La lluvia no acabaría de caer. El sol detrás de la ventana del cobertizo, abrasaba los campos. Caía tangencial rozando las rocas y las crestas de los pinos. Había una terrible quietud.
—¿Sabe que viene el secretario hoy?, dijo Rosa Antillón. Estaba de pie con los brazos en jarras y su vestido azul pálido.
—Sí que lo sé.
Ventura Méndez se había acercado a la ventana y miraba fuera. La vida estaba allí sin el consentimiento de nadie; porque a esa hora nada debía vivir. Allí estaba ese latido vital lleno de sol amarillo. Estaba entre las piedras, en la tierra, en forma de mariposas negras y blancas, de lagartijas y de plantas inmóviles.
—Dice Damián, explicó Rosa Antillón, que si no llueve se va a estropear la huerta, pero yo le he dicho que como no tenemos huerta no nos va a importar mucho.
Era la hora tranquila en que las cosas salen al exterior. La hora en que todo se revela por dentro. La hora en que la vida se empieza a extinguir. Se extingue en un vacío completo, tranquilo y agotador. Si la vida sigue después —cuando se pone el sol por ejemplo— es por el impulso que lleva de antes. Porque, antes, efectivamente, las cosas querían vivir y ahora, no. Ahora sólo la vida se refugia en estado latente.
Se había separado un poco Tomás Terrén del grupo y le hacía señas a Ventura Méndez con la mano de un modo insistente.
—¿Y Rosa?, dijo el secretario.
—Está detrás de usted.
—Sí, dijo Tomás Terrén, ya lo sé; pero me refiero a otra cosa. Venga usted aquí; le había puesto sus dos manos en los hombros. Ya sabe lo que quiero decir; no va a decir que no se lo imagina.
—Sí.
—Bueno entonces dígame, ¿qué tal?, ¿cómo lo ha pasado con Rosa? Le apartaba hacia la tapia separándole del grupo. ¡Hable usted hombre!
Le brillaban los ojos diminutos detrás de las gafas.
—Pues no sé.
—¿No? ¿Y Rosa?
—Bien.
—Sí, pero ¿qué más?, ¿qué ha hecho?
Se ponía de puntillas y le daba pequeños empujones con el hombro. ¿Porque habrá pasado algo más?, ¿no?, ¿o es que no ha pasado nada? Le obligaba a apoyarse contra la tapia y le metía el codo en el costado izquierdo.
—No sé.
—Pero dígame, ¿está bien de hechuras, verdad?, ¿bastante apetecible?
—¿Quién?
—¿Pero no oye?, ¿o es que me va a decir que no lo sabe?, venga, ¿pues qué se ha creído?
Le seguía de cerca y le impedía alejarse.
—Bueno, ¿qué me dice?
—Nada.
—¿Ah, nada?; había dejado de sonreír. (Y Ventura Méndez había aprovechado la ocasión para separarse del muro.) Bueno, bueno, ¿no dice que no ha pasado nada? Si a usted le gusta así, está bien... Pero le advierto que no crea que porque tiene estudios vamos a consentirle todo, yo he visto cosas algo extrañas aquí, todo se sabe y más de lo que usted se imagina.
—Sí.
—Pues claro... No he dicho nada por respeto; no le he dicho nada a don Alejo Guarga, porque he preferido no hacerlo, pero de todas formas habrá que ver lo que habrá hecho usted con Rosa. Y mire que ahora le hablo como Secretario de Ayuntamiento y no como antes que lo hacía como amigo. Vea usted la diferencia; usted lo ha querido. Por lo pronto y refiriéndome a otra cosa: ¿qué me dice usted de la misa del domingo?, ¿eh? No me va a negar que no ha ido y lo sabe todo el mundo. Porque ayer era domingo. ¿Qué hizo usted ayer?
—Nada.
—Eso es lo peor, ¿no comprende?, eso es lo malo ¡y lo dice tan tranquilo!, ¿ve usted?
—Sí.
—¡Pero bueno!, ¿cómo puede ser? ¿No se da cuenta que la gente murmura?, ¿que dice que las autoridades de aquí lo consienten todo y que somos unos tales y unos cuales? ¿Es que no lo ve? Y no creerá que es agradable para mí y para don Alejo Guarga oír estas cosas (el alcalde se había acercado). No, no, ni mucho menos... usted será libre de hacer lo que quiera guardando las apariencias, claro está, entiéndame bien, guardando las apariencias. No tiene que olvidar que el personal dice esto, aquello y lo de más allá, y también darse cuenta de su situación de ahora... Comprenda que trabaja con Rosa Antillón, que vive con ella, porque lo quiera usted o no vive con ella, pasa las noches con Rosa y duerme en el cementerio ¿no es esa la verdad?
—Sí.
—Bueno, pues no va usted a hacerme creer que van a considerarle en el pueblo un santo.
—No.
—Y eso no es todo, intervino el alcalde Alejo Guarga, lo peor sería que trascendiese, que llegase a oídos del comisario Ubieto por ejemplo y que él entonces adoptase alguna medida.
—Sí.
—Sería conveniente además, dijo el secretario Tomás Terrén, que se diese usted una vuelta por ahí de vez en cuando, que fuese por el pueblo, que hablase con la gente, ¿me entiende?, con-la-gente. No debe ser demasiado suyo, cómo le diré, demasiado reservado. Si le ve el público, y le oye, se acostumbrará y no dirá nada, pero si no como es usted, y encerrado en el cementerio, no van a dejarle en paz.
—Sí.
—Podría ir, si quisiera un día de estos, a los ejercicios de don Benito Liesa, eso no le vendría mal y haría también algo útil por el pueblo, porque si no llueve no sé qué va a suceder. Podría ir allí con las autoridades, conmigo por ejemplo, con el alcalde (Alejo Guarga, negaba con la cabeza desde atrás) quiero decir con quien convenga... y si no solo. Usted va solo, pero que le vean y vuelve otra vez aquí, ¿ha entendido? ¿Sí? Pues no se olvide. Vaya, vaya ahora a trabajar y que no se hable más.
Ventura Méndez había hecho un ensayo que consistía en demostrarse a sí mismo que era un hombre nuevo que respetaba los principios, las normas establecidas. Había salido a la carretera con una camisa blanca y la corbata. Había saludado a las personas que encontraba a su paso, especialmente a doña Miguela de Escarrilla. Era lo que podía entenderse por un convertido. Miraba el mundo por primera vez intentando convencerse de que no había motivo de preocupación, asentía interiormente a las verdades oficiales, religiosas y políticas. Creía en un Dios remunerador que castigaba a los malos y premiaba a los buenos. Asentía a la totalidad de los misterios, dogmas y verdades, mientras veía el sol y la belleza del paisaje a la altura de los Lecherines. Comprendía la razón de ser del sistema establecido, y todo ello le servía en cuanto que, de un modo inmediato, le tranquilizaba hasta el punto que, en el fondo más profundo de sí mismo —en el alma—, creía haber oído un canto de alegría como si la gracia se hubiese asentado en él. Su mirada debía de ser más limpia y asimismo sus manos y su cuerpo. La culpa había abandonado el Mundo siendo sustituida por la inocencia, por la seguridad, la satisfacción del deber cumplido. Ya había llegado a la iglesia y se acercaba a la pila de agua bendita, sin saber qué hacer. Veía que la gente se santiguaba e introdujo, por tanto, la mano en la pila antes de arrodillarse. Durante un tiempo había permanecido en esa posición con las manos planas sobre el blanco y después las había extendido. Pensaba que tenía que mantener los brazos en cruz todo el tiempo porque, aunque no era obligación, parecía al menos una práctica piadosa conveniente. Claro que cabían otras posturas. Nadie le decía que no pudiera ponerse de pie o sentarse. Ventura Méndez entonces elegía libremente y se quedaba de rodillas en la silla con las manos en cruz. Ya había rezado a Santa Margarita María de Alacoque, a Roberto Belarmino, a Pedro de Alcántara, a Nicolás de Tolentino y de Bari, a Liborio, a Juan Gualberto y Juan de Damasceno, a Josafat, a Hipólito y Casiano, a Ignacio de Loyola, a Isidro Labrador, a Francisco de Borja, a Gorgonio, a Gregorio Nanenceno, a Emerenciana y Estanislao de Kotska, al buen ladrón, a Carlos Borromeo, al Obispo de Alejandría (don Cirilo), a Cornelio, a los cuatro santos coronados, a los ángeles custodios, a Beda el Venerable, a Andrés Corsino, a Apolinar, a Abdón; y al mirar atrás, vio que Benito Liesa parecía vigilarle. Se persignó y al ir a la puerta le salió al paso diciendo en voz alta: muy bien, hijo, ¿cómo va?, ¿quiere pasar? En la sacristía estaba el hijo del secretario, Alfonsito Terrén, ocupado en preparar algún ágape para los asiduos a los cursos de formación espiritual, que se encontraban reunidos en la habitación contigua. Encima del tablero, que hacía de mesa, se veía un misal antiguo y en los armarios estaban las casullas ordenadas.
—Pues ya ve, dijo Benito Liesa, algo ocupado sí estoy pero no para usted. Puede considerarse en su casa y pasar con los invitados.
Se trataba de una fiesta profana nada más. Benito Liesa lo advertía, los tiempos cambian sí señor, y existían horas para rezar y otras para divertirse o para hacer obras buenas, vea ahora. Algunos de los invitados llevaban atuendo verbenero. Tomás Terrén se acercaba, diciendo ¿éste, aquí? Se comprendía que existían ambientes reservados que no podían ser franqueados por todos. Benito Liesa le invitaba a Ventura Méndez a que bebiese algo pero con moderación. En el suelo había unas botellas vacías de Coca-Cola y de vino. Allí estaban Alejo Guarga, Lorenzo Gavin, Severo Obarra, el médico Armando Obispo y el comisario Ubieto. Tomás Terrén insistía en que quería hablar con Ventura Méndez. En primer lugar para darle a conocer que habían cambiado las cosas, lo que significaba que habían ido a peor, así que tomara nota. Ventura Méndez quería saber la razón. ¿Ah usted dice que quiere conocer la razón? Le miraba a través de sus gafas dobles de concha, sonriente pero en sus ojos se veía ya la advertencia de que tuviese cuidado. Cambiaba el tono de voz. Aún mantenía la sonrisa en el rostro cuando le sujetó con fuerza del brazo, creo que me he explicado claramente ¿no es así? Y aún quería añadir algo más relativo a otros comentarios que le habían llegado sobre su libertad de costumbres sin que eso supusiera afirmar nada, en último caso si me equivoco usted me corrige. La botonera cuanto más guardada mejor, ¿me entiende?, y eso iba por Rosa Antillón y luego también por Pilarín Candasnos. Mire que aunque yo no asegure nada de que esté usted implicado todo podría ser, así que hala, tenga en cuenta lo que se le explica que uno no habla por hablar y usted saca de quicio a cualquiera, ¿qué dice?, ¿que yo lo que quiero es tener el campo libre con Rosa Antillón?, ¿con esa mujer?, ¡pero hombre cómo se le ha ocurrido eso!, ¿pero usted se ha dado cuenta de lo que está dando a entender?, ¿sabe que se está jugando la cárcel?, no, no quiero vino, no tengo por costumbre beber con desustanciados del tipo de usted y menos ahora, claro que tiene el permiso para trabajar, haga usted lo que quiera en el cementerio, pero sepa que se le ha seguido de cerca desde que vino y que va a tener contratiempos más de los que se puede imaginar y en un corto plazo, ¡no me venga hablando otra vez de Rosa Antillón!, ¡le digo marugán que no se lo consiento!, pues sí, pues sí, es por su bien y no por otra cosa, ¿pero no ve que podría ser su padre, espantachicos? Sí a su edad no le está permitido discutir siquiera, y no beba más que le va a hacer daño y échese al lado que no deja pasar a nadie. Vaya con el hombre, y no le consiento que diga que si soy esto o aquello, eso lo será usted, porque si al menos le uniera alguna relación de parentesco con la mujer, con la tal Rosa, sería distinto, pero en estas condiciones en que se encuentra no; así que lo que tiene que hacer es callar si no quiere crearse dificultades en el mismo Ayuntamiento, lo que no le conviene según usted mismo puede comprender, y en lo referente a la cantidad que se le ha dado a mí me parece que es suficiente y hasta excesiva, pero en otro caso no tiene otra cosa que decirlo o reclamar, y veremos lo que pasa, por la vía legal... Usted sabe que no hay nada en esta vida que no tenga arreglo exceptuando la muerte, que vendrá cuando Dios quiera, pero mire y hablando de eso, deje a la gente en paz que aquí somos tradicionalistas y católicos.
—Sí y algún hijo de puta también hay.
—Puede, pero no le corresponde a usted decirlo y además eso sucede en todas partes. Entonces a lo que vamos; que es que no queremos liberales ni gente que se dedique a ir con las mujeres (fíjese que digo haciéndolo público sin guardar las apariencias) lo que se dice a roperear. Tenga en cuenta, que no somos de madera los demás.
De vuelta al cementerio había que elegir el sitio para jugar a las cartas y el mejor era el que estaba cerca del río junto a las piedras. Allí no iban las mujeres lo que según Damián Albolote tenía sus ventajas, las mujeres sirven para lo que usted se puede imaginar, para el trabajo sólo algo y para el juego de cartas nada. ¿Había visto Ventura Méndez alguna vez a alguna mujer jugando bien a las cartas? Por ese lado constituían un estorbo y una regla general, lo que no impedía que hubiese excepciones. ¡Ahora, vamos a ver, qué pasa aquí! Sacaba el manojo de cartas y barajaba; servía la mitad a Ventura Méndez y se quedaba con el resto; cuando echaba una carta sobre la piedra, que hacía de mesa, mojaba antes la punta de los dedos llevándolos a la boca, comentaba la jugada, decía no me vaya a joder usted y colocaba las cartas en su lugar, explicando que, aunque no era corto de luces, necesitaba tiempo para pensar, lo que tampoco era pedir demasiado si se miraba bien.
—Le toca a un servidor.
A Ventura Méndez le daba tiempo entonces para mirar alrededor. El sol parecía llenar de manchas de luz las manos de Damián Albolote que se paseaban sobre los naipes dudando cuál iba a jugar.
—Oiga, ¿echa la carta o no?
—Tenga paciencia el señor que yo no tengo estudios.
—Pero no vamos a estar aquí toda la mañana Damián, ¿echa la carta?
—¿Y qué va a hacer usted?, ¿se le ocurre algo?, cuando se le ocurra me lo cuenta. Hay que aprender a vivir sin prisas, con el mayor regostamiento posible y sacando todo el partido a las cosas.
—¿Pero echa la carta?
—Sí hombre allá va y para que vea es triunfo, y no me venga con impaciencias, fíjese el sol que hace y la airera, mírelo bien y dígame a qué vienen las prisas y si es que se va a poner a trabajar ahora.
Las nubes flotaban sobre Peña Blanca y Gabardito, y la mancha de pinares se extendía por todos lados guardando entre los troncos grises ese mundo vegetal que luchaba por eternizarse por alcanzar la luz y que también rezaba ascendiendo.