Ventura Méndez sujetaba el estandarte contra el sol, que caía inhóspito allí, caliente, como algo normal. Los romeros, que eran la mayor parte mujeres, llevaban cirios encendidos apretándolos contra el pecho, protegiéndolos del viento. Y la carretera, por la tarde se llenaba de sol, era una línea de luz serpenteante y blanca.

—Vaya ha venido, dijo Tomás Terrén; ha hecho usted bien porque si no iba a ir a buscarle yo mismo.

Se había arremolinado la gente alrededor de una imagen de madera que sujetaban en hombros y Ventura Méndez sostenía un estandarte detrás.

—Bueno en marcha, dijo Alejo Guarga, en marcha todo el mundo.

La comitiva era un gran ciempiés negro vociferante y vivo en la carretera. Pepe Escarrilla, en el centro, intentaba restablecer el orden e imponía el silencio.

—Lo peor va a ser si no llueve, dijo Tomás Terrén.

Detrás de Ventura Méndez parecía que se desgarraba el aire blanco. La tarde seguía siendo como al principio.

—¿No tiene sed?, dijo el secretario, hace calor y no llueve esa es la verdad.

A lo lejos el sol parecía el ojo de Dios. La mujer del secretario —doña Juliana Arnal— decía a su hijo Alfonsito Terrén que le diese la mano: dame la mano. Alfonsito Terrén miraba a su madre. Tenía miedo pero le daría la mano al final.

Al llegar a la revuelta de la carretera la mirada se zambullía en el cielo blanco y dormido. Aquí estamos. Brillaba el sol, el aire emborrachaba. A un lado y a otro de la carretera había miles de troncos enfilados y silenciosos. Las pocas nubes blancas, alargadas en el cielo, se movían en dirección este. Fuera de los campos, más allá al otro lado de las nubes, estaba el espacio infinito, la nada. Y la nada no se podía pensar.

Una mariposa negra, con motas rojas, se posó en el estandarte y se quedó inmóvil. Mariposa, mariposa, mañana morirás. Parecía inútil decir eso. Se oía el grito de los vencejos en la tarde. ¿Por qué gritan? Los juncos, en el río, se movían con el viento en un lento vaivén. ¿Por qué son verdes y no blancos o rojos?; deberían ser azules mucho mejor. Resultaban incomprensibles las evoluciones de los pájaros; ¿dónde van esos pájaros?, ¿dónde van los pájaros cuando mueren? En el aire quedaba el polvo blanco de la carretera y cada mota de polvo era un ser viviente que existía al contemplarlo. Los pinos iluminados parecían seres vivos, petrificados. Juntos y con las manos enlazadas querían darse valor. Las hojas caídas de los árboles formaban una alfombra tupida en la carretera por la que se deslizaban ruidosamente los pies de las mujeres.

—¿La ha visto?, dijo el secretario, ¿la ha visto usted?

—¿A quién?

—Mire, es Pilarín Candasnos.

El secretario señalaba a la mujer que se perdía en la larga fila, en el tumulto. Es la que lleva el velo largo y va con Pepe Escarrilla.

La luz que se desparramaba tibia y el viento hacía oscilar los troncos. Crujían débilmente en su movimiento de vaivén y dejaban ver entre sus copas un cielo demasiado blanco y nítido, demasiado triste, para ser real.

—¡Eh, dijo Pepe Escarrilla, el estandarte lo lleva caído y parece una escoba!

Se veía el túnel de Somport al fondo. En el cielo, aunque nadie se apercibía, quedaba un poco de muerte reciente.

Le llamaba doña Miguela de Escarrilla. Venga aquí. Dejaba resbalar las cuentas del rosario entre sus manos. Ventura Méndez imaginó que ella iba a morir. El sol le daba en la frente y en los ojos. Pensó que le pertenecía ya un poco. La miró de frente y entonces doña Miguela habló:

—Con el viento se apagan los cirios.

Al darle lumbre Ventura Méndez sujetaba el estandarte entre las piernas.

—¿Usted no reza?, dijo doña Miguela.

Los vencejos surcaban el aire y la mujer repetía una misma oración.

—¿Usted no sabe?

Sostenía Pepe Escarrilla al lado la imagen en alto. Señor, dijo. La imagen de Pepe Escarrilla sobresalía por encima de los estandartes. Perdona a tu pueblo, Señor, perdónales Señor. Pepe Escarrilla miraba a Ventura Méndez sonriendo. Cantaba con voz estridente y de vez en cuando se detenía para avanzar más despacio. Daba voces de mando y organizaba las filas.

—Venga, ¿no puede ir más de prisa?

Las voces de las mujeres quedaban apagadas por el viento. Pepe Escarrilla, con las palmas de las manos hacia el cielo, dirigía las voces incansable.

—Canten, canten más fuerte.

Se iba de un lado para otro y luego se acercó a Ventura Méndez.

—¡Alto ahí!

Se detuvo la cabeza. Y las filas se hicieron más compactas. Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, dijo Pepe Escarrilla. Las mujeres extendían los brazos con los cirios y el viento de la montaña los apagaba una y otra vez.

—No llueve, dijo alguien por fin. No lloverá esta tarde.

—No, repitió Tomás Terrén, es verdad.

El cielo tenía al fondo una tonalidad que parecía, entre los pinos, de sangre reciente.

Doña Miguela de Escarrilla se acercaba a Ventura Méndez. Yo lo que pienso, dijo, es que si no llueve es porque Dios no quiere y también porque hay gente mala aquí y yo sé lo que me digo. Le miraba a Ventura Méndez explicando que conocía el motivo.

—Oiga, señora... lo de la gente mala no lo dirá por mí.

Ventura Méndez tenía las manos sudorosas y la camisa abierta hasta la cintura.

—Oiga...

Estaban cerca del túnel de Somport. La veía de espaldas con su vestido negro flotando al aire y sus manos surcadas de venas azules.

—¿Usted cree que yo tengo la culpa?

—Trabaja en el cementerio.

—Sí, pero no me diga que no lo sabe. Además eso no es malo...

Se santiguó y se separó de él. Iba a un lado de la carretera sin dejar de observarle.

—¿No creerá que sea yo el responsable de que no llueva?

Le había cogido por el brazo y la había obligado a detenerse.

—Conteste. ¿Es que cree que voy a tener la culpa?, ¿no va a decir eso? Pero ¿quién cree que soy yo?

La mujer se había soltado y corría. Ventura Méndez consiguió ponerse a su lado.

—Sí, corra...

Calculaba mentalmente la muerte que llevaba encima y la que él llevaba. ¿Cree que me importa? Siga usted. Porque aun considerando que ella muriese de forma natural, encima él solamente llevaba veinticinco años de muerte.

—¿Qué le pasa?, ¿tiene miedo?

Iba detrás a pocos metros. Podía representársela viva, con el rosario en la mano hablando tranquilamente, sentada-al-lado-de-María José-en-su-casa-del-bar-de-Escarrilla.

—¿Sabe lo que le quiero decir?

Corría imaginando que el orden de doña Miguela estaría en todo: en su casa, en sus palabras, en los muros de su casa y en sus rezos; pero le traicionaban las manos. Se le endurecían y se le morían poco a poco, se le secaban. ¿No se ha visto usted las manos verdad? Se desviaba la mujer sin detenerse hacia el extremo de la carretera.

—¡Eh oiga!

Se paró sin decir nada. Le observaba con sus ojos grises y profundos.

—¿Le pasa algo?, dijo Ventura Méndez.

Había un brillo extraño en sus ojos cuando la dejó sola. Oscurecía. A esa hora y en el fondo del barranco en el río el agua de la cascada, abajo, debía ser una cinta de plata de color verde.