—Oiga, dijo Rosa, ¿usted cree que soy mala?
Al volver a beber, el reflejo del sol le daba a Ventura Méndez en la cara y cerraba los ojos.
—No, no lo creo, dijo despacio, pero le advierto que tampoco entiendo mucho de esto. Para hablarla con franqueza comprendo muy poco... Si usted piensa que es mala o que se cree mala allá usted. Yo no voy a juzgarle. Si usted me hiciese esa pregunta varias veces le contestaría de distinto modo.
—Ya.
Ventura Méndez estaba echado en el suelo a su lado. Desde esa posición la veía de una manera menos confusa a la izquierda.
—Pero le parece bien a usted porque le parece bien todo, ¿no?
Rosa apoyaba la cabeza en un codo cerca del muro.
—No, es posible que sea así pero no lo sé.
—¿Quiere decir que si tuviera una hija la educaría como lo han hecho conmigo?, ¿que le parecería bien que fuese de la misma forma que soy yo y no le molestaría?
—Hombre, dijo Ventura Méndez.
—¡Ah!
—No. Escuche; las ideas de los otros son buenas para mí porque cualquier idea es verdadera en un plano determinado; quiero decir que lo que es bueno para unos es malo para los otros y que todos eligen lo que para ellos es mejor y siempre de un modo interesado. ¿Comprende?
—No.
—Bueno mire es lo mismo. Me gusta hablar, y por eso lo hago. Imagínese, volviendo al tema, que usted tiene que elegir de dos formas distintas, mejor dicho que tiene que elegir entre dos cosas diferentes, ¿cómo elegiría?, ¿qué haría usted?
—¿Qué quiere que le diga?, no sé, depende de lo que fuera.
—Bien depende de lo que fuera, es verdad. Pero en cualquier caso se decidiría por lo mejor para usted... Esto es cierto. Claro que podría equivocarse y elegir mal para un observador que estuviera fuera, pero para usted no. Para usted la elección sería buena en cualquier caso puesto que habrá elegido lo mejor siempre y de cualquier modo, ¿entendido?
Había que esperar para dejarle que moviese la cabeza en un sentido afirmativo.
—Indudablemente, siguió Ventura Méndez, lo mejor para usted no será lo mismo que para mí. Influirán en usted como en mí factores psicológicos de ambiente, de herencia, etc. Y esto es lo que hay y nada más y lo que le predetermina, quiero decir lo que le obliga. Cualquier postura es buena para el que la realiza. Nadie en este sentido es culpable y usted menos que los otros.
—¿Usted cree?
—Bueno yo hablo como le he dicho por hablar y además esto me tiene sin cuidado esa es la verdad. Podría ser así o de otra manera... Mire, imagínese que esa nube tapara al sol, ¿la ve? Si esa nube tapara al sol, entonces todo cambiaría y muy probablemente todo me parecería mal en este momento... Si usted entonces me preguntase lo mismo que ha preguntado antes casi seguro que sentiría que usted es culpable.
Se había apartado Rosa Antillón. Ventura Méndez señalaba el sol. Ella le alcanzaba el vino.
—¿No ve el sol?, dijo Ventura Méndez. Está allí como si fuera algo insignificante y lo es todo. Porque la luz lo es todo, ¿sabe? La luz hace que nos sintamos los seres más perfectos y los más desgraciados del mundo. Hace también que inventemos los motivos. ¡Cuidado!, ¿me entiende o no? Observe bien que cuando sentimos miedo, lo justificamos inventando la imperfección; decimos «tengo miedo por este motivo y por éste»... Pero usted sabe que ese motivo no es el que justifica su miedo, que lo ha inventado. ¿Por qué lo ha inventado? Muy fácil; lo ha inventado porque así se sentirá más tranquila y más perfecta... Ha inventado la imperfección fuera para poderla echar fuera de usted desde dentro... ¿Pero sabe lo que pasa verdaderamente? En realidad el pecado está dentro de usted y no debe de inventar nada para justificarse... Es sobre todo una cuestión de luz y de sombra... Por eso hay que tener cuidado con las nubes, con el sol, con cualquier cosa.
—Bueno usted habla mucho esa es la verdad, usted ha bebido demasiado y es lo que le pasa.
—Sí, eso sí que es verdad, hablo demasiado y me gusta hacerlo de vez en cuando y porque he bebido también, pero en este momento es importante no dejar de hablar, yo se lo digo.
—Pero, ¿qué le pasa?, ¿es que siempre es así?, ¿siempre tiene miedo?
—Sí.
Podía explicarle que era fácil sustituir los valores tradicionales, allí, y desplazarlos por otros, e incluso destruir esos mismos valores tradicionales. Se lo dijo por fin: Rosa, si yo me quedo así como estoy lleno de vino contra las tapias blancas a su lado nadie en el mundo podrá decirme lo que debo hacer. Se reía la mujer. ¿Entonces, dijo, usted no sabe qué hacer a mi lado? Le acariciaba el hombro con la punta de los dedos, ¿de verdad que no sabe qué hacer a mi lado? Ventura Méndez la veía con la luz blanca cayendo sobre su cara y sobre su pelo revuelto.
—¿Es que cree que no soy como las otras mujeres?, tengo un cuerpo igual.
—Sí, eso es verdad.
Se palpaba las piernas. La luz le caía también por los brazos. Pero el cuerpo, ¿qué es?, pensó Ventura Méndez; el cuerpo es una cosa, y además del cuerpo, ¿hay algo? Podía ver a Rosa Antillón cegada por la luz, inundada de luz, con su vestido azul a su lado. Además de su cuerpo, ¿qué hay? Rosa Antillón andaba, se movía, respiraba. Podría estar allí por derecho, del mismo modo que no debería estar en otra parte. Con el calor del sol, después de la siesta, el zumbido de las moscas, con toda la monotonía encima del atardecer, al ras de las cruces, nada podía ser diferente. Rosa Antillón estaba bien allí. Rosa-era-lo-mejor-del-mundo-en-ese-momento-y-allí. Su belleza residía en que encajaba con lo que le rodeaba. Su deformidad era completamente natural entre los muertos. Su moral ¿qué era sino adaptación a un medio? ¿No era locura haber vivido así hasta entonces con tanta muerte encima y a la espalda?... Todo estaba permitido hasta lo deforme con espíritu o sin él. ¿Dónde estaba localizado le espíritu de Rosa Antillón?, ¿en las manos?, ¿en el vientre?, ¿dónde?, ¿en sus piernas torcidas?, ¿en sus brazos?, ¿en sus rodillas? En su cuerpo sí. No había valores objetivos. No había nada. Los valores allí se inventaban. Eran completamente suyos, los podía crear o destruir.
—Usted me ha preguntado cómo la juzgo, dijo Ventura Méndez, y se lo he dicho a mi manera, ¿ha entendido?
—Sí, he entendido, no hace falta que repita ni que grite tanto.
La juzgaba en ese corral de muertos un poco borracho a su modo, espiritualizando lo que era feo y deforme para hacerlo, en el futuro, bello y suyo; porque era lo mismo pasearse entre las cruces que apoyarse en las tapias al sol, revolcarse o abrazarse a la tierra. ¿Qué más daba? Al fin y al cabo, ¿qué importancia podía tener? Su cuerpo se llenaría de sol. El viento haría siempre mover su pelo. Su vientre, abultado y enorme, sería lo más acogedor y vivo. De cualquier manera, en algún momento, todo estaba bien.
—¿Quiere decirme, dijo Rosa Antillón completamente tranquila, que no le disgusto?
—No, dijo Ventura Méndez.
—¿No le parezco entonces vieja?
—No, dijo Ventura Méndez.
En el talud al otro lado, sin saber qué hacer, Ventura Méndez recogía un útil de trabajo. Damián Albolote estaba sentado inmóvil con las cartas de la baraja delante. Hacía viento y había puesto unas piedras sobre los naipes para que no se volasen.
—¿Se ha levantado viento?, ¿no cree?, dijo Ventura Méndez.
Damián Albolote se había puesto en pie y había deshecho el juego de cartas.
—¿Eh, qué dice?
Había cogido la carretilla y avanzaba hacia él con la pala en la mano.
—¿Ha visto el viento?
La tierra removida por la pala formaba una masa compacta. La pala tenía un mango brillante. Ventura Méndez se apoyó en el mango y se limpió el sudor con el dorso de la mano. Olía allí a tierra removida y ese olor le tranquilizaba. Lo respiró con fuerza y sus pulmones se llenaron entonces de un aire suave que venía probablemente del bosque. (Esa bocanada le recorda algo infantil, algo que no imaginaba del todo, ¿un grito?, ¿pero por qué le producía ese dolor?) Damián Albolote a su lado, en frente, iba de una parte a otra con su carretilla. La carretilla chirriaba al andar y la sombra de Damián Albolote se recortaba en el cielo color terroso. El olor de la tierra caliente era cada vez más fuerte. Encendió un cigarrillo mirando al cielo. Notaba que todo su cuerpo se sumergía en algo imperceptible. Con la mano rozó el mango de la pala. La pala resultaba también familiar. Con los dedos palpó el mango hasta la chapa y su mano tembló. Miró al suelo y vio donde se apoyaban sus pies. Estoy apoyado en esta tierra. Toda su vida estaba localizada «allí» precisamente en ese momento y en cualquier otro momento sería igual. Estoy trabajando aquí, estoy situado. Estoy hablando con Damián Albolote. No podía hacer nada para estar en todos los sitios al mismo tiempo o en todas las partes a la vez. El cementerio también estaba localizado, rodeado de esquinas y de muros. Damián Albolote está aquí y Rosa Antillón en el río. Hasta ese momento no había tenido una idea real del espacio. Pero es que viéndolo desde este terreno, desde este nuevo punto de vista, el espacio no resultaba del todo normal. Damián Albolote, Rosa Antillón, y yo ocupamos un sitio. Además hay unas montañas lejos y un cielo color terroso. Quería beber más. Todo estaba situado porque era distinto. Lógicamente no debería haber muchas cosas. Era una conclusión normal. Las cosas deberían reunirse en una unidad. Pasó inconscientemente el dedo por el perfil de la montaña que se recortaba a lo lejos. Dio un traspiés. Por lo pronto había perfiles, nada acabaría nunca. Todo continuaría hasta el final. Comprendió que el razonamiento era confuso pero que por su parte lo entendía bien.
En ese momento se distrajo viendo que Damián Albolote volvía con la carretilla.
—Oiga Damián ¿ha estado alguna vez allí?
Le señalaba la masa de tierra anaranjada de la cima.
—Pues no.
Explicó que no podía hacer esfuerzos grandes. Con un pulmón, ¿sabe?, no pueden hacerse muchas cosas. Pero Ventura Méndez no sabía que sólo tenía un pulmón. Hay mucha nieve arriba, ¿no ve? Se divisaba una masa blanca y rosa entre las rocas. Damián Albolote volvía a empujar la carretilla que chirriaba. Su espalda estaba húmeda de sudor. Todo resultaba inseguro alrededor; Ventura Méndez creyó que seguiría igual hasta que viniese Rosa Antillón. Posiblemente después ya no vería con tanta fuerza esas cosas múltiples que estaban alrededor y que le apartaban de esa unidad que había construido mentalmente. Se esforzó por no pensar y miró al sol que desaparecía por el oeste, enorme y blanco. (Sin moverse, empezó a contemplarlo en una posición vertical. Había apoyado los codos contra el talud de tierra. La luz resbalaba por él hasta la tierra.)
Ventura Méndez se sumergía en un bienestar profundo. Parecía aligerado de peso. El canto de Rosa Antillón tenía un significado universal, no era un rezo simple. Se expresaba a cielo abierto, sin muros alrededor, sin ningún cobijo, sin pronunciar palabras familiares o repetidas. Nunca había sentido con tanta fuerza que las cosas se referían a él mismo. Ya no había que hacer ningún esfuerzo para que siguiera cantando, no era necesario decir, lo hace muy bien. Todo seguía por sí mismo. Toda la vida podría continuar siendo así. Se oiría siempre el canto de Rosa Antillón debajo de un mismo cielo entre muertos conocidos. Por tanto de rodillas al sol, con los brazos cayendo en los costados, con alcohol suficiente en el cuerpo y en la sangre con la mirada llena de paisaje y los ojos húmedos de sueño hablando en voz alta con un Ser Espiritual Abarcador, explicando que no se creía en Él. ¿Dios es el sol?, ¿la tierra?, ¿la luz?, ¿el agua del río? Se hablaba a pesar de todo. Mira Dios, que yo, Ventura Méndez, estoy aquí de rodillas al sol poniendo orden entre los muertos para ver si se puede hacer algo por cambiar el estado de cosas y parece que no es posible. Se comprobaba que la canción de Rosa Antillón era dulce y triste a la vez como una tonada o una canción de cuna. Rosa Antillón decía, ¿le basta así?, y Ventura Méndez, con la guitarra en la mano, le obligaba a continuar. Lo hace muy bien siga, pero explicaba que conocía una forma mejor de pasar el tiempo. ¿Quiere usted verlo? Algunas actitudes no parecían serias. ¡Rosa, Rosa! Ventura Méndez se arrodillaba en la tierra y los ojos se le humedecían y no conseguía secarlos el viento. De rodillas Rosa, ahora haga el favor de rezar conmigo y no diga que no me tengo en pie. ¿Usted cree en Dios?; muy bien Rosa, ponga ahora las manos juntas o como mejor le parezca, a mí me da igual. Yo creo que hay parte de Dios en la tierra y en mí mismo y en su cuerpo, ¿y usted qué dice? ¿Ah sí?, hable, exponga lo que quiera, ¿cree que no? ¿En dónde?, ¿en dónde está Dios? Hable Rosa, me parece bien, le oigo, no sé qué dice, ¿en su vientre?, pues puede ser que sea también de esa forma y que tenga usted razón. Vamos a dejar caer algo de vino en el agua. ¿Lo ve? Rosa no hable.
Se teñía de rojo el agua del río como si fuese sangre. Parecía que se iba entre los dedos, mire. Rosa Antillón estaba de espaldas mojándose la frente y la parte alta del pecho, palpeando allí para quitarse el calor diciendo, ¡qué he de ver, hombre!, levantando la falda para humedecer los muslos sin querer oír a Ventura Méndez que explicaba que era la sangre del Hombre la que se iba en la corriente del río, y asegurando ella que no estaba de acuerdo, que tenía mucha imaginación, lo que era malo en todos los casos y más entonces si no se olvidaba que se podían hacer otras cosas —como había explicado— mejores, que no exponía, porque estaba en el ánimo de los dos. Levantaba Ventura Méndez los brazos en alto con suavidad encima del agua, que se escurría a flor de piel, y enunciaba los principios de Marx y Engels, ya que él era un hombre libre que sólo comulgaba con los grandes Principios Políticos y con la Naturaleza. Rosa Antillón, de pie en la piedra, movía la cabeza negando insistiendo en que no estaba en su cabales, ¿qué era eso de comulgar con la Sangre de la Tierra? Ella nunca había creído en historias de curas y en esas condiciones se veía su falta de sentido común, si me permite le voy a explicar algo aunque quiero que me prometa que no se va a poner de mal humor, ¿sabe lo que es usted? Según ella misma un charrador que podía ser rebotado de cura. Le gustaba la profanación y los juegos aunque no los de estornija precisamente, y si no dígame ¿qué significado tiene eso de echar el vino en el agua diciendo que se estaba absorbiendo la sangre de la tierra?, ¿y qué es lo que dice además? ¡Ah!, el Sufrimiento Universal. Y para colmo obligándole también a ella, a arrodillarse cuando él mismo no se sostenía de pie, aprovechándose de su ignorancia, ¡pobre de mí que yo no sé lo que hago!, pero soy capaz de seguirle a usted al fin del mundo. Comprendía Ventura Méndez que Rosa Antillón podía tener razón, que el sol no representaba a Dios porque el silencio era absoluto, le daba otra probabilidad para conseguir una respuesta, le veía irse despacio detrás de la ladera, sin esperar que acabase la oración comenzada. Gritando al sol, diciendo, ¿no puedes esperar? Caían, en seguida, las sombras y el silencio sobre la tierra, el río, y sobre él mismo. Miraba a todos lados fijándose en la figura de Damián Albolote que avanzaba como una aparición, andando a golpes, cambiando la dirección, con la jarra de vino en la mano hasta llegar a colocarse junto a Ventura Méndez, para mirar el cuerpo desnudo de Rosa Antillón, hablando de forma confusa, en el primer momento, para decir luego que no le gustaba esa diversión y esa tarde menos que otras. Parecía que las piernas le temblaban y quería explicar algo más sin conseguirlo. Se dirigía a Ventura Méndez. ¿Qué hace este informal de hombre aquí? Se comprendía que estaba lleno de debilidad y de miedo. Rosa Antillón dijo ¡Damián no se vaya a caer!, pero no llegó siquiera a sujetarlo.
Las tres sombras estaban de rodillas alineadas con el cielo de verano encima, luminoso, en un silencio profundo. Eran seres vivos a los que se había situado en un lugar del Mundo. El recogimiento parecía absoluto dentro de la indignidad que tiene el origen en el alcohol, en el fuego místico, en el juego o en el romanticismo ingenuo. ¡Qué bordes estos de izquierdas! El alcalde Alejo Guarga encima de la tapia, junto al secretario, veía las tres sombras. A Rosa Antillón de espaldas más cerca, y a las otras dos figuras de frente, a Ventura Méndez y a Damián Albolote. El viento del oeste había amainado y el miedo recorría cada uno de los cuerpos, cada brizna de hierba, el hierro forjado de las cruces. El alcalde Alejo Guarga llegó a santiguarse y Tomás Terrén, el secretario, hizo igual —por obediencia— nombrando a Santa Orosia al mismo tiempo. Allí estaba un estudiante, un paria, y la mujer, bajo ese silencio, oyéndose el fragor del río nada más. ¿Cuánto tiempo?, ¿cuánto tiempo? El alcalde Alejo Guarga decía, en voz alta, que no iban a poder estar así toda la noche, alguno se levantaría. Y la hipótesis de que hubiesen muerto por castigo de Dios no parecía admisible. Nadie se muere de rodillas. El secretario Tomás Terrén explicaba, ¡vaya usted a saber!, en la vida siempre había cosas que no se comprendían. Hablaba en voz demasiado alta. El alcalde Alejo Guarga le llamaba la atención, ¿se va usted a callar?, si sigue gritando nos van a oír. Usted mire solamente porque tendrá que declarar el día de mañana, nadie le pregunta lo que piensa o cuál es su opinión personal.