En el crepúsculo la sombra de Ventura Méndez se alargaba. Entonces se podía seguir ese juego que consistía sólo en andar, en ir de un lado a otro, a condición que la misma sombra llegase a abrazar las cruces una a una. Situación algo pasada de moda: el beso material romántico a los que duermen, a los caídos en gracia o en desgracia de Dios, que adquiría caracteres más grotescos al encontrar al final al niño —Enrique Bielsa Sasal— para darle las buenas tardes o las buenas noches mientras Rosa Antillón, al lado, decía: venga que no se sostiene en pie y se encuentra mal, no se vaya a quedar aquí al relente dormido. Se sumergía Ventura Méndez en un vacío sin referencias, hecho de alcohol y de sueño, le resultaba muy difícil utilizar palabras inteligibles. En medio de la materia orgánica simétricamente dispuesta, el cielo parecía decir algo más y él quería contestar a la llamada sin saber exactamente lo que tenía que hacer, pensando que de su respuesta dependía el Orden Universal y la justificación de la misma vida. Por todo ello, decía: sí, sí, intentando colaborar humildemente. Admitía que no servía de nada tampoco, oyendo cómo repetía Rosa Antillón: venga, ¿no ve que es hora de cenar?, justo cuando sentía el abrazo de la noche, hecho de polvo luminoso que entraba en su sangre hasta hacerle perder en parte la individualidad, siendo todo y pensando que ocupaba un nuevo espacio en otra galaxia a millones de años luz, repitiéndolo intentando hacerse a la idea para localizar desde allí, en lo más alto, el Planeta acostumbrado de la Tierra y luego, por tanteos, diciendo puede ser, puede ser, el lugar del cementerio del Río, en el Continente de Europa, en España, en Canfranc-Estación justamente, sin lograrlo, pensando que el significado de los muertos se perdía al no conseguir orientarse en el espacio y que se perdía asimismo él y su resurrección, llamando a algunos de los muertos, a Orosia Piedrafita, al niño Enrique Bielsa Sasal, a José Pertusa Pueyo, a Vinacua, a Casajús, a Gavin, a Bielsa, a Grau, a Cajal, a Izuel; empezando, en seguida, ese paseo que no parecía tener sentido hasta la tapia del fondo, hasta el lugar que ocupaba Enrique Bielsa Sasal, y después otra vez, hasta la tapia del fondo. Se iba y se venía, se volvía a empezar. Cuando llegase hasta allí, hasta Enrique Bielsa Sasal, no habría resuelto nada. Hasta allí, de todas formas, empleando un poco más de tiempo. Veía cómo se oscurecía el cielo, sentía que la sensación de culpa se refería a él, ponía las manos en el propio cuerpo, a la altura del pecho o en la cara, pasándolas con lentitud, repitiendo su nombre, yo Ventura Méndez, con el sufrimiento que venía al caso, pero sin exagerar. (Las lágrimas resbalaban hasta la camisa, notaba un enorme placer ya junto a la cruz del niño Enrique Bielsa Sasal y de los otros.) Se comprendía vivo, sabiendo que el corazón latía al ritmo acostumbrado, hablaba con el cielo y con las cosas, sin olvidar que la actitud resultaba propia de la inmadurez juvenil o que provenía de los pocos años, y a pesar de todo haciendo ese recorrido, que consistía en llegar arrastrándose a la tapia y luego volver en tiempos cada vez más largos. Entonces estaba en medio del recinto entre la hierba. Podía deducirlo con seguridad porque leía la inscripción de la cruz con el nombre de Federico Cañete Grau. Se había ladeado más, descansando, observando el cielo de noche. Debía de ir hacia el este con la botella en la mano empleando los codos. Oía detrás el agua del río y en frente estaba el perfil de la montaña —¡oh, eternidad, yo te quiero!— y la carretera y la noche. Esa era la dirección y ya parecía que el movimiento iba a más, cuando se dejó rendir por la inconsciencia o el sueño. Podía dormir diez o veinte minutos. Se producía un vacío absoluto, un tiempo en el que él hacía compañía a los demás durmientes del mundo, manteniendo la postura horizontal, la capacidad cognoscitiva disminuida en una situación de apagamiento no absoluto. Se descansaba, un poco nada más, para seguir luego adelante, no en cualquier dirección sino hacia el este, abrazando la hierba, intentando levantarse, diciendo: ahora voy y me levanto, uno y dos, sin llegar a pronunciar el tres. Pensaba si tenía algo de gracioso la aventura. Ponía las manos contra la boca, apartando la hierba a brazadas. Eso era lo mismo que nadar.

Desde esa posición veía la parte alta de la hierba en una extensión de dos metros que oscilaba y que se abatía con el viento hasta encamarse. Parecía probable que se encontrase dando vueltas alrededor de sí mismo. Toda la noche la había pasado leyendo el nombre de las cruces y ya no le decían nada, sólo le resultaban familiares al repetirlos: Bielsa, Grau, Sasal, Izuel, Belo, Cajal, Vinacua, Coduras, Casajús, Garijo, Gavin. (No sabía a quiénes representaban ni dónde se hallaban situados.) Casanovas, Martínez, Quintanilla... Parecía mejor llamar a Rosa Antillón y lo hizo con todas sus fuerzas, buscando el regazo caliente y el timbre de su voz. El grito —la llamada— tenía dimensiones y era personal, adquiría forma propia y no podría nunca ser sustituido, era ancho y largo y subía arriba al cielo, y bajaba y se quedaba pegado a la tierra, en la hierba, en las piedras, en las hendiduras de la roca, a flor de piel. Tendría un ámbito por donde se extendería hasta ser captado por el Mundo material, por los hombres, no se sabía si Dios lo oiría.

—Aquí estoy, dijo Rosa Antillón, ¿ve cómo tenía razón?, ¿qué hace tanto tiempo aquí?, ¿no puede moverse?; venga conmigo, demonio de hombre parece un muerto; usted acabará un día de una trapera grande, eso se lo digo yo y cualquiera que tenga un poco de sentido común; ¡hala, hala, que estoy con usted no tenga miedo!

El regazo de Rosa Antillón estaba hecho de sangre y de vida, era el Principio y en él se entremezclaban todas las sensaciones vividas y por vivir, el recuerdo y el futuro. Ventura Méndez estaba de rodillas frente al Mundo. El viento del Aspe y de Astun encontraba su asiento allí, después de pasar por la frente de Rosa Antillón, por su pelo y por sus ojos. Pero no era todo Vida, una sombra leve de muerte engendraba aún mayor ternura. Se conseguía llegar a realizarse plenamente como Hombre. Se volvía al Origen de las cosas. Rosa Antillón pasaba lentamente las manos por el pelo de Ventura Méndez, por su espalda y también por sus piernas, decía: ¿sabe lo que falta a usted?, ella creía que necesitaba una madre. ¿Le importa que yo sea su madre ahora? Pero consideraba la expresión como irrespetuosa, y lo reconocía de esa manera. Decía: niño mío, niño mío. El mundo de lo inconsciente iba tomando forma, repetía no pasa nada. Podía creerse que todo estaba tranquilo mientras él, Ventura Méndez, oía su propia voz familiar que le demostraba que era así al levantarse de la Tierra como si tuviese el origen en ella. Ya-era-un-ser-en-el-mundo con los caracteres propios inherentes al hombre, ya podía mirar alrededor, en todas las direcciones. Rosa Antillón le daba el brazo, explicaba por aquí, venga, venga, y le señalaba el cobertizo abierto.

Había que emplear el tiempo libre, así que Ventura Méndez encaramado en la tapia, al sol, hablaba a los hombres que pasaban por la carretera. Con la botella en la mano invitaba a los transeúntes a beber sin que nadie se detuviera. Sólo una niña —María Badaguas García— le miró asombrada, llevaba un fajo de leña a la espalda demasiado pesado para ella. Ventura Méndez hizo ademán de bajar a ayudarla pero la dejó seguir. La niña andaba con lentitud y parecía que representaba el sufrimiento del Mundo. También veía pasar los automóviles y a los labradores que regresaban del campo. Los campesinos querían saber lo que hacía, se les veía curiosos; algunos con el aire risotero que daba la ingenuidad o la simpleza: ¿es usted el que se ocupa de esto? Piparro con el pelo blanco, dueño de las tierras del Prado de Abajo, fundador de la dinastía que llevaba su nombre, le aconsejaba irse de allí: mira hijo que eres joven y más te valía marchar, y la mujer le miraba encima del carro con la expresión tierna de la madre, dando la razón al esposo, sin que ninguno de los consejos hiciesen mella en el ánimo de Ventura Méndez que lentamente se adaptaba a su trabajo, a los paseos, a las cruces alineadas, a la tierra revuelta y caliente, al mismo paisaje y al río; viendo pasar las nubes, explicando a Rosa Antillón que no se estaba mal allí, y respondiendo ella que sobre cuestión de gustos no había nada escrito aunque no coincidían con los suyos ya que a esas horas le habría gustado estar en el bar de Pepe Escarrilla o en Flores comiendo ternasco bien regado de vino tinto como lo hacía Pilarín Candasnos que sabía vivir bien y todo por el dinero que conseguía ganar con el alcalde, a diferencia de lo que le pasaba. En su caso no había tenido buena suerte y no había sabido tampoco elegir; lo que no se podía hacer era ir de un lado a otro buscando trabajo, eso tenía inconvenientes por ser poco estable en definitiva, y también los años contaban, no diga que no. No resultaba lo mismo tener veinte años, que era lo mismo que haber nacido ayer, usted dirá, que tener más y no decía cuántos. Pero lo que no le entraba en la cabeza era que él trabajase pudiendo seguir estudiando, no lo llegaba a comprender y los demás tampoco. En el pueblo, si usted lo quiere saber, se empezaba a murmurar. Posiblemente le interese conocer lo que dicen; pues mire, que si es usted marxista o comunista y que defiende al obrero, pero tampoco creo que sea eso. Le parecía más bien que le gustaba incordiar y que tenía la cabeza llena de pájaros (lo uno no quita lo otro) que era aficionado a ver las nubes y cosas así, y además para poderlo contar luego a los amigos, sabiendo que lo va a dejar un día y que es sólo para pasar el rato, porque mire lo que le digo, usted se casará con una mujer buena con dinero y vivirá en gracias de Dios, si es que no se muere antes por lo que bebe y perdone la confianza.