seguida la percepción del mundo que le rodea se enmaraña por completo. Si a pesar de todo persiste, y lamentablemente lo hace, se adentra en un camino abierto a todos los males. En verdad no siento atracción alguna por los combates desiguales; y el amor es uno de ellos.
—¿Un combate desigual, fray Rafael?
—Claro que sí. Miráis al sol, pero el sol no os ve nunca. Se limita a abrasaros.
—¿Qué importancia tiene eso? Aunque vuestro propio corazón quedase reducido a cenizas, habríais vivido en vez de sobrevivir simplemente. En cualquier caso, para ser un hombre tan joven el amor os inspira demasiada amargura. O nunca habéis experimentado ese sentimiento, y sería una lástima, o sólo habéis tenido una experiencia dolorosa; tal vez la de haber amado demasiado.
El monje se disponía a responder cuando, de pronto, Ezra exclamó señalando un punto en la lejanía:
—¡Allí, mirad!
Un jinete se aproximaba al trote, envuelto en una tenue nube de polvo dorado.