A la cuestión de detalle no se le podía poner trabas. ¿Que la familia de don Martín Sinué Planas quería poner flores en la tumba, mejorar la ornamentación con la imagen fotográfica del difunto?; pues muy bien, que lo hiciera. En ese ambiente, se daban en principio todas las facilidades, no como en otros lugares en los que no sucedía igual. Si se iba al Ayuntamiento eran trámites administrativos y papeles; en algo había que distinguirse, así que la familia de Martín Sinué Planas que consultara con Ventura Méndez o con él mismo, con Damián Albolote a condición de ver la fotografía primero, hace usted el favor. Doña Albertina Izuel deshacía el envoltorio hecho con papel de periódico y ponía la fotografía delante de Damián Albolote que, efectivamente, reconocía a Martín Sinué Planas sin dejar lugar a duda alguna. Pero, ¿qué iba a hacer con ella? Era el primer caso que se le presentaba en esas condiciones, allí a los muertos se les hacía figurar por su nombre y apellido sin más; no se les identificaba a través de una imagen o reproducción fotográfica. Por otra parte ¿dónde había que poner la fotografía?, ¿cómo la sujetaba él a la piedra, al conjunto?, ¿qué preferencia se daba a unas personas con relación a otras?

Ventura Méndez lo veía muy claro cuando decía: nada, no haga usted nada, pero después él mismo daba más importancia al padre del Jefe de Estación, a don José Pertusa Pueyo por ejemplo, y colocaba sus despojos con todos los honores obligándole a Damián Albolote, e incluso a Rosa Antillón, a que se descubrieran (ocupándose personalmente del traslado) y si preguntaba Damián Albolote las razones de tanto protocolo (aquí se acogota uno con tanto calor eso lo ve cualquiera y usted también) no prestaba atención a las palabras ni al razonamiento y obligaba a los dos a que rodearan la fosa (el día se eternizaba y se detenía el tiempo). Damián Albolote decía: vamos a comer, cuando serían las dos o las tres de la tarde en un día cualquiera del año de mil novecientos setenta, lo que quería decir que habían pasado más de tres décadas sin que el muerto —José Pertusa Pueyo— se apercibiera, sin conocer los nuevos adelantos, el estado político y social o el desarrollo de las Instituciones del país, ya que su última visión real de la vida había consistido en observar el lugar donde —situado delante de diez soldados del piquete de ejecución— esperaba la muerte (desconociendo asimismo que un túmulo de tierra nueva iba a cubrir su cuerpo en un lugar en la parte de abajo, en Canfranc-Estación, junto al río).

Por la noche en el cobertizo Rosa Antillón decía que no tenía otra manta que darle, pero insistía que con la chaqueta podía abrigarse las piernas. No es que vaya a servirle de mucho pero es mejor que nada. Le envolvía las piernas y se apoyaba en él con su cuerpo. No crea que está sucia porque es sólo tierra. La sacudía con las manos y después soplaba para quitar el polvo que quedaba.

—¿Está bien así? En confianza, ¿está bien?

En ese momento sin comprender el motivo le hizo Rosa Antillón la señal de la cruz haciendo que su mano resbalase por su cara.

—Hasta mañana.

Echado en su cama dos horas después Ventura Méndez con los brazos cruzados sobre el pecho permanecía en una inmovilidad absoluta. En esa posición, a través de la ventana, contemplaba el cielo sobre todo y una hilera de cipreses contra el fondo de la tapia que oscilaban levemente. Desde donde estaba veía, en primer término, sus pies. Los movía un poco contra el fondo blanco del fuego; sus brazos seguían inmóviles contra el pecho. Pensaba que no había motivos suficientes para cambiarlos de allí; los dejó en la misma posición. Sabía que no debía intentar evadirse de la realidad puesto que la más auténtica y verdadera realidad era la que vivía. Sólo tengo que esperar. Los cipreses seguirían siempre allí, como de rodillas, intentando espiritualizar la tierra y alcanzar el cielo. Lo más verdadero que hay es la tierra. No había que inventar nada, sólo tranquilizarse un poco. El porvenir, ¿qué es? El porvenir era seguir siempre mirando al cielo que no decía nada. Los rescoldos del fuego iluminaban con la luz brillante y sedosa, enormemente blanca, una sábana que Rosa Antillón había colgado en el poste de la luz. La sábana era de hilo, la que le dieron cuando cumplió veinte años. La sábana estaba quieta por inercia como las cosas que le rodeaban. Ventura Méndez podía mover los pies para imprimir un poco de movimiento a la monotonía. Sí, las cosas son nítidas tienen perfiles. Se envolvía en la cama en un movimiento de defensa y recogía las piernas contra el pecho, como las manos, para protegerse contra algo. Estoy en el cobertizo. Se daba cuenta que sus manos empezaban a temblar contra el pecho. Estoy vivo. El cielo seguía igual y no cambiaría. (La sábana de Rosa Antillón sobre el poste de la luz se movía ya levemente con el viento.) Pensó en Rosa Antillón. La imaginó con Damián Albolote y sintió la necesidad de estar a su lado. Pensó en los muertos y creyó que sentirán esa noche tranquila en alguna parte de su muerte.

El basurero, Lorenzo Gavin, iba a buscar los desperdicios y dejaba el carro en la puerta del cementerio sin entrar; esperaba allí a que saliera Damián Albolote teniendo en cuenta que a cada cual le correspondía el trabajo propio. Se quedaba en el puente romano encendiendo un cigarro mirando al río. Cuando llegaba Damián Albolote respondía al saludo sin añadir nada más. Habían sido amigos antes e incluso habían hecho el servicio militar juntos pero la vida lleva a los hombres por caminos diferentes. Damián Albolote era un simple enterrador y Lorenzo Gavin realizaba algo de mayor importancia, a su modo de ver y de cualquiera, en el Ayuntamiento, así que el saludo escueto sin más, sin detenerse demasiado, utilizando monosílabos cuando Damián Albolote hablaba del tiempo, diciendo sí o no, sólo por cortesía, poniendo en movimiento el carro cuando se había cargado la basura y el trabajo estaba hecho, dejándole con la palabra en la boca aunque se le viese hablar a Damián Albolote desde lejos ya que no se podía perder el tiempo en ninguna ocasión.

El carro de Lorenzo Gavin estaba pintado de rojo y amarillo y en cada uno de los lados había dibujadas unas mujeres acaso unas santas; el mismo Lorenzo Gavin lo desconocía considerando que lo había comprado de segunda mano. ¡Vaya usted a saber si son santas o putas! Personalmente no parecía interesarle el asunto sino la decoración en sí misma, el carro quedaba bien y él se cuidaba de limpiarlo y tenerlo siempre aseado o curioso y de buen ver.

Su antipatía hacia el hijo del secretario, Alfonso Terrén, parecía justificada; era difícil ver a Lorenzo Gavin sin él a su lado. Cuando salía de algún lugar, un establecimiento de bebidas, la casa de Pepe Escarrilla o de cualquier otro local, estaba siempre como al acecho esperándole y decía, ¡que viene Gavin!, que ahora sale, y le nombraba pero nunca por su nombre, por el de pila, nunca decía Lorenzo sino que decía Gavin, por allí viene Gavin ahora sale Gavin, y corría detrás y se acercaba hasta él y le tiraba de la ropa y le hacía preguntas y le empujaba, ¡que se cae que se cae!, y cuando había bebido mucho era verdad que se caía y había que ponerlo de pie para que anduviese y llegase a su casa con su carro. Alfonsito Terrén no hablaba nunca con él de una manera respetuosa, hala macho un poco más que ya llega; porque también se podía permitir alguna broma de vez en cuando, ¿no era cierto?, por eso preguntaba: ¿qué tal el burro Gavin?, ¿ha dejado por algún sitio el burro?, lo que no constituía a su modo de ver una frase injuriosa o mal intencionada ni tampoco para que diera lugar, como sucedía, a ese gesto obsceno, a una completa rocinada, que no tenía fácil calificación consistente en el cerrar el puño con el dedo pulgar levantado, moviéndolo de arriba abajo, cuando decía ya el basurero: lo tengo aquí, mira dónde está el burro y lo que hace Gavin; entrando seguidamente en el bar de Pepe Escarrilla consiguiendo que todos los que concurrían al local (que eran los veraneantes los funcionarios los empleados de ferrocarriles se volvieran) acercándose a la barra con paso lento arrastrando los pies como si no tuviese prisa por llegar, al mismo tiempo que pedía, desde el centro del establecimiento, un vaso de vino tinto que Pepe Escarrilla le dejaba encima del mostrador. Los demás le hablaban con expresión jocosa (la misma que utilizan los hombres de provecho cuando se dirigen a las personas indignas, a los miserables). Usted Gavin siempre igual, siempre en órbita a estas horas de la mañana. Saliendo luego del bar para encontrarse nuevamente con Alfonsito Terrén, lo que le obligaba a alzar los brazos al cielo blasfemando. Había que verlo así con los brazos levantados, con su cuerpo de hombre y su mirada llena de culpa. Su actitud le iba bien a Canfranc-Estación. (Pero ¿qué decía Benito Liesa del mismo lenguaje blasfematorio?, ¿qué se podía pensar? No había que profundizar demasiado en ese plano; eso habría significado entrar en el terreno de la metafísica.) Lo importante era considerar el valor estético de Lorenzo Gavin con los brazos levantados al cielo, hablando, gesticulando. Sus palabras e imprecaciones parecían ascender. ¿Llegarían al Tobazo, a los Lecherines o a las rompientes de Collarada? Eso era lo de menos. Él se expresaba a su modo, es decir que utilizaba palabras soeces. El infierno estaba reservado para unos y para otros no. Cada cual era dueño de vivir a su modo y Lorenzo Gavin utilizaba la libertad que le dejaban.

Alejo Guarga pensaba que la riqueza estaba bien distribuida, y el fenómeno de clases no iba en contra de los derechos del hombre en general y en particular de los suyos, que realizaba un trabajo que no era manual y, a pesar de todo, estaba mal pagado en su puesto de la Administración. Si se iba a ver, trabajaba en el Ayuntamiento de diez a dos por la mañana y de cinco a siete por la tarde, lo que no era mucho. Personalmente, en términos generales, aparte de beber no era dado a los pasatiempos si se exceptuaba el que la naturaleza había inventado referente al acto mismo de la procreación (incompleto en su caso) y sin tender a ella —como fin inmediato— sino evitándolo a ser posible. La vida no daba para más y tampoco el sueldo.

—¿Sabe cuánto me pagan?

El estado de inocencia parecía que le estaba reservado. Se le veía actuar, moverse, hablar en el Ayuntamiento lleno de entusiasmo, de fuerza, de alegría. ¿Y por qué no iba a ser así? La vida era propia de los fuertes, de los triunfadores, de las personas que no se arredraban, equilibradas y sanas como debía ser y estaba mandado. Alejo Guarga era partidario de la acción directa. Su entrada en el edificio del Ayuntamiento se hacía sentir. Se acercaba a los funcionarios, a Tomás Terrén a Román Barós y a Pilarín Candasnos, y comprobaba el trabajo realizado por cada uno, se inclinaba sobre los papeles, indagaba, recorría la estancia con las manos a la espalda, con la sonrisa característica personal, con afabilidad sin exagerar, haciendo público el cumplimiento del deber constante y las buenas maneras. Pasando al lado de Pilarín Candasnos sin mostrar sorpresa o emoción alguna, sin saludarla cuando los subordinados presentes, Tomás Terrén y Román Barós hacía ya tiempo que conocían sus relaciones extramatrimoniales con la empleada que, por otra parte, nunca llegaba a ocultar en cuanto suponía un cierto prestigio y una demostración palpable de un saber hacer, no sólo en el terreno de la Administración, en el plano estrictamente municipal, sino asimismo en el que tenía que ver con otros valores, pero diferenciando el amor digno que hallaba en el lugar verdadero, en la esposa, y el otro menos limpio. Así que al final de la jornada, cuando el trabajo se mezclaba con la somnolencia de un quehacer hecho a desgana, se podía ver cómo Alejo Guarga se dirigía afablemente a Pilarín Candasnos y se sentaba a su lado, junto al rincón, explicando a los demás —a Tomás Terrén y a Román Barós— lo que pretendía que era comprobar sólo y de cerca, las relaciones nominales de los contribuyentes, lo que ya le mostraba Pilarín Candasnos, sin que siempre fuera eso, ¡pues hoy no son las relaciones nominales lo que voy a ver!, pasando a estudiar en cambio el expediente relativo a obras; señorita alcánceme usted el dossier, mirando con falsa severidad a los subordinados —a Tomás Terrén y a Román Barós— incitándoles a la complicidad, van a ver ustedes el estudio a fondo que vamos a hacer la señorita Pilarín y yo. Se sentía complacido al oír la risa de Tomás Terrén, dirigiéndose entonces a Román Barós para expresar su opinión de que los jóvenes no podían intervenir en determinados juegos y dando por concluida la relación de confianza, así que venga cada uno a lo suyo, al trabajo, que aquí no pasa nada y el tiempo es oro. Empezaba a deslizar una mano por el cuerpo de Pilarín Candasnos tanteando las piernas, palpando. Hablaba, al mismo tiempo de las obras municipales, ¿y usted qué piensa señorita Pilarín de la labor que realiza su alcalde?, ¿están bien? Sí señor. La señorita dice que están bien. A ver, a ver, que nadie ha dado permiso para reír y menos sin motivo aparente. Pasando las manos por el interior de la ropa de Pilarín Candasnos, abriéndola, y oyendo la respiración de Román Barós, ¡joven, quién tuviera su bendita edad! Con él podía permitirse un tratamiento especial, casi familiar de padre, porque no era todavía un hombre. Lo que tenía que comprender Pilarín Candasnos era que su intención era buena cuando él acariciaba su nuca, los brazos o las piernas. ¿Por qué tiene miedo?, diga. ¿Miedo de él? Se detenían las manos como si fueran insectos posados inmóviles, un momento, sobre las dos flores rosas del pecho de Pilarín Candasnos.

Las tapias estaban recubiertas en su tercera parte por la tierra y no iba a caber toda dentro. ¿Es que no lo entiende? Ventura Méndez veía sólo la mirada de Rosa Antillón y eso era lo que le importaba (y sólo comprendía que llevaba algo de muerte encima aunque no podía decírselo. ¿Sabe?: su cuerpo, sus brazos, sus manos, su cara). La veía inmóvil y el sol le daba de lleno. Muévase, pensó Ventura Méndez, haga algo. Estaba allí quieta con los brazos en los costados. ¿Por qué habla y se ríe? El viento arremolinaba nubes y sus manos seguían quietas sobre la falda. ¿No ve que no hay motivo?, ¿qué me importa su tierra? El cielo se desgarraba. No va a quedar mucho. De su vientre no va a quedar nada tampoco. Rosa Antillón había sujetado la mano de Ventura Méndez contra la falda y sonreía.

—¿Quiere beber más?; es bueno el vino porque está fresco.

Había dado la vuelta a la carretilla y se había sentado encima. Beba hombre. Le alcanzaba la botella.

—Traiga que se lo va a beber todo.

Le chorreaba el vino a Ventura Méndez por el pecho.

—¿Qué le parece?

Se lo alcanzaba otra vez.

—¿Le gusta, eh?; en eso se parece a mí por lo menos.

Ventura Méndez creía que era en lo único. Vive como yo y anda. Pero el problema de Rosa Antillón era el de la tierra que sobraba y el suyo era distinto. Se fijó entonces en la tierra y comprendió que no era como cualquiera. Parecía apelmazada compacta y negra. Cuando lloviese el agua se debería calar, adentro, muy hondo, penetraría hasta las raíces de los árboles, gotearía también, de una forma natural, hasta los muertos. Los limpiaría, los recorrería, en su postura horizontal de un modo fatalmente lógico, desde los pies a la cabeza, desde las uñas de los pies hasta el pelo. Era una tierra porosa e importante. Una tierra sin contemplaciones, áspera, que estaba allí desde hacía siglos y siglos, desde hacía milenios, amontonándose en las tapias esperando algo imposible. Una tierra que había visto ponerse el sol muchas veces, predeterminada para los muertos y para las cruces, cansada de esperar, que seguiría allí siempre porque no podía hacer otra cosa.

—Hay demasiada tierra esa es la verdad, dijo Ventura Méndez en voz alta asintiendo.

Al mirar a Rosa Antillón vio sus ojos agradecidos que se clavaban en él, y que se llenaban de ese sol suave y dorado que Ventura Méndez conocía, que estaba en los campos y en las tapias, en los rastrojos y en las cruces, con una tonalidad amarilla y rosa que se desvanecía siempre a la misma hora y al atardecer.

—¿Está borracho?, ¿verdad?, dijo Rosa Antillón.

—Sí, asintió Ventura Méndez, pero no del todo.

—Bueno duerma.

Se tambaleaba contra la tapia blanca.

Se adormecía sin darse cuenta.