—¿Qué piensa usted de mí?, dijo Rosa Antillón.

Ventura Méndez se despertaba al sol. Podía decirle que era una ramera a secas. Es usted una ramera Rosa, esa es la verdad. Pero ¿por qué iba a hacerlo? En el cementerio Rosa Antillón estaba en su sitio y su postura parecía justificada.

—Me parece usted honrada en muchos aspectos, dijo, esa es la verdad.

—¿Yo?

—Sí, usted.

Se reía apoyando las palmas de las manos en su vientre abultado. ¿Entonces dice que soy honrada? Había abierto la botella de vino y miraba a la tierra.

—Sí, en cierto modo es como le digo.

Veía el perfil de su vientre contra la tierra.

—¿Entonces cree que soy como las otras mujeres?

—Más o menos.

—¡Ah!, ¿no se burla?

La seguía viendo de perfil contra la tierra.

—No.

—¿Pero usted sabe lo que hago exactamente?, ¿a qué me dedico? Bueno sí que lo sabe... Le advierto que no es lo que usted cree. Porque piensa que gano bastante dinero por eso, ¿no es verdad? Bueno fíjese bien, debajo de esto —se levantó un poco el vestido— no llevo nada, ¿qué le parece?, todo por ahorrar y vea el traje que tengo, es de hace tres años, ¿se da cuenta?

—Sí.

Le volvió a pasar la botella de vino.

—Aquí no hay quien viva, es todo más difícil de lo que imagina y hay que desconfiar. No le miento. ¿Qué cree que hacen los hombres dignos?

Hablaba Rosa Antillón, movía las manos, y parte de sus palabras se perdían. Conmigo, diga, ¿qué creen que hacen?, ¿no lo sabe? Había levantado la cabeza y se le apagaba el brillo de los ojos. ¿Qué cree que puede hacerse conmigo, eh? ¿Qué haría usted? Había golpeado una de sus piernas con su mano abierta y después la pasaba lentamente por la falda. ¡Eh! ¿qué haría? Se había echado un poco hacia adelante.

—¿Imagina lo que hace don Tomás Terrén conmigo?

—No.

—¿Y el alcalde?

Se inclinaba hacia Ventura Méndez. No es que quiera presumir de nada, pero algunas veces viene el secretario a ver a Damián ¿comprende? A Ventura Méndez le parecía que no había una relación clara entre el secretario que venía a ver a Damián y ella. ¿Ah, no?, dijo Rosa Antillón, ¿sabe por qué viene a ver a Damián? Olía a sudor y Ventura Méndez se fijó que iba muy pintada en los ojos. Viene a verme a mí aunque disimula. Él dice que es por el trabajo pero va y viene muchas veces y no es precisamente por el trabajo.

—Ya, ¿y Damián qué hace?

—¿Damián? Había puesto sus dos brazos en la falda. A Ventura Méndez, le pareció un gesto tranquilo.

—Ah bueno, a ese lo que le preocupa es vivir. Lo demás no sé si le importa pero no me lo ha dicho. Y fíjese, una vez don Tomás Terrén le dio más dinero que el que le debía. Lo vi bien. ¿Sabe lo que hizo?

—¿Quién?

—Damián.

Ventura Méndez sentía la carretilla contra la espalda que estaba caliente por el sol.

—No.

—Pues se fue de aquí un día. Me dijo que se iba a no sé dónde... no lo recuerdo ahora bien. Pero el secretario se quedó.

—¿En el cobertizo?

—Sí en el cobertizo.

—¿Con usted en el cobertizo?

—Sí. Toda la noche conmigo.

Ventura Méndez se había puesto de pie. Comprendía que debía decir algo más.

—Bueno, pero si a Damián no le importa a usted a lo mejor sí.

—No. A mí tampoco; menos de lo que piensa. Si le digo la verdad no lo sé, por eso soy como soy, pero hay que vivir.

Damián Albolote intentaba empujar a Rosa Antillón hacia su cuarto del cobertizo pero ella forcejeaba. Lo peor es que después no hay quien la haga levantarse por la mañana, le digo que por ella no se levantaría nunca. La obligaba resueltamente, pero se sujetaba al quicio de la puerta y a Ventura Méndez le pareció que se reía.

—¿Ve, dijo Damián Albolote, cómo quiere salir con la suya?, ¿lo ve usted?

La había hecho soltarse pero se había abrazado a Ventura Méndez.

—Quítese usted, dijo Damián Albolote, que si no, no acabamos nunca, quítese usted.

La había arrastrado dentro. Cree, dijo Damián Albolote, que no la conozco y se equivoca. La hacía entrar en su habitación y la empujaba contra la cama. Se proponía sujetarle los brazos y las piernas.

—Usted quítese de allí, repitió, que yo sé lo que me hago.

Conseguía mantenerla inmóvil pero ella le arañaba la cara.

—Lo que me gustaría saber, dijo Damián Albolote, es si cree que va a quedarse con usted toda la noche y yo viéndolo, ¿quiere apagar la luz?

Había que aflojar la bombilla que colgaba del centro del techo. Damián Albolote explicaba que no había llave y que tenía que subir a una silla.

—Coja un trapo porque si no va a quemarse, tenga cuidado no vaya a caerse cuando baje.

Con la luz apagada volvía tanteando las paredes al mismo sitio.

—Ya sabe dónde tiene su cama, dijo Damián Albolote. Pedía perdón por haberle dejado a oscuras.

—Si no se la trata así, explicó, es como si nada; mire como está tranquila.

Rosa Antillón gritaba y se reía al mismo tiempo en la habitación contigua. Damián Albolote dijo que lo hacía para no dar su brazo a torcer y que se callaría al final.

En el cobertizo Ventura Méndez hubiera deseado poder evadirse y construir un mundo seguro para él o inventarlo. Comprendía esa realidad. Estaba allí con una chaqueta en los pies y el rescoldo del fuego del hogar a su lado. Podía estar tranquilo, no iba a pasar nada. Sólo tengo que quedarme aquí. Fuera están los muertos. Fuera todo sería verdadero. Fuera hay muerte. Aquí no hay muerte. Allí estaba Rosa Antillón. Aquí estoy yo inmóvil y seguro. Imaginaba el vientre abultado de Rosa Antillón y esto le infundía una confianza mayor. Sujetaba con suavidad la chaqueta entre sus manos. En la oscuridad oía que Damián Arbolote hablaba. Estaban allí agazapados, inmóviles. Imaginó las manos de Damián Albolote. Son manos de enterrador. Imaginó los labios de Rosa Antillón húmedos y abiertos y sus ojos pintados. Están allí dormidos uno junto al otro esperando.

Se daba cuenta que él sobraba. Oía un rumor de sábanas y de cuerpos. La voz de Rosa Antillón era un susurro; su chaqueta era un brazo enorme que estrechaba sus piernas. Un abrazo caliente y tranquilo. Un abrazo tangible y real. Pensó, con los ojos cerrados, que se apoyaba en el hombro de Rosa Antillón, que le hablaba, que se hinchaba su vientre y que le sonreía con sus ojos pintados. Después estaba la muerte y la vida misma, que era peor aún, al otro lado del cobertizo, muy lejos de él, rozándole.

Damián Albolote había extendido la baraja encima de la tierra. Pues como ve, dijo, el trabajo no es difícil. Colocaba las cartas en fila. Yo lo que pienso es que después del trabajo hay que pasar un rato de alguna manera y aquí a veces se está muy solo. La baraja era vieja y aparecía gastada en los bordes.

—Pues sí, ¿no juega al guiñote?

—No.

—Usted se lo pierde, lo que yo creo es que después de trabajar un poco no hay nada mejor que una partida de cartas, me refiero, añadió, al guiñote.

—Ya, dijo Ventura Méndez.

—¡Qué le vamos a hacer!, dijo, pero se puede jugar también solo. ¿Ve usted?

Colocaba las cartas de la baraja alineadas unas detrás de otras. Parece difícil el juego pero fíjese porque es fácil. Al retirar algunas cartas quedaban huecos que podían ser completados por otras. ¿Ve cómo es fácil? (Volvía a explicar algo del trabajo. Decía que era cansado pero que había que acostumbrarse.) Mire este cuatro de copas. Colocaba el cuatro de copas debajo del cinco de copas. ¿Ha visto cómo se hace?, si no coloco el cuatro de copas pierdo. Liaba un cigarro y mojaba el papel.

—Yo, si usted me lo permite, lo que querría saber es por qué ha venido a trabajar aquí.

Al colocar el dos de bastos debajo del tres del mismo palo movió con la manga la sota de oros. Porque a mí me parece, perdone usted si le ofendo en algo, que éste no es un trabajo para usted. (Extendía las manos.) Fíjese en mis manos. Enseñaba unas manos anchas y grandes. ¿Qué le parecen? Colocaba, al mismo tiempo, el siete de oros debajo de la sota. Mire, dijo sin interrupción, esto va bien, sólo hay que tener un poco de paciencia como yo hago y entonces sale.

—Sí.

—¿Ve?

Le indicó Ventura Méndez que había movido la sota de oros con la manga lo que significaba que había hecho trampa.

—¡Hombre si usted lo dice!

—Sí; no me hará creer usted que no la ha movido.

—Ah ya, pero mire en algo hay que pasar el tiempo.

Había barajado y observaba confuso a Ventura Méndez. Volvía a colocar las cartas en la misma posición como si fuesen cruces alineadas y en orden, simétricas sobre la tierra aún caliente.

Así, en el suelo boca arriba, brillando al sol las cartas, parecían los símbolos auténticos de un orden universal, eternamente quieto y feliz.

Ventura Méndez se había envuelto en la manta —ya en su jergón— y había cerrado los ojos. Aun así seguía paso a paso los movimientos de Rosa Antillón y al notar que se acercaba volvió la cabeza hacia la ventana.

—¿Se ha dormido ya?, preguntó la mujer.

—¿No puedes venir?, dijo Damián Albolote en la habitación contigua.

Sentía la mirada fija de Rosa Antillón. Resonaba aún la voz impaciente de Damián Albolote. (Sabía que ella conocía que no estaba dormido y en cualquier momento haría algo para él dedicado exclusivamente a su persona.)

—Ahora mismo voy, dijo Rosa Antillón.

Se había detenido. No se veía nada. Oía el murmullo de la seda. Rosa Antillón se quitaba la chaqueta y la dejaba encima de la cama. Estaría a sus pies, delante de Ventura Méndez, con sus brazos enormes en los costados. (Le decía a Damián Albolote que está dormido.) No habría que abrir los ojos y permanecer allí inmóvil sabiendo que no servía de nada. ¡Eh, oiga!, dijo Rosa Antillón. Pero, ¿no puedes dejarle en paz?, dijo Damián Albolote, y en ese momento se apoyó en la colcha. Era algo extraño caliente y vivo. Ahora voy, ahora voy, dijo Rosa Antillón.

El brazo largo blando lo sentía (estaba hecho para abrazar y existía en ese instante con más fuerza que nada). El brazo tanteaba la colcha. Hubiera podido Ventura Méndez guiarlo hasta él. Hubiera podido cogerlo con las dos manos, ¡con los dedos!, y haberlo puesto contra la cara, apoyándolo en los ojos: ¡estoy aquí a la derecha! Pero se orientaba por sí solo, más a la derecha, y se dirigía a él resueltamente. ¿No comprende que a Damián no le importa?, dijo Rosa Antillón. ¡Eh Damián!, ¿verdad que no te importa? ¿Lo ve usted? (Volvía a hablar en voz baja.) ¿Quiere que me quede o no? Damián Albolote se había levantado. Esta mujer, dijo de pie, ¿pero qué hace? Se había acercado y tiraba de ella. Se empujaban delante de Ventura Méndez que veía las dos sombras contra el fuego del hogar.

Estaban sentados. Ventura Méndez pensó que habría podido estar así mucho tiempo. (El cielo palidecía aún más y se enrojecía débilmente; el aire se llenaba de una monotonía difusa.) Se podía ver que había en el aire algo cansado, algo tenue, que venía de lejos, de ese cielo desvanecido de color sangre. Las manos de Ventura Méndez, las manos de Rosa Antillón, tenían un color anaranjado y parecían transparentes. Puestas contra el sol eran sólo sombras rosadas, extrañas apariencias, que terminaban en las uñas. Las uñas blancas incrustadas en la sangre y en la carne podían raspar, si quería Ventura Méndez, la tierra seca. Podían hurgar allí entre la arcilla revuelta. Sólo había que querer apoyar las manos en el suelo y presionar débilmente. Pero ¿por qué?, ¿por qué ese miedo a raspar allí? Era un miedo difuso, inmotivado. La tierra recogida por los dedos caía en las palmas y resbalaba otra vez hasta el suelo. Ventura Méndez tomaba la tierra a puñados para dejarla caer. Él sabía que en su mirada había la misma ansiedad que veía en los ojos abiertos de Rosa Antillón y en el cielo, y le habría gustado haberlo dicho: ¿lo ve Rosa, lo ve? Conocía que allí la tierra era vulgar. La tierra era seca y caliente al mismo tiempo. Tierra que ocultaba algo que era difícil de definir. ¿Lo ve Rosa? Había que disimular. Había que hacer como si no pasara nada. El viento Este es un viento tranquilo, ¿no es verdad? Pero no, no lo era. El viento quería decir algo. El viento era ancestral; el viento venía de algún sitio de lo alto, y se sumergía allí en un torbellino. Las cruces se alargaban. Las de los extremos hacían sombras que trepaban por la pared blanca. Son las sombras de siempre. Pero no, tampoco lo eran, y después estaba allí Rosa Antillón: un espacio de carne apoyado en la losa blanca. Un espacio compacto y hueco, al mismo tiempo, donde había una vida que se desarrollaba y crecía.

—¿Lo ve usted?, dijo Rosa Antillón, hay que correr esas dos cruces a la derecha. Mire, fíjese cómo están. Señalaba algo. Dos cruces estaban separadas ligeramente de las otras en dirección al muro. Rosa Antillón se había levantado y medía la distancia contando los pasos. Damián Albolote seguía en el otro extremo jugando a las cartas, sentado.

—De aquí hay cuatro pasos.

Midió otra vez la distancia desde el otro lado.

—Desde aquí hay más de cuatro pasos, dijo, eso se ve.

Se había alejado y comprobaba el efecto. Damián dice siempre que hay que colocarse de cara a cada hilera y mirar. Fíjese usted ahora. Se agachaba un poco. De cada fila tenía que verse sólo una cruz, la de enfrente, y después las otras si se habían colocado bien deberían de quedar ocultas.

—¿Lo ve usted?, ¿lo ve?, ¡y Damián qué tranquilo está con sus juegos!

Se levantaba también Ventura Méndez para medirlo, comprobaba las distancias paso a paso y por pies para conseguir una mayor exactitud.

—Sí está mal, dijo Ventura Méndez.

Rosa Antillón le seguía. ¡No ha de estar mal! ¡Si lo hiciera así siempre como digo...! Se movía de un lado a otro. Yo me canso de repetirlo a Damián, ¿sabe?, pero él se empeña en hacerlo como quiere. Se paró un momento, después siguió colocando un pie a continuación del otro. Lo hace mirando solamente, él dice que no se equivoca y ya ve. Coja esto. Alcanzó a Ventura Méndez una estaca pintada de blanco y afilada hacia el extremo.

—Póngala allí a la derecha.

Colocó Rosa Antillón otra estaca a la izquierda.

—¿Aquí?, dijo Ventura Méndez.

—Sí, donde está ahora.

Agachada parecía algo desprovisto de forma. En cuclillas, con las rodillas un poco separadas, apoyaba la cabeza en su vestido. Se volvió Ventura Méndez para verla de frente, y en ese momento sintió el viento a su espalda. Recorría sus manos y sus dedos. Apoyó una rodilla en el suelo y se frotó con un poco de tierra el pecho con cuidado. Tenía la misma clase de miedo de antes pero se había acentuado. Le pareció notarlo sobre todo en la boca. El pelo de Rosa Antillón oscilaba con el viento. Sus piernas blancas y separadas eran monstruos macizos que llegaban al vientre. Su vestido se movía encima de su cuerpo y encima de su carne.

—Déme la pala, dijo Rosa Antillón.

La incrustó ella en seguida en la tierra a la altura donde había puesto la señal.

—Este es el sitio exacto, dijo Rosa Antillón.

Había por lo menos medio metro de distancia desde la nueva señal al lugar donde estaba colocada la cruz antes.

—Después dirá Damián, dijo Rosa Antillón, que no se equivoca. ¿Por qué no prueba a arrancarla?

Le señaló la cruz mal colocada y Ventura Méndez empezó a moverla.

—¡Venga hombre que parece dormido!

Consiguió moverla y la arrancó del suelo.

—¿Dónde la dejo?

—Donde quiera.

La dejó en la tierra esperando que hiciese el hoyo.

—Bueno ya está, dijo Rosa Antillón, ahora puede ponerla.

Sostenía de pie la cruz mientras Ventura Méndez echaba la tierra y después la apisonaba a medida que se iba llenando el hueco.

—Colóquela derecha.

Ventura Méndez acabó de llenar el hoyo y se separó un poco.

—¿Está bien?

La había movido hacia la izquierda y Rosa Antillón introdujo estaquillas de madera para sujetarla.

—¿Qué me dice ahora?, ¿qué le parece?

Se la veía satisfecha del trabajo y de las cosas. ¿No me dice nada? Ventura Méndez no sabía exactamente qué debía decir.

—Esto ¿lo ve?, dijo, no hay quien lo mueva.

Ventura Méndez la miró, comprendió en seguida lo que significaba que estuviera delante.

—Diga algo.

Eran dos pequeños monstruos vivos —uno frente al otro—. Ventura Méndez creyó que debía explicarle que posiblemente el orden estaba en la quietud y en el silencio. Que no tenían derecho a razonar la muerte y a ordenarla.

—¿Quiere venir un momento aquí?

Había que llegar sorteando las cruces. Rosa Antillón se movía porque estaba viva, porque las piernas marchaban, la empujaban rítmicamente una detrás de otra.

—¿Cómo le resulta a usted esto?, dijo Rosa Antillón; me refiero al conjunto. Señalaba el pequeño espacio con la mano casi con orgullo (el enjambre de muertos, las cruces, la tierra removida).

—No va mal del todo me parece, dijo Ventura Méndez, no se puede pedir más.

—No, dijo Rosa Antillón, pero es algo triste, ¿no cree? ¡Al lado de lo que habrá visto usted por allí! Además es extraño ver tanta muerte junta delante.

Sí. Estaba anticipándose. Estaba en la tarde, en la luz, en los ojos de Rosa Antillón, en su carne, en las manos de Ventura Méndez. Allí estaba esa mezquina muerte, echándose encima. Aún más en las cosas vivientes que en las cosas muertas, en la monotonía, en el sol pálido, en la luz, en el zumbido de las moscas, sobre la montaña y en el agua del río.

—Escuche lo que verdaderamente es extraño, dijo Ventura Méndez (porque necesitaba hablar de cualquier forma), es que existamos usted y yo, que hablemos y nos movamos... Pero una vez que se ha producido esto lo demás no debe dar miedo. ¿Qué más da que sea irracional la muerte? Porque ¿y esto?, lo que hay ahora y aquí en este momento, ¿es que es lógico? Entonces habrá que admitir todo o destruir todo. ¿Es que no vive usted ahora y me habla?, ¿y por qué?, ¿lo ha pensado? ¿Por qué vive y me habla?

Rosa Antillón nunca lo había pensado; nadie le había enseñado y entonces escuchaba a Ventura Méndez con los ojos abiertos.

—¿Le pasa algo?, dijo, yo no sé nada.

—¿Pero le parece natural de todas maneras?

—¿El qué?

—Que usted viva por dentro y piense por dentro y se mueva después. ¿Le parece natural que no sepa de dónde viene ni lo que hace aquí? ¿No cree que se ha acostumbrado y que no es razonable?

—No sé, dijo Rosa Antillón.

—¡Pero diga algo!, ¡porque lo habrá pensado!

—Bueno, mire, acabemos, yo no necesito conocer esas cosas, cada uno es como es y no va a arreglar usted el mundo. Déme ese vino y beba si quiere.

—Sí ya —dijo Ventura Méndez— ¿y Dios?, ¿cree usted en Dios?

—¿Qué dice de Dios?

—¿Y cree que va a morirse?

—¿Pero está bebido?, dijo Rosa Antillón. ¿Por qué me pregunta a mí eso? ¿No viene usted de fuera, de la Universidad o de algún sitio así?, ¿no sabe tanto? Usted conocerá mejor que yo esas cosas me imagino. Además sí que voy a morirme para que lo sepa.

—Sí pero no es eso —dijo Ventura Méndez—. Por otra parte usted misma dice que vengo de fuera y yo necesito saber la opinión de usted que está dentro, que vive aquí. Yo necesito saber la opinión que usted se ha formado viviendo de esta manera.

—Ya. ¿Y qué más le da a usted?

—¿Pero no comprende?, fuera hay orden y aquí no. Fuera se les pregunta y contestan. Eso es lo peor... Yo quiero saber lo que piensa usted y no me importa lo que piensen los otros.

—¿Sabe que le da fuerte?, dijo Rosa Antillón. Bueno pues yo no le contesto a usted nada y así todos satisfechos... Mire aquí hay que trabajar que es lo importante, lo demás son cuentos y usted tiene la cabeza llena de pájaros porque es eso lo que le pasa.

—Sí.

—Perdone, dijo Rosa Antillón, perdone que se lo haya dicho.

Le miraba. Soy mayor que usted, dijo Rosa Antillón, por eso me lo he permitido. Seguían siendo dos seres ilógicos: dos seres puestos uno al lado del otro, colocados en un sitio cualquiera en una época cualquiera.

—Recoja la carretilla si quiere, dijo Rosa Antillón.