Para llegar al Parque Móvil había que atravesar Canfranc-Estación dejando la iglesia a la derecha y el grupo de viviendas que servían desde hacía tiempo para cobijar a los obreros tuneleros; casas de color rosa, ¿por qué ese color?, que se extendían a un lado y otro de la carretera. Luego estaba la farmacia, la casa forestal, el Ayuntamiento, la estación con sus vías muertas, con las oficinas de telégrafos y correos. A la izquierda, la residencia del Banco Central, el restaurante de Pepe Escarrilla y muchos metros más arriba el túnel de Somport negro, profundo. Por la carretera, Ventura Méndez, llevando la guerrera militar en el brazo, iba a realizar su trabajo cotidiano. La función del Parque Móvil era la de reparar, construir, e incluso desguazar, los medios de transporte, reparación del automóviles, en general, sin sustitución de piezas o sustituyéndolas, almacenamiento de esas mismas piezas en relación con vehículos o medios de transporte, construcción de mecanismos y centro de estudios militares técnicos españoles. Había camiones militares de dos tipos en la modalidad Pegaso, el normal, y el todo terreno anfibio con tubo de escape encima de la cabina del conductor. El Chevrolet, el Dodge y el Ford, dependientes de la técnica americana y del plan de Ayuda Militar. En los medios ligeros los Jeeps de la empresa Willys, con licencia para la casa Viasa cuya central radicaba en Zaragoza; los Dodges tres cuartos, y la casa Land Rover con licencia inglesa modelo anfibio 270. Luego los medios de dos ruedas de transmisiones de la casa Sanglas y Montesa totalmente españolas, entonces en transacción. La casa Norton, un tejemaneje. Y por último la parte correspondiente a Obras Militares con la misma maquinaria que Obras Públicas, niveladoras, excavadoras, grúas, etc. El trabajo era de precisión, lo que significaba que no se podía hacer de cualquier manera sino que requería habilidad y un especial entrenamiento. El cabo Severo Obarra veía una semejanza entre él mismo y el comportamiento que se seguía con una mujer. Había que ir con tiento, ¿no es verdad?, después todo iba sobre ruedas y que se comprendiese el simbolismo o la similitud. En el automóvil también había partes sensibles. ¿Pero qué sabía hacer Ventura Méndez? Poner la correa del ventilador tensa haciendo girar las tuercas con la llave especial, levantando el mecanismo y sintiendo el aliento caliente de Severo Obarra en la espalda. Hágalo bien que le estoy viendo, no crea. Haciendo palanca con una barra o forigón con la mano izquierda y dejando al final comprobar a Severo Obarra que la correa no estaba tensa, ¡y no me diga que sí, porque le parto el alma de un zaporrotazo responsero! Volvía a las andadas destensando más, haciendo girar las tuercas a la izquierda y llenándose de grasa la frente y el pelo al intentar quitarse el sudor con el dorso de la mano. Severo Obarra metía la cabeza en la caja del motor y asentía a regañadientes. Se daba por terminado el trabajo. Se le dejaba marchar, pero sólo un momento luego vuelve, diciendo Ventura Méndez, ¿manda alguna cosa más?, no por ahora no. Se creía en la obligación de insistir.
—No nada más le digo, váyase.
—Pues con su permiso me retiro y a la orden.
Se iba a esboterar en las letrinas de cuclillas, a carramanchones, con el fusil en la mano, no había que abandonarlo nunca, era como la novia o la amante, los dos símbolos podían ser utilizados.
A Ventura Méndez se le había entregado el uniforme completo, no había disculpas ni pretextos; era necesario llevar el equipo prescindiendo del fusil que no servía de nada en las condiciones normales, porque usted me va a decir qué sucedería si se le ordenase llevar el arma. ¿Dónde la iba a dejar?, ¿debajo del camión? Se permitía el cambio del equipo de gala por el uniforme de maniobras. Además se le había entregado un uniforme de paseo de invierno y verano, dos uniformes de campaña, dos pares de botas, prendas interiores, calcetines, un par de guantes o manoplas, dos gabardinas de tres cuartos. Un morral, y por hallarse en una unidad de montaña, mochila, el saco o petate, el correaje de campaña y el de guarnición. En lo referente al armamento el Cetme o fusil ametrallador de fabricación y patente española (de calibre setecientos sesenta y dos milímetros adoptado por la NATO) de mejor calidad que el M-17 subfusil americano (perteneciente a la esfera del dólar). Del Cetme se podía decir que era un fusil ametrallador que servía para disparar en forma de tiro a tiro o en ráfagas, con carga o petaca de veinte o cuarenta proyectiles. El sistema de retroceso se aprovechaba para recargar el nuevo disparo y tenía un peso de cuatro kilos seiscientos gramos con la carga completa.
Del otro armamento había que hacer mención al arma de alza telescópica de tiro a tiro, por tanto no de ráfagas, porque sin trípode cabecearía. Además no batía zonas sino puntos concretos, y el Mauser de un calibre algo superior a los nueve milímetros. Pulso, sensibilidad, vista y disciplina necesaria en las maniobras que tenían lugar cada quince días en la zona de vías muertas de la Estación Internacional.
Allí no había favoritismos ni gente de familia bien ni gente de familia mal ni tampoco se tenían en cuenta los valores culturales —como se había explicado— con excepción de los patrióticos o los nacionales. Se respetaban sólo los principios que hacían relación al sexo, a la virilidad bien entendida relacionada siempre con el propio tamaño de los órganos sexuales a los que se hacía relación a menudo, entremezclando la palabra que servía para designarlos con la de los santos, ¡que aquí para hombres nosotros!, a diferencia de los demás, dispuestos al sacrificio, a dar la vida por intereses sólo espirituales —no bastardos— como la propiedad, las inversiones bancarias, las ideas tradicionales y la defensa de los dogmas defendidos ya desde antaño en el Concilio de Trento con una intransigencia parcial y característica. Por eso cuando Ventura Méndez explicó que entre sus principios entraba el de no ir a misa el cabo Severo Obarra dijo eso está bien pero dígame si se refiere sólo a los días laborables o a los festivos. Cuando Ventura Méndez explicó que a todos sin excepción el cabo Severo Obarra no llegó a expresar una opinión a favor ni en contra. Él era amigo de la libertad lo que significaba, en principio, que cualquier mandria podía hacer lo que quisiera en ese terreno. Fíjese bien que digo cualquier mandria, se había interrumpido y se veía que iba a añadir algo: pero usted no. Ponía la mano en la boca para disimular el énfasis o la sonrisa. Se dirigía a los demás, nadie puede decir que no se tengan consideraciones con el nuevo. Movía las manos de arriba abajo; la sección entera se alegraba, reía con el tono e intensidad que parecía conveniente sin exagerar. Severo Obarra decía, ya basta por hoy y daba orden de romper filas. Ese suceso se recordaría para contarlo en el futuro en el bar de Pepe Escarrilla o en cualquier otro lugar un día que viniera al caso.
A final del mes de julio ocurrió el suceso en el campo de tiro. Severo Obarra se apoyaba contra los brazos intentando ganar la posición. Hacía la maniobra con una cierta lucidez porque sabía que era observado por los subordinados, por la tropa, en ese medio y por los campesinos, por las mujeres del lugar desde los balcones en la estación, junto a las vías muertas del ferrocarril, cuando sintió el impacto en el cuerpo y algo caliente que le corría por la espalda. No conseguía ver y colocó las manos en la cintura hasta que la sangre le llegó a las manos. Las retiró y las llevó delante en el momento en que decía, éstos me han jorobado bien y no es una bala perdida no, que lo han hecho adrede. Se volvió para mirar en dirección al Parque Móvil, a las vías muertas del ferrocarril, y no llegó a avanzar más. Se fue ladeando en dirección norte hacia el túnel de Somport. Veía cómo se inclinaba la montaña a la derecha y luego a la izquierda. Pensó que el equilibrio lo perdía cuando llegó a utilizar como referencia el salto del lago de Ip, que se le venía encima de golpe. Se dijo, ¡bueno!, era mejor no hacer nada. Entonces oyó silbar al tren de las cinco y media.
Al otro lado, Ventura Méndez con el fusil en la mano lo veía caer sin que el suceso —del cual era él mismo responsable— llegase a cambiar ningún orden establecido. Por su parte no creía que se hubiese producido otra modificación que la reacción de sobresalto en el cuerpo de Severo Obarra que, a lo lejos, parecía envararse echándose encima de la tierra en los mismos bojes para que al final sólo hubiera silencio y la vida siguiese, lo que Ventura Méndez pudo comprobar a través del gorjeo de un pájaro engañapastor que saltaba de una rama a otra junto a las vías mostrando las plumas amarillas y verdes y la vibración de su garganta. Así que al dejar el fusil Mauser de nueve milímetros en la tierra la irrealidad parecía ganarle por completo y el sol levantaba un vaho caliente de la tierra que oscilaba. Al apoyar el arma, luego; sintió la tierra, y su roce resultaba acogedor. Se deducía que lo importante era que él estuviese allí pensando; porque la interioridad hacía existir el mundo y eso era independiente de que hubiera causado la muerte de un hombre —Severo Obarra— un acontecimiento, en todo caso, que no sería conocido hasta más tarde y del que se ignorarían algunas circunstancias relativas a la personalidad del autor del hecho material, porque cuando unas maniobras se hacen con fuego real ya se sabe, el accidente puede ocurrir con facilidad en cualquier momento o cuando menos se piensa.
Los primeros que obtuvieron una información parcial del suceso fueron los habituales asistentes de los hoteles y establecimientos de bebidas. La monotonía se diluyó algo en Canfranc-Estación. La muerte de Severo Obarra se había quedado en el aire y las conversaciones bajaron el tono de voz. Pilarín Candasnos dijo solamente mira qué bien y cuando Flores le miró con una cierta severidad volvió a repetir lo mismo, mira qué bien. La voz del comentador de la televisión impedía afirmar que se hubiese expresado de esa manera. Flores sin asegurarlo dijo que creía haberlo entendido, ¿es verdad o no? Pilarín Candasnos, en un movimiento oscilante de caderas, había colocado las manos en jarras y sin el menor esfuerzo añadía, ¿qué te pasa a ti, hijo de mala madre, hijo de puta, más que borde? y Flores fue de puntillas para aumentar el volumen de la televisión con lo que se habían podido comprobar los resultados deportivos de fútbol: Real Madrid 2, Sevilla 1; Zaragoza 0, Elche 4; Real Sociedad sin jugar todavía, el encuentro había quedado suspendido por tiempo lluvioso, ya se sabía en el Norte.
El 11 de julio se procedió al enterramiento de Severo Obarra y, como en otras ocasiones, se llegó a comprobar que la población civil se acostumbraba mejor a la muerte de los otros que a la propia. El cuerpo de Severo Obarra, con una herida abierta en la espalda, presentaba el aspecto de las personas que habían muerto en estado de gracia. Así lo dijo públicamente Benito Liesa en los prolegómenos de la ceremonia religiosa, en la que intervendrían un número de acólitos indeterminado (cuantos más mejor). Después parecía necesario no olvidar los otros dos ritos solemnes, ¿himno militar y la bandera desplegada en el mástil colocado al efecto?, ¿o simplemente cubriendo el catafalco?, ¿envolviéndolo?, según había expresado el secretario Tomás Terrén (¿como si se tratase de una madre amorosa que cubriese con el manto los despojos del héroe?) Y por último ¿una oración fúnebre?, ¿a cargo de quién? El alcalde Alejo Guarga hacía constar que le dejaran de complicaciones, y de oraciones fúnebres, ya que no era dado a la palabrería o a los discursos ni era charrador. En cualquier caso el formalismo del correspondiente funeral no se llegó a realizar como otras veces. Se depositó en una bandeja los donativos de los presentes que irían a parar a los familiares, a la viuda y a la hija de corta edad —Josefina Obarra— y Benito Liesa habló de la voluntad de Dios y de la necesidad de acallar algunos rumores malintencionados que hacían culpable del suceso a otros. La trayectoria de un proyectil la conoce Dios y no siempre. Así que a rezar, a seguir la vida de todos los días cada uno realizando su trabajo. Se discutió dónde se colocaría en el cementerio nuevo. Allí había que tener en cuenta, no sólo las circunstancias del patriotismo y cumplimiento de las obligaciones militares, sino la cuestión administrativa sobre la que tenía que decidir el mismo Ventura Méndez. En esto el alcalde Alejo Guarga era tajante aunque muy a pesar suyo. Cuando a un subordinado, a un simple funcionario aunque eventual, se le daba una autoridad por pequeña que fuera había que concederle asimismo la facultad de decisión e independencia que llevaba implícito el cargo en la realización del trabajo encomendado. Si él decide una cosa, aunque sea una barbaridad, ¡pues bendito sea Dios!, ¿por qué se le iba a llevar la contraria? Así que ya dentro del plano simplemente administrativo, Rosa Antillón pudo exponer su opinión que era la de que habría que darle un trato preferente, y Ventura Méndez la dejó hablar, vamos a ver Rosa de lo que es usted capaz y cómo va a configurar al cabo Obarra, al muerto propiamente dicho, sin que, por su parte, pareciese en el primer momento que fuera a arredrarse, diciendo, déjeme que va usted a ver, colocándolo en la categoría de las personas conocidas, benefactoras o ilustres sin discusión después de tomar los datos puramente técnicos, relacionados con la edad, estado civil, profesión, fecha de fallecimiento, etc., y mirando a Ventura Méndez en espera de su asentimiento, oyendo cómo él decía que sí en la cuestión puramente de detalle o accidental, está bien, Rosa, pero negando en lo referente a la clasificación y a la consideración de muerto benefactor o ilustre, porque pensaba que todo lo más y como mucho, era un ortodoxo, perro guardián y defensor de los intereses estables —de los otros y de los suyos— inmovilista, cuya única virtud —si usted quiere— consistía en haber muerto antes que Dios lo quisiera, con lo que la humanidad había prescindido de un ser contingente e innecesario. En la cuestión administrativa, de simple burocracia, se le colocaba en el grupo de los esclavos practicantes, en la zona arenosa, donde pululaban las grandes hormigas y las lagartijas, cergallanas o sargantesas, se paseaban al sol, donde el mundo larvial era inagotable o inmenso (y más en el interior de la tierra) siendo la ophira la reina.
Si el secretario había traído a su hijo, sería por alguna razón, y así lo había explicado él mismo cuando Alfonsito Terrén, con el sol de frente, miraba el catafalco con los despojos de Severo Obarra y la bandera desplegada con la expresión de asombro que caracteriza a los niños, sin comprender del todo el razonamiento del padre, ¿lo ves, Alfonso?; mientras se oían ya los primeros acordes de la música y el sacerdote Benito Liesa recitaba las preces con voz uniforme, sin altibajos. El secretario levantaba a su hijo en brazos, por encima de la multitud, preguntando, ¿ves, hijo?, sin que Alfonso, viese otra cosa que la bandera desplegada encima del catafalco y a Damián Albolote y a Ventura Méndez en primer plano y a Rosa Antillón y al alcalde Alejo Guarga más lejos, iluminados por el reverbero del sol; ¿lo ves, Alfonso? (el espectáculo representaría para él un recuerdo en el porvenir) cuando ya la primera palanganada de tierra cubría, borraba, la presencia del cabo Severo Obarra envolviéndolo de nada y silencio. En unos minutos el sudor cubría a Damián Albolote que se quitaba la camisa volviéndose hacia doña Miguela de Escarrilla, excusándose, usted perdone señora, para continuar con el torso al aire el trabajo que consistía en sumergir la presencia de Severo Obarra, y su imagen, en la profundidad de la tierra para que su existencia abandonase cualquier indicio de realidad.
La muerte de Severo Obarra llevaría consigo la libertad inmediata de Ventura Méndez y eso se deducía por sentido común, o por simple razonamiento, si no se olvidaba que no había ningún otro suboficial en Canfranc-Estación y que tardaría tiempo en llegar el relevo al Parque Móvil (¿tres meses o cuatro?, o más aún) así que en la tropa nadie mandaba y no se podría obligar a Ventura Méndez a seguir cumpliendo el castigo, ¿con qué autoridad?, ¿por mandato de quién? Alejo Guarga preguntaba a Ventura Méndez sobre cuáles eran sus proyectos y lo hacía casi con miedo. La muerte del soldado había sido un acontecimiento desgraciado para todos menos para él, ¡mire por dónde a usted le ha venido mejor que bien! Personalmente creía que nadie podía alegrarse con la desgracia ajena, sin embargo puede ser que usted no piense así. Pues bueno antes de marcharse hará el favor de avisar con tres días de antelación por lo menos en el Ayuntamiento. Ventura Méndez hacía constar que no pensaba marcharse, que lo que sucedía era que pasaba a trabajar con dedicación plena en el cementerio todo el día y que sólo abandonaba las faenas militares.
—¿Así que es verdad lo que me dice?, ¿no me engaña? Mire usted que después no va a poderse echar para atrás y que será peor... En este caso se le traerá el contrato a la firma.
—Sí.
—¿Alguna condición especial?, ¿le falta algún útil de trabajo?, ¿necesita algo?, estamos a su disposición para lo que haya menester... ¿Sabe que yo no había pensado que las cosas se arreglarían por sí solas? Venga, si me da la botella de vino bebo ahora, no se lo van a creer.
Ventura Méndez hacía lo posible para reír y no lo conseguía del todo. Era necesario ver la realidad de frente y con la botella en los labios comprendía bien las cosas. (Las cruces eran blancas y se veían de lejos.) No quería tropezar y miraba la luz de Canfranc-Estación al fondo. ¿Dios?, dijo Ventura Méndez. Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo. El vino resbalaba suavemente por el pecho. La botella en el aire brillaba en sus manos. Empezaba a reír y la risa era suave al principio. ¿Quién sabe?, dijo, ¿quién está aquí bebiendo?, ¿quién soy yo? Veía sus manos blancas en la noche y pensaba que eran más suyas que nunca. Son mías. Sujetaba la botella de vino contra el pecho y acariciaba una mano contra otra. En ese momento sonrió abiertamente porque empezaba a comprender que estaba además vivo. El viento lo sentía él, eso era cierto. (En otra parte faltaba la vida. Los muertos habían adoptado posturas imposibles que imaginaba.) Reía hasta que las lágrimas aparecieron en sus ojos. Sentía el calor que le inundaba la espalda y las piernas. Seguía sujetando la botella que brillaba a la luz.
—Rosa, dijo en voz baja.
Dejó la botella de vino en el suelo y se irguió, todo lo que pudo, colocando sus brazos en cruz a la altura de los hombros.
—Rosa, ¿no está Rosa?, gritó.
Con sus brazos en cruz veía el cielo profundo y negro sin sentido pero con más fuerza, con todo su corazón y con toda su alma y con todo su cuerpo.
—Ven, Rosa, dijo.
Cogió definitivamente impulso para lanzar la botella al río y llamó otra vez a Rosa Antillón. La botella estaba sujeta contra la palma de la mano detrás de su cabeza y entonces la lanzó. Vio cómo describía un arco brillante y en una trayectoria precisa se dirigía hacia el río. Muy bien dijo, y Rosa Antillón apareció en ese momento.
—¡Eh, Rosa!
—Aquí estoy, no grite tanto que ahora mismo voy, porque no soy sorda, ¿ha entendido usted?
Con la muerte no se juega. No es lícito poner a un esqueleto a la intemperie o hablar con él, pero hay que buscar una salida a la situación; tampoco se le puede colocar en las rodillas de uno o acunarlo o sentarlo encima de un mueble en una silla a la hora de comer, podría rebelarse y utilizar, como consecuencia, expresiones no recomendables delante de las señoras, muermos es lo que sois, esto no se hace. Resultaría ilógico adornarle con una corbata o intentar averiguar el sexo, mirando de la forma que va vestido y si utilizaba la camisa, el canesú, el pantalón o las pistolas, como signo distintivo. Habría que reconsiderar las palabras pronunciadas (moviendo el maxilar con la boca descarnada de arriba abajo) para hacerse comprender delante de los asistentes, las señoras y los niños y los ancianos y los sacerdotes y las personas de autoridad —funcionarios— y hombres políticos, directores de banco y de empresa y empleados.
Un niño, Alfonsito Terrén, se había subido a la tapia y miraba a Ventura Méndez, con los ojos abiertos.
—¿Es usted el enterrador?, dijo el niño.
—Sí.
—¿Entierra a los muertos?
—Sí.
—¿No me dejaría ver algún muerto?
—No.
—Ande, dijo el niño, uno sólo. Sólo un muerto y me voy; sea bueno, le prometo que si me enseña un muerto me voy a casa.
Las mujeres vestidas de negro cogían a sus hijos en brazos y señalaban a Ventura Méndez desde lejos. ¿Lo veis?, decían. Los aupaban entre las tapias, sujetándoles por las piernas y él no podía esconderse. ¿Lo veis?, ¿lo veis? Se refugiaba en el otro extremo, entre las cruces, sin poder ocultarse en ninguna parte.
—Ese es, mirad, el que se esconde.
Ventura Méndez vivía con Rosa Antillón y era culpable. Vivía fuera de la ley de un modo reprobable —a su modo— enterrando a los muertos.
—Mirad, ¿lo veis allí?
Era una referencia negativa, algo prohibido que no debía ser imitado. Miradlo ése que está allí, ése es.
Se podían ver los brazos de las mujeres que le señalaban y los ojos abiertos de los niños colocados en hilera encima de la tapia. Él, Ventura Méndez, miraba también, indefenso, a los niños y los veía cómo eran realmente, los veía llenos de vida pero ya como hombres y después con el tiempo como muertos.
—Miradlo cómo se esconde.
Explicaban a los niños que iría al infierno. Y Ventura Méndez con su camisa abierta, con su barba en forma de collar y con su guitarra al hombro, era un pequeño ser diminuto pegado a las tapias que vivía y que se movía al sol.
Pepe Escarrilla llegaba por el camino principal bajo el sol del verano y se detuvo delante de Ventura Méndez viéndole trabajar con el pico en la mano, con la pala y la carretilla —y permaneció así inmóvil, con el sol encima, de forma que Ventura Méndez lo pudo observar como un gigante que se levantaba mientras que él se sumergía cada vez más en el fondo de la tierra—. ¿A qué había ido Pepe Escarrilla? ¿Qué quiere? El mundo está hecho de incomunicación, pero ese ser, Pepe Escarrilla, podía decir qué buscaba al menos. Por fin podía decirse que le hablaba y lo hacía difícilmente como si hubiera bebido suficiente vino en su propio establecimiento. Jadeaba, entreabría la boca, explicando que había ido sólo a dar una vuelta y se le había ocurrido pasar por allí —¿con ese calor?—. En primer plano se veían los pies de Pepe Escarrilla, enfundados en las alpargatas negras de cuerda desgastadas, y después los pantalones anchos moviéndose al viento, y el vientre que ocultaba parte del cuerpo, asomando sólo la cabeza, deforme por el vaho del bochorno.
—¿Cómo le va Pepe?
—Bien.
—¿Quiere fumar?
Estaba al lado sin moverse, respondiendo con monosílabos sin cambiar de posición. Parecía necesario adoptar las expresiones del lugar, pues por aquí también bien trabajando, ¿qué otra cosa se puede hacer? Unas raíces se enredaban en la pala dentro del hoyo de tierra. Pepe Escarrilla quería ayudar bajando pero era peor y deshacía parte de la zanja abierta, ¿qué hace hombre? Ventura Méndez notaba el jadeo y la proximidad de su cuerpo que reducía el espacio y le impedía cualquier movimiento obligándole a retroceder y a apoyarse en el talud. Se agachaba Pepe Escarrilla hasta que consiguió llegar a sujetar las raíces con las manos haciendo fuerza. Saltaba todo, las plantas y la tierra, el jadeo aumentaba. Cualquier acción buena noblemente realizada, merece un premio. Pepe Escarrilla hablaba de Pilarín Candasnos y explicaba las últimas noticias que se referían, en primer lugar, a su aspecto físico después del encarcelamiento a que había sido sometida por cuenta del comisario Ubieto. La seguía encontrando bien de salud, bien plantada, no tenía nada de eslabada o teticiega hasta más mujer, y, para que vea, abierta a los requerimientos de muy pocos y últimamente más a los suyos. Insistía en las partes concretas del cuerpo de Pilarín Candasnos, haciendo hincapié en los pechos, en las piernas y sobre todo en el vientre. Ventura Méndez lo admitía. Pues mire, Pilarín Candasnos no era una mujer como otras aunque la gente dijese lo contrario. Le miraba a Ventura Méndez, bueno y aunque tuviese sus defectos no era para tanto ni había que exagerar los hechos como se iba haciendo por allí sin razón alguna. Pasaba seguidamente a expresar otra cosa —en eso consistía el objeto de la visita— dirigiéndose al amigo sobre todo, pues verá usted lo que quería, que supiera era que él iba con buenas intenciones y que pretendía que se convirtiera en su esposa, en la madre de sus hijos, era un decir, usted ya comprende, aunque se vaya a reír, ¿no?, pues sepa que el otro día hablé con mi madre doña Miguela, y no opinó nada ni que sí ni que no y después se lo expuso al cura Benito Liesa que no dijo tampoco ni que sí ni que no y me aconsejó que reflexionara. Yo quería saber los motivos de la reflexión pero explicó que esos los conocía cualquiera entre ellos usted, así que al final aseguró que era una mujer que estaba bastante zaleada por todos menos por él y eso por su condición de religioso y por su ministerio que sí no asimismo habría intervenido. Lo que quería que comprendiese era que así como estaban las cosas se las contaba, pero hay algo más. Se callaba e hizo dos veces la acción de hablar sin decidirse, pues va a ver, espere un poco que ahora mismo se lo digo, oiga, ¿no se la va a llevar al río?, ¿verdad?, ahora no puede.
—¿Por qué?
Se comprendía que se debía respeto a la mujer del prójimo. Hay cosas que no se pueden hacer y usted lo sabe. No estaba bien el contubernio con la señora que no era la de uno, y tampoco olvidar las intenciones de la persona. Él le había ofrecido el matrimonio a Pilarín Candasnos y (como decía Benito Liesa) eso no era igual que el apetito desordenado, la fornicación hablando claro. Además no se podía ser exigente, ¿qué quiere usted? Tenía a Rosa Antillón, ¿no va a ir detrás de Pilarín también? ¡Pero no podía ser que diese de sí con las dos! Eso era una opinión y que perdonase, tenía que comprender lo que le decía. A él no le parecía bien que unos tuviesen tanto y otros tan poco y no estaba dispuesto a consentirlo, yo le cojo a usted de mi mano y le llevo al otro mundo, el que se dice que es mejor, ¡sí señor, no me conoce!, el que advierte no es traidor. Fíjese que en eso no valen las antiguas amistades, diga qué intenciones lleva. No era necesario seguir allí, se podía salir del pozo, ¡vamos a salir ahora que ya está bien de charla y se puede echar un trago de vino fuera! Pepe Escarrilla colocaba un pie y después el otro y ascendía —diga qué intenciones lleva—. Ventura Méndez le daba la mano sin conseguir ayudarle al principio, siempre resulta más fácil bajar que subir. Otra vez Pepe, pero debía poner algo de su parte, sintiendo la mano húmeda contra la suya —¡que no puede ser así!— se echaban los dos al final en el suelo —diga qué intenciones lleva— sobre la misma tierra, en la superficie, sin que nadie se decidiese a ir a buscar el vino esperando que lo hiciese el otro, el compañero, en una inmovilidad completa, bajo la sombra del árbol más viejo; acabando Ventura Méndez por decir:
—Está bien Pepe, se toma nota de todo, no se preocupe se hará como quiere.
—¿Lo va a prometer? ¿Da su conformidad?
—Sí.
—Bueno pues ahora tengo que marchar, así que, hala adiós, hasta otro día.
El alcalde le decía a Pepe Escarrilla que podía hablar; allí estaba él para escucharle, esa era una de sus funciones como primera autoridad del Ayuntamiento. Pepe Escarrilla hacía constar que no se trataba de un asunto de carácter municipial estricto. Era igual, era igual, aunque debía darse prisa en la exposición, ¿que iba a contraer matrimonio? Ah muy bien y se alegraba sobremanera. Si le iba a decir la verdad casi lo consideraba necesario ya que el desempeño de su función, en el ramo de la hostelería, requería la seriedad y no ir por ahí de coña o faldeando sobre todo cuando se tenían ya algunos años como le sucedía a él. Así que la enhorabuena anticipada. ¿Y con quién se iba a casar si es que tenía la amabilidad de informarle? Pepe Escarrilla iniciaba la exposición, no sé si a usted le parecerá bien pero es lo mismo. El alcalde Alejo Guarga se había levantado para palmearle la espalda, ¡me va a dar lo mismo!, ¡hombre, no diga eso! Tenía por costumbre ocuparse de los asuntos de los residentes en el lugar, de los administrados, sin olvidar a los propios funcionarios de la corporación del Ayuntamiento. ¿Así que se va usted a casar?, ¿y el nombre de la persona afortunada, de la feliz consorte? Pepe Escarrilla intentaba pronunciar el nombre de Pilarín Candasnos sin conseguirlo, hasta que al final lo hizo, obligándole Alejo Guarga a repetirlo, dándole a entender que a veces perdía frases completas de una conversación. ¿Usted habla de la señorita que estaba a mis órdenes antes?, ¿de su antigua novia a la que había encontrado con Román Barós en circunstancias no del todo claras? Exactamente la misma. ¿La que él se había encargado de echar, de lo que no se arrepentía por cierto? Muy delicado todo, de difícil solución aparentemente, aunque estaba por decidir según se imaginaba. Por correr en las cosas de la vida no se llegaba antes.
—Permítame entonces que le dé un consejo.
Se había levantado y se dirigía a la ventana. Tenía las manos en la espalda y miraba en dirección al río, le hacía un signo para que se acercara, volvía a insistir empleando un tono de voz grave; venga, venga aquí. Por la ventana se veía a unos niños en la carretera, un guardia civil hablaba con el sacerdote Benito Liesa que levantaba los brazos. Voy a decirle algo a usted por si quiere tomar nota. Dos niños se habían sentado en un banco de piedra y el otro orinaba al pie de un poste del tendido eléctrico. Benito Liesa se separaba del guardia civil y caminaba ya en dirección a la iglesia. Pepe Escarrilla asintió, movió la cabeza de arriba abajo, y se quedó mirando a los dos niños.
—¿Se da cuenta?, dijo, ¿se da cuenta bien de lo que va a hacer?
Se volvía con brusquedad y le miraba a los ojos, qué cosas tiene usted, ¡qué le voy a decir! ¡y con esa mujer, además!, eso sí que está bueno, la escalentida, que resulta algo fácil, porque eso no me lo va a negar usted ni nadie; yo le podría contar, pues sí es verdad que sé algunas cosas... Hágame el favor de no ver ninguna animadversión por mi parte en las palabras, le hablo no como alcalde sino como amigo y como consejero también, sobre todo, de su señora madre.
Pepe Escarrilla temía que no fuese nadie a la ceremonia religiosa, por eso había propuesto a Ventura Méndez que figurase como testigo si es que no le parecía mal. Yo he pensado que usted podría hacerme ese favor. Le llevaría un traje, una camisa blanca, una corbata y los zapatos, pero quería saber si aceptaría con seguridad antes. Algunos no querían figurar por las razones que comprendía. Dicen que la cabra tira al monte y que Pilarín volverá a las andadas, que no sirve de nada desposarse en esas condiciones como si yo no la conociera bien; además se lo he preguntado y ha dicho que sí, que se comportaría con decencia; ¿qué cree usted?, ¿tengo razón o no?, ¿diga?, y si no va a responder es lo mismo, yo a lo que he venido es a preguntarle si no le importaría asistir a la iglesia y a prestar testimonio.
En la iglesia estaban además de los novios, Rosa Antillón, Damián Albolote, junto con Lorenzo Gavin, Ramiro Pertusa, Severo Obarra, Salvador Zurita y Armando Obispo. El párroco Benito Liesa había consentido en que se pusiera la alfombra-tapiz de terciopelo y los grandes candelabros debido a la insistencia de Pepe Escarrilla (aunque según él no era sólo cosa de insistencia, ¿usted me entiende? Cualquier trabajo llevaba consigo un precio y ese era como los demás). ¿Su madre doña Miguela no viene?; no señor, digo padre. Por lo que se ve, no está muy de acuerdo; usted verá, aún tiene tiempo de pensarlo y dar la conformidad, de volverse atrás y aquí no ha pasado nada. Pues lo que quería significar era que los candelabros pesaban lo suyo y que no sabía cuál era su utilidad, bastaba con mirar a la asistencia para comprobar que no toda ella era selecta, ¡a quién se le ocurre hombre! Que hubiese invitado a Damián Albolote no parecía razonable sino todo lo contrario pero pasaba de la raya lo de Rosa Antillón y hacía rebasar el vaso de agua, sí señor como lo oye, esa mujer no había puesto nunca los pies en la iglesia y no estaba ni siquiera bautizada.
¿No había pensado que tendría que estar junto a gente honorable, de autoridad? Usted es el hijo de doña Miguela no lo olvide y a eso se debe la presencia de algunas personas, en otro caso, ¿a qué iban a venir? La boda, a decir verdad, era más bien floja o digna de lástima. Y después me trae al ateo del cementerio de testigo, a Ventura Méndez. ¿Cree que Dios va a bendecir la ceremonia de usted? A Pepe Escarrilla no le importaba eso. Pues tenga cuidado con lo que dice y no lo repita que está en presencia de uno de sus ministros y cuando quiera empezamos, que ya me empiezo a cansar; ésta parece la conversación de los sordos.
Cuando Pepe Escarrilla salió de la iglesia de la mano de Pilarín Candasnos, la tarde caía con lentitud por encima de los pinares en Canfranc-Estación. Era un día luminoso. Contra la puerta se perfilaba la enorme silueta del cuerpo del hijo de doña Miguela al lado de Pilarín Candasnos; Rosa Antillón junto a Damián Albolote explicaba que sobraba el traje blanco; Armando Obispo al fondo, hablando con Salvador Zurita que le contaba su problema médico que no era el mismo, aunque usted lo pueda creer; veía por la noche pequeñas arañas rosadas que invadían la habitación llegando hasta el mismo lecho, acongojante eso es lo que es, lo que se dice bastante molesto y jodido, porque yo, ¿qué voy a hacer?, considerando que no eran una o dos sino que había varios centenares de las dichas arañas que se ponían de pronto en marcha.