—¿Cómo va, Damián?
—Aquí malviviendo.
Como Rosa Antillón no había acudido a la cita Tomás Terrén la había ido a buscar al cementerio. No lo hacía nunca, y le estaba diciendo a Damián Albolote que eso podría llevar consigo un perjuicio grande para él, ¿no lo ve hombre? Damián Albolote —al lado— parecía escuchar la explicación de Tomás Terrén que le rogaba que fuese a buscar a Rosa Antillón. Le tendía un billete arrugado mientras decía que le haría un gran favor porque lo que tenía que hablar con ella era particular o, si usted quiere, algo que le interesaba. El sol caía perpendicular y Tomás Terrén se limpiaba el sudor con el pañuelo. Su expresión era severa. ¿No oye?, vaya a buscar a Rosa si hace el favor. Damián Albolote con el dedo índice en el pecho decía, ¿yo? Se quedaba en el mismo lugar removiendo la tierra con un pie.
—¿Quién va a ser entonces?, ¿con quién estoy hablando? No se haga el que no comprende; esa actitud no le va a hacer ningún bien. Hala, vaya a buscarla en seguida que uno se cansa de esperar en balde al sol. ¡Que le digo que vaya!, ¡carajo con el hombre!, ¿es que nos quiere demostrar que no vende a la señora?, ¿desde cuándo se ha vuelto así?
Algo más tarde Rosa Antillón explicaba que la culpa era del trabajo y de Damián que no la había dejado ir. Tomás Terrén se había vuelto en dirección a Damián, ¿es cierto lo que dice? El enterrador no comprendía la pregunta. Lo que quiero que me explique es si es cierto que no la ha dejado ir usted. Guardaba el billete en el bolsillo. Hablaba mirando al suelo: no había que hacer nunca caso a las mujeres. Rosa era una trapalera, amiga de las mentiras y falordias, embustera. Se le veía excitado. Tomás Terrén decía está bien, está bien, haga el favor de marcharse.
Desde el cobertizo Damián Albolote y Ventura Méndez veían cómo Tomás Terrén movía los brazos gesticulando delante de Rosa Antillón. Al principio los movimientos eran bruscos, hasta violentos, pero después llegaron a apaciguarse. Debajo del sol las dos figuras parecían nimbadas por un halo de luz. Ventura Méndez pensó que era lo que correspondía y que estaba justificada la presencia de Tomás Terrén, que no podía ser de otro modo.
No se llegaba a vivir en una inercia absoluta; la inactividad no podía ser buena de ningún modo y no parecía suficiente preguntar cosas, por ejemplo a Rosa Antillón si había hecho algún estudio. Pues no, aparte de unas lecciones de catecismo. Benito Liesa la había querido bautizar en su tiempo hacía catorce años y ella no había tenido fuerza de voluntad para aprenderse el catecismo de memoria al comprender que no por eso se cambia de profesión ni se vive bien o mal, así que mire, estaba como al principio y Benito Liesa no la dejaba entrar en la iglesia ni recibir los auxilios espirituales pero eso tenía remedio, va a ver. Yo le absuelvo, Rosa, de verdad. Trazaba Ventura Méndez un signo en el aire y Rosa Antillón reía haciendo constar que le hacía gracia aunque pensaba que no servía de nada. Si me permite le voy a decir que tiene usted muy poca sustancia por muchas razones, ¡pues no se le ocurre otra cosa que quererme bautizar! Ventura Méndez explicaba que la iba a llevar al río porque era buena esa idea de bautizarla, ya que no parecía bien empezar las cosas por el final, el bautismo primero sin la camisa para recibir el agua en el cuerpo. ¡Buenas intenciones lleva usted con eso de la camisa que sabré yo lo que quiere! Se quitaba todo lo demás y dejaba la falda plegada sobre la tierra para dirigirse al río levantando los brazos al cielo y dando palmadas mientras decía, mira qué bien que me va a bautizar éste, moviendo el cuerpo de un lado a otro en el instante que Ventura Méndez hacía constar que no era respetuoso, sin que Rosa Antillón estuviese de acuerdo en eso.
—¿Y usted cree que lo que hace está bien?, se le ve la expresión de santidad y rezuma vino por las orejas, valiente canónigo está hecho.
A Rosa Antillón le gustaba reconocer las cosas, mire que yo soy una albarrana y usted un zaborrero. Entonaba una canción de iglesia y seguía dando palmas mientras se acercaba al río.
—Vaya usted delante.
—¿A dónde?
Para cruzar Rosa Antillón ponía los brazos en la piedra. Parecía que se encontraba a disgusto. ¡Qué cosas tiene usted y la culpa es mía por hacerle caso! Cruzaba con la botella de vino en la mano gritando, ¡me van a bautizar, me van a bautizar!, la botella en el aire y bebiéndola. Se la pasaba a Ventura Méndez que bebía al mismo tiempo que ella en medio del río, cuando él explicaba que no debía de gritar, la hacía ir delante (ofreciendo cierta resistencia Rosa Antillón, que aunque tenía costumbre en esos asuntos no le gustaba ir sin nada que la cubriera por arriba ni por abajo) saltando entre las piedras a carramanchones y haciendo lo que se decía. No olvidaba el tono de voz empleado por Ventura Méndez, ¿quién manda aquí?, ¿diga quién manda? Respondía usted; porque a Rosa Antillón le gustaban los hombres que imponían su voluntad sobre todo en los momentos que antecedían al amor, aunque con su persona no se sabe nunca lo que se va a hacer que igual es verdad lo del bautismo. Daba a entender Ventura Méndez que sí, que la iba a bautizar, cuando el sol caía ya sobre sus hombros haciéndola aparecer como una figura blanca transparente con el triángulo oscuro en el sexo, preguntando, ahora, ¿qué hago?, no me voy a quedar aquí toda la tarde, llegando a avanzar algo más en el cauce del río, resbalando dos veces, ¿ve usted?, eso le pasaba por hacerle caso, pues mire me he hecho mal, mojándose un poco la cara y la nuca, echándose un poco de agua por los brazos y las piernas, palmeando ligeramente, dejándose ver en medio del río en forma de figura de fuego contra el atardecer inerte y estable, como si el tiempo no pasara.
—¿Sigo de pie?
En ese momento Ventura Méndez iniciaba el acto solemne, pues mire Rosa Antillón que el agua la purifique yo le bautizo. Mientras ella le salía al paso, ¡pero si no se puede tener en pie, se está cayendo!, ¿por qué no se purifica usted mismo? ¡Mira qué es informal!, ¡con lo sencillo que sería hacer lo que todo el mundo!; dese prisa antes de que venga Damián, que esto no le va a hacer gracia. Lo que se puede decir es que le complace el ceremonial, ahora quiere que me ponga de rodillas, por mí no va a quedar, me pongo de rodillas. Si sigue así va a echarme toda el agua del río encima, y qué manía con eso de rezar como si no se pudiesen hacer otras cosas.
—Rece.
—Pero hombre, ¿no hablará en serio?, ¿y cómo voy a rezar si no sé?
—Es igual.
—Le acabo de decir que se me ha olvidado y no me gusta además el juego. ¿Por qué no vamos a otra parte? Mire cómo es, yo no comprendo bien lo que quiere, me hace ponerme de rodillas y luego se empeña en que rece y ya se sabe que con usted hay que hacer siempre su santa voluntad.