Rosa Antillón decía que no había hombre que la satisfaciera del todo, porque verá usted quitando el primer momento de la puya primera el toro se amansa y yo, una cualquiera, me encuentro como al principio, así como lo oye, y no soy una excepción si piensa que a casi todas las mujeres les pasa igual, aunque explicasen lo contrario en los colegios religiosos de pago y se la educase con dulzura de mierda. Vamos a ver, vamos a ver. El hombre realizaba siempre el trabajo activo —si usted quiere— y la mujer quedaba en esas condiciones reducida a muy poco, a algo peor que a un esperreque, pero lo más grave era que se la hacía disimular. ¿Y qué sucedía? Iba a poner un ejemplo que se refería a ella misma cuando aún no había cumplido los diecinueve años, antes no había empezado —ya ve lo que son las cosas— y quitando los primeros días del hecho mismo de la iniciación que no le había producido placer y ya me entiende, pues mire que siempre es lo mismo, los días sucesivos habían sido aún peores, hasta soltarse un poco cuando se le había dejado intervenir, poner algo de su parte, que una también es persona, así que en el momento actual le gustaba quedarse esgarrupiada con las piernas al aire, con el cuerpo del hombre encima o como usted quiera decidiendo, que es como yo me imagino que Dios ha dispuesto las cosas, y perdone la falta de respeto. Y ahora, para mayor comprobación, lo va usted a ver. Abría el vestido por arriba y lo dejaba caer al suelo formando una corona en la tierra. Preguntaba: ¿qué espera?, parece que ha visto una aparición, pues si es como le digo. Se dejaba caer en la tierra caliente, en cualquier parte.
Rosa Antillón no parecía saber lo que era el alma. Ventura Méndez le dijo: ¿sabe usted lo que es el alma, Rosa?, y ella al reírse parecía como si le respondiese. ¿Por qué no viene aquí abajo y le explicaré lo que es el alma?
Estaba dentro del talud buscando la pala que se había caído al fondo.
—¡Venga hombre!, ¿quiere venir?
La pala se perfilaba perfectamente contra la tierra y las raíces formaban algo palpable y material que se podría tocar. Allí estaba el cuerpo también. (El espíritu se quedaría arriba donde estaba Ventura Méndez. Se quedaría arriba ese temor incierto y vago.) Era una posibilidad.
—Venga el vino.
Veía el rostro alegre de Rosa Antillón que bebía. Su vientre abultado, sus manos llenas de tierra.
—Por mí haga lo que quiera, dijo Rosa Antillón, no se preocupe si no quiere bajar no baje.
Ventura Méndez le preguntaba qué iba a hacer abajo.
—Yo se lo diré. Usted habla demasiado siempre, baje usted.
Había bajado. Era-un-ser-vivo-para-la-muerte. Estaba con Rosa Antillón dentro del talud en su sitio. Los dos eran seres arrojados y situados; se mantenían de pie y lanzaban, de vez en cuando, sonidos inarticulados. Rosa Antillón tenía dos manos y un cuerpo. El cuerpo podía moldearse, abrazarse. Se podía tocar. Éste era el principio de la vida y era extraño. Había que guiarse por la costumbre y todo parecía perfectamente normal. El amor es un abrazo. Estoy aquí en el cementerio, la muerte es normal porque me he acostumbrado; la vida es normal porque me he acostumbrado. Existe el cielo y la tierra porque me he acostumbrado.
—¿Ve cómo se ha decidido? Sabía que lo haría. Pero ¿y el vino?, ¿no quiere más?
Lo bebía Rosa Antillón con los ojos abiertos.
—Bueno, ahora le toca a usted.
Le sujetaba el brazo con firmeza; le ordenaba algo, lo que quiero, es que beba. Apoyaba las dos manos en sus hombros, y Ventura Méndez cogió la pala. ¿Es que va a trabajar ahora? Beba. Se había apoyado en el muro de tierra y había sujetado sus manos con fuerza.
—¿No le parezco bien?
Rosa Antillón hacía pasar su mano de uno de sus hombros al otro. Su expresión era abierta. No tenga miedo. Trazaba ella con la mano de Ventura Méndez un semicírculo sobre su cuerpo y era un movimiento rítmico. Usted no se preocupe. No debe preocuparse. Se acercaba y le besaba con la boca abierta. No se mueva. No haga nada. Déjeme a mí solamente. Se apretaba contra él y en ese momento se quedó en frente con los brazos colgados en los costados.
—Bueno, ¿no va a estar así quieto todo el día? ¡Venga!
Volvía a sujetar su cabeza entre sus manos. La había cogido por detrás y era imposible cualquier movimiento. ¿No ve cómo se me puede querer? Dígame que no quiere. Los labios de Ventura Méndez recorrían una pequeña trayectoria indefinida por su cuerpo. ¿Ve cómo es como todos? Dígame qué es lo que quiere hacer conmigo, dígamelo. ¿Sabe que no me importa lo que me pida? Usted puede hacer lo que quiera no tiene más que decirlo. Era como un baile extraño sin música, se agachaba Rosa Antillón y se ponía de pie mientras hablaba. No se mueva, ahora mando yo. ¿Es que no le gustaría estar solo conmigo? Usted y yo solos... diga que sí.
—¿Le gustaría?
Le pasaba las manos por la cara. ¿Es que no me puede mirar fijamente? Tenía un brillo cansado en los ojos.
—Siéntese.
Ventura Méndez había cerrado los suyos para no pensar. ¿Qué-es-el-miedo-la-muerte-qué-es? Veía la falda azul de Rosa Antillón sucia de barro y de polvo y sus pies apoyados firmemente en el suelo. Imaginaba el cielo desvanecido sin matices más oscuro que antes.
—¿Le pasa algo?
Iba a levantarse. Rosa Antillón sujetaba su cabeza por detrás.
—Estése quieto, quédese aquí.
Su cabeza seguía apoyada en su vientre. Iba a hablar pero se lo impedía poniéndole la mano en la boca por debajo del vestido con la otra mano.
—No se mueva.
Le abrazaba con las dos manos con fuerza. Sentía el calor de su cuerpo y un latido imperceptible en su frente y al lado de los ojos.
—¿Le gusta? Quédese.
Desde lejos, agachados los dos en el foso, eran unas sombras diminutas e inmóviles. Dos seres que jugaban a algo confuso al amparo de las tapias y de las cruces. La luz le daba a Ventura Méndez por la espalda, se esparcía por su carne y por su pelo, iluminaba cada una de sus manos, sus zapatos y sus hombros. Se alargaban las sombras —de los dos— hasta el muro. Se quedaban inmóviles, pegadas allí, en esa posición absurda y casi horizontal.
—¿Por qué no me dijo que quería?
Sólo había que hacer un esfuerzo para no pensar, ¿pero se podía no pensar? Rosa está aquí conmigo. Es un gigante lleno de carne y hueso. Rosa está agachada. Las piernas de Rosa Antillón son unos mazos enormes que se apoyan en la tierra. Su sangre corre de un lado para otro por su cuerpo vibrando, moviéndose y removiéndose. Todo su cuerpo está, ante mí, abierto a la luz y al paisaje. Su vientre —eso es lo que importa— es un pandero hueco. Hay algo dentro del vientre, de la carne y de la sangre, un pequeño latido, un ser casi inmóvil que vive en un mundo familiar y tranquilo sin cielo alrededor y sin paisaje.
—Sí, Rosa.
Ventura Méndez se habría dejado desvanecerse en ese silencio, en esa sangre, casi sin conciencia. Ser nada. No tener idea del tiempo tampoco, ni idea —por encima de todo— de lo que era trascendente. Ser solamente algo vivo, sumido en un letargo perdurable que se desarrolla y crece y no va a ninguna parte.
—Entonces ¿eh? ¿Sabe que nos vamos a entender muy bien usted y yo? Ande, un poco de diversión no le va a hacer daño...
Se abandonaba. Claro que con esto no es igual. Lo tengo de cuatro meses —se señalaba el vientre abultado—. No mire. (Le hablaba de prisa. Decía que debía darle algo a cambio. Es sólo un poco, ¿sabe?) Ventura Méndez seguía de rodillas y su cabeza llegaba a la altura del pecho. ¡Venga, venga acá! Es como un niño y no querría hacerle daño. Se apretaba contra él y oía el gorgoteo de su cuerpo. Hay algo líquido dentro, un corazón, la sangre, vísceras y un niño vivo. Le besaba empujándole contra la pared y se reía. ¿Ve cómo es fácil? Su boca era algo absorbente y blando que se abría. Ponga la mano aquí. En su cintura la mano de Ventura Méndez era algo real. Sentía el latido en la mano. ¿Cuántas mujeres son mejores que yo?, ¿eh?, ¿cuántas mujeres son así? (Sus piernas eran dos mazos gigantes debajo del vestido.) A Damián le da algo y ya está, ¿entiende? Ventura Méndez no le había comprendido. Digo que debe darle dinero.
—No tengo.
Rosa Antillón había suspendido las manos en el aire.
—Bueno, sólo faltaba eso.
Se reía en voz baja. Mire, no todo es cuestión de dinero. Usted me gusta porque es educado, y eso es importante; no quería tratar con gente rocera.
—No sabe lo que es convivir con las personas de este pueblo, no se lo imagina.
Había vuelto a coger la botella. Sólo por dos perras, ¿sabe? ¿Comprende lo que quieren? Se pasó la mano hasta la rodilla. Imagíneselo, quieren que me quite esto... Me lo he quitado mil veces ya. Es lo único que sé hacer, me lo quito y me lo pongo. Pero después, ¿sabe lo que me dicen?, pues que cómo soy así y que por qué no cambio de vida. Pero esto lo dicen después y no antes, cuando están ya satisfechos... ¿Entonces qué valor tengo? ¿Sabe usted cómo distingo yo al que va de buena fe? Pues cuando un hombre la quiere a una se queda a su lado y no se va. No se avergüenza de nada y está allí... Así yo comprendo que no soy algo despreciable. Los peores son los más perfectos, los que me explican cosas de sus mujeres, los incomprendidos, los hombres respetables y le hablo de Tomás Terrén... Yo soy su sueño dorado, un poco de placer y de pronto no soy nada; pero de pronto, ¿entiende?
—Sí.
—Además cree que tienen derecho sobre mí. Me pone dificultades como si le perteneciera. Yo creo que el único que puede decir algo es Damián, ¿no? Pues fíjese es el único que no dice nada... Son los otros... Ya sé que es difícil comprender, pero bueno no sé por qué le cuento esto.
Al beber la montaña se oscurecía.
Debían ser las nueve.
—¿Qué haría usted? Lo que quiero decir es que si estuviese en lugar de Damián si le molestaría mucho que yo fuese allí de un lado para otro...
—Es lo que hace ahora.
—Sí pero de qué manera tengo que hacerlo. Fíjese, además de la cartilla y las revisiones tengo que darle cincuenta duros a Armando Obispo, y consigo no pasar el examen médico. Él me hace el certificado.
Quería explicárselo con más detalle. Dependo de la Dirección de Sanidad ahora, usted me comprende... Parecía orgullosa al decirlo. Exactamente ahora, rectificó, ya no dependo, pero dependía antes; lo que pasa es que después pedí la baja... Además me dijeron que no podía ejercer ya... Me entregaron una tarjeta y todos los meses tenía que presentarse en la policía al comisario Ubieto. Allí tomaban nota de mi nombre en un registro, y luego pasaba al examen médico. Sus manos se destacaban blancas en el regazo, parecían apariencias temblando de placer.
—No crea usted que lo llevan de cualquier modo, lo llevan de una forma seria y bastante bien; así que hay que tener cuidado... Imagínese lo que supondría que yo no pasara la revista mensual. Más de uno lo está deseando aquí. Mire.
Había abierto el bolso que sujetaba entre las piernas.
—Tome y lea.
—¿Qué es?
—¡Lea!, ¿es que no sabe?
Era un carnet con una fotografía que ocupaba el ángulo. Había unos nombres arriba y en el reverso.
—¿Qué pone?
—Número 1320. Rosa Antillón. ¿Qué le parece?
—Bien.
—Ahora puedo verlo mejor... Es lo que le expliqué antes. Con una tarjeta así se va lejos... Todo por la vía legal. Es verdad que se necesita algo más... Hacía resbalar las manos con suavidad a lo largo de su cuerpo hasta la cintura. Éste es el motivo. Como puede ver yo tengo un cuerpo y los demás unas manos. Se reía e hizo que Ventura Méndez se riera también. Usted se ríe porque tengo razón en todo, yo tengo un cuerpo y usted tiene unas manos.
Se acostumbraba uno a las cosas, se las veía como algo cotidiano, pero no había ninguna razón para que eso se hubiese producido así y no de otro modo. Se partía ya de una situación. No se podía alegar nada porque no se tenía referencias de otro orden distinto. Para tranquilizarse sólo cabía decir que si las cosas estaban allí era porque resultaban útiles, no se quería ver su existencia en bruto, de la misma forma que se ven por primera vez, como las observa un niño que acaba de nacer, que mira alrededor intentando explicarse qué significa esa interioridad que hace relación a él, qué significa el mundo exterior formado de materia, de luz de sonidos, qué valor tiene esa sustancia que ocupa un lugar, que él intenta palpar y que cuando golpea hace daño. En el plano de las ideas asimismo tenía lugar una analogía. Se pensaba en líneas generales como un ser cualquiera que-está-en-el-mundo, que forma parte de él, inmerso, y que debe admitir esa situación con los problemas que lleva implícitos, como era el de considerar el peso de todos esos muertos sin que se pudiera hacer nada ya por quitarlo de la memoria y del corazón. Por otra parte se decía que la vida tenía un valor pero los individuos se cansaban pronto de vivirla y el problema de Dios no lo resolvían los teólogos ni los estudiosos y tampoco el hombre de la calle. Se empezaba a pensar que se perdía el tiempo aunque se insistiera. Se hacía algún intento que otro por liberarse de la monotonía preparando una guerra para cada generación, a ser posible civil, con un número de muertos que colocase cuantitativamente al país a nivel europeo. ¿Y el problema del desarrollo? Hacemos carreteras, claro y obras hidráulicas, claro. Y tendremos en cuenta la cuestión social.
—¿Usted qué piensa de esto?
—No comment.
¿Cuál era el país más católico del mundo, con ideas metafísicas espirituales imperialistas?
—¿Pero de qué imperio habla usted?
—Del que haríamos si nos dejaran.
Porque la debilidad podía llegar a hacer que se perdiera el propio equilibrio. Al principio parecía que se adueñaba del cuerpo, se querían menos cosas, el mundo exterior y la gente hacían daño. Se era incapaz de cambiar el mundo. Se producía la adaptación. Se necesitaba un guía, una protección, no pensar y que alguien resolviera todo. Se empezaba por dormir más, como si el descanso fuese obligado. Nada de movimientos o de ejercido físico. Se permanecía mirando un objeto, la pared de en frente; sin hacer nada, en un letargo silencioso en el que se vivía porque la sangre continuaba pasando por las venas, corriendo, se quisiera o no. El cuerpo estaba allí y las manos podían ponerse sobre la cara al lado, o verlas transparentes a la luz. Se sabía que se estaba vivo. No se había hecho nada para eso. Ahora tú vas y dices: todo está bien, no tengo nada que alegar tengo lo que merezco. Ejerzo un trabajo me ocupo en algo. Dejo que un día pase a continuación del otro, voy a beber al bar de Pepe Escarrilla, después a tomar café con Lorenzo Gavin, con Ramiro Pertusa y Salvador Zurita. Me pongo a hacer cosas, salgo a correr las calles, vuelvo aquí, vigilo y organizo un poco las cosas ya que todo el mundo tiende a producir lo menos posible. Vigilo el trabajo de Rosa Antillón, de Damián Albolote les veo; en definitiva sirvo al negocio. Dejo que pasen los días, no miro hacia adelante —hacia atrás tampoco— hacia el porvenir. Es mejor no mirar hacia ningún lado. Hablo con Alfonsito Terrén, de vez en cuando me cuenta algo que interesa, vuelvo a salir. Me repito. Me encuentro en perfecto estado de salud. Sé que tengo todo lo que necesito. No parece suficiente, siguen apareciendo inquietudes de carácter material, y yo, Ventura Méndez, estoy sumergido en el tiempo, lo que es lo mismo que decir sumergido en el amor, en la vida, en la destrucción completa con el instinto de conservación encima sin saber por qué, con el instinto de procreación encima sin saber por qué, pensando que aún hay esperanza.