Se comprendía la inutilidad de hacer cosas en Canfranc-Estación. Desde el sillón de la terraza —chaise longue— se veía la montaña, y por costumbre se quería seguir el perfil con los dedos. Nadie apreciaba el esfuerzo que pudiese consistir en levantar la mano para señalar, para hacer un pequeño recorrido sin apoyo de ninguna clase. Pero el brazo se caía sobre las piernas y llegaba Pepe Escarrilla entonces con una agua tónica Schweppes caliente, hecha de propaganda televisiva y tanino —puro recuerdo de la civilización del desastre— que se bebía sin pena ni gloria, reclinando la cabeza hacia atrás en el sillón o contra el muro, viendo pasar a los militares con uniforme de maniobras, reconociendo al cabo Severo Obarra al frente de la formación y no a los soldados porque eran nuevos (y ya aparecían cansados, con muy poco ánimo, vencidos). Se incorporaba un poco Román Barós para decir a un amigo o conocido: ¿cómo vas, macho?, dejándose caer luego en el sillón, oyendo cómo el cabo Severo Obarra gritaba a los soldados: ¡vamos, vamos, que es para hoy!, ¡que parecen mujeres facilonas y follanderas!, escuchando asimismo que se iniciaba el canto que hablaba de horizontes de grandeza que a Ramiro Pertusa —Jefe de la Estación— le resultaban lejanos e inalcanzables. Volvía Salvador Zurita con un cigarro apagado en la boca —con un fumarro— y comentaba entre dientes que a él le habían hecho la gran putada, ¡pues sí señor!, eso era verdad, porque aparte de no haber hecho caso de su instancia de exención para el Servicio Militar, tampoco habían tenido en cuenta la prórroga que había solicitado, así que le tocaría entrar en filas cualquier día de éstos; por él cuanto más tarde llegase mejor. Por el momento, hala, a ver sólo cumplir a los demás su cometido: los soldados a aprender el manejo de las armas y ellos ocupándose de sus asuntos civiles. En el lugar, en Canfranc-Estación, en todo caso, se empezaba a comprender la inutilidad de cualquier esfuerzo, por eso se rezaba, se blasfemaba, se iba al prostíbulo o a misa —los domingos o días de labor— sin conseguir el arreglo posible. Se cogía la bicicleta, por hacer algo, y se daba el paseo acostumbrado por el parque; pues tampoco de esa manera. Se expresaba el desacuerdo ante la Sociedad, ante el Ayuntamiento, inventando culpables, llamando al Regidor hijo de puta o magnicida. Pues no resultaba útil. Se veía caer la lluvia o ponerse el sol. Se dormía veinte horas seguidas en vez de ocho o, por llevar la contraria, se levantaba uno muy temprano por la mañana. El ambiente general era el de animosidad contra el ciudadano medio, el cura del pueblo, Benito Liesa, y los funcionarios del Ayuntamiento. Se repudiaba con razón y por instinto a los intelectuales, a los poetas, a los abogados y a los veraneantes, a los notarios, militares y Registradores de la Propiedad. Se comprobaba la ineficacia de la misma actitud. Por tanto, al final, como único pasatiempo cabía beber un vaso de vino en la terraza del bar de Pepe Escarrilla, viendo a las mujeres jóvenes sentadas a las mesas, agrupadas, sin que hubiese ninguna posibilidad de acercarse a ellas para faldear, considerando la educación recibida en los colegios de pago y centros oficiales. ¿Permite usted, señorita, que me ponga a su lado?, sin que hubiese por el momento, ninguna segunda intención, sin dar suelta a la rocinada de turno. Resultaba hasta violento no recibir una contestación que viniese de la persona en cuestión que se mantenía corrientemente en silencio. Por tanto era obligado permanecer de pie, insistir sin obtener ningún resultado, cuando ya los demás —Lorenzo Gavin, Pepe Escarrilla, Salvador Zurita, Román Barós o Ramiro Pertusa— seguían desde la otra mesa, al fondo de la terraza del bar de Pepe Escarrilla, el resultado de la operación. Se volvía con los compañeros y siempre había que oír la misma pregunta, la turruntela: ¿qué?, sin más, así sólo. Era mejor encogerse de hombros y no explicar nada. La vida parecía injusta muchas veces, no sólo para algunos hombres, sino para todos.
Canfranc-Estación se mostraba de verdad cansado de sol, de esperar que llegase la noche y la sombra. Se podía decir que se encontraba allí para dejar pasar las horas y los días. Estaba hecho de ilusiones y de contrastes, de hombres que pululaban por sus calles, que querían cosas, que iban de un lado a otro sin saber por qué durante el día, que después descansaban al llegar la noche arropados entre los muros de las casas y los tejados.
La monotonía se había asentado en el lugar desde el principio de los siglos, se encontraba en el hotel de Pepe Escarrilla y en el bar Flores —los enanos— en las oficinas de Aduanas y en la Renfe; en la habitación que constituía el local impropio, desvencijado, de teléfonos, en la misma señorita que cumplía su cometido (María Larues Tejedor) llevando las clavijas a lo largo del tablero. Allí —como en todas partes— se sentía discurrir el tiempo. Por la mañana las cosas y las palabras tenían aire de nuevas, aunque no fuese así. Pepe Escarrilla, hijo de doña Miguela —la propietaria del bar—, se levantaba tarde (le llamaba María José, la criada). El sol ya había salido por el Vasco hacía tiempo, cuando entraba en el bar para servir a los clientes, los asiduos, apoyados en la barra o sentados a las mesas, que esperaban. Se trataba de los mismos hombres: el alcalde Alejo Guarga, el peluquero Salvador Zurita, el cura Benito Liesa, el cabo Severo Obarra, Rosa Antillón y Pilarín Candasnos, el Jefe de Estación Ramiro Pertusa, Damián Albolote y el médico Honorio Obispo, que saludaban a su manera dando los buenos días o diciendo ¿qué hay?, ¿cómo va?, pidiendo un bitter Cinzano o un vino tinto o claro, con sifón o sin él. Pepe Escarrilla se ponía un mandil viejo que le cubría hasta las rodillas. Al reír se le veían los dientes de plata de imitación.
El alcalde Alejo Guarga preguntaba a Damián Albolote si quería más vino y se lo pidió a Pepe Escarrilla sin comprobar si asentía. Había que alegrarse. Movía la cabeza siguiendo el compás de la música mientras intentaba poner la mano encima de las piernas de Rosa Antillón que, en un principio, no llegó a moverse. Después dijo: ¿qué cree usted?, ¡haga el favor! y Damián Albolote, que estaba al lado, desvió la vista en esa dirección. Rosa Antillón había bajado el tono de voz como disculpándose, aquí no, dijo, y Alejo Guarga que seguía con la mano a la altura de sus piernas volvió a la realidad hiriente del día dejando caer el brazo con lentitud sobre la mesa de mármol, encima de la superficie húmeda de vino y aceite, para pasarla luego dos veces —deslizándola— de arriba abajo, y acabar explicando que estaba bueno el vino, lo que ya por sí mismo era importante. Hay que beber, dijo a Damián Albolote, ¿no bebe usted? y María José la criada que había entrado para ayudar en el servicio de mostrador, preguntó si blanco o tinto, sirviendo ella; e iba en seguida a la cocina a contarle a doña Miguela de Escarrilla que allí estaba la mujer fácil, escalentida, desamorada, de Rosa Antillón, es decir la puta, haciendo lo posible por dejarse meter mano por el alcalde Alejo Guarga y además en público, mientras el mismo alcalde en el bar intentaba romper el silencio, las situaciones embarazosas no convenía prolongarlas demasiado, dirigiéndose de nuevo a Damián Albolote. ¿Qué quiere tomar que se le invita? ¿No? Oiga que el ofrecimiento, viniendo de donde viene, no puede ser rechazado y menos por usted. A ver, Pepe, ponga más vino, si hace el favor. Pues sí. ¿Y cómo va usted, Rosa?, ¿bien?, ¿con salud suficiente?, así es mejor y que no falte. ¡Tan retozona, camandulera, servicial esta Rosa!, ¡no puede pedirse más! ¡Y qué le va a hacer usted, Damián!, cuando una mujer le sale así no queda otro remedio que dejarla hacer. El hombre propone y Dios dispone, y también se dice que él es fuego y la mujer estopa viene el diablo y sopla. Si me equivoco que nos corrija el cura Benito Liesa que conoce el problema, aunque podría ser que hiciese ver que le resulta ajeno... ¿eh?, ¿eh?... Bueno, eso es un decir... Yo le iba a preguntar algo a Damián —¡sí a usted, a usted!— antes de que se le olvidara: verá..., le habían hecho saber que Rosa Antillón se encontraba en estado de esperanza, lo que era lo mismo que asegurar que iba a parir, que iba a tener lugar la nacedura en un período de tiempo no muy largo. Pues de lo que le interesaba informarse, y a los señores que estaban allí a lo mejor les pasaba igual (señalaba a los clientes asiduos) —parece que sí, que no voy desencaminado— era quién había concebido al hijo; y que se fijase que no tenía por costumbre ser revisalsero o entrometido. Dígame, ¿ha sido usted, Damián? Todo podía acaecer en la vida, ¡no diga que no! Se cree en la paternidad responsable de uno y luego ya ve, ocurre que no o que todo proviene de la intervención de otro, de un tercero, ¿no es verdad?, partiendo del hecho de que las mujeres son bastante zaborreras, hablo de todas, lo que no quiere decir que señale a alguna en particular... Se estaba en una conversación generalmente entre hombres, como se podía comprender si se miraba bien, no adopte ese aire de fantuchero, que parece como si se le hubiese ofendido gravemente, así que a seguir bebiendo que con el vino las ideas tristes y las preocupaciones se van de la cabeza. A ver, Pepe, otro blanco y que no haya que decirlo cada vez, si se acaba el vino se pone otro y ya está. Eso es, no hay ninguna pena que dure mil años, como digo. Volvía la cabeza para ocultar la sonrisa y colocaba su mano en la boca, ¡vamos, vamos! Analizaba a Damián Albolote, recuperado ya; cambiaba el tono de voz y la misma expresión —fingía— poniendo los ojos en blanco. Esperaba que se iniciase el jolgorio en el grupo, ¿sabe lo que le digo?, ¿se lo imagina?, no se podía conocer si sería un varón o una hembra —usted tampoco— se había quedado en silencio al oír que Pepe Escarrilla hablaba, ¡no me interrumpa, haga el favor!, se lo tengo dicho a usted muchas veces. Ya no sé en lo que iba, ni de lo que hablaba. Él había pensado acabar la frase de la siguiente manera: no sabemos si será un varón o una hembra y usted tampoco, pero lo que sí sabemos todos los que estamos aquí es que será un verdadero hijo de puta. Pepe Escarrilla se disculpaba, siga, siga usted, no faltaría más y perdone. A Alejo Guarga se le veía indeciso, mirándole con la boca abierta; explicaba que cada cosa estaba bien en su tiempo y que la ocasión se le había pasado, por tanto, ¡qué se le iba a hacer!, pedir más vino y calmarse para continuar hablando, ¡mira que tendría gracia que el infante tuviera los rasgos del sacerdote!; hablaba por hablar; ¡aunque si se pareciera a Benito Liesa, o a don Tomás Terrén! ¡Oiga, Damián, vamos a alegrarnos un poco! Alguien, de todos modos, cargaría con el muerto. En la vida, algunos soportan las culpas de los otros, y a usted le ha caído el mochuelo en suerte, cabrón. No se haga rogar y beba le digo, hasta la última gota y cante. Aquí nadie ha hablado de tristezas, de manchurrias. Tenga educación hombre, y olvídese si se ha pronunciado alguna palabra injuriosa. Lo de cabrón es ya algo empleado en el lenguaje corriente, de acepción vulgar, acabe el vino, que a la otra ronda invita Benito Liesa, que mire se está haciendo el que no ve, el distraído, y es el único que no ha pagado; ¡eh, don Benito!, acérquese con los amigos a beber algo del charapote, no sea rinconero, ¿o ya no nos habla?, ¿se le han subido las órdenes a la cabeza? Pues vea que aquí estamos conversando de cosas importantes y a lo mejor usted nos puede ayudar o echar una mano. Yo decía lo siguiente, ¡oiga, usted, no se lo pierda! que el hijo de Damián Albolote no sabemos si será varón o hembra y usted tampoco, pero de lo que sí estamos seguros usted y todo el mundo, es que será un verdadero hijo de puta, ¿qué le parece? El sacerdote Benito Liesa no quería pronunciarse a favor ni en contra, en eso no se metía. Además no era cristiano hablar de esas cosas allí. Pepe Escarrilla había cruzado la mirada unos segundos con él. Ramiro Pertusa estaba detrás.
—Oiga, dijo Alejo Guarga, que no hay que exagerar tampoco, que aquí estamos alegrándonos todos, bebiendo uno vasos de vino sin más, y no veo la razón de meter al cristianismo de por medio, y además sí hay que preguntar a alguien si se siente ultrajado, tiene que ser el mismo Damián Albolote, así que nos lo diga él, ¿usted Damián qué piensa?, ¿lo ve?, ¿lo ve?, aquí se bebe y se canta y si llega la ocasión propicia uno cae en la tentación de la carne, sin exagerar, que tampoco supone el apetito desordenado, ¿no es verdad? Nada, sí señor, quiero decir reverendo, ahora se paga otra ronda y en paz, y fíjese en lo que se ha dicho para que no haya equívocos luego, ni comentarios poco oportunos. ¡Mire que si se pareciera a usted o a don Tomás Terrén! No se vaya, es un decir, no me sea así, ¡qué susceptible se ha vuelto este hombre! Y ahora cante, Damián, pero no lo haga en voz baja, lo hace bien cuando quiere, y que Pepe se calle si es que puede de una puñetera vez y que no lo tenga que repetir. Se había acercado Rosa Antillón a Damián Albolote y mantenía el cuerpo junto al suyo, al lado del mostrador. El alcalde Alejo Guarga repetía: cante Damián no se haga rogar, cuando ya él iniciaba una tonada de la tierra con voz grave, con un aire excesivamente bajo y triste.
En el Paseo de los Melancólicos el aire olía a tierra húmeda y los árboles aparecían silenciosos con el cansancio que llenaba al mundo. Los insectos se devoraban entre sí o procreaban en el eterno cumplimiento de las leyes eternas del juego. En la Estación Internacional José Luis el cartero, siguiendo las indicaciones de Ramiro Pertusa, llevaba una carretilla con la correspondencia y dos sacas encima —con la bandera nacional— que había ido a buscar en el buzón del vestíbulo. En el bar de Pepe Escarrilla, doña Miguela, había puesto a remojo los garbanzos del día siguiente y le decía a María José la, criada, que colocara el cubierto de la cena en el comedor. ¿Yo, señora? Sí usted, ¿con quién hablo si no? Y si era demasiado pronto que lo pusiera de todas formas; la gente joven tenía la mala costumbre de decidir por su cuenta, de responder, lo que no estaba bien. En la montaña, el agua del deshielo, se hacía río tumultuoso, que bajaba hasta el valle, encharcando la huerta de Lorenzo Gavin. En el establecimiento de Flores, algunos soldados hablaban, en compañía de Severo Obarra, con la tranquilidad irresponsable de los seres que piensan que son de este mundo.
Cuando Tomás Terrén se encontraba con Rosa Antillón le preguntaba por su trabajo, por lo que hacía. Explicaba con afabilidad que ella merecía otra cosa mejor, aunque todas las ocupaciones eran igual de dignas sin excepción si se hacían con una dedicación absoluta o plena, poniendo interés en ellas con verdadera vocación, y pasaba en seguida al asunto que le llevaba. Rosa, ¿tiene tiempo libre hoy? En ese caso le esperaba dos kilómetros abajo del río en la carretera. No decía exactamente para qué y Rosa Antillón le obligaba a ser más explícito, ¿no me va a llevar a tomar el aire?, así que diga para qué. Tomás Terrén mantenía las formas y el respeto mutuo, no sea usted así, Rosa, ¿quiere? Recorría su cuerpo con la mirada, lo hacía con dulzura, mientras ponía el reloj en hora, y llegaba, luego, al mismo lugar en el tiempo establecido, con su corbata y un libro en la mano. De su brazo se alejaba de la carretera apartándose por un camino vecinal. Entonces hablaba de la naturaleza y del orden, con tranquilidad, como si se tratase de una obra perfecta, preguntando a Rosa Antillón si pensaba sobre eso igual que él. ¡Es hermosa la vida! Echaba la cabeza hacia atrás para mirar al cielo. Rosa Antillón estaba conforme en algunas cosas —en que era hermosa la vida— pero no comprendía la necesidad del preámbulo, ¿me desnudo aquí? Tomás Terrén no estaba de acuerdo con la brusquedad, con las palabras que pudieran resultar hirientes, con las rocinadas: no sea así Rosa; despreciaba lo vulgar, buscando la espiritualidad en todas las ocasiones en su más alto significado. Rosa Antillón intentaba justificar su actitud; mire yo no tengo tiempo como usted, que si no voy a trabajar no me pagan, me hace gracia, hablando del color del cielo y de las flores, cuando se ve en seguida lo que pretende, ¡ande hombre! diga de una vez lo que me va a dar, y luego, lo de las flores se lo cuenta a la esposa —doña Juliana Arnal— que también espera impaciente, ¡qué chalanguero es usted! A Tomás Terrén no le parecían bien las palabras ni que nadie se refiriese a la mujer propia, a la esposa, en esos términos. Había que saber distinguir y menos con ese tono de voz. No, Rosa, por ese camino va usted mal. Le disgustaba que no comprendiera algunas cosas. Rosa Antillón se defendía: ¿pero qué quiere que comprenda? A Tomás Terrén particularmente le agradaba la armonía, la tranquilidad. Se hallaba, por ese motivo, en contra de la civilización, del trasiego continuo; las prisas no iban con él. Se imponía sacar de la vida todo lo provechoso y lo hacía a su manera. La tarea del Ayuntamiento, el cumplimiento del deber, y luego la vuelta a casa, al lado de los suyos (de la esposa y del hijo), la comida y el reposo, el dejar que un día pasase sin prisas, porque cualquier acto —desde el más humilde al más trascendente— podía estar lleno de perfección.
—¿Y éste?
Rosa Antillón dejaba el vestido en la hierba y Tomás Terrén comenzaba a desabrocharse la camisa, sacando el mayor partido al instante mismo, pero sin olvidar que al espíritu se unía la materia que encontraba en ella su asiento. Dios estaba en todas partes y con él, ¿no es verdad?, era necesario buscar, al mismo tiempo, el camino de la salvación para todos y eso debía recordarlo ella en su día, en el futuro. ¡Sí, hombre sí, lo que quiera! Tomás Terrén ponía la chaqueta junto a la corbata, en la tierra y preguntaba: ¿qué espera mujer?, considerando que una vez decidido a capucear, no podía estar en inferioridad de condiciones, sin su corbata o su chaqueta, cuando Rosa Antillón, en cambio, estaba como se la veía, es decir aún vestida y con ese aire responsable.
En Canfranc se dormía la siesta. Una terrible siesta con la que se intentaba hacer pasar el tiempo —ganarlo o perderlo— con la conciencia tranquila. Ramiro Pertusa, Jefe de la Estación Internacional, estaba muriéndose en vida; él lo sabía, pero todo el mundo se muere. De cinco en adelante, después del descanso empezaba a vivir de nuevo, lavándose la cara y los ojos y los dientes. Iba al bar de Pepe Escarrilla para olvidarse de su situación. ¿Qué otra cosa podía hacer?, ¿dedicarse al deporte como pasatiempo? A Ramiro Pertusa le gustaba el deporte y los ejercicios de pesas y saltar altura y cronometrar tiempos, pero Armando Obispo, el médico, no le dejaba. Por lo que se refería a él no podía aplicarse la sentencia de mens sana in corpore sano. Eso —según Armando Obispo— dependía de lo que se entendiera por salud física y mental: ¿Un hombre es más hombre cuando salta una altura mayor?, ¿cuándo se dedica a desarrollar los brazos, y el vientre, los músculos del tórax, los de los brazos?: uno y dos y tres, ejercicios de respiración y gimnásticos para conseguir una mayor complexión, una armonía y después poderse ver delante del espejo, con el cuerpo desnudo de cintura para arriba o todo el cuerpo, observándose de una manera íntegra y analizándose por partes: ahora los músculos pectorales y la espalda; ahora la pelvis que no impresionaba en el conjunto (había que imaginar la mirada imposible de una mujer) y después las piernas demasiado delgadas, con las venas a flor de piel, como es propio en la arteriosclerosis, que en cualquier caso podía eliminarse con otro ejercicio complementario. Armando Obispo recomendaba siempre reposo, tomar el aire nada más —se le dice por su bien— intentando no moverse demasiado. ¿Cómo vamos hoy Ramiro Pertusa, se está bien al sol? Pues sí señor, se está bien y hace buen día. Siempre había otros quehaceres, la charlatanería cotidiana. Buenos días, aquí estamos resguardándonos del viento, mirando pasar los soldados por la carretera, los veraneantes con sus provisiones y botijos, con la bota de vino al hombro. Haciendo un esfuerzo para contestar a Lorenzo Gavin que sí, que se estaba bien de salud o al menos sin contratiempos; viendo cómo los grajos bajaban al río, lo sobrevolaban y volvían a levantarse, mirando al fondo de los pinos, y a la Estación Internacional, o a la iglesia, recobrando el espíritu de golpe, imaginando que las fuerzas se adueñaban del cuerpo como antes, hablando de política con Lorenzo Gavin (analfabeto) que se refería al país propio, ¿qué piensa de todo esto don Ramiro?, ¡qué le voy a decir a usted!, hablando de representación, de democracia y si se terciaba de las instituciones y hasta del sindicato libre y de los convenios y de la libertad de prensa y censura, plan de desarrollo, cenas políticas, prostitutas y precios. ¡Pero hombre don Ramiro que eso no tiene nada que ver! Lo importante era mostrar una alegría que alejara a Ramiro Pertusa de la imagen de la muerte, reconociendo que el peligro acechaba. Mire, esos que van por la carretera, los domingueros, llenos de salud, con sus pijoterías, y las botas de vino de Cariñena conversando de fútbol. ¿Es que esa patolera no le podía sustituir a uno, darle su corazón nuevo? Se oía a un hombre que gritaba: ¡mujer que el niño se va a perder, no lo dejes!; ¡no había cuidado! Mira por dónde unos vivían, se trasladaban desde Zaragoza, cogiendo el ligero —el tren correo— después de haber oído misa en la Basílica Catedral del Pilar con devoción o sin ella, y otros con el corazón en sístole y diástole esperaban una inmovilidad completa en un plazo de tiempo más bien breve.