El aire era suave y caliente por la noche y empujaba en la espalda. Se sentía la sensación de libertad, de huida, de fuerza. La aventura empezaba ya al marchar por la carretera, a la orilla del río. Eso era algo que venía del paisaje. Ventura Méndez pensó en lo que explicaba Benito Liesa y se dijo que no tenía razón, pero aunque la hubiese tenido habría sido lo mismo y él no habría participado en su verdad y negaría porque de acuerdo con el paisaje no había otra cosa que hacer. Con la luz, y la brisa suave, sintiendo el corazón y la sangre en el cuerpo, toda la fuerza del Mundo estaba en él mismo, y en decir que no a Benito Liesa.

Por lo demás había una forma de exponer la cuestión que era probablemente la única posible; porque si Ventura Méndez decía, hábleme algo de la resurrección, lo que considere más oportuno sobre el tema, podía creer Benito Liesa que no se expresaba en términos serios, cabía que dijera: no sea así, hombre, que yo no estoy al tanto de estas cosas, que yo no sé más que usted, pero ciertamente si se le preguntaba sobre una cuestión concreta no debía remitirle a otra autoridad en la materia y decir, usted va a la Casa Diocesana y pregunta. Una respuesta así hubiese obtenido la réplica adecuada, ¿y por qué no pregunta usted? Benito Liesa tenía que dar contestación personal entonces a las preguntas y debía hacerlo con cuidado sin exaltarse, como haciendo ver que no pasaba nada, que se hablaba por hablar por puro pasatiempo, sin que la respuesta fuera, de ninguna manera, definitiva o importante. Así que debía decir si había resurrección o no, pero él hablaba de conformidad con las normas que se habían establecido oficialmente, partiendo como base o fundamento que el hombre vivía eternamente, lo que equivalía a dar a entender que, aunque el cuerpo permaneciese allí en la Tierra, después volvería a ser como al principio y recuperaría sus facultades cognoscitivas, intelectuales, de reproducción, de conservación y sus aditivos ornamentales como el pelo y las uñas. Benito Liesa exponía la materia de acuerdo con la Summa Theologica de Santo Tomás sin quitar ni poner nada al respecto; los cuerpos se levantaban, se iban a otro lugar, empezaban a articular palabras, a andar, a sonreír: los niños jugando, los mayores más pausados, ¿hablando de qué?, ¿de política?, ¿de deportes?, ¿de resultados técnicos?, ¿de las apuestas deportivas benéficas o de algo que tuviera ese carácter?, ¿de las leyes fundamentales?, ¿del cambio y reestructuración de la Administración del Estado?, ¿de los relevos?, ¿de la Ley Orgánica? Cada una de las cuestiones y todas ellas en conjunto se planteaban si el hombre resucitaba de verdad, aunque para eso había que contar con la respuesta afirmativa de Benito Liesa y parecía que no sabía o que no quería hablar. Se insistía. ¿La resurrección de los cuerpos consistía en algo puramente simbólico o tenía un sentido más profundo?, e incluso sin necesidad de ir demasiado lejos, ¿es que había resurrección? Se esperaba solamente esa respuesta. ¿Hay resurrección o no? Benito Liesa miraba a otro lado. Se pedía una palabra o un movimiento de cabeza. ¿Hay resurrección o no? La cabeza de Benito Liesa seguía inmóvil y también sus manos. ¿Hay resurrección o no? Decía que sí, asentía, pero su afirmación no era convincente. ¿Los cuerpos resucitados gloriosos o no, tendrán un cuerpo que equivaldría al que habían tenido en el momento de morir?, es decir ¿los niños seguirán siendo niños y los viejos continuarán como estaban?, ¿o resucitarán a una edad media, en su plenitud de facultades físicas e intelectuales? Cuando hay dos teorías extremas siempre suele existir otra intermedia: ¿los hombres resucitarían del mismo modo que murieron?, ¿o lo harían a la edad que se quisiera y que más conviniese? Se veía la mirada de Benito Liesa como perdida.

—Vamos, dijo el sacerdote, es menos difícil de lo que parece, pero se plantea otro problema previo al que hay que hacer referencia, quiero que comprenda que la humildad aquí es necesaria y sólo así se podrá llegar a un resultado. Fíjese bien yo antes de entrar en el tema tengo por costumbre rezar algo, pronunciar una oración simple, y luego, con el espíritu más tranquilo, pues voy lo que se dice al grano. Por todo ello a mí me gustaría que hiciera lo mismo, que me acompañara en estas reflexiones sobre religión y teología, ¿le parece a usted bien?

Se había detenido en medio de la carretera; el viento movía su sotana; tampoco se trata de rezar si no quiere, yo lo que le estoy demostrando a usted es el procedimiento que utilizo y cada uno tiene el suyo. Si se centraba en el tema no era difícil, hablábamos de resurrección, pero todo ello se relacionaba con Dios y sus atributos, eso era previo a lo demás. Entonces iba a seguir. ¿Permite usted que me exprese con palabras sencillas lo que se dice con el corazón en la mano? Lo primero que tenía que hacer era levantar la mirada sin miedo: vea y admire, eso es fíjese bien. Había levantado el brazo en alto y señalaba el cielo de verano. Es grande Dios, es grande. Y ahora, sin apartar la mirada repita conmigo: no sé cuál es mi camino ante esa inmensidad (había levantado la voz) pero yo acepto cualquiera que me haya sido encomendado, ¿qué dice? Contra el cielo se recortaba la silueta de Benito Liesa que seguía con el brazo levantado, lo mantenía así, y Ventura Méndez que estaba junto a él, mirando al cielo, perdió el equilibrio empujándole, ¡cuidado, hombre, no se vaya a caer! El sacerdote bajó el brazo. Parecía que Dios le había absorbido y se perdía; repitió la frase que pronunciaba el sacerdote en voz baja: mira, Dios, que yo no sé cuál es tu camino en esa inmensidad, etcétera.

El sol caía sobre las cosas reblandeciéndolas y dándoles su verdadero sentido de contingencia. Lo que veía Ventura Méndez lo habían visto otros hombres, otras mujeres y otros niños ya. Era el tiempo hecho silencio. En los tejados de pizarra del cobertizo, en las piedras, se posaba el sol y se apelmazaba con la materia. Lo que sucedía no parecía delicado, ni siquiera digno. El orden había que inventarlo de alguna manera pero resultaba difícil conseguirlo. Con la ventana abierta se sentía la dulzura del aire debajo de la camisa, viendo los pinos encima de La Campa y después, más arriba, las defensas y los diques. La metafísica y la tarde se encontraban, porque encima de los diques, las defensas y la niebla, Dios era pensado por Ventura Méndez con ciertas limitaciones. A esa hora del atardecer no se podía alegar nada en su contra. El sol cubría el mundo y subía un olor de tierra caliente. ¿También llegaría a los muertos como una caricia? Sí Dios, sí Dios. No resultaba suficiente decirlo como pasatiempo, pero todo dependía del grado de alcohol creciente y hasta del estado mental.

A través de la ventana del cobertizo la tierra llegaba al cielo y se dejaba cubrir; y el aire tibio de verano movía los árboles que se inclinaban alargándose, perezoseándose más allá del río. Las horas había que ocuparlas en algo, no se podía solamente mirar a Rosa Antillón o hablar con Damián Albolote. Era necesario elegir y en el cobertizo se hacía todo. Rosa Antillón estaba delante sentada en frente de Ventura Méndez y miraba al suelo; no podía sostener la mirada, decía sí, sí, pero era un pronunciado en su interior. Lo que se imponía entonces era llenar bien los vasos de vino, carambullarlos, y de esa manera alegrarse (sin pensar demasiado en los fines de la vida ni en sus motivaciones ya que eso inducía a la tristeza). Damián Albolote contaba que él al beber llegaba a calzorrarse, se le quedaba floja la estralica de mano, con pliegues, como pasaba con las medias y los calcetines que se caían por falta de sujeción.

—¿Y dice que eso le pasa a menudo?

—Pues sí señor a veces tengo algo de cansera.

Podía sucederle a todo el mundo. En ocasiones, la herramienta de hacer vida se sumanciaba y quedaba como dormida amodorrada, ¡qué se le iba a hacer!; había cosas que no dependían del cerebro ni del corazón sino del temperamento con que se nacía.

El mundo estaba lleno de desequilibrados y anormales, que no se decidían a actuar, que siempre encontraban motivos para permanecer en la inactividad más absoluta. ¡Pero diga, usted hombre qué le pasa! Le había estado observando y a decir verdad tenía un comportamiento más bien extraño. Le veo ir a usted hasta la tapia y vuelve siempre con las manos en la espalda mirando al suelo deteniéndose de vez en cuando, arrancando la hoja de un árbol que se la lleva siempre a la boca, pensando, ¿pero en qué piensa? A Benito Liesa no le gustaba hurgar, adentrarse en la vida de los otros, pero es que no había algo que le molestara o indignase más que no saber cómo se podía ser de esa manera que para él era simple —¡y que perdonara!— desprovista de todo sentido práctico, cuando a su edad, veinticinco años cumplidos, debía admitir que tenía toda la vida por delante, que no había que perderla con pensamientos que hacían daño, que eso era lo que pasaba con los estudios, con la dichosa filosofía de Hegel y Kant y hasta de San Agustín que, le iba a ser franco, había que leer, tener una cultura, pero no ésa. ¡Dios mío, Dios mío!, que le veo a usted yendo de un lado a otro del recinto del cementerio, ¡que está aquí desde hace dos horas, que lo he comprobado desde la tapia! El mundo ciertamente estaba lleno de personas que perdían el tiempo preguntándose cosas: ¿la desesperación de tener un yo?, ¿la sed de trascender? ¡Vaya usted a paseo!, ¡que tengo más años que usted, que yo sé lo que le conviene y cómo sacia usted la sed!, ¡la desesperación, leche! y no me venga a mí con esas que es muy joven aún, que se lo digo yo, y tampoco lo resuelve todo con un desahogo físico y ya sabe a lo que me refiero, que por allí anda Rosa Antillón siempre a sus pies y si Alejo Guarga no la deja entrar en la iglesia hace bien.

—¿Quiere fumar?, dijo Benito Liesa. Venga, póngase más protegido del viento que ahora le doy yo fuego. Eso es. Sí, hombre, esto de Dios constituye un pequeño problema, hay que decirlo todo, que no vamos a resolver usted y yo en un solo día.

Él veía las cosas de una forma que según pensaba (puedo equivocarme pero no creo) resultaba clara dentro de lo posible. Existían distintas creencias y religiones; todas muy respetables muy dignas no digo que no (hacía una pausa, dejaba un tiempo para reflexionar) pero se estaba fuera del plano de la verdad, si no se olvidaba esto las cosas cambiaban algo por no decir bastante o mucho. ¿Es que no había que tener una cierta preferencia absoluta y plena hacia la verdad?, ¿es que acaso no debía de ser considerada en una situación de privilegio? Para él la pregunta estaba clara. ¿Cómo iba a ocupar el mismo plano el error la falsedad o la mentira? ¡De ninguna manera, que no hombre que no! Miraba a Ventura Méndez. Porque usted dice que no es católico, ¿es que le gusta ser distinto a los demás?, ¿lo hace sólo por eso?, ¿para escandalizar, molestar? Seguía hablando con las manos extendidas en el aire, ¿porque no me va a decir que al final no queda nada de nosotros? Eso no puede ser. Sonreía confiado. No sería justo, y además está el consentimiento universal. Permanecía en silencio, ¡vaya hombre!, ¡la nada dice usted! No se descuide ni se deje ir, no vaya explicando cosas de mal gusto, es un consejo, lo que se dice que no ande jugando y recuerde que allí donde cae el árbol allí se queda. (Levantaba la voz y en sus palabras vibraba la indignación súbita.) No diga eso, no sea responsero, ¿no ve que hace daño a terceros y nos lo hace a todos? Vamos a imaginarlo por un momento. Usted vive un tiempo y después se acaba; no sabe lo que pasa fuera, las cosas continúan pero no las ve; ya conozco la expresión de que el hombre es un ser gratuito, ¿gratuito digo?, lo que se le haría en ese caso, hablando mal y con perdón, sería, bueno mire, lo voy a decir, una gran cabronada, sí señor, algo indigno, no sólo no sabría lo que pasaría a su alrededor sino que tampoco comprendería por qué vive y tan tranquilo. ¿Le entiendo a usted o no? ¿Es eso lo que quiere expresar?, ¡pues no ha convencido a nadie!, ¡a mí por lo menos no, y me ha dejado frío!, mire cómo tiemblo. Si no estuviese seguro ¿qué haría aquí vestido con esta sotana? Lo que pasa es que es fácil hablar a la ligera, y justificar las deshonestidades y otras cosas como hace usted. ¡Oiga, oiga joven, que le estamos viendo venir desde hace tiempo! Usted empieza a cansar. Pues sí señor, estaba esperando el momento. Ya iba siendo hora de que se lo dijese. El vaso estaba colmado hasta rebosar y la última gota conseguía... ¿entiende? Le miraba sin resolución; quiero decir que la labor que usted hace no es buena en sí misma y además busca adeptos a su manera y lo que es peor los consigue, les habla a los jóvenes del lugar, influye en ellos de mala manera, ¿y qué resulta de todo ello?, eh ¿dígame?, si es que hace el favor de contestar, porque la cuestión de ir hablando mal de los curas, por ejemplo de mí, eh, ¡vamos, vamos, no lo niegue! Yo soy un creyente, yo tengo mis ideas que son personales y además, ¡qué casualidad!, fíjese en la palabra que empleo, además, son de la iglesia católica apostólica y romana. Y lo mismo ya es un decir, no es un simple argumento, una bagatela, ¡y vaya con el hombre!, pues claro, usted se va de la lengua con los compañeros de trabajo sobre todo y con los que son de aquí. Se detenía en medio de la carretera sujetándolo ligeramente de la chaqueta. Perdone la entonación de voz y considérelo como un simple arrebato, no le dé más importancia; si le parece a usted vamos a continuar con lo de antes que si le hablo sinceramente casi se me ha olvidado. Haga usted el favor de pasar a la derecha, que no oigo por este lado. Pues los de la región, como le digo, son bastante badulaques y eso empleando una expresión poco ofensiva; hay otras sí que definen mejor la situación. Este pueblo es de mierda y el país igual, y algunos dirigentes, aunque no todos, ¡otros que tal bailan! Yo, a su edad, también tenía inquietudes pero se han ido en cierto modo y nunca tuve esa mala intención que le resulta propia a usted ya que se le ve venir como le digo. Pero, ¿qué clase de hombre es?, ¿puede responder a la pregunta? Es fácil imaginar que vive en el pecado ¿o no? La mirada del sacerdote estaba fija en la suya, no era inexpresiva sino que estaba llena del santo temor, de la santa furia, y sus manos contra la carretera temblaban, el humo del tabaco le hacía toser, tenía los ojos abiertos y gemía guturalmente moviendo la cabeza, de un lado a otro, diciendo no hombre no, pero dígame, ¿qué hago yo si se puede saber entonces?, ¿me lo va a explicar? Le habría gustado. A ver si es capaz. Ponía las manos en la sotana a la altura del pecho. Toda una vida dedicada a los demás a los menesteres que le eran propios despegado de sí mismo. Un sacerdote inútil según él y unos cuantos más.

Benito Liesa hacía resbalar las manos y las llevaba a los botones de la sotana. Deje correr el agua, y despreocúpese de las cuestiones que están reservadas a otros, es un consejo. Ventura Méndez quería saber quién las resolvía y si había alguien. Benito Liesa se había vuelto ligeramente, el viento norte se levantaba. Su expresión era más severa y parecía endurecida.

—¿Ve?, eso es lo que le pasa. Yo observo que en su actitud hay una falta de humildad. ¿Quiere saber a quién corresponde resolver el asunto? Pues muy fácil, en primer lugar le diré que a usted no, y ya que me lo pregunta voy a responder que hay personas preparadas, capaces, verdaderas autoridades en la materia.

Había vuelto a iniciar la marcha. Ventura Méndez le oía hablar, se expresaba con claridad, sin titubeos.

—Mira que es bueno, esto que me explica, ¿dónde lo ha aprendido?, ¡no me diga! Hala, que yo sé lo que necesita usted, y que no basta con leer sino que también es necesario asimilar, hacer caso a los mayores.

La silueta negra de Benito Liesa se confundía con la tierra a la altura del Puente de Hierro. Sólo se veía su cara y las manos contra el fondo de la ladera. ¿Y además, dónde va a parar con eso?, ¿cree que hay algo nuevo bajo el sol?

¿Qué necesidad hay de resolver esos problemas? Por ejemplo, se puede suponer que llegas a alguna conclusión. Ese orden que has establecido (porque todo está bien porque no hay que preocuparse) no va a durar más de un día o a lo sumo dos. Saldrás del cobertizo. En el cementerio el sol parecerá que te inunda, que entra en tu interior, ¡qué poca importancia tiene la luz! Hay sol por todas partes, sobre las piedras, las casas, los trajes y las personas y sobre tus manos también. Te empieza a resultar incómoda esa luz, es sólo un momento. Piensas que no hay otro motivo. Acaso porque en tu más remota juventud sucedió algo que no recuerdas. Probablemente hay una razón más simple. Es la realidad que te coge de improviso. Es difícil pasar de la vida inconsciente al mundo de verdad. Las cosas no son como se quieren que sean. Se imponen a pesar de uno. Habría sido más fácil inventar, mover, mover las cosas, y las personas, utilizando hilos como si se tratase de un guiñol. Hacer el mundo a la imagen y semejanza de uno. Todo ello es imposible. En eso consiste el esfuerzo o el trabajo, hay siempre una resistencia que vencer. Algunos hombres lo sabían. Marx dice que hay que cambiar la realidad del mundo, entrar en ella pero transformándola. Habla de acción, de movimiento. Yo creía al principio que era un movimiento intelectual, que la realidad se doblegaría a la imaginación y no es cierto. El mundo puede existir sin mí y no cambiaría. Al principio me parecía que todo lo que veía alrededor era un simple y puro objeto, que me circundaba. Nunca pensé que los otros también tenían su interioridad y que luchaban con todas sus fuerzas para no perderla. Esa influencia de los otros para no dejar de ser, para que se les vea y se les considere y se les escuche es lo que me hace daño. Las cosas también desde su interior respiran, se muestran y no se puede deformarlas a voluntad.