Cada uno piensa de acuerdo con la especialización del trabajo que desarrolla. Por eso Damián Albolote tuvo que desechar un razonamiento que se deducía de la premisa principal. Ventura Méndez se muere, eso llevaba consigo que ya se empezaban a deducir las consecuencias futuras de ese acontecimiento que se echaba encima, pero además en la mente, y sin pensarlo demasiado, Damián Albolote había colocado a Ventura Méndez en un lugar del cementerio, en el fondo al lado del río y en la parte más soleada. Lo había imaginado allí de conformidad con el sistema establecido, porque cuando ocurriera el deceso él estaría solo para actuar y cuidar de su cuerpo, para situarlo y darle esa prioridad de amigo que parecía natural. Su reflexión se caracterizaba por el mismo conformismo que iba a significar el trabajo bien hecho, por el orden y la satisfacción. Como reacción se había producido el sobresalto, volviendo a la realidad súbitamente y excusándose con Salvador Zurita que allí en el bar de Flores, con las cartas en la mano, robaba el triunfo de oros.
En la habitación del hotel, en la buhardilla, estaba Ventura Méndez, echado, viendo el sol de verano contra el cristal, oyendo los ruidos acostumbrados que venían de la terraza donde estaban los niños y las señoras y los viejos, los funcionarios, y los cuatro montañeros que bebían su último vino antes de iniciar la marcha. Inmovilidad completa, las piernas no se sentían pero el espíritu por dentro sí. Un poco más de tiempo a ver qué pasa. No se creía en la muerte completa y con ese sol mortecino menos aún. Se veía el perfil de la montaña al fondo, se desechaba el cansancio la necesidad de dormir, que era lo mismo que iniciar el viaje o adelantarlo. Sólo una cabezada, unos minutos, la siesta del carnero, ¡con cuidado!, para que no llegase la noche súbita y quedase impresa en un telón de estrellas y eso por mucho que se desviase la cabeza y se dirigiera la mirada a la bombilla, al espejo del armario, al muro desnudo, al lavabo o al suelo de madera. Se notaba el olor de la fiebre y el sudor empapaba el pijama. Como única salida se hacía fuerza con el cuerpo para llegar hasta la otra parte del lecho, la que estaba más fría, relajándose allí, manteniéndose otra vez despierto y tomando unas gotas de agua de limón o de leche fría o si quiere —decía María José— una manzana al horno con azúcar. Pues no, manzanas no. Como usted diga, lo importante era que se mejorase, que tuviera ánimo que no se dejase vencer. Ventura Méndez movía la cabeza de un lado a otro y repetía el gesto innumerables veces hasta notar que la congoja se adueñaba de él. Conseguía respirar varias veces y se adormecía. Pensaba que se encontraba en el establecimiento de Flores donde hablaban Lorenzo Gavin con el jefe de la estación, el director del Banco Central. Se referían a él, decían que se extinguía y Lorenzo Gavin afirmaba que era una ley natural. ¡Si usted lo dice! Salvador Zurita bebía y un obrero cantaba. La luz colgaba del techo y las hormigas paseaban por los estantes. Las dos hijas de Flores hacían los deberes sentadas junto a una mesa.
Imaginaba las casas que había al fondo del río, estaban algo más arriba de la iglesia y por la mañana se llenaban de ropa tendida. El río canalizado dejaba allí la espuma. Podía ver un trozo de madera, o de corcho, que se quedaba eternamente flotando sin avanzar, girando, perdido en el tiempo, delante de la casa de Ramiro Pertusa, como en aquella ocasión invitado por él, cuando desde el cuarto de aseo —limpiándose los dientes— miraba abajo, al agua que discurría continua, y que llevaba consigo las sustancias de la tierra de Izas y Canal Roya, de Rioseta, y de Astun, de Ip y de Iserias, testimonios del Retorno y de la Duración. Entraba alguien preguntaba si quería beber agua de limón. ¿Era María José? Decía, aquí se lo dejo, ¿pero dónde había dicho?, ¿en qué parte? ¿No comprendía que no tenía fuerzas para mover el cuerpo, para hacerlo avanzar en otra dirección? María José antes de marcharse había dicho, aquí se lo dejo, ¿dónde?, ¿dónde me lo deja? Imaginaba la figura de José Pertusa Pueyo, el padre del jefe de la estación, que avanzaba con el niño Enrique Bielsa Sasal en los brazos, le reconocía perfectamente decía usted es Ventura Méndez y él asentía. Le hacía señas para que se acercara; era mejor tomar alguna precaución antes de seguir adelante. José Pertusa Pueyo daba vueltas alrededor, insistía en que se estaba bien fuera del tiempo y de la vida, pero por mucho que lo repitiera no aparecía claro, ¿es verdad? Había detalles que no podían pasar desapercibidos, la mandíbula de José Pertusa Pueyo aparecía ligeramente caída y los dientes se mostraban al exterior con las encías al descubierto. José Pertusa Pueyo insistía en que eso no era importante, que el hombre era como el oso cuanto más feo más hermoso o mejor. ¿Eran dignas de crédito sus palabras?, y además no se le oía bien, venga, venga, que no pasa nada. Se reía para quitar importancia a las palabras —con el niño Enrique Bielsa Sasal siempre en brazos— a ver qué pasa con los hombres de verdad, alargando las manos e insistiendo con lo fácil que es. Permanecía con expresión sonriente sin saber que se comprobaba en él mismo el proceso de descomposición de la carne aunque estuviese en la sombra. Explicaba las ventajas de su misma situación fuera del espacio, queriendo Ventura Méndez dejar para después la respuesta, retrasándola lo más posible. Todo seguía lo mismo y se respiraba un aire tranquilo. La ventana del mirador estaba abierta y entraba el sol que caía sobre los ladrillos rojos del suelo. Se veía la carretera cerca y el perfil de la montaña nítida y venturosa; sin embargo algo debía de haber cambiado, envejecido. En los columpios había dos niños y uno empujaba al otro. Parecía como si la tranquilidad universal invadiera el mundo. Di sí de una vez. Entre las sábanas, arropado con el embozo por encima de la boca, se estaba suficientemente protegido, no había que tener cuidado. El bullicio se oía en la calle. Las frases llegaban completas y podían comprenderse sin esfuerzo. Di sí de una vez, di sí. Ventura Méndez podía adormecerse un poco, no demasiado. Se hacía un pacto para después, comprometiéndose a la obediencia, a la sumisión más completa. Después diré sí. Prometiéndolo. Solicitando algo más de tiempo que era concedido, ¿por quién en ese caso?, ¿por José Pertusa Pueyo? Una enorme ternura invadía las cosas sabiendo ya Ventura Méndez que se había puesto en camino. Era necesario justificar la acción que consistía en dar los dos o tres primeros pasos en dirección a José Pertusa Pueyo, todo el mundo caminaba en la misma dirección tarde o temprano. Parecía buena la adaptación siempre que se tuviese el rebozo de la colcha encima de la boca. María José se había acercado, ¿quiere agua de limón? Sí. Además podía comer algo.
Se podían por ejemplo dictar las últimas disposiciones testamentarias, yo, Ventura Méndez, existente de clase ínfima por poco tiempo, soy partidario del Orden Universal ahora, y me propongo ignorar lo que pueda pasar después y lo que haga relación al porvenir, a los pequeños actos relacionados con la vida de Canfranc-Estación, con los acontecimientos y con el cansancio. No era importante saber que doña Miguela de Escarrilla continuaría yendo a la cocina y Flores sirviendo en el bar tapas de tortilla y bonito y jamón y berberechos, diciendo ¡pasando una de calamares!, mientras que los demás, el secretario Tomás Terrén y Alejo Guarga, Salvador Zurita y Román Barós, jugarían a las cartas sin él. Irían al Ayuntamiento e intentarían, los casados, procrear en los días que antecedían a los festivos. ¿Y qué pasaría con Alfonsito Terrén, el niño de los labios mojados?, ¿seguiría los consejos de su padre?, ¿se emanciparía? En cualquier caso Damián Albolote y Rosa Antillón trabajarían en lo suyo, que todo fuese por su bien y que no olvidaran lo aprendido y no marchasen a su aire como si todo fuese fácil. Y luego quedaban los otros y Pepe Escarrilla, esposo de Pilarín Candasnos, al que deseaba mucha suerte. Vamos allí, vamos a sumergirnos en lo oscuro, a decir sí de una vez, con la luz del sol, de tarde, para que se comprendiese que se era capaz de afrontar la realidad, ahora veo el sol que cae sobre el Vasco, sobre Picauve y los diques, sobre la gran mancha de nieve y en este momento porque quiero, porque me parece oportuno cierro los ojos. María José preguntaba: ¿quiere comer? Ese era el pequeño reducto tranquilizador del mundo, hecho de sábanas, de palabras familiares y de cuidados. María José seguía hablando, ¿quiere un poco de leche? En la agonía se es capaz de decir sí o no; por ejemplo se pueden mover los pies en señal de desacuerdo contra el fondo de la cama, ¡beba, beba que le hará bien!, e incluso de pronunciar palabras irrepetibles: El sol, la luz contra los diques. Hoy no es el día, aún no. Falta algún tiempo más de lo que se creen o se imaginan. Pero lo que cuenta es el punto de vista objetivo, el del médico Armando Obispo y de los asistentes. Parece que aguanta más de lo necesario. El sol se pone y ocho horas después va a nacer otro día. En la terraza habrá los mismos veraneantes que beberán refrescos y el sol estará ahí aunque entonces vendrá por el lado contrario de frente y se posará en las sábanas y en la cara y en las manos de Ventura Méndez. El médico, Armando Obispo, auscultaba y movía la cabeza. La naturaleza se resiste. Pero vamos a dejarnos ir poco a poco, sin resistencia, eligiendo el camino que cuesta menos. Ahora tú estás aquí mirando la carretera desde el lecho de borde, quiero decir de agonizante, o de muerto, y sigues pensando desde dentro, tienes una interioridad que te hace comprender el Mundo, etc. Aquí estoy haciendo resistencia al destino con mis brazos encima de la colcha y mi cuerpo corrompido, con mi necedad y mis pensamientos no oportunos, inoperantes. Ahora a meditar en un plano trascendente demostrando rebeldía, esto está bien, ¡mira qué forma de morir más bonita!, mirando por la carretera, haciendo ver que no se oyen las palabras de Benito Liesa, que habla de resurrección y de vida perdurable bienaventurada, de confesión, de premio y de castigo, además de intereses, mire hijo que se le dará el ciento por uno.
El sufrimiento podía callarse pero no cuando era intenso. Por eso parecía necesario gritar en la noche que se estaba haciendo delante de Ventura Méndez. Su grito no era desgarrado aunque sí incontenible, mientras Benito Liesa, a su lado, le hablaba para comprobar si vivía de forma que afuera, en el campo —lejos y cerca— hasta cien metros de distancia, se oyó el grito de Ventura Méndez.
El sol continuaba y las piedras y la tierra y el río pero era mejor desconfiar. Ventura Méndez se inundaba de luz por dentro. Había dado gracias por estar allí, por ver el paisaje incomprensible y por seguir contemplándolo. Un miedo tibio llegó a invadirle mientras que la herida parecía que se enfriaba. En su cuerpo había millones de agujas que le traspasaban. Llamó a Damián Albolote repitiendo el nombre sin poder articular el sonido. Lo veía allí con los ojos fijos.
Ignoraba el río o la Tierra que el día diecinueve de julio, a una hora incierta, iba a tener lugar el acabamiento de Ventura Méndez, con la luz difusa de todas las tardes, en la habitación sin número del hotel de Pepe Escarrilla, en el segundo piso según se entra. Así que en situación horizontal, y vivo aún, se le hablaba de cualquier cosa a ese hombre con problemas, sin residencia fija, y últimamente, debido a las circunstancias o a la enfermedad, en el hotel de referencia de Pepe Escarrilla (en la habitación del segundo piso según se entra) para que no llegase a oír la música de Canfranc-Estación en fiestas y las voces de los soldados o de los niños o las campanas llamando a misa a las mujeres. De esa manera, el hombre de 25 años, Ventura Méndez, veía sólo caer la tarde sin razón ninguna sobre el río y oía al mismo tiempo llegar, casi en silencio, al sacerdote Benito Liesa, al comisario Ubieto y a otros, respondiendo sin equivocarse sí o no, según las circunstancias y el momento, a las preguntas del sacerdote, que no llegaba a hablar tampoco de resurrección de los muertos porque no venía al caso.
Y después, al marcharse el sol, justo cuando María José la criada, le llevaba el café con leche con azúcar, con el andar silencioso que supone el respeto o el miedo, había oído que un niño en la carretera le preguntaba a su madre si le dejaba ir al columpio con su voz normal como si las cosas estuviesen bien para siempre, por los siglos de los siglos, eternamente, diciendo: ¿mamá-me-dejas-ir-al-columpio?
Y eso había supuesto, por parte de Ventura Méndez, un reconocimiento tácito de su situación de hombre-para-el-acabamiento-final, de conformidad con lo que se le había explicado por el sacerdote Benito Liesa, por lo que había asentido sin que María José, la criada, llegase a saber si quería el café con leche más caliente o más frío, preguntando, ¿está bien, don Ventura?, viéndole ladear la cabeza a la izquierda ligeramente, sin ostentación, para dejar paso a la inmovilidad absoluta, sin llegar a retener —al menos por educación— la mandíbula en el lugar acostumbrado, abriendo asimismo los ojos en su posición sumisa de muerto ya.
El sol no había llegado más allá de la mitad de la carretera y todo parecía que seguía igual, los niños estaban en los columpios a la orilla del río y los veraneantes en la terraza después de la comida. De la tierra ascendía el vaho caliente que correspondía al atardecer. Unos vencejos sobrevolaban los tejados a la altura de Flores. El bosque se sumergía en el letargo de la siesta, cuando Armando Obispo que se había quedado en la habitación de Ventura Méndez salió con la expresión que requerían las circunstancias para mirar a los que esperaban, a Ramiro Pertusa, a Benito Liesa, a Salvador Zurita, a Tomás Terrén, a Rosa Antillón, a Pilarín Candasnos, a doña Miguela, a María José la criada, a Pepe Escarrilla y a Lorenzo Gavin. Pareció recorrer con la vista a todos ellos uno a uno, y luego dijo solamente ya, sin que nadie lo comprendiera al principio, hasta que lo repitió dijo ya otra vez y Pilarín Candasnos que estaba al lado de la puerta se levantó de la silla preguntando, ¿ha muerto, verdad? y Armando Obispo asintió en silencio para confirmarlo luego.
Pepe Escarrilla no se tenía en pie, se caía. Ramiro Pertusa le sostuvo por los brazos contra la pared y necesitó sacudirle para que empezase a hablar pero sólo llegó a conseguir que pronunciara dos veces el nombre de Ventura Méndez. Ramiro Pertusa asintió; ya había oído el nombre, ¿y qué?, ¿qué quería decir además? Pepe Escarrilla empezó a golpear la cabeza contra el muro y Ramiro Pertusa consiguió separarle con dificultad, le llevó a otra habitación mientras él le hablaba de la muerte de Ventura Méndez. Después dijo yo también yo también y se quedó mirando absorto a Ramiro Pertusa.
De ese modo había quedado allí para que seis horas después o más tarde se le llevase escaleras abajo con lentitud por dos hombres, apartando a los clientes del hotel Escarrilla que subían, que iban al baño o al W.C., a los aseos, que preguntaban si era por allí o por otro lado, sin que ninguno de los hombres respondiese, repitiendo sólo hagan el favor, dejen paso, llegando al hall cubriendo su cuerpo con una gabardina blanca y luego yendo hasta la puerta para salir.