Cuando Ventura Méndez bajó del tren, la tierra estaba caliente en Canfranc-Estación. Nada más cruzar el puente se llegaba a la carretera. Él había trabajado en Obras Públicas, en la carretera, todo el año anterior y la conocía bien. El viento, la airera, le empujaba de un lado a otro. A la derecha tenía el río y a la izquierda las casas de paredes desconchadas de color rosa. (Las ventanas y las puertas de las casas parecían bocas abiertas que esperaban.) Se detuvo en medio de la carretera y con la botella en la mano contempló el perfil de la montaña sobre el cielo. Después miró detenidamente la pared desconchada de la casa de delante y se decidió a pasar sus manos por la superficie que estaba caliente. Se sentía extraño aunque imaginaba que sería debido al vino; apoyaba los pies naturalmente en el suelo, como siempre, y estaba vivo. Pero esto, que parecía lógico, resultaba en ese momento muy difícil de demostrar. Su postura era vertical sobre el suelo. Sus brazos caían inertes hacia la tierra y pensó por la misma razón que era un hombre. Tenía que recorrer doscientos metros de carretera para llegar al hotel de Pepe Escarrilla. Debía detenerse a cada paso y creyó que no podría llegar nunca. Vio un escaparate que tenía un rótulo ilegible en la puerta. El cristal brillaba a la luz. Pensó en la plaza de la iglesia y en su torre que recordaba del año anterior y entonces se puso a andar. Llevaba una bolsa azul a la espalda y seguía con la botella de vino en la mano. A lo largo de la hilera de casas contemplaba dos filas de gente sentada, inmóvil. Al llegar a la puerta del cine se paró. Nunca había sentido simpatía por los cines y mucho menos en aquel momento. A Lorenzo Gavin, que estaba en la puerta, le preguntó si podía decirle dónde estaba el capataz de obras públicas o el alcalde Alejo Guarga, porque necesitaba verlos a los dos. Le contestó Lorenzo Gavin que no sabía. Lo que sí puedo decirle es que si lo ven bebiendo así no le van a dar trabajo, si es eso lo que busca. Ventura Méndez se quedó mirando las fotografías.
—¿Qué película echan?
—¿Es que está ciego?
Sería una película del Oeste, un Western, no podía leer el título.
—¿A usted le gusta el cine?
Lorenzo Gavin le observaba.
—¿Qué dice?
—Que si le gusta el cine.
—No.
Después Lorenzo Gavin lo pensó mejor y explicó que era una cosa suya que le gustase o no. ¿Por qué no va a su casa y se acuesta? ¿Es que cree que le vendría mal?
Ventura Méndez volvía a ponerse en marcha. En la terraza del hotel de Pepe Escarrilla el niño Alfonso Terrén llevaba una pelota y le propuso jugar.
—¿Tu padre está en el bar?
—Por ahí anda.
—Ahora voy a verle, mira chaval si juegas conmigo te regalo la botella.
El niño Alfonso Terrén miró la botella al trasluz moviéndola.
—¿Es de vino dulce o seco?
—Dulce.
—Entonces sí que juego.
A los diez minutos de correr, Ventura Méndez parecía cansado. Iba detrás de la pelota sin soltar la botella. De vez en cuando hacía un regate al niño.
—¿Qué, no puede correr?
Hacía un mayor número de regates y Ventura Méndez no podía seguirle.
—¡He ganado!, dijo al final Alfonso Terrén.
—¡Cómo!, ¿qué has ganado?
El niño le había cogido la botella y se iba.
—¡Eh, tú!, ¿qué haces?
—Eso para que vea —dijo— otra vez tendrá más cuidado cuando se juegue algo.
Echaba a correr y se perdía lejos. ¡Eh niño!, ¡eh niño!
Pensó que no debía seguirle ni gritar porque verdaderamente había ganado la botella.
—Vaya.
Sintió el vacío en las manos que se hizo más patente al ponerlas cerca de los ojos. Se dio cuenta que había perdido la botella definitivamente. Lo comprendía de un modo absoluto e irrevocable. Alfonso Terrén debía estar ya tranquilamente sentado —o de pie— bebiendo en su escondrijo la botella de vino dulce.
El sol estaba en todas partes. Los tejados de las casas ascendían hasta la iglesia escalonadamente y en un silencio respetuoso la arropaban. Se podía pasar los dedos en el aire, por el perfil de la montaña, por su silueta rosada, y la misma mano al hacerlo se enrojecía hasta hacerse transparente. Olía a hierba y el aire era suave. Las sillas del bar estaban calientes y al tocarlas cedían el calor con dulzura. Detrás del bar, en el interior, estaba Pepe Escarrilla limpiando el mostrador con un paño seco. ¿Qué quiere el señor? Ventura Méndez pidió un vaso de vino.
—Hace calor, dijo Pepe Escarrilla.
—Sí, dijo Ventura Méndez, ¿no me reconoce?
(La lámpara del techo aparecía sucia y terrosa. Tenía un cordón que colgaba inerte. Al fondo había un cuadro torcido que representaba un paisaje de montaña. Cada vez que entraba alguien resonaba una campana que había en la puerta. Se oían en la calle las voces de los niños que pasaban. En el interior, con el humo, todo parecía irreal.)
—Sí, dijo Pepe Escarrilla sin emoción alguna, del año pasado. ¿Va a quedarse mucho tiempo o, está sólo de paso?
—Quiero hablar con el alcalde Alejo Guarga.
—Ah.
Pasaba lentamente el paño por encima del mostrador y el mármol se abrillantaba, quedaba húmedo y resbaladizo.
—Voy a quedarme un poco.
—Hasta que pase el calor.
Damián Albolote bebía vino en el extremo. ¿No quería usted hablar con el alcalde? Pepe Escarrilla llenaba el vaso del secretario Tomás Terrén, del capataz de Obras Públicas y del cabo Severo Obarra. Le miraban todos. Pepe Escarrilla dijo: aquí tiene usted al secretario, al alcalde don Alejo Guarga, y el otro es el cabo Severo Obarra. Vertía el vino con la mano derecha y con el brazo izquierdo —corto y recio— sostenía el paño húmedo que trazaba un arco en el mármol. En el mostrador quedaba sin limpiar una superficie seca en forma de isla. Ventura Méndez hubiese querido la uniformidad brillante del mármol resbaladizo; Pepe Escarrilla había detenido el movimiento del brazo que colgaba en el aire inerte.
—¿No lo ve?
Las migajas de pan cubrían la isla desierta de mármol cuando se acercó Ventura Méndez al capataz de Obras Públicas que ya conocía y él le dio unos golpes secos en la espalda.
—¿Usted por aquí?
—Sí ya ve.
—¿Viene a trabajar?
—Es lo que quiero.
Le apretó con fuerza la mano. Le interrumpía el secretario Tomás Terrén. ¡Con que trabajo!, ¿no dice que busca trabajo? ¡Dios nos libre de este señor! Por su parte el asunto estaba concluido, listo para sentencia. ¿Qué hace usted por aquí?, ¿a qué viene? Se dirigía al alcalde, ¿sabe usted quién es? Alejo Guarga asentía; el secretario Tomás Terrén se refería a sus valores morales, a su actitud que había conocido antes. Sobre la oferta de un posible trabajo prefería no hablar, además no estaba el sujeto en condiciones de hacerlo. No tenía perdón de Dios y no decía más. El alcalde Alejo Guarga quería poner paz. Pensaba que les podía resultar útil en el futuro. Dijo: Tomás déjemelo que la cosa me incumbe. Se dirigía a Ventura Méndez con suavidad, sin levantar la voz; el inconveniente de usted —dijo— es que no trabaja temporadas largas, viene quince días y después se va. Explicaba que no le parecía un procedimiento adecuado, él era alcalde desde hacía tiempo —¡si usted supiera lo que llevo trabajando aquí!— diez años iba a hacer en septiembre. Tomás Terrén les dejaba para ir a saludar al comisario Ubieto al otro lado del mostrador. Pero algo se puede hacer —dijo el alcalde— porque hay ciertamente un trabajo útil. Advertía que no era gran cosa, pero cuando se es joven no se tienen grandes problemas, ésa es la verdad. Tenía la frente cruzada de arrugas y los ojos sin brillo.
—Bueno claro, dijo, eso depende de usted.
Ventura Méndez, quería saber si el trabajo era en el cementerio o en otra parte distinta y se lo preguntó de golpe a Alejo Guarga. Oiga, ¿no es en el cementerio? Se lo decía con miedo, con sigilo, pero él no se volvía. Digo que si el trabajo es en el cementerio o no. Le molestaba su actitud inexpresiva porque no dejaba de sonreír. ¿No puede contestar?, dijo. Alejo Guarga se dirigía entonces al cabo Severo Obarra moviendo mucho los hombros, hablando de otra cosa evidentemente satisfecho.
En Canfranc-Estación —como en todos los sitios— se esperaba que acabase la jornada de trabajo. ¿Cuántos años tiene usted don Alejo Guarga? Cincuenta y seis. Sólo habría que esperar un poco más y se vería cómo en seguida tendría sesenta y después continuaría el ciclo vital. ¿Ha visto cómo pasa el tiempo señor alcalde? Sin darse cuenta se empezaba a notar un cambio, ya no anda tan bien y las mujeres no le miran. Alejo Guarga se consolaba: ¡para lo que sirven las mujeres! Una mujer no es ciertamente una cosa, pero también está hecha para ver, tocar y acariciar, y eso ha perdido para usted su significado (aunque allí estaba el ejemplo de Pilarín Candasnos). El tiempo pasa ciertamente de prisa. Un día se entera que le han clasificado dentro del grupo de los ancianos y ello le irrita. ¿Anciano yo? Insulta al que se lo dice —al padre del mismo y a su familia—, ¿anciano yo? Oficialmente está casi formando parte de las clases pasivas. Hay una Ley, un Estatuto de Funcionarios o un Reglamento, que contiene normas al respecto y que le ha introducido ya entre los muertos. A pesar de lo mismo cumple con la obligación que se le reserva a cada cual, ¿pero la obligación considerada desde qué ángulo? Los valores que parecía que había que tener en cuenta eran los que se juraban: ¿los principios básicos del régimen establecido?, ¿los del funcionario del Ayuntamiento como tal? Yo voy a las ocho de la mañana al Edificio Municipal, me siento en un despacho alumbrado con luz de neón y espero, ¿qué va a suceder? Se redactaban informes de conformidad con la ideología que se mantenía, de los que se encargaban en ocasiones el secretario Tomás Terrén o el joven subordinado Román Barós de diecisiete años de edad (que actuaba en calidad de ordenanza) y la nueva secretaria Pilarín Candasnos que habiendo empezado con mal pie, eso no había que negarlo, se había corregido, y aunque no fuera así era igual: el manejo de la máquina de escribir no requería la demostración de valores morales o específicos. La mayor parte de esos empleados debían de estar satisfechos, conformes con la alta misión que se le había encomendado. Sin fosilizarse amigo, ¿usted qué hace?, ¿qué espera conseguir en la vida? Con una calva incipiente, gafas negras y el grado de suboficial en reserva —en el bolsillo— no se podía ir muy lejos. Parecía obligado sustituir la juventud por el poder. Desde la altura de un despacho de Ayuntamiento se veían las cosas de otra manera: por ejemplo el problema de la madurez, de la juventud que se iba, que se dejaba atrás, no llegaba a preocupar tanto. Se estaba algo jorobado, esa era la verdad; pero la fosilización nunca comenzaba por el cerebro, como algunos creían. ¿Ha probado a contar —usted Alejo Guarga— las veces que tiene acceso a su mujer, a la legal, a la que el matrimonio ha santificado?; eso es cosa personal. ¿Las ha contado sí o no? Se podía asentir, pero los antiguos valores que se relacionaban con la virilidad estaban definitivamente perdidos. A mí no hay quien llegue a templarme, a calentarme, y con mi mujer tampoco. ¿Desde hace mucho tiempo? Pues sí, cinco o seis años, aunque con Pilarín Candasnos no es igual. Había momentos, cuando se habían bebido dos o tres vasos de vino, que se expresaba la gente con bastante claridad y sin artilugios mezclando temas relacionados con el poder y el sexo, sin llegar a diferenciar: ¿habla usted del personal de su oficina del Ayuntamiento, de la relación de subordinación en que se encuentran tanto los hombres como las mujeres? Pues sí, de eso mismo hablo, y fíjese el otro día me viene el empleado Román Barós, de grado medio, de diecisiete años de edad y de profesión ordenanza, a decirme —¡a mí!— que tiene que salir a la calle a resolver un asunto particular del que no me explica nada. ¡Vaya por Dios! Uno se queda en el despacho haciendo algo de provecho para que un abarcudo de mierda se vaya por ahí, de simple cachondeo, a meter mano a la funcionaria de turno, que también ha salido y que es la tal Pilarín Candasnos; así que un servidor se imagina lo peor y piensa que está en la posición adecuada para el acto, que querría realizarlo en horas de oficina. ¡Pues no, claro!, no hay permiso; con lo que se compensaba a medias la importancia con la categoría social y el poder administrativo. Siempre quedaba por otro lado la posibilidad de besar la mano a las señoras casadas con funcionarios de la misma categoría, como sucedía con la esposa del comisario Ubieto, y decir al mismo tiempo ¿cómo está usted?, o alguna otra fórmula que resultase suficiente y educada. A sus pies señora de Ubieto. Si se producía una pequeña excitación, mientras se mantenía la mano de la señora de Ubieto en el aire mejor que mejor, miel sobre hojuelas. ¡Vaya esto sí que está bueno a mi edad! Después se iba a casa, se veía a la mujer propia y ya se empezaba a comprender que iba a ser difícil que se produjera cualquier nueva reacción favorable, pero se pensaba con satisfacción en el empleado Román Barós que solicitaba permiso para salir a la calle de simple cachondeo para meter mano a la funcionaria, a la empleada Pilarín Candasnos (yo no sé nada pero todo podría suceder), y en la negativa correspondiente por su parte (porque siempre hay que actuar conforme a la idea de la obligación y esto viene de arriba, no se sabe exactamente de dónde, pero viene de arriba). Se encontraba uno más tranquilo en el lecho conyugal al lado de la mujer propia sin poder olvidar —¿qué culpa tiene uno?— a la funcionaria de turno Pilarín Candasnos, de la que se había hablado a los amigos; por cierto (ahora la veo, cuando cierro los ojos la veo) que está bastante bien así con su vestido; y cuando se pasea y va de un despacho a otro, con un oficio o un simple papel en la mano, está mejor; ¡pero yo no puedo!, ¡no puedo!, y qué le vamos a hacer, Dios mío, pero se me compensará de este gran sacrificio y por aquí y por allá en el medio y el respeto que debo a mi esposa y a mis hijos y a la sociedad y al juramento ritual de funcionario. Así que hasta mañana; intentando dormir —vuelto de espaldas a la cónyuge— que a decir verdad perdía facultades, se engordaba; cualquier cosa sería mejor. Se pensaba en ello no seriamente, como sustitutivo. Amanecía. No se había pegado ojo. Los tres vasos de vino en el bar de Pepe Escarrilla o el Martini o el bitter Cinzano habían caído mal y podían ser los responsables. Antes no era así; y en el mismo momento de la guerra tampoco. En cuanto se llegaba a tomar tres copas —a una cierta edad— de coñac Terry pasaba eso, y a veces hasta con menos.