Era peor el trabajo cuando se complicaba, según comentaba el propio Damián Albolote. Hasta entonces no había sido necesario mancharse las manos, se trataba a la muerte desde fuera recubierta por las planchas de madera o de cinc, no siempre sería lo mismo. Damián Albolote decía mire va a ver cómo sale algo ahora, no vuelva la cabeza atrás, ¿cree que no me he dado cuenta? Se reía con toda libertad disfrutando de la escena, seguro de sí mismo, escarbando en la tierra para dejar al descubierto algo de muerte antigua, ¡quién nos lo iba a decir! En la vida se acababa conociendo a las personas, se creía que eran de un modo y a veces resultaban poco decididas. A él personalmente eso no le hacía mella a favor ni en contra, se lo digo a usted, ¡lo que hacía la costumbre! Pero guardando el respeto, si no le importaba, quería preguntar algo. Echaba la cabeza atrás enseñando los dientes blancos bajo la barba cerrada. No se enfade conmigo patrón. Al hurgar en la tierra se podían encontrar muchas cosas, más de las que se piensa, objetos de la pertenencia del difunto. Lo que yo quería saber es cómo usted ha llegado a conseguir el puesto. Él no tenía remilgos, condición que era imprescindible para ejecutar la profesión aunque se habían dado casos de dinamiteros que tenían miedo a la pólvora y de curas que no podían soportar el olor del incienso. Eso pasaba por ofrecer puestos de responsabilidad a gente no experimentada, a jóvenes que acababan como quien dice de nacer.
El traslado no ofrecía dificultad pero en ocasiones los recintos donde se guardaban los despojos humanos aparecían abiertos o se rompían. Ventura Méndez intentaba mirar a otro lado y aun así un largo malestar se adueñaba de él. Damián Albolote decía ¡pero vea y observe hombre que no le va a hacer ningún mal! Ventura Méndez se iba con lentitud dando a entender que había trabajo en otra parte. Damián Albolote le gritaba ¡váyase no sea que le dé algo, pero qué delicados son los hombres de ciudad hoy en día!, ¡qué barbaridad pues no se me está poniendo malo! Acabáramos de una vez pero si devuelve no lo haga junto a las flores. Desde encima de la tapia le enseñaba algo levantándolo en alto. Su risa parecía un gemido que llegaba en forma de cascada. Le dio tiempo a serenarse y le gritó que fuera al trabajo que se había acabado el juego. Sí, dijo Damián Albolote pero prometa que no habrá represalias y que no se lo dirá al secretario, ni a ninguno de los otros. Ventura Méndez lo prometía. ¿De verdad? Había bajado de la tapia y ya no se le veía. Cuando Ventura Méndez volvió a cruzar la puerta no tenía nada en las manos.
—Todo en orden, dijo Damián.
Se lavaba en el río porque ya se iba acercando la hora de comer. Así que con su permiso ahora vuelvo y si quiere después podemos echar una partida de cartas.
Era verdad que Ventura Méndez no había elegido una vida amable pero de eso no se deducía que esa clase de vida fuese menos cierta (no tenía motivos para vivir así pero tampoco los tenía para cambiar). En el fondo de él mismo, y con franqueza esperaba siempre que sucediese algo, que se le mostrase, que se le diese a entender pronto y en seguida:
—¿Quiere ver una cosa?, dijo Damián Albolote.
—Sí.
—Venga.
Por fin había sucedido. Lo presentía, lo esperaba con todas sus fuerzas.
—Venga, venga, mire lo que ha aparecido.
Hasta entonces conocía sólo la muerte en abstracto. Nunca había entrado en contacto con ella de un modo real. Había visto morir a algunos hombres pero todo estaba siempre tan preparado que la muerte semejaba volverse de espaldas y no se la tocaba como si la Sociedad entera se defendiese simulando. Estaba todo cuidadosamente dispuesto, no se hablaba de muerte sino de algo distinto (nunca pasaba nada cuando alguien moría porque ya estaba previsto de antemano). La muerte era una ceremonia amable y enteramente vulgar (en último caso un tránsito).
—¿No lo ve?
Tendido boca arriba por primera vez de esa forma veía Ventura Méndez un muerto verdadero. Damián Albolote lo desenterraba (sin grandilocuencia de ninguna clase, con la sonrisa en los labios, satisfecho de la impresión que debía producirle) y le miraba. No era un muerto siquiera sino un montón de algo, unos ojos abiertos y sobre todo una cosa inerte y vacía de contenido. Mire lo que queda de él, muy poco. Mantenía el muerto un brazo en el aire como agarrando el vacío, como sujetándose a él con fuerza, hasta que le dio Damián Albolote un gran golpe con la azada y se desplomó en la tierra. Yo los coloco firmes en seguida, pero a veces se desmandan. Había sujetado la chaqueta raída del muerto y tiraba de él hacia arriba. Hay que hacerlo con cuidado porque hay que sacarlos enteros. Se reía con risa dulzona. No hay que andarse con miramientos pero usted es el jefe y dirá lo que se hace. ¿Me ayuda? Ventura Méndez tuvo que avanzar dos pasos. Al principio no resulta agradable pero después es más fácil. Tome, agarre también, y tire. Le daba la mano y guiaba la suya. Ventura Méndez pensó que era cuestión de un instante y que el contacto se iba a producir.
—Venga ¿qué le pasa?, con cuidado, ahora.
Allí había dos sombras absurdas y vivas que podían sentir y palpar, que comprendían la muerte cada uno a su modo.
—Ya está, se ha acabado, ya está fuera; ahora ocúpese de él... yo voy un minuto al río y vuelvo... Tenía el muerto al lado, empezó a palpar el aire con las manos inexplicablemente. La sombra de su cuerpo vivo y caliente caía a plomo en la tierra. Quería saturarse de muerte para justificarse ante sí mismo. Removía el cuerpo para colocarlo en su sitio. Se acariciaba los brazos sintiéndose pero sin comprender por qué.
—¡Rosa!, gritó.
Seguía de rodillas, no se podía pedir más.
—¡Rosa!
Se encontraba solo como debía de ser, y no había nada más serio en el mundo posiblemente que-estar-allí-en-ese-momento-a-su-lado. Porque había sucedido algo sobrio y verdadero, algo humano. La muerte es lo más mío que se puede dar. Y allí estaba el representante de todos los seres que habían pasado, es decir de la humanidad casi entera. Allí estaba el símbolo concreto de lo más importante, al menos numéricamente, el símbolo de millones de muertos (que he podido amar y no he amado). Allí estaba, con la boca entreabierta y las manos en los costados, con su aire de sumisión y de abandono. ¿Cómo no lo había comprendido antes? Había tardado algunos días en darse cuenta. Durante todo ese tiempo había llegado a intuir algo, pero nada más. Hacía proyectos como siempre, decía, cuando me vaya. Pero irse, ¿a dónde? ¿Ahora dónde podía marcharse? Decía, cuando acabe el trabajo, pero ¿qué trabajo iba a buscar en otra parte?, ¿y dónde mejor que allí en el cementerio? Se había acostumbrado; eso era todo, hasta entonces al día seguía la noche, era lógico que sucediese; todo estaba bien, ¿pero qué es lo que está bien? Después de haber vivido un tiempo se muere, porque para todo el mundo es así. Y además, ¿por qué va a ser de un modo distinto? (Se muere con toda la simplicidad del mundo, ¿no se ve claro?, hay muerte para todos, posturas para todos, para los niños también. Pero la muerte —como la idea de Dios— hay que suavizarla. Se dice que no ha pasado nada, que todo sigue.) Pero ¿y mi muerte?, eso es lo que yo digo, ¿y la mía? ¿Y la vida que me quitan?, ¿la que se refiere a mí?, la que yo anticipo en este momento ahora que estoy aquí sentado, ¿qué pasa con eso?, ¿qué pasará conmigo que no me he acostumbrado? ¿Qué hago yo ahora? Yo pongo las manos aquí una en la otra encima y pienso, ¿qué es esto?, ¿por qué está delante esto?, ¿por qué ocupa un lugar?, y no hay nadie que pueda explicárselo. No hay principio de autoridad suficiente, ni sacerdotes ni hombres en el mundo que puedan decirme por qué tengo una mano encima de la otra, por qué ha sucedido esto tan sencillo aparentemente que consiste en-estar-aquí. ¿Qué puedo hacer sino quedarme definitivamente? Quedarme solo y para siempre entre Damián Albolote y Rosa Antillón, entre estos muros blancos en esta tierra llena de ternura, en esta tierra hecha para arropar los cuerpos —hecha para abrigar, para contener, para ocultar algo inconfesable— en esta tierra hecha por la luz, hecha por las sombras, lamida y relamida por el sol.
Ventura Méndez lo dejó así, lo dejó estar apoyado en el muro y se fue otra vez a la tapia. Con el sol delante, apoyado contra el muro, pensó que lo podría sujetar con las uñas y con los dedos; le pareció que debía verlo Benito Liesa. Me gustaría que lo viese, que palpase con suavidad sus ojos, las cuencas, los parietales. Que pasase sus manos por ese silencio, por esa quietud, por esa cosa. Él guiaría sus manos. Le obligaría a hacerlo, a traspasar con su mirada el cuerpo para que observase el cielo blanco a través de él. Lo sostendría contra el sol como si fuese un niño y se lo haría ver transparente. Le dejaría que le hablase entonces de lo que estaba permitido y prohibido; de la resurrección de los muertos. Le dejaría que le explicase una ley moral cualquiera. A es igual a B, B es igual a C, C es igual a D, luego A es igual D. Le dejaría razonar si podía. ¿Se puede?, ¿se puede razonar así? Le dejaría que le explicase el Orden también, y en qué consistía exactamente (allí en el cementerio) y cuando llegase su turno expondría sus valores. ¿El valor fundamental dice usted?; ¡la espera, la espera nada más! Los valores morales se inventan, lo que hace Rosa Antillón y yo con ella se inventa. La vida de ultratumba, la mía, la de ese hombre y la de los otros, se inventa. Hay que quedarse aquí, eso es todo. Voy a quedarme aquí. Hay que tomar el sol lo más posible apoyado en la tapia con los ojos cerrados. Hay que aguardar algo lejano que nunca se concreta. ¿Lo ve Benito Liesa? Esperar al día siguiente a que se ponga el sol (y llegue la bruma de la tarde que convierte todo en sangre). Esperar sí, como lo hacen las cruces porque basta no hacer nada. Lo que tiene que venir que llegue, que los muertos sagrados, llenos de ternura, inmersos en la tierra, confundidos con ella, en un punto del Mundo, aquí y en este momento, girando en el Universo, son muertos de día y de noche y para siempre.
Hay acciones que producen sus consecuencias a largo plazo. No se sabe, en un principio, cuáles van a ser sus efectos. Incluso se puede llegar a creer que no van a producir ninguno. El recuerdo parece que se adormece o que no hay recuerdo y no es verdad; sigue estando allí, como en vida latente, dispuesto a saltar, a hacerse consciente, e incluso parece que tiene más fuerza que en un período anterior. Eso era lo que se producía en Ventura Méndez con relación a un suceso que hasta entonces había permanecido en su cerebro o en su corazón o en su sangre o en su carne, pero en él mismo, durmiendo en una densa niebla gris —ni blanca ni oscura— que no dejaba ver la realidad. En todo el período transcurrido de cinco a seis años no había marchado hacia la luz; su pensamiento se había cobijado inmóvil en un lugar y él había cerrado, al mismo tiempo, los ojos. Pero las cosas son así: un día sucede algo inexplicable. Damián Albolote no comprendía por qué le resbalaba el sudor por la cara y gritaba. Él quería que se sentase a la entrada del cementerio y corría detrás preguntando si le había caído mal el vino. Se colocaba a su lado —déjeme ver— le ponía una mano en la frente y explicaba que tenía calentura.
Apartar una idea inmaterial no era del todo posible. Se puede querer ahuyentarla de esa manera, moviendo las manos de un lado al otro al borde de la cara, pero los resultados no llegan nunca a ser eficaces. Además no parecía elegante hacerlo delante de los demás, de Rosa Antillón o de Damián Albolote; no estaba bien visto. Se arriesgaba a que se le hiciesen preguntas del tipo, ¿qué hace usted?, ¿le molesta algo?, ¿no se encuentra bien? Por tanto era mejor analizar la idea que acechaba para intentar luego alejarla de alguna manera aunque eso no pareciera fácil. Cuando hay una cosa inmaterial que persigue o molesta, que asedia y cerca con tenacidad, y vuelve otra vez y vuelve, es difícil quitarla de encima. El síndrome es verdadero y la tensión emotiva, y los paroxismos, y la perpetua ansiedad, y el vértigo, y los efectos respiratorios, y cardíacos, y convulsos y diarreicos. Sin embargo se hacía todo por apartarla pero era en el momento que menos se esperaba que salía al exterior como si estuviese pronta a saltar, como si se hubiese dormido, aletargado; y eran los motivos más simples y fútiles los que provocaban esa exteriorización que llegaba a provocar la degeneración mental. Entonces Ventura Méndez se esforzaba en no gritar poniendo una mano en la boca, y no siempre lo conseguía. Los demás hablaban de cualquier cosa, y hasta intervenía Damián Albolote en la conversación. Sin un aviso previo Ventura Méndez gritaba. Repetía alguna palabra inconexa como agua, niño. No servía de nada toser o carraspear e incluso cantar una canción de moda para distraer luego la atención. Siempre había alguien que se daba cuenta. Rosa Antillón preguntaba si le pasaba algo. Se comprendía que se refería a su estado mental, a la patología humana.
—¿Le pasa algo?
—No, pero ¿sabe?, me voy a quedar aquí.
—¿Dónde?
—Aquí; con ustedes.
En su vestido se mezclaba el cielo y la tierra, el cansancio y la monotonía, Dios y las cosas. Rosa Antillón panteísta y absorbente abarcaba todo en una confusión completa.
—Quédese y se arrepentirá, yo se lo digo.
Damián Albolote asintió. En la boca de Rosa Antillón había sabor de tierra y de muertos de viento y de vino. Sabor de Universo y de cruces.
—Usted es todo, dijo Ventura Méndez, y forma parte de todo.
Había que vivir y hacerlo de una forma nueva, había que intentarlo solamente con vino suficiente; para conseguirlo sólo era cuestión de proponérselo.
—Ande beba más, dijo Rosa Antillón.
—Bueno tráigalo.
Quiso extender las manos. Y al extender las manos viéndolas comprendió que los dedos grises de Dios eran las nubes, que su boca eran los muertos (lo más dulce y sagrado de la tierra) y que allí, sus manos parecían que se alargaban, y se torcían en el silencio más completo.